ENCÍCLICA DE LA SAGRADA LITURGIA
“MEDIATOR DEI”
PIO XII

 

PARTE TERCERA

 

I. El Oficio Divino

 

EL OFICIO DIVINO Y EL AÑO LITURGICO

 

A) FUNDAMENTOS

 

172. El ideal de la vida cristiana consiste, en que cada uno se una íntima y continuamente a Dios. Por esto, el culto que la Iglesia rinde al Eterno, y que está recogido principalmente en el Sacrificio Eucarístico y en el uso de los Sacramentos, está ordenado y dispuesto de modo que por el Oficio Divino se extienda a todas las horas del día, a las semanas, a. todo el curso del año, a todos los tiempos y a todas las condiciones de la vida humana.

 

173. Habiendo ordenado el Divino Maestro: «Conviene orar perseverantemente y no desfallecer»[1], la Iglesia, obedeciendo fielmente esta advertencia, no cesa nunca de orar y nos exhorta con el Apóstol de los Gentiles: «Ofrezcamos, pues, a Dios sin cesar, por medio de El (Jesús), un sacrificio de alabanza»[2].

 

B) HISTORIA

 

174. La Oración pública y colectiva, dirigida a Dios por todos conjuntamente, en la antigüedad sólo tenía lugar en ciertos días y a determinadas horas. Sin embargo, no sólo se oraba en las reuniones públicas, sino también en las casas privadas y a veces con los vecinos y amigos.

 

175. No obstante, pronto comenzó a tomar auge en las distintas partes de la cristiandad la costumbre de destinar a la Oración determinados momentos: por ejemplo, la última hora del día, cuando el sol se oculta y se encienden las luces; o la primera, cuando termina la noche, después del canto del gallo y al salir el sol. Otros momentos del día son indicados como más propios para la Oración por las Sagradas Escrituras, siguiendo las costumbres tradicionales hebreas y los usos cotidianos. Según los Hechos de los Apóstoles, los Discípulos de Jesucristo se reunían para orar en la hora tercera, cuando «fueron llenados todos del Espíritu Santo»[3]; el Príncipe de los Apóstoles también, antes de tomar alimento, «subió a lo alto de la casa, cerca de la hora de sexta, a hacer oración»[4]; Pedro y Juan «subían al Templo a la oración de la hora nona»[5], y Pablo y Silas «a la media noche, puestos en oración, cantaban alabanzas a Dios»[6].

 

176. Estas distintas oraciones, especialmente por iniciativa y obra de los monjes y de los ascetas, se perfeccionan cada día más y poco a poco son introducidas en el uso de la Sagrada Liturgia por la autoridad de la Iglesia.

 

A) NATURALEZA

 

177. El Oficio Divino es, pues, la oración del Cuerpo Místico de Cristo, dirigida a Dios en nombre de todos los cristianos y en su beneficio, siendo hecha por Sacerdotes, por los otros ministros de la Iglesia y por las religiosos para ello delegados por la Iglesia misma.

 

178. Cuáles deban ser el carácter y valor de esta Alabanza divina se deduce de las palabras que la Iglesia aconseja decir antes de comenzar las oraciones del Oficio, prescribiendo que sean recitadas «digna, atenta y devotamente».

 

179. El Verbo de Dios, al tomar la Naturaleza humana, introdujo en el destierro terreno el himno que se canta en el cielo por toda la eternidad. El une a Sí a toda la comunidad humana y se la asocia en el canto de este himno de alabanza. Debemos reconocer con humildad que «no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones ni cómo conviene hacerlo, el mismo espíritu (divino) hace o produce en nuestro interior nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables»[7]. Y también Cristo, por medio de su espíritu, ruega en nosotros al Padre. «Dios no podría hacer a los hombres un don más grande... Ruega (Jesús) por nosotros como nuestro Sacerdote; ruega en nosotros como nuestra Cabeza; nosotros le rogamos a El como a nuestro Dios... Reconozcamos, pues, tanto nuestras voces en El como su voz en nosotros... Se le ruega a El como Dios; ruega El como siervo; allí es el Creador, aquí un Ser creado en cuanto asume la naturaleza de cambiar sin cambiarse, haciendo de nosotros un solo hombre con El: Cabeza y Cuerpo»[8].

 

D) DEVOCION DE NUESTRA ALMA

 

180. A la excelsa dignidad de esta Oración de la Iglesia debe corresponder la intensa devoción de nuestra alma. Y puesto que la voz del orante repite los cánticos escritos por inspiración del Espíritu Santo, que proclaman y exaltan la perfectísima grandeza de Dios, es también necesario que a esta voz acompañe el movimiento interior de nuestro espíritu para hacer nuestros aquellos sentimientos con que nos elevamos al Cielo, adoramos a la Santísima Trinidad y le rendimos las alabanzas y acciones de gracias debidas. «Debemos cantar los Salmos de manera que nuestra mente concuerde con nuestra voz»[9]. No se trata, pues, de una simple recitación ni de un canto que, aunque perfectísimo según las leyes del arte musical y las normas de los Sagrados Ritos, llegue tan sólo al oído, sino que se trata sobre todo de una elevación de nuestra mente y de nuestra alma a Dios, a fin de que nos consagremos nosotros mismos y todas nuestras acciones a El, unidos con Jesucristo.

 

181. De esto depende, y ciertamente no en pequeña parte, la eficacia de las oraciones. Las cuales, si no son dirigidas al mismo Verbo hecho Hombre, acaban con estas palabras: «Por Nuestro Señor Jesucristo», que, como Mediador ante Dios y los hombres, muestra al Padre celestial su intercesión gloriosa, «como que está siempre vivo para interceder por nosotros»[10].

 

E) LOS SALMOS

 

182. Los Salmos, como todos saben, constituyen la parte principal del Oficio divino. Abrazan toda la extensión del día y le dan un carácter de santidad. Casiodoro dice bellamente a propósito de los Salmos distribuidos en el oficio divino de su tiempo: «Ellos... con el júbilo matutino, nos hacen favorable el día que va a comenzar, nos santifican la primera hora del día, nos consagran la tercera, nos alegran la sexta en la fracción del pan, nos señalan en la nona el fin del ayuno, concluyen el fin de la jornada impidiendo a nuestro espíritu entenebrecerse al acercarse la noche»[11].

 

183. Los Salmos repiten las verdades, reveladas por Dios al pueblo escogido, a veces terribles, a veces penetradas de suavísima dulzura; repiten y encienden la esperanza en el libertador prometido que en un tiempo era animada con cánticos en torno al hogar doméstico y en la misma majestad del Templo; ponen bajo una luz maravillosa la profetizada gloria de Jesucristo y su supremo y eterno Poder, su venida y su muerte en este destierro terrenal, su regia dignidad y su potestad sacerdotal, sus benéficas fatigas y su Sangre derramada por nuestra Redención. Expresan igualmente la alegría de nuestras almas, la tristeza, la esperanza, el temor, el intercambio de amor y el abandono en Dios, como la mística ascensión hacia los divinos Tabernáculos.

«El Salmo... es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio del pueblo, el aplauso de todos, el lenguaje general, la voz de la Iglesia, la profesión de la fe con cantos, la plena devoción a la autoridad, la alegría de la libertad, el grito de júbilo, el eco del gozo»[12].

 

F) PRACTICA

 

184. En los tiempos antiguos, la asistencia de los fieles a estas oraciones del oficio era mayor, pero fue disminuyendo gradualmente, y como hemos dicho, su recitación está en la actualidad reservada al Clero y a los Religiosos. En rigor de derecho, pues, nada está prescrito a los seglares en esta materia; pero es sumamente de desear que también ellos tomen parte activa en el canto o en la recitación del oficio de Vísperas en los días festivos, en sus respectivas Parroquias.

 

185. Os recomendamos vivamente, Venerables Hermanos, a vosotros y a vuestros fieles, que no cese esta piadosa costumbre y que se le restituya en lo posible donde haya desaparecido.

 

186. Esto traerá ciertamente frutos saludables si las Vísperas son cantadas, no sólo digna y decorosamente, sino también de forma que regocijen suavemente en varias formas la piedad de los fieles.

 

187. Permanezca en su debido cumplimiento la observancia de los días festivos, que deben ser dedicados y consagrados a Dios de modo particular y, sobre todo, del Domingo, que los Apóstoles, instruidos por el Espíritu Santo, instituyeron en lugar del sábado. Si se mandó a los judíos: «Trabajaréis durante seis días; el séptimo es el sábado, de santo descanso para el Señor; cualquiera que trabaje en este día, será condenado a muerte»[13], ¿cómo no temerán la muerte espiritual aquellos cristianos que hacen trabajos serviles y que, en la duración del descanso festivo, no se dedican a la piedad y a la Religión, sino que se abandonan desorbitadamente a los atractivos del siglo? El domingo y los días festivos deben, por tanto, estar consagrados al culto divino, con el cual se adora a Dios y el alma se nutre del alimento celestial, y si bien la Iglesia prescribe solamente que los fieles deben abstenerse del trabajo servil y deben asistir al Sacrificio Eucarístico y no da ningún precepto para el culto vespertino, también es cierto que existen además de los preceptos sus insistentes recomendaciones y deseos, además de que esto es todavía más imperiosamente exigido por la necesidad que todos tienen de que el Señor se les muestre propicio para impetrarle sus beneficios.

 

188. Nuestro ánimo se entristece profundamente al ver cómo en nuestros tiempos pasa el pueblo cristiano las tardes de los días festivos los locales de espectáculos públicos y de juegos están llenos, mientras que las Iglesias se ven menos frecuentadas de lo que convendría.

 

189. Sin embargo, es indudablemente necesario que todos se acerquen a nuestro templo para ser instruidos en la verdad de la fe católica, para cantar las alabanzas de Dios y para ser enriquecidos por el Sacerdote con la bendición eucarística y proveerse de la ayuda celestial contra las adversidades de la vida presente.

 

190. Procuren todos aprender las fórmulas que se cantan en las Vísperas e intenten penetrar su intimo significado, y bajo el influjo de estas oraciones experimentarán aquello que San Agustín afirmaba de él: «¡Cuánto lloré entre himnos y cánticos, vivamente conmovido por el suave canto de tu Iglesia! Aquellas voces resonaban en mis oídos, destilaban la verdad en mi corazón y me inspiraban sentimientos de devoción, y las lágrimas corrían y me hacían bien»[14].

 

II. El año litúrgico

 

A) CICLO DE LOS MISTERIOS

 

1.° Se desenvuelve principalmente por El

 

191. Durante todo el curso del año, la celebración del sacrificio eucarístico y el oficio divino se desenvuelve, sobre todo, en torno a la persona de Jesucristo, y se organiza de forma tan concorde y congruente que nos hace conocer a la perfección a nuestro Salvador en sus misterios de humillación, de redención y de triunfo.

 

2.° Intentos de la Sagrada Liturgia.

 

192. Revocando estos misterios de Jesucristo, la Sagrada Liturgia trata de hacer participar en ellos a todos los creyentes, de forma que la Divina Cabeza del Cuerpo Místico viva en la plenitud de su santidad en cada uno de los miembros. Sean las almas de los cristianos como altares en los que se repitan y se revivan las varias fases del sacrificio que inmola el Sumo Sacerdote; los dolores y las lágrimas que lavan y expían los pecados; la oración dirigida a Dios, que se eleva hasta el cielo; la propia inmolación hecha con ánimo pronto, generoso y solícito y, por fin; la íntima unión con la cual nos abandonamos a Dios nosotros y nuestras cosas, y descansamos en El, «siendo el juego de la religión el imitar a aquél a quien adora»[15].

 

3.° Desarrollo de este ciclo.

 

193. Conforme con estos modos y motivos con que la Liturgia propone a nuestra meditación en t'_empos fijos la vida de Jesucristo, la Iglesia nos muestra ejemplos que debemos imitar y los tesoros de santidad que hacemos nuestros, porque es necesario creer con el espíritu lo que se canta con la boca, y traducir en la práctica de las costumbres públicas y privadas lo que se cree con el espíritu.

 

a) Especial intención de la Iglesia en cada tiempo.

 

194. Así, en la época de Adviento, excita en nosotros la conciencia de los pecados miserablemente cometidos, y nos exhorta para que, frenando los deseos con la mortificación voluntaria del cuerpo, nos recojamos en piadosa meditación y nos sintamos impulsados por el deseo de volver a Dios, que es el único que puede liberarnos con su gracia de la mancha de los pecados y de los males que son su consecuencia.

 

195. Con la conmemoración del Nacimiento del Redentor, parece casi reconducirnos a la gruta de Belén, para que allí aprendamos que es absolutamente necesario nacer de nuevo y reformarnos radicalmente, lo que sólo es posible cuando nos unamos intima y vitalmente al Ver­bo de Dios, hecho hombre, y seamos partícipes de su divina naturaleza, a la que seamos ele­vados.

 

196. Con la solemnidad de la Epifanía, re­cordando la vocación de los gentiles a la fe cris­tiana, quiere que demos gracias todos los días al Señor por tan gran beneficio, que deseemos con gran fe al Dios vivo, que comprendamos con gran devoción y profundidad las cosas so­brenaturales y que practiquemos el silencio y la meditación para poder fácilmente entender y conseguir los dones celestiales.

 

197. En los días de la Septuagésima y de la Cuaresma, la Iglesia, nuestra Madre, multiplica sus cuidados para que cada uno de nosotros se percate diligentemente de sus miserias, sea ac­tivamente incitado a la enmienda de las cos­tumbres y deteste de forma particular los pe­cados, lavándolos con la oración y la peniten­cia, ya que la asidua oración y la penitencia de los pecados cometidos nos obtienen la ayuda divina, sin la cual son inútiles y estériles todas nuestras obras.

 

198. En el tiempo sagrado en que la Liturgia nos propone los atroces dolores de Jesucristo, la Iglesia nos invita al Calvario, para seguir las huellas sangrientas del Divino Redentor, a fin de que con gusto llevemos la cruz con El, para que tengamos en nosotros los mismos senti­mientos de expiación y de propiciación y para que juntos muramos todos con El.

 

199. Con la solemnidad pascual, que conme­mora el triunfo de Cristo, nuestra alma es inva­dida por una íntima alegría, y debemos oportu­namente pensar que también nosotros debemos resucitar juntamente con el Redentor de una vida fría e inerte a una vida más santa y fer­vorosa, ofreciéndonos todos con generosidad a Dios y olvidándonos de esta miserable tierra para aspirar solamente al Cielo: «Si habéis re­sucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba..., saboread las cosas del cielo»[16].

 

200. En el tiempo de Pentecostés, finalmen­te, la Iglesia nos exhorta con sus preceptos y sus obras, a ofrecernos dócilmente a la acción del Espíritu Santo, el cual quiere inflamar nues­tros corazones de caridad divina para que pro­grese cada día en la virtud con mayor empeño y así nos santifiquemos, de la misma forma que Cristo Nuestro Señor y su Padre celestial son Santos.

 

b) Es, pues, un himno que requiere atención e interés.

 

201. Todo el año litúrgico puede, pues, considerarse como un magnífico himno de alabanza que la familia cristiana dirige al Padre Celestial, por medio de Jesús, eterno mediador; pero requiere también de nosotros un estudio diligente y bien ordenado para conocer y alabar cada vez más a nuestro Redentor; un esfuerzo intenso y eficaz y un adiestramiento continuo para imitar sus misterios, para entrar voluntariamente en el camino de sus dolores y para participar, finalmente, de su gloria y de su eterna bienaventuranza.

 

4 ° Error.

 

202. De cuanto ha sido expuesto, aparece claramente, Venerables Hermanos, lo alejados que están del verdadero y genuino concepto de la liturgia aquellos escritores modernos que, engañados por una pretendida disciplina mística superior, se atreven a afirmar que no debemos concentrarnos sobre el Cristo histórico, sino sobre el Cristo «neumático y glorificado», y no vacilan en afirmar que en la piedad de los fieles se ha verificado un cambio, por el cual Cristo ha sido casi destronado con la ocultación del Cristo glorificado que vive y reina por los siglos de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, mientras que en su lugar se ha introducido al Cristo de la vida terrenal. Por esto algunos llegan hasta el punto de querer retirar de las. Iglesias las imágenes del Divino Redentor que sufre en la Cruz.

 

203. Pero estas falsas opiniones son del todo contrarias a la sagrada doctrina tradicional. «Cree en Cristo nacido en carne ‑dice San Agustín‑ y llegarás al Cristo nacido de Dios, y Dios cerca de Dios»[17]. La sagrada Liturgia nos propone también a todo Cristo, en los varios aspectos de su vida; el Cristo que es Verbo del Padre Eterno, que nace de la Virgen Madre de Dios, que nos enseña la verdad, que sana a los enfermos, que consuela a los afligidos, que sufre, que muere y que, en fin, resucita triunfando sobre la muerte; que reinando en la gloria del cielo, nos envía al Espíritu Paráclito, y que vive siempre en su Iglesia: «Jesucristo, el mismo que ayer, es hoy, y lo será por los siglos de los siglos»[18]. Y además, no nos lo presenta sólo como un ejemplo que imitar, sino también como un maestro a quien escuchar y un pastor a quien seguir; como mediador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y Cabeza mística de la que somos miembros, vivos con su misma vida.

 

204. Y así como sus acerbos dolores consti­tuyen el misterio principal de que proviene nues­tra salvación, está conforme con las exigencias de la fe católica el destacar esto todo lo posible, porque esto es como el centro del culto divino, siendo el sacrificio eucarístico su cotidiana re­presentación y renovación y estando todos los sacramentos unidos con estrechísimos vínculos a la Cruz[19].

 

5.° Qué es, pues, el ciclo de misterios.

 

205. Por esto el año litúrgico, al que la pie­dad de la Iglesia alimenta y acompaña, no es una fría e inerte representación de hechos que pertenecen al pasado, o una simple y desnuda revocación de realidades de otros tiempos. Es más bien Cristo mismo, que vive en su Iglesia siempre y que prosigue el camino de inmensa misericordia por El iniciado con piadoso conse­jo en esta vida mortal, cuando pasó derramando bienes[20], a fin de poner a las almas humanas en contacto con sus misterios y hacerlas vivir por ellos, misterios que están perennemente pre­sentes y operantes, no en la forma incierta y ne­bulosa de que hablan algunos escritores recien­tes, sino porque, como enseña la doctrina ca­tólica y según la sentencia de los doctores de la Iglesia, son ejemplos ilustres de perfección cristiana y fuentes de gracia divina por los méritos y la intercesión del Redentor y porque per­duran en nosotros con su efecto, siendo cada uno de ellos, en la manera adecuada a su índole particular, la causa de nuestra salvación.

 

206. A esto se añade el que la piadosa Ma­dre Iglesia, mientras propone a nuestra contem­plación los misterios de Cristo, invoca con sus oraciones aquellos dones sobrenaturales, por me­dio de los cuales sus hijos se compenetran del espíritu de estos misterios por virtud de Cristo. Por influencia y virtud de El, nosotros pode­mos, con la colaboración de nuestra voluntad, asimilar la fuerza vital como ramas del árbol, como miembros de la cabeza, y nos podemos, progresiva y laboriosamente, transformar «a la medida de la edad perfecta de Cristo»[21].

 

B) CICLO DE LOS SANTOS

 

207. En el curso del año litúrgico se cele­bran no sólo los misterios de Jesucristo, sino también las fiestas de los Santos, en los cuales, aunque se trata de un orden inferior y subor­dinado, la Iglesia tiene siempre la preocupación de proponer a los fieles ejemplos de santidad que los estimulen a adornarse de las mismas virtudes del Divino Redentor.

 

1.° Imitar a los Santos.

 

208. Es necesario, en efecto, que imitemos las virtudes de los Santos, en las cuales brilla, de modo vario, la virtud misma de Cristo, como que de El fueron aquellos imitadores. Así, en algunos, refulgió el celo del apostolado; en otros, se demostró la fortaleza de nuestros héroes hasta la efusión de la sangre; en otros, brilló la constante vigilancia en la adoración del Redentor; en otros, refulgió el candor virginal del alma y la modesta dulzura de la humildad cristiana; en todos ardió una fervorosísima caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

 

209. La Liturgia pone ante nuestros ojos todos estos adornos de santidad, a fin de que los contemplemos saludablemente y para que «a nosotros, a quienes alegran sus méritos, enfervoricen sus ejemplos»[22]. Es necesario, pues, conservar «la inocencia en la sencillez, la concordia en la caridad, la modestia en la humildad, la diligencia en el gobierno, la vigilancia en el auxiliar al que sufre, la misericordia en el cuidar a los pobres, 1a constancia en defender la verdad, la justicia en la severidad de la disciplina, para que no falte en nosotros ninguna de las virtudes que nos han sido propuestas como ejemplo. Estas son las huellas de los Santos, que nos dejaron en su retorno a la patria, para que, siguiendo su camino, podamos también seguirles en la santidad»[23].

 

210. Y para que también nuestros sentidos sean saludablemente impresionados, la Iglesia quiere que en nuestros templos sean expuestas las imágenes de los santos, pero siempre con el mismo fin, a saber: «Que imitemos las virtudes de aquellos cuyas imágenes veneramos»[24].

 

2.° Pedirles su ayuda.

 

211. Pero hay todavía otra razón para el culto de los Santos por el pueblo cristiano: la de implorar su ayuda y «ser sostenidos por el patrocinio de aquellos con cuyas alabanzas nos regocijamos»[25]. De esto se deduce fácilmente el por qué de las numerosas fórmulas de oraciones que la Iglesia nos propone para invocar el patrocinio de los Santos.

 

3 ° Especial es el culto a la Santísima Virgen.

 

a) Culto preeminente.

 

212. Entre los santos tiene un culto preeminente la Virgen María, Madre de Dios. Su vida, por la misión que le fue confiada por Dios, está estrechamente unida a los misterios de Jesucristo y seguramente nadie ha seguido más de cerca y con mayor eficacia que ella el camino trazado por el Verbo Encarnado, ni nadie goza de mayor gracia y poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios y a través del Hijo cerca del Padre.

 

213. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y sin ningún parangón, más gloriosa que todos los demás santos, siendo «llena de gracia»[26] y Madre de Dios, y habiéndonos dado con su feliz parto al Redentor. A Ella, que es «Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra», recurrimos todos nosotros, «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas»[27] y encomendamos con confianza a nosotros mismos y todas nuestras cosas a su protección. Ella se convirtió en nuestra Madre al hacer el Divino Redentor el sacrificio de Si mismo y, por esto, con este mismo título, nosotros somos hijos suyos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos da a su Hijo y, con El, todos los auxilios que nos son necesarios, porque Dios «ha querido que todo lo tuviéramos por medio de María»[28].

 

4 ° Recapitulación.

 

214. Por este camino litúrgico que todos los años se nos abre de nuevo bajo la acción santificadora de la Iglesia, confortados por la ayuda y los ejemplos de los Santos y, sobre todo, de la Inmaculada Virgen María, «acerquémonos, con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del Bautismo»[29], al «gran Sacerdote»[30] para vivir y sentir con El y penetrar por medio de El «por el velo»[31] y allí honrar al Padre celestial por toda la eternidad.

 

215. Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; se refiere al sacrificio, a los Sacramentos y a la alabanza de Dios; la unión de nuestras almas con Cristo y su santificación por medio del Divino Redentor, a fin de que sea honrado Cristo y, por El y en El, la Santísima Trinidad: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».

 

218. Ahora bien, queremos que el pueblo cristiano no sea tampoco ajeno a estos ejercicios. Estos son, por hablar tan sólo de los principales, la meditación de temas espirituales, el examen de conciencia, los retiros espirituales, instituidos para reflexionar más intensamente sobre las verdades eternas, las visitas al Santísimo Sacramento y las oraciones particulares en honor de la bienaventurada Virgen María, entre las cuales sobresale, como todos saben, el rosario.

 

219. A estas múltiples formas de piedad no pueden ser extrañas la inspiración y la acción del Espíritu Santo; en efecto, ellas, aunque de manera distinta, tienden todas a convertir y dirigir a Dios nuestras almas, para que las purifique de los pecados, las anime a la consecución de la virtud y, por último, para que las estimule a la verdadera piedad, acostumbrándolas a la meditación de las verdades eternas y haciéndolas más adaptadas a la contemplación de los misterios de la naturaleza humana y divina de Cristo. Y además, infundiendo intensamente en los fieles la vida espiritual, los dispone a participar en las sagradas funciones con mayor fruto y evitan el peligro de que las oraciones litúrgicas se reduzcan a un vano ritualismo.

 

PARTE CUARTA

 

DIRECTIVAS PASTORALES

 

216. Para alejar de la Iglesia los errores y las exageraciones de la verdad, de que hemos hablado más arriba, y para que los fieles puedan, guiados por las normas más seguras, practicar el apostolado litúrgico, con frutos abundantes, creemos oportuno, Venerables Hermanos, añadir algo para deducir consecuencias prácticas de la doctrina expuesta.

 



[1] Luc. XVIII, 1.

[2] Hebr. XIII, 15.

[3] 134       II, 1‑15.

[4] Ibid.. X, 9.

[5] Ibid., III, 1.

[6] Ibid., XVI, 25.

[7] Rom. VIII, 26.

[8] S. August. Enarr. in Ps. 85, n. 1.

[9] S. Benito, Regla de los Monjes, cap. 19.

[10] Hebr. VII, 25.

[11] Explicación del Salterio. Prefacio.

[12] S. Ambros. Enarr. In Ps. I, n. 9.

[13] Ex. XXXI, 15.

 

[14] Confes. Lib. IX. cap. 6.

[15] 146      S. Aug. «De Civ. Dei», lib. VIII, cap. 17.

[16] Col. III, 1‑2.

[17] S. Aug. Enarr. in Ps. 123, n. 2

[18] Hebr. XIII, 8.

[19] S. Thom. Sum. Theol. III, q. 49 y 62, art. 5.

[20] Act. X, 38.

[21] Eph. IV, 13.

[22] Miss. Rom., collecta III Missae pro plur. martyr. ex­tra T. P.

[23] S. Beda Venerabilis, Hom. LXX in Solem. Omnium Sanct.

[24] Miss. Rom. Collecta Missae S. Joan. Damasceni.

[25] S. Bernardo, serm. II in festo Omnium Sanct.

[26] Le. I, 28.

[27] «Salve Regina».

[28] S. Bern. in Nativ. B. M. V.

[29] Hebr. X, 22.

[30] Ibid., X, 21.

[31] Ibid. VI, 19.