217. Al tratar de la verdadera
piedad, hemos afirmado que entre la liturgia y los otros actos de piedad
‑siempre que estén rectamente ordenados y tiendan al justo fin‑ no
puede haber verdadera oposición; antes al contrario, hay algunos ejercicios
piadosos que la Iglesia recomienda grandemente al clero y a los religiosos.
218. Ahora bien, queremos que el
pueblo cristiano no sea tampoco ajeno a estos ejercicios. Estos son, por hablar
tan sólo de los principales, la meditación de temas espirituales, el examen de
conciencia, los retiros espirituales, instituidos para reflexionar más
intensamente sobre las verdades eternas, las visitas al Santísimo Sacramento y
las oraciones particulares en honor de la bienaventurada Virgen María, entre
las cuales sobresale, como todos saben, el rosario.
219. A estas múltiples formas de piedad no
pueden ser extrañas la inspiración y la acción del Espíritu Santo; en
efecto, ellas, aunque de manera distinta, tienden todas a convertir y dirigir a
Dios nuestras almas, para que las purifique de los pecados, las anime a la
consecución de la virtud y, por último, para que las estimule a la verdadera
piedad, acostumbrándolas a la meditación de las verdades eternas y haciéndolas
más adaptadas a la contemplación de los misterios de la naturaleza humana y
divina de Cristo. Y además, infundiendo intensamente en los fieles la vida
espiritual, los dispone a participar en las sagradas funciones con mayor fruto y
evitan el peligro de que las oraciones litúrgicas se reduzcan a un vano
ritualismo.
220. No os canséis, pues,
Venerables Hermanos, en vuestro celo pastoral, de recomendar y fomentar estos
ejercicios de piedad, de los que, sin duda, se derivarán saludables frutos al
pueblo que os ha sido confiado. Sobre todo, no permitáis ‑como algunos
pretenden, bien con la excusa de una renovación de la liturgia, bien hablando
con ligereza de una eficacia y dignidad exclusiva de los ritos litúrgicos‑
que las Iglesias estén cerradas durante las horas no destinadas a las funciones
públicas, como ya sucede en algunas regiones; que se descuiden la adoración y
la visita al Santísimo Sacramento; que se aconseje en contra de la confesión
de los pecados, hecha con la única finalidad de la devoción, o que se
descuide, especialmente entre la juventud, hasta el punto de languidecer, el
culto de la Virgen, Madre de Dios, que, como dicen los Santos, es señal de
predestinación. Estos son frutos envenenados, sumamente nocivos a la piedad
cristiana, que brotan de ramas infectadas de un árbol sano; por esto es
necesario cortarlas, para que la savia del árbol sólo pueda surtir frutos
agradables y óptimos.
221. Puesto que, por otra parte,
las opiniones manifestadas por algunos a propósito de la confesión frecuente
son del todo ajenas al espíritu de Cristo y de su Esposa inmaculada y
verdaderamente funestas para la vida espiritual; recordamos lo que a este propósito
hemos escrito con dolor en nuestra encíclica «Mystici Corporis»,
e insistimos de nuevo para que propongáis a vuestros rebaños, y especialmente
a los candidatos al sacerdocio y a1 clero joven, la seria meditación y el fiel
cumplimiento de cuanto allí hemos dicho con graves palabras.
222. Orientad, pues, vuestra
actividad de modo particular para que muchísimos fieles, no sólo del clero,
sino también seglares, y especialmente los pertenecientes a las sociedades
religiosas y a las ramas de Acción Católica, tomen parte en los retiros
mensuales y en los ejercicios espirituales realizados en determinados días para
fomentar la piedad. Como hemos dicho más arriba, estos ejercicios espirituales
son utilísimos, e incluso necesarios para infiltrar en las almas la verdadera
piedad y para formarlas en la santidad de tal modo que puedan obtener de la
Sagrada Liturgia más eficaces y abundantes beneficios.
223. En cuanto a las varias formas en que se
suelen practicar estos ejercicios, sea bien sabido y claro a todos que en la
Iglesia terrena, como en la celestial, hay «muchas habitaciones»[1],
y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu,
que, sin embargo, «sopla donde quiere»[2],
y con diversos dones y por diversos caminos dirige a las almas por El iluminadas
a la consecución de la santidad. Su libertad y la acción sobrenatural del Espíritu
Santo en ellas ha de ser una cosa Sacrosanta, que a ninguno debe estarle
permitido, bajo ningún título, perturbar ni conculcar.
Es sabido que los ejercicios
espirituales de San Ignacio fueron plenamente aprobados e insistentemente
recomendados por Nuestros predecesores por su admirable eficacia, y Nos también,
por la misma razón, los hemos aprobado y recomendado, como ahora con mucho
gusto los aprobamos y recomendamos.
224. Es absolutamente necesario, sin embargo,
que la inspiración para seguir y practicar determinados ejercicios de piedad
venga del Padre de la luz, del que provienen todas las cosas buenas y todos los
dones perfectos[3]
y de esto será índice la eficacia con que contribuirán a que el culto divino
sea cada vez más amado y ampliamente fomentado, y con que los fieles se sientan
animados de un deseo más intenso de participación en los sacramentos y en el
honor y obsequio debidos a todas las cosas sagradas. Si, por el contrario,
obstaculizasen o se revelasen contrarios a los principios o normas del culto
divino, entonces, sin duda, se deberían considerar como no ordenados por rectos
pensamientos ni guiados por un celo prudente.
225. Hay, además, otros
ejercicios de piedad que si bien en rigor de derecho no pertenecen a la sagrada
liturgia, revisten particular dignidad e importancia, de forma que pueden ser
considerados como incluidos de alguna manera en el ordenamiento litúrgico y
gozan de las repetidas aprobaciones y alabanzas de esta Sede Apostólica y de
los Obispos. Entre ellos se deben citar las oraciones que se suelen rezar
durante el mes de mayo en honor de la Virgen María, Madre de Dios, o durante el
mes de junio en honor del Corazón Sacratísimo de Jesús, los triduos y las
novenas, los vía‑crucis y otros semejantes.
226. Estas prácticas piadosas,
al excitar al pueblo cristiano a una asidua frecuencia del sacramento de la
Penitencia y a una devota participación en el sacrificio eucarístico y en la
mesa divina, así como a la meditación de los misterios de nuestra redención y
a la imitación de los grandes ejemplos de los santos, contribuyen con frutos
saludables a nuestra participación en el culto litúrgico.
227. Por todo lo cual haría una
cosa perniciosa y errónea quien osase temerariamente arrogarse la reforma de
estos ejercicios de piedad para reducirlos a los solos esquemas litúrgicos. Es
necesario, sin embargo, que el espíritu de la sagrada liturgia y sus preceptos
influyan benéficamente sobre ellos para evitar que en ellos se introduzca algo
inepto o indigno del decoro de la casa de Dios, o que vaya en detrimento de las
sagradas funciones o sea contrario a la sana piedad.
228. Cuidad, pues, Venerables Hermanos, de
que esta pura y genuina piedad prospere bajo vuestros ojos y florezca cada vez más.
Sobre todo, no os canséis de inculcar a cada uno de los fieles que la vida
cristiana no consiste en la multiplicidad o variedad de las oraciones y los
ejercicios de piedad, sino que consiste, sobre todo, en que éstos y aquellos
contribuyan realmente al progreso espiritual de los fieles y con ello al
incremento de la Iglesia toda. Ya que el eterno Padre «nos escogió por
El mismo (Cristo) antes de la creación del mundo para ser santos y sin mácula
en su presencia»[4].
Todas nuestras oraciones, por tanto, y todas nuestras prácticas devotas deben
tender y dirigir todos nuestros recursos espirituales a la consecución de este
supremo y nobilísimo fin.
A) NORMAS GENERALES
229. Os exhortamos, pues, con
instancia, Venerables Hermano, para que eliminados los errores y las falsedades,
y prohibido todo lo que caiga fuera de la verdad y del orden, promováis las
iniciativas que dan al pueblo un conocimiento más profundo de la sagrada
liturgia, a fin de que pueda participar más adecuada y fácilmente en los ritos
divinos con disposición verdaderamente cristiana.
230. Es necesario, ante todo,
esforzarse en que todos obedezcan con la fe y reverencia debidas los decretos
publicados por el Concilio de Trento, por los Romanos Pontífices y la
Congregación de Ritos y todas las disposiciones de los libros litúrgicos, en
lo que se refiere a la acción del culto público.
231. En todas las cosas de la liturgia deben
resplandecer, sobre todo, esos tres ornamentos de que nos habla nuestro
predecesor Pío X, a saber: la santidad, que libra de toda influencia profana;
la nobleza de las imágenes y de las formas, a la que sirven todas las artes
verdaderas y mejores; y, por último, la universalidad, la cual, conservando las
legítimas costumbres y los legítimos usos regionales, expresa la católica
unidad de la Iglesia[5].
B) CONSEJOS PRÁCTICOS
1.
Decoro.
232. Deseamos y recomendamos cálidamente una
vez más, el decoro de los sacrificios y los altares sagrados. Que cada uno se
sienta animado por la palabra divina: «El celo de tu casa me tiene
consumido»[6] y trabaje según sus
fuerzas para que todas las cosas, sea en los edificios sagrados, sea en las
vestiduras y en los objetos litúrgicos, aun cuando no brillen por su excesiva
riqueza y esplendor, sean, sin embargo, apropiados y limpios, estando todo
consagrado a la Divina Majestad. Que si ya, más arriba, hemos condenado el
erróneo modo de obrar de aquellos que con la excusa de revivir lo antiguo,
quieren expulsar de los templos las imágenes sagradas, creemos que es nuestro
deber aquí reprender la piedad mal entendida de aquellos que en las iglesias
y en los mismos altares proponen a la veneración sin justo motivo múltiples
simulacros y efigies; aquellos que exponen reliquias no reconocidas por la
legitima autoridad y aquellos, en fin, que insisten en detalles particulares y
de poca importancia, mientras descuidan las cosas principales y necesarias y
ponen así en ridículo a la religión y envilecen la seriedad del culto.
2. Nueva
forma de culto.
233. Recordamos también el decreto «sobre las nuevas formas de culto y devoción que no se deben
introducir», cuya religiosa observancia recomendamos a Vuestra
vigilancia[7].
3. Música.
234. En cuanto a la música obsérvense escrupulosamente
las determinadas y claras normas emanadas de esta Sede Apostólica. El canto
gregoriano, que la Iglesia romana considera como cosa suya, porque lo ha
recibido de antigua tradición y lo ha conservado en el transcurso de los
siglos bajo su diligente tutela, y que ella propone a los fieles como cosa también
propia de ellos, y que prescribe de manera absoluta en algunas partes de la
liturgia[8], no sólo añade decoro y
solemnidad a la celebración de los divinos Misterios, sino que contribuye en
forma máxima a acrecer la fe y la piedad en los asistentes.
235. A este efecto, Nuestro Predecesores de
inmortal memoria Pío X y Pío XI establecieron -y Nos confirmamos con nuestra
autoridad las disposiciones dadas por ellos‑ que en los Seminarios e
Institutos religiosos sea cultivado con estudio y diligencia el canto gregoriano
y que, al menos en las iglesias más importantes, sean restauradas las antiguas
«Scholae Cantorum», como ya ha sido hecho con feliz resultado en no pocos
lugares[9].
236. Además, «para que los fieles
participen más activamente en el culto divino, ha de ser resucitado el canto
gregoriano también en el uso del pueblo y en la parte que al pueblo
corresponde. Y urge verdaderamente que los fieles asistan a las ceremonias
sagradas, no como espectadores mudos y ajenos, sino profundamente emocionados
por la belleza de la liturgia... que alternen, según las normas prescritas, sus
voces con la voz del sacerdote y del coro; si esto, gracias a Dios, se verifica,
no sucederá más que el pueblo responda apenas con un leve y ligero murmullo a
las oraciones comunes dichas en latín yen lengua vulgar»[10].
La multitud que asiste atentamente al sacrificio del altar, en el cual nuestro
Salvador, juntamente con sus hijos redimidos con su sangre, canta el epitalamio
de su inmensa caridad, ciertamente no podrá callar, porque «cantar es
propio de quien ama»[11]
y, como ya decía un antiguo proverbio «Quien bien canta reza dos
veces». De esta manera, la Iglesia militante, clero y pueblos juntos,
unirán su voz a los cantos de la Iglesia triunfante y a los coros angélicos y
todos juntos cantarán un magnífico y eterno himno de alabanza a la Santísima
Trinidad, como está escrito: «Con los cuales te rogamos que te dignes
acoger también nuestras voces»[12].
237. No obstante, no se puede
afirmar que la música y el canto modernos deban ser excluidos por completo del
culto católico. Antes bien, si no tiene nada de profano o de inconveniente,
para la santidad del lugar y de la acción sagrada, ni derivan de una vana búsqueda
de efectos extraordinarios e insólitos, es necesario, ciertamente, abrirles la
puerta de nuestras Iglesias, pudiendo el uno y la otra contribuir no poco al
esplendor de los ritos sagrados, a la elevación de las mentes y, en general, a
la verdadera devoción.
238. Os exhortamos también,
Venerables Hermanos, a que procuréis fomentar el canto religioso popular y su
exacta ejecución, hecha con la conveniente dignidad, pudiendo esto estimular y
acrecentar la fe y la piedad de la muchedumbre cristiana. Ascienda al cielo el
canto unísono y potente de nuestro pueblo, como el fragor de las olas del mar[13],
expresión armoniosa y vibrante de un solo corazón y de una sola alma[14],
como conviene a hermanos e hijos de un mismo padre.
4. Artes.
239. Lo que hemos dicho de la música,
dicho queda a propósito de las otras artes, y especialmente de la arquitectura,
de la escultura y de la pintura. No se deben despreciar y repudiar genéricamente
y como criterio fijo las formas e imágenes recientes más adaptadas a los
nuevos materiales con los que hoy se confeccionan aquéllas, pero evitando con
un prudente equilibrio el excesivo realismo, por una parte, y el exagerado
simbolismo, por otra, y teniendo en cuenta las exigencias de la comunidad
cristiana más bien que el juicio y gusto personal de los artistas, es
absolutamente necesario dar libre campo al arte moderno siempre que sirva con la
debida reverencia y el honor debido a los sagrados sacrificios y a los ritos
sagrados; de forma que también ella pueda unir su voz al admirable cántico de
gloria que los genios han cantado en los siglos pasados a la fe católica.
240. No podemos por menos, sin
embargo, movidos por nuestro deber de conciencia, que deplorar y reprobar
aquellas imágenes, recientemente introducidas por algunos, que parecen ser
depravaciones y deformaciones del verdadero arte y que a veces repugnan
abiertamente al decoro, a la modestia
y a la piedad cristiana y ofenden miserablemente al genuino sentimiento
religioso; estas imágenes deben mantenerse absolutamente alejadas de nuestras
iglesias, como en general «todo aquello que no esté en armonía con la
santidad del lugar»[15].
241. Ateniéndoos a las normas y a los
decretos de los Pontífices, procurad diligentemente, Venerables Hermanos,
iluminar y dirigir la mente y el alma de los artistas, a los cuales se confíe
la misión de restaurar y reconstruir tantas iglesias arruinadas o destruidas
por la violencia de la guerra; ojalá que puedan y quieran, inspirándose en la
religión, encontrar los motivos más dignos y adecuados a las exigencias del
culto; así sucederá que las artes humanas, casi venidas del cielo,
resplandezcan con una luz serena, promuevan grandemente la civilización humana
y contribuyan a la gloria de Dios y a la santificación de las almas. Porque las
artes están verdaderamente conformes con la religión cuando sirven «como nobilísimas esclavas al culto divino»[16]
.
C) EL ESPIRITU LITURGICO
242. Pero hay una cosa todavía más
importante, Venerables Hermanos, que recomendamos de modo especial a vuestra
solicitud y a vuestro celo apostólico. Todo lo que afecta al culto religioso
externo tiene su importancia, pero urge, sobre todo, que los cristianos vivan la
vida litúrgica y con ella alimenten e incrementen su espíritu sobrenatural.
243. Procurad, pues,
diligentemente, que el clero joven sea formado en la inteligencia de las
ceremonias sagradas y en la comprensión de su majestad y belleza y aprenda
diligentemente las rúbricas en armonía con su formación ascética, teológica,
jurídica y pastoral. Y esto no sólo por razones de cultura; no sólo para que
el seminarista pueda un día realizar los ritos de la religión con el orden, el
decoro y la dignidad necesarios, sino, sobre todo, para que sea educado en íntima
unión con Cristo sacerdote y se convierta en un santo ministro de santidad.
244. Procurad también por todos
los medios que con los procedimientos que vuestra prudencia estime más
apropiados, el pueblo y el clero sean una sola mente y una sola alma y que así,
el pueblo cristiano participe activamente en la liturgia, que entonces será
verdaderamente la acción sagrada, en la cual el sacerdote que atiende a la cura
de las almas en la parroquia que le ha sido confiada, unido con la asamblea del
pueblo, rinda al Señor el culto debido.
245. Para obtener esto será
ciertamente útil que se escojan jóvenes piadosos y bien instruidos entre toda
clase de fieles, para que, con desinterés y buena voluntad, sirvan devota y
asiduamente al altar, misión que debería ser tenida en gran consideración por
los padres, aun los de alta condición social y cultural.
246. Si estos jóvenes son
instruidos con el cuidado necesario y bajo la vigilancia de un sacerdote para
que cumplan este cometido con constancia y reverencia y en las horas
establecidas, se hará fácil el que surjan entre ellos nuevas vocaciones
sacerdotales y el clero no se lamentará de no encontrar ‑como sucede a
veces incluso en regiones catolicísimas- a nadie que en la celebración del
augusto sacrificio les responda y les sirva.
247. Intentad, sobre todo,
obtener con vuestro diligentísimo celo, que todos los fieles asistan al
sacrificio eucarístico y saquen de él los más abundantes frutos de salvación;
exhortadlos asiduamente a fin de que participen en él con devoción, de todas
aquellas formas legítimas de que más arriba hemos hablado. El augusto
sacrificio del altar es el acto fundamental del culto divino; es necesario, por
tanto, que sea también la fuente y el centro de la piedad cristiana. No
consideraría satisfecho vuestro celo apostólico hasta que no veáis a vuestros
hijos acercarse en gran número al celeste convite que es «Sacramento de
piedad, signo de unidad, vínculo de caridad»[17].
248. Para que el pueblo cristiano
pueda conseguir estos dones sobrenaturales cada vez con mayor abundancia,
instruidlo con cuidado por medio de oportunas predicaciones y especialmente con
discursos y ciclos de conferencias, con semanas de estudio y con otras
manifestaciones semejantes, sobre los tesoros de piedad contenidos en la sagrada
liturgia. A este fin tendréis, ciertamente, a vuestra disposición a los
miembros de la Acción Católica, siempre dispuestos a colaborar con la jerarquía
para promover el reino de Jesucristo.
249. No obstante, es absolutamente necesario
que en todo esto vigiléis atentamente para que en el campo del Señor no se
introduzca el enemigo para sembrar la cizaña en medio del grano[18];
en otras palabras: para que no se infiltren en vuestro rebaño los perniciosos y
sutiles errores de un falso «misticismo» y de un nocivo «quietismo» ‑errores, como sabéis, ya condenados por Nos[19]-
y para que las almas no sean seducidas por un peligroso «humanismo» ni se
introduzca una falsa doctrina que altere la noción misma de la fe, ni, por fin,
un excesivo «arqueologismo» en materia litúrgica. Cuidad con
igual diligencia para que no se difundan las falsas opiniones de aquellos que,
sin razón, creen y enseñan que la naturaleza humana de Cristo glorificada
habita realmente con su continua presencia en los «justificados» o
que una sola e idéntica gracia une a Cristo con los miembros de su Cuerpo Místico.
250. No os dejéis desanimar por las
dificultades que surjan, sino que éstas sirvan para estimular vuestro celo
pastoral. «Tocad la trompa en Sión, convocad la asamblea, reunid al
pueblo, santificad la Iglesia, congregad a los vecinos, recoged a los niños»[20] y haced por todos los
medios que se llenen por doquier las Iglesias y los altares de cristianos, que,
como miembros vivos unidos a su Cabeza divina, sean restaurados por las gracias
de los sacramentos, celebren el augusto sacrificio con El y por El, y den al
Eterno Padre las alabanzas debidas.
251. Todas estas cosas,
Venerables Hermanos, teníamos intención de escribiros, y lo hacemos a fin de
que nuestros y vuestros hijos comprendan mejor y estimen más el preciosísimo
tesoro contenido en la sagrada Liturgia; es decir, el sacrificio eucarístico
que represente y renueve el sacrificio que el cielo y la tierra elevan cada día
a Dios.
252. Séanos permitido esperar
que estas exhortaciones nuestras estimularán a los tímidos y a los
recalcitrantes no sólo a un estudio más intenso e iluminado de la Liturgia,
sino también a traducir en la práctica de la vida su espíritu sobrenatural,
como dice el Apóstol: «No apaguéis el espíritu»[21].
253. A aquellos a quienes un celo excesivo
les mueve a veces a decir y hacer cosas que nos duele no poder aprobar, les
repetimos la advertencia de San Pablo: «Examinad, sí, todas las cosas y
ateneos a lo bueno»[22],
les amonestamos con ánimo paternal para que ajusten su modo de pensar y obrar
en lo referente a la doctrina cristiana, conforme a los preceptos de la
Inmaculada Esposa de Jesucristo y Madre de los Santos.
254. A todos, también,
recordamos la necesidad de una generosa y fiel obediencia a los pastores a
quienes compete el derecho e incumbe el deber de regular toda la vida y, ante
todo, la espiritual de la Iglesia. «Obedeced a vuestros prelados y
estadles sumisos, ya que ellos velan, como que han de dar cuenta de vuestras
almas, para que lo hagan con alegría y no penando»[23].
255. Que el Dios que adoramos y que «no es Dios de discordia, sino de paz»[24],
nos conceda benigno a todos el participar en este destierro terrenal con una
sola mente y un solo corazón en la sagrada Liturgia; que sea como una preparación
y auspicio de aquella liturgia celestial, con la cual, como confiamos, en compañía
de la excelsa Madre de Dios, y dulcísima Madre nuestra, cantaremos: «Al
que está sentado en el trono y al Cordero, bendición y honra, y gloria, y
potestad por los siglos de los siglos»[25].
256. Con esta gozosísima
esperanza, a todos y a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, a los fieles
confiados a vuestra vigilancia como auspicio de los dones celestiales y
testimonio de nuestra particular benevolencia, impartimos con gratísimo afecto
la bendición apostólica.
Dado en Castelgandolfo, cerca de Roma, el 20 de
noviembre del año 1947, noveno de nuestro pontificado.
[1]
Jn. XIV, 2.
[2] Jn. III, 8.
[3] Iac. I, 17.
[4] Ephes. I, 4.
[5] Cfr. Litt. Apost. Motu Proprio, «Tra
le sollecitudini», 22 noviembre, 1903.
[6] Ps. LXVIII, 10.
[7] Suprema Sacra Congreg. S. Oficii : Decreto del 26 de mayo de 1937.
[8]
Pío X, Litt. Apost. Motu Prop. «Tra le sollecitudini».
[9]
Pío X, 1. c.: Pío XI, Const. «Divini Cultus», IX.
[10] Pío XI, Const. «Diviní Cultus», IX.
[11] S. Aug. Sermo CCCXXXVI, n.
1.
[12] Missal. Rom. Praefatio.
[13]
S. Ambros. Hexameron, III, 5, 23.
[14] Act. IV, 32.
[15] C.I.C., can. 1.178.
[16] Pío XI, Const. «Divini Cultus».
[17] S. Aug., Tract. XXVI in Jn. 13.
[18] Mat. XIII, 24‑25.
[19] Litt. «Mystici Corporis».
[20] Joel. 11, 15‑16.
[21] 1 Thes. V, 19.
[22]Ibid. V, 21.
[23] Hebr. XIII, 17.
[24] I Cor. XIV,
33.
[25] Apoc. V, 13.