IV. La adoración
de la Eucaristía
A) SUS FUNDAMENTOS
161. El alimento eucarístico
contiene, como todos saben, «verdadera, real y substancialmente el Cuerpo
y la Sangre junto con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo»[1]; no es, por tanto, extraño
que la Iglesia, desde sus orígenes, haya adorado el Cuerpo de Cristo bajo las
especies eucarísticas, como se ve en los mismos ritos del augusto Sacrificio,
en los que se prescribe a los Sagrados Ministros que adoren al Santísimo
Sacramento con genuflexiones o con inclinaciones profundas.
162. Los Sagrados Concilios enseñan que
desde el comienzo de su vida ha sido transmitido a la Iglesia, que se debe
honrar «con una única adoración al Verbo Dios Encarnado y a su propia
Carne»[2], y San Agustín afirma:
«Ninguno coma de esta Carne sin haberla antes adorado», añadiendo
que no sólo no pecamos adorando, sino que pecamos no adorando[3].
B) SU ORIGEN Y DESARROLLO
1. Origen
histórico.
163. De estos principios
doctrinales ha nacido y se ha venido poco a poco desarrollando el culto eucarístico
de adoración, distinto del Santo Sacrificio. La conservación de las sagradas
Especies para los enfermos y para todos aquellos que pudieran encontrarse en
peligro de muerte, introdujo el loable uso de adorar este Pan celestial
conservado en las Iglesias.
2. Motivo.
164. Este culto de adoración
tiene un válido y sólido motivo. La Eucaristía, en efecto, es un Sacrificio y
es también un Sacramento, y se distingue de los demás Sacramentos en que no sólo
produce la gracia, sino que contiene de forma permanente al Autor mismo de la
Gracia. Cuando por esto la Iglesia nos ordena adorar a Cristo escondido bajo los
velos eucarísticos y pedirle a El los bienes sobrenaturales y terrenos de que
siempre tenemos necesidad, manifiesta la fe viva con la cual se cree presente
bajo aquellos velos a su Esposo divino, le manifiesta su reconocimiento y goza
su familiaridad intima.
3.
Desarrollo.
165. En el decurso de los
tiempos, la Iglesia ha introducido en este culto varias formas, cada día
ciertamente más bellas y saludables. Como, por ejemplo, las devotas visitas
diarias a los Sagrarios del Señor; las bendiciones con el Santísimo
Sacramento; las solemnes procesiones por campos y ciudades, especialmente con
ocasión de los Congresos Eucarísticos, y adoración del Augusto Sacramento, públicamente
expuesto. Adoraciones públicas que a veces duran un tiempo limitado y a veces,
en cambio, son prolongadas durante horas enteras e incluso durante cuarenta
horas; en algunos lugares son continuadas durante todo el año por turno en las
distintas Iglesias; en otros se continúan tanto de día como de noche, por la
vela de las Comunidades Religiosas, y a veces también los fieles toman parte en
ellas.
166. Estos ejercicios de devoción
contribuyeron de forma admirable a la Fe y a la Vida sobrenatural de la Iglesia
militante en la tierra, la cual, al obrar así, se hace eco, en cierto modo, de
la Iglesia triunfante, que eleva eternamente el himno de alabanza a Dios y al
Cordero «que ha sido sacrificado»[4].
Por esto la Iglesia no sólo ha aprobado, sino que ha hecho suyo y ha confirmado
con su autoridad estos devotos ejercicios, propagados por doquier en el
transcurso de los siglos[5].
Surgen del espíritu de la Sagrada Liturgia, y por esto, siempre que sean
realizadas con el decoro, la fe y la devoción exigidos por los Sagrados Ritos y
por las prescripciones de la Iglesia, ciertamente contribuyen en gran modo a
vivir la vida litúrgica.
167. Tampoco se puede decir que
este culto eucarístico provoca una errónea confusión entre el Cristo histórico,
como algunos dicen, el que ha vivido en la tierra, y el Cristo presente en el
Augusto Sacramento del Altar, y el Cristo triunfante en el Cielo y dispensador
de gracias antes bien, se debe afirmar que con este culto los fieles testimonian
solemnemente la fe de la Iglesia, con la cual se cree que uno e idéntico es el
Verbo de Dios y el Hijo de María Virgen, que sufrió en la Cruz, que está
presente oculto en la Eucaristía y que reina en el Cielo.
168. Así dice San Juan Crisóstomo : «Cuando lo veas ante ti (el Cuerpo de Cristo), di para ti mismo: Por este
Cuerpo no soy ya tierra y cenizas, no soy ya esclavo, sino libre; por esto
espero lograr el cielo y los bienes que en él se encuentran, la vida inmortal,
la herencia de los Ángeles, la compañía de Cristo; este Cuerpo traspasado por
los clavos, azotado por los látigos, no fue presa de la muerte... Este es aquel
Cuerpo que fue ensangrentado, traspasado por la lanza, y del cual brotaron dos
fuentes salvadoras: la una de Sangre, y la otra de agua... Este Cuerpo nos dio
qué tener y qué comer, lo cual es consecuencia del intenso amor»[6].
169. De modo particular, pues, es
muy de alabar la costumbre según la cual muchos ejercicios de piedad,
incorporados a las costumbres del pueblo cristiano, concluyen con el rito de la
Bendición Eucarística. Nada mejor ni más beneficioso que el gesto con que el
Sacerdote, elevando al Cielo el Pan de los Ángeles, ante la multitud cristiana
arrodillada, y moviéndolo en forma, de Cruz, invoca al Padre celestial para que
se digne volver benignamente los ojos a su Hijo, crucificado por Amor nuestro, y
que a causa de El quiso ser Nuestro Redentor y hermano, y para que por su medio
difunda sus dones celestiales sobre los redimidos por la Sangre inmaculada del
Cordero[7].
4.
Exhortación.
170. Procurad, pues, Venerables
Hermanos, con Vuestra suma diligencia habitual, que los templos edificados por
la fe y por la piedad de las generaciones cristianas en el transcurso de los
siglos, como un perenne himno de gloria a Dios y, como digna morada de Nuestro
Redentor oculto bajo las especies eucarísticas, estén abiertos lo más posible
a los fieles, cada vez más numerosos, a fin de que, reunidos a los pies de su
Salvador, escuchen su dulcísima invitación «Venid a Mí todos los que
andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré»[8].
Que los templos sean verdaderamente la Casa de Dios, en la cual el que entre
para pedir favores se alegre al conseguirlo todo[9]
y obtenga el consuelo celestial.
171. Sólo así se conseguirá que toda la
familia humana se pacifique en el orden, y con mente y corazón concordes, cante
el himno de la esperanza y del amor:
«Buen Pastor, Pan verdadero,
Jesús, ten misericordia de nosotros:
apaciéntanos Tú, guárdanos:
haz que veamos los bienes
en la tierra de los vivos»[10].
[1] Conc. Trid. Ses. XIII, can. 1.
[2] Conc. Const. Anath. de trib. cap., can. 9. Collat. Conc. Ephes. Anath.,
Cyrill. can. 8. Cfr. Conc. Trid. Ss. XIII, can. 6. Pío VI, Const. «Auctorem
fidei», n. 61.
[3] Enarrat. In Ps. 98, 9.
[4] Apoc. V. 12. Cfr. Ibid., VII, 10.
[5] Conc. Trid. Ses. XIII, cap. V y can. 6.
[6] In Ad Cor. XXIV, 4.
[7] I Petr. I, 19.
[8] Mat. XI, 28.
[9] Miss. Rom. Collecta Missae Dedicationis.
[10]
Miss. Rom. Seq. «Lauda Sion». Día del Corpus.