LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA

EL MISTERIO PASCUAL




IV. «HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»
El misterio pascual en la liturgia (I) 
1. El desarrollo ritual de la Pascua
2. El significado teológico de la Pascua
3. Cómo encontrar al Señor en la liturgia pascual 

 

IV

«HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»


El misterio pascual en la liturgia (I)


En los dos capítulos anteriores, he ilustrado la Pascua de Cristo, 
esto es, su paso de este mundo al Padre a través del abismo de su 
pasión y a través de su resurrección. Esta Pascua de Cristo se 
prolonga y se perpetúa en la Iglesia de dos modos, o en dos planos 
distintos, si bien están íntimamente relacionados entre sí. El primero es 
el plano liturgico y comunitario que podríamos llamar plano objetivo, o 
también plano mistérico porque se realiza principalmente en los 
«misterios», es decir, en los sacramentos. A este plano pertenecen, 
además de la fiesta anual de Pascua, los sacramentos del bautismo, 
eucaristía y penitencia, en la medida en que también este último es un 
sacramento pascual. El segundo es el plano existencial y personal, que 
podríamos definir como plano subjetivo, o también plano moral porque 
se realiza a través del esfuerzo moral y ascético del cristiano. A este 
segundo plano pertenece el discurso sobre la conversión, la 
purificación y, en general, eso que los padres de la Iglesia definen 
como «el paso de los vicios a la virtud, de la culpa a la gracia».
PAS/LITURGIA-V: Así pues, hay un misterio pascual que se celebra 
en la liturgia y un misterio pascual que se realiza en la vida. Ambos son 
inseparables entre sí: la Pascua de la liturgia debe alimentar la Pascua 
de la vida y ésta, a su vez, debe hacer auténtica la Pascua de la 
liturgia. 
Estas dos Pascuas -que llamamos respectivamente «Pascua de la 
Iglesia» y «nuestra Pascua»- tienen una base común, sin la cual no 
pueden realizar eficazmente lo que significan, y dicha base es la fe. 
Pablo dice: Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu 
corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo 
(/Rm/10/09). Sería lo mismo que decir: si crees en la Pascua de Cristo, 
también tú harás tu Pascua. San Agustín ha explicado muy bien este 
punto: «El Señor "pasó", por la pasión, de la muerte a la vida, y se hizo 
camino a los creyentes en su resurrección para que nosotros 
"pasemos" igualmente de la muerte a la vida»1. Un padre griego 
expresa el mismo pensamiento en términos sorprendentemente 
modernos y existenciales: «Así pues -escribe-, todo aquel que sabe 
que la Pascua ha sido inmolada por él, sepa también que para él la 
vida empezó en el momento en que Cristo se inmoló para salvarle. Y 
Cristo se inmoló por nosotros si confesamos la gracia recibida y 
reconocemos que la gracia nos ha sido devuelta por este sacrificio»2. 
FE/NECESARIA: La fe -una fe viva y personal- no sólo en el 
acontecimiento en sí de la muerte y resurrección de Cristo, sino 
también en el significado que dicho acontecimiento tiene para mí, hic et 
nunc, es pues el paso obligado; una especie de portal de ingreso en la 
luz de la Pascua. En la liturgia de la noche de Pascua resuena el grito: 
Lumen Christi, Luz de Cristo. Del mismo modo que en el orden natural 
no es suficiente con que brille la luz sino que es necesario que el ojo 
esté abierto para verla, así también, en el orden espiritual es necesaria 
la fe para ver y gozar del sol de justicia que asciende victorioso del 
abismo. 
Después de esta premisa podemos considerar por separado las dos 
Pascuas, dedicando dos capítulos al misterio pascual en la liturgia y 
otros dos capítulos al misterio pascual en la vida. 
En su núcleo esencial, la Pascua litúrgica, o de la Iglesia, se 
fundamenta en la voluntad de Jesús que ha instituido los sacramentos 
pascuales y, en particular, la eucaristía, diciendo: Haced esto en 
memoria mía (Lc 22, 19). En este punto, la Pascua cristiana se sitúa 
tras las huellas de la Pascua judía. Igual que la Pascua litúrgica de 
Israel era el memorial de la Pascua histórica del éxodo, así también la 
Pascua litúrgica de la Iglesia es el memorial de la Pascua real de Jesús; 
esto es, de su paso de este mundo al Padre. De este modo, la fiesta de 
Pascua atraviesa de una parte a otra toda la historia de la salvación y 
constituye su espina dorsal y su hilo conductor. 
De esta Pascua litúrgica de la Iglesia considero, en el presente 
capítulo, tres aspectos tal como han sido tratados por la gran tradición 
de los padres de la Iglesia: el aspecto litúrgico, el aspecto teológico y el 
aspecto espiritual. En el primero, apuntaré al desarrollo de los ritos 
pascuales; en el segundo, trataré del significado soteriológico de la 
Pascua; en el tercero, hablaré de cómo hacer de la Pascua ocasión de 
un encuentro personal con el Resucitado. 
1. El desarrollo ritual de la Pascua
PAS/DESARROLLO-RITUAL PAS/VIGILIA: Desde el punto de vista 
de los ritos, desde los orígenes hasta mediados del siglo IV, la Pascua 
de la Iglesia se presenta con una fisonomía muy simple. Todo gira en 
torno a la vigilia pascual que se celebra en la noche entre el sábado y 
el domingo (para los cuatordecimanos, en la noche entre el 13 y el 14 
de Nisán), precedida por uno o más días de ayuno. La vigilia comienza 
en la puesta del sol y termina a la mañana siguiente, con el canto del 
gallo, celebrando la eucaristía. Durante la vigilia se administra el 
bautismo, se leen pasajes de la Biblia, entre los que nunca está 
ausente el relato de Ex 12 (hoy, por desgracia, ha desaparecido de la 
vigilia), se cantan himnos y el obispo pronuncía la homilía. En este 
período más antiguo, también la vigilia, como toda la Pascua, tiene un 
contenido cristológico, más que moral o ascético. Es, literalmente, una 
«vigilia del Señor» (Ex 12, 42) y no una vigilia del hombre. Y lo que 
quiere decir «vigilia del Señor», nos lo explica de forma insuperable san 
Cromacio de Aquileya en este sermón para la noche pascual: «Todas 
las vigilias que se celebran en honor del Señor son gratas a Dios; pero 
esta vigilia está por encima de todas las demás vigilias. Ésta se llama, 
por antonomasia, "la vigilia del Señor". Está escrito: Esta misma noche 
será la noche de guardia en honor de Yahvé para todos los hijos de 
Israel (Ex 12, 42). Por derecho propio, esta noche se llama "vigilia del 
Señor"; él, en efecto, veló durante su vida para que nosotros no nos 
durmiéramos en la muerte. En el misterio de la pasión, él se sometió 
por nosotros al sueño de la muerte, pero aquel sueño del Señor se ha 
convertido en la vigilia de todo el mundo, dado que la muerte de Cristo 
ha expulsado de nosotros el sueño de la muerte eterna. Es lo que él 
mismo dice por medio del profeta: Me acosté y me dormí. En esto me 
desperté y vi que mi sueño era sabroso para mí (cfr. Sal 3, 6; Jr 31, 
26). Ciertamente aquel sueño de Cristo se ha hecho sabroso porque 
nos ha llamado de la muerte amarga a la dulce vida. Finalmente, esta 
noche se llama "vigilia del Señor" porque él veló también en su mismo 
sueño de la muerte. Él mismo lo indica por boca de Salomón cuando 
dice: Yo dormía, pero mi corazón velaba (Ct 5, 2), aludiendo 
abiertamente al misterio de su divinidad y de su carne. Durmió en su 
canne, pero veló en su divinidad, que no podía dormir. De la divinidad 
de Cristo leemos: No duerme ni dormita el guardián de Israel (Sal 121, 
4). Por esta razón dijo: Yo dormía pero mi corazón velaba. En efecto, 
en el sueño de su muerte, él durmió según la carne, pero con su 
divinidad inspeccionaba los infiernos, para anrancar de allí al hombre 
que estaba prisionero. Nuestro Señor y Salvador quiso visitar todos los 
lugares para tener piedad de todos. Desde el cielo descendió a la tierra 
para visitar el mundo; de la tierra descendió a los infiernos para 
iluminar a aquellos que estaban encerrados en los infiennos, según lo 
que dice el profeta: Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló la 
luz (cfr. Is 9, 1). Así pues, es justo que sea llamada "vigilia del Señor" 
esta noche en la que él ha iluminado no sólo este mundo, sino también 
a todos aquellos que se contaban entre los muertos» 3. 
Como vemos, la vigilia pascual es «vigilia del Señor» en dos 
sentidos: en el sentido de que el sueño de la muerte del Señor 
proporcionó la vigilia, esto es, la vida a todo el mundo; y en el sentido 
de que mientras su humanidad «dormía» en la muerte, su divinidad -el 
corazón- velaba, es decir, estaba viva. El misterio pascual aparece, una 
vez más anclado en el misterio cristológico, esto es, en la estructura de 
la persona de Cristo, hombre y Dios. Porque Cristo era Dios y hombre, 
podía dormir y velar -esto es, morir y estar vivo-; podía al mismo tiempo 
dormir como hombre y velar como Dios, sufrir la muerte como hombre y 
dar la vida como Dios. 
Estaba hablando de la homilía del obispo. Era un resumen de toda 
la historia de la salvación y, más concretamente, de toda la vida y de 
todo el misterio de Jesucristo, desde la encarnación hasta su ascensión 
al cielo. Y se comprende también por qué. En este período, no existían 
durante el año otras fiestas si exceptuamos la Pascua; ni siquiera la 
fiesta de Navidad, que aparecerá a principios del siglo IV. Todo estaba 
centrado en la Pascua. La Pascua era una celebración sintética, en el 
sentido de que todos los acontecimientos pascuales se celebraban 
juntos, en su propia unidad dialéctica de muerte-vida, como un único 
misterio. 
A partir del siglo IV, se añade a esta celebración sintética una 
celebración analítica o historizada, esto es, una celebración que 
distribuye los acontecimientos, celebrando cada uno de ellos en el día 
en que había acontecido históricamente (la institución de la eucaristía, 
el jueves santo; la pasión, el viernes; la resunrección, el domingo; la 
ascensión, el cuadragésimo día; ... etc.). En poco tiempo se pasa de la 
«fiesta» de Pascua al «ciclo pascual», que antes de Pascua 
comprendía la cuaresma, semana santa y triduo pascual; y después de 
Pascua, la octava, Ascensión y Pentecostés. 
Esta especie de fragmentación de la fiesta unitaria en tantas fiestas 
relacionadas entre sí, respondía ciertamente a la necesidad de un 
mayor espacio para repartir el rico contenido de la Pascua y para 
impartir una completa catequesis prebautismal y mistagógica a los 
catecúmenos y neófitos. Dicho proceso, además, fue favorecido 
también por un factor externo: la difusión por toda la cristiandad de los 
ritos que se realizaban en Jerusalén, donde a los peregrinos les 
gustaba recordar todos los pormenores de la pasión de Jesús, en el 
lugar y en el momento preciso en que habían tenido lugar por primera 
vez. La vigilia pascual conservó durante mucho tiempo un lugar central, 
como celebración unitaria de todo el misterio de la muerte y 
resurrección y de espera de la venida de Cristo. Sin embargo, con el 
paso del tiempo, aquella tendencia a repartir y difuminar el contenido 
de la fiesta en muchos ritos y días distintos dañó a la Pascua, 
haciéndole perder gran parte de su primitiva fuerza, que derivaba de la 
gran concentración teológica que en ella se realizaba. 

2. El significado teológico de la Pascua
Mientras tenía lugar esta evolución de los ritos pascuales -gracias 
en gran parte a un proceso espontáneo y creativo que se estaba 
operando en toda la cristiandad-, la teología, por su parte, desarrolló 
una intensa reflexión sobre la índole de los ritos, esto es, sobre la 
naturaleza misma de la acción litúrgica. Las conquistas de los padres 
de la Iglesia, en este campo, han plasmado toda la posterior teología 
sacramentaria de la Iglesia que, a decir verdad, no siempre ha sabido 
mantener su realidad y su inspiración espiritual. Por esta razón, es 
necesario referirse a ella cada vez que se quiere renovar y vivificar en 
profundidad el culto cristiano, en vez de tener presentes las 
especulaciones posteriores de los comentaristas de los padres de la 
Iglesia, aunque ciertamente no se puedan ignorar. 
Hablaba, pues, de la reflexión teológica desarrollada por los santos 
padres en torno a la naturaleza del culto cristiano. Trato de recoger su 
enseñanza, resumiéndola en dos preguntas fundamentales: ¿qué 
relación existe entre liturgia e historia?, y ¿qué relación existe entre 
liturgia y gracia? 

La relación liturgia e historia. El problema se puede plantear también 
en los siguientes términos: ¿en qué relación está la Pascua de la 
Iglesia con la Pascua de Cristo? La Pascua de la Iglesia -se ha dicho- 
«prolonga» y «perpetúa» la Pascua de Cristo a lo largo de los siglos; 
pero esta respuesta es todavía demasiado vaga y genérica. ¿Qué 
significa «prolonga» y cómo la «prolonga»? En el fondo, es el mismo 
problema que se plantea en nuestros días, a propósito de la relación 
entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la misa, y que reviste un 
peso considerable en el ámbito del diálogo ecuménico con los 
protestantes. 
PAS/REPETICIÓN/AG: Agustín, en uno de sus sermones pascuales 
más bellos y profundos, dice: «Sabemos, hermanos, y retenemos con 
fe inquebrantable que Cristo murió una sola vez por nosotros; el justo 
por los pecadores, el Señor por los siervos... como dice el Apóstol: Fue 
entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación 
(Rm 4, 25). Sabéis perfectamente que eso tuvo lugar una sola vez. Con 
todo, como si tuviera lugar más veces, esta fiesta solemne repite cada 
cierto tiempo lo que la verdad proclama mediante tantas palabras de la 
Escritura, que se dio una sola vez. Pero no se contradicen la realidad y 
la solemnidad, como si ésta mintiese y aquélla dijese la verdad. Lo que 
la realidad indica que tuvo lugar una sola vez, eso mismo renueva la 
solemnidad para que lo celebren con repetida frecuencia los corazones 
piadosos. La realidad descubre lo que sucedió tal como sucedió; la 
solemnidad, en cambio, no permite que se olviden ni siquiera las cosas 
pasadas, no repitiéndolas, sino celebrándolas. Así, pues, Cristo 
nuestra Pascua ha sido inmolado (I Co 5, 7). Ciertamente murió una 
sola vez, él que ya no muere y la muerte no tiene dominio sobre él 
(Rm 6, 9). Por tanto, según la realidad, decimos que la Pascua tuvo 
lugar una sola vez y que no va a volver a darse; según la solemnidad, 
en cambio, cada año decimos que la Pascua ha de llegar... A esto se 
refiere la solemnidad tan resplandeciente de esta noche, en la que, 
manteniéndonos en vela, en cierto modo actuamos, mediante el resto 
del pensamiento, la resurrección del Señor, que, mediante el 
pensamiento, confesamos con mayor verdad que tuvo lugar una sola 
vez. A quienes hizo doctos la realidad anunciada, no debe hacerlos 
irreligiosos el desertar de la solemnidad» 4.
CELEBRAR/QUE-ES MEMORIAL/PRESENCIA: La relación entre la 
Pascua de Cristo y la Pascua de la Iglesia se ve aquí como relación 
entre acontecimiento y sacramento, entre historia y liturgia de la 
historia; entre el semel y el quotannis. Los verbos usados por Agustín 
son comprometedores; dice que el sacramento, o la liturgia, iterat, 
renovat el acontecimiento. Sin embargo, precisa muy bien el sentido de 
este «repetir» y «renovar». No se trata de un sentido que destruye la 
unidad y, por tanto, la historicidad de los acontecimientos salvíficos, 
haciéndolos recaer en el número de los acontecimientos cíclicos, 
típicos del pensamiento griego 5. Se trata, en efecto, de una repetición 
que tiene lugar en otro plano: no en el plano de la historia, sino en el 
de la liturgia; no en el plano del acontecimiento, sino en el de la 
celebración. La liturgia «celebra» la historia, y ese «celebra» tiene un 
sentido muy fuerte, equivale a «mantiene viva», «actualiza», «hace 
presente». En otras palabras, el memorial litúrgico es a la vez memorial 
y presencia. Por esta razón el acontecimiento se hace contemporáneo 
a nosotros y nosotros al acontecimiento. 
Cuando la liturgia es celebrada tan conscientemente a este nivel de 
fe, implica a la mente y la empuja hacia el acontecimiento. Hace 
exclamar -como hacían los judíos durante la cena pascual- «Allí 
estábamos nosotros aquella noche. ¡También nosotros pasamos, no 
sólo nuestros padres!» 6, «Ayer estaba crucificado con Cristo -exclama 
san Gregorio Nacianceno en una oración pascual-, hoy soy glorificado 
con él. Ayer moría con él, hoy con él soy vivificado. Ayer era sepultado 
con él, hoy con él soy resucitado» 7. También el sacramento se 
convierte, así, en acontecimiento; pero se trata de un acontecimiento 
espiritual, no de un acontecimiento histórico. Recuerdo la primera 
Pascua celebrada en su forma renovada, en los años 50. Para mí fue 
verdaderamente un acontecimiento espiritual; tenía la sensación de 
haber celebrado la Pascua por primera vez en mi vida; finalmente, 
había sido «apresado» por la liturgia. Cuando llegó el domingo de 
resurrección sentía que había pasado, como Jesús, a través del 
viernes de pasión y la espera en el sepulcro del sábado santo. Todo 
parecía más luminoso, hasta el sonido de las campanas. 
Sin embargo, no quedaba todo resuelto con la distinción entre 
acontecimiento y sacramento. Si la Pascua de la Iglesia -tal como 
afirma toda la tradición antigua- consiste esencialmente en la 
eucaristía, se planteaba un problema: ¿qué relación existe entre la 
eucaristía que se celebra cada domingo y la Pascua que se celebra 
una sola vez al año? Éste era un problema nuevo, propio del 
cristianismo. La liturgia judía conocía sólo un memorial anual de la 
Pascua, no un memorial semanal. En algunos sectores de la 
cristiandad -especialmente entre los griegos-, el deseo de distinguir lo 
más posible la Pascua cristiana de la Pascua judía (debido también a 
algunas divergencias entre judíos y cristianos sobre el cómputo 
pascual) llevó a acentuar hasta tal punto la Pascua semanal y 
cotidiana, que debilitó la importancia de la solemnidad anual. «La 
Pascua -escribe Juan Crisóstomo se hace tres veces a la semana, 
alguna vez hasta cuatro veces, o incluso cada vez que se quiere... La 
Pascua, en efecto, no consiste en el ayuno, sino en la oblación que se 
hace en cada asamblea... Por ello, cada vez que te acercas con 
conciencia pura, tú haces Pascua» 8. 
Pero ésta era una solución excesiva que, tomada al pie de la letra, 
ya no conservaba el significado de la fiesta anual de Pascua, sino que 
más bien destruía la idea misma de «solemnidad», entendida como 
celebración coral y unitaria de toda la Iglesia, del acontecimiento de la 
salvación, en un clima de particular alegría. Encontramos una solución 
más equilibrada en Agustín: «La importancia que concedemos a estos 
días escribe- no debe ser tal que nos lleve a descuidar el recuerdo de 
la pasión y resurrección del Señor cuando cada día nos alimentamos 
con su cuerpo y con su sangre; con todo, en esta festividad el recuerdo 
es más brillante; el estímulo, más intenso, y la renovación, más gozosa, 
porque cada año nos coloca, como ante los mismos ojos, el recuerdo 
del acontecimiento» 9. Después de haber aclarado tan perfectamente 
la relación entre el semel y el quotannis -esto es, entre historia y 
liturgia-, Agustín aclara de este modo también la relación entre el 
quotannis y el quotiescumque, o sea, entre Pascua anual y Pascua 
cotidiana. La Pascua de Cristo se prolonga en la Iglesia con tres ritmos 
distintos de frecuencia: con un ritmo anual, en la fiesta de Pascua; con 
un ritmo semanal, el domingo, y con un ritmo cotidiano, que consiste en 
la celebración diaria de la eucaristía. 
La fiesta anual se distingue de la simple eucaristía cotidiana o 
semanal ratione solemnitatis. En efecto, lo que se celebra una vez al 
año, en el aniversario del acontecimiento conmemorado, pone mejor de 
relieve la relación que existe entre el sacramento y el acontecimiento, 
elevando de este modo el significado mismo de la acción litúrgica y 
rompiendo la monotonía del ritmo cotidiano, tiene un mayor poder de 
captación sobre las facultades del hombre. Esta clarificación ha 
entrado en el patrimonio común tanto de la Iglesia oriental como de la 
occidental: de hecho ambas consideran el domingo como la «pequeña 
Pascua» y la fiesta anual como la «gran Pascua». 

La relación liturgia y gracia. La relación entre liturgia y gracia es otro 
modo de formular la relación liturgia-historia. En efecto, la gracia de la 
que se habla aquí no es una gracia intemporal y ahistórica, sino que 
es, literalmente, «la gracia de nuestro Señor Jesucristo», esto es, la 
salvación obrada históricamente por Jesús en su muerte y 
resurrección. Y sin embargo, los dos problemas responden a dos 
perspectivas y sensibilidades distintas, tanto es así que mientras los 
latinos acentúan más la relación horizontal que une liturgia con historia 
y sacramento con acontecimiento, los padres orientales -especialmente 
el Pseudo-Dionisio-, más sensibles al influjo platónico, conceden un 
mayor interés a la perspectiva vertical que une sacramento con gracia 
y rito litúrgico con vida supraterrena. 
En el primer caso, la liturgia es, sobre todo memorial; en el segundo, 
es, sobre todo, misterio. Preguntarse por la relación que existe entre 
liturgia y gracia significa, por esta razón, preguntarse por el contenido 
mistérico de la Pascua. Aquí se admira la riqueza de la gran tradición 
mistagógica de la Iglesia oriental, representada por Cirilo de Jerusalén, 
Gregorio Nacianceno, Máximo el Confesor, etc.; que ha encontrado una 
síntesis espléndida en la obra posterior de Nicolás Cabasilas, Vida en 
Jesucristo. Lo que Cabasilas dice de los «misterios», o sea, del 
bautismo, confirmación y eucaristía, vale también, tomado en su 
conjunto, para la Pascua, en la que todos estos sacramentos de 
iniciación se encuentran reunidos. 
Cabasilas parte del presupuesto, muy simple pero decisivo, de que 
«la vida eterna» (o «vida nueva», o «vida en Jesucristo») no pertenece 
solamente al futuro, sino también al presente, en el mismo sentido en 
que también santo Tomás dice que la gracia es el comienzo de la 
gloria10. Por tanto afirma que «los misterios» son las fuentes o las 
puertas a través de las cuales dicha «vida eterna» irrumpe, en el 
presente, en la vida de la Iglesia; son como las ventanas a través de 
las cuales «entra el sol de justicia en este mundo tenebroso, da muerte 
a la vida según el mundo, y hace surgir la vida supramundana»11. 
Todo esto tiene lugar en virtud del principio que la tradición ha 
encerrado en esa fórmula tan conocida: «confieren lo que significan». 
Escribe textualmente Cabasilas: «Mientras nosotros representamos con 
símbolos, como en figura, la muerte verdadera, sufrida por Cristo para 
nuestra vida, él en realidad nos renueva, nos recrea y nos hace 
participes de su vida. Así, representando su sepultura y anunciando su 
muerte en los sagrados misterios, somos engendrados, plasmados y 
divinamente unidos al Salvador en virtud de ellos»12, 
En ese «salto» misterioso de los símbolos a la realidad está el 
carácter «mistérico», sobrenatural y gratuito de la acción sacramental. 
De por sí, la celebración litúrgica no hace sino presentar «signos» o 
símbolos de lo que en Cristo se ha realizado realmente y de una vez 
por todas. Y, sin embargo, lo que brota de ella trasciende el orden de 
los símbolos y pertenece a la realidad. «En vosotros -escribe Cirilo de 
Jerusalén- se da una semejanza (homoioma) de su muerte y de sus 
padecimientos, aunque en la salvación no hay semejanza sino 
realidad»13. 
Esta concepción mistérica de la liturgia, acentúa al máximo la obra 
de Dios. Es Cristo el verdadero protagonista de la salvación, es como 
el luchador que está en la arena y nosotros somos los «espectadores» 
que apuestan por él, le aclaman y le honran como a su vencedor, 
mereciendo con ello la misma corona que el vencedor. «Nuestra 
aportación tan sólo consiste en acoger la gracia, no derrochar el 
tesoro, no apagar la lámpara ya encendida, esto es, no introducir nada 
que vaya contra la vida, nada que produzca la muerte»14. Sin 
embargo, en esta «aportación» hay espacio realmente para el 
compromiso moral del cristiano; hasta el punto de que toda una parte 
de la obra de Cabasilas se dedica a la práctica de las 
bienaventuranzas evangélicas, entendida como condición para 
«custodiar la vida en Jesucristo recibida de los misterios». 
He trazado un marco histórico bastante amplio del desarrollo de la 
liturgia y de la teología pascual, pero no quisiera quedarme en esto. 
Los padres de la Iglesia no sólo han elaborado una teología de la 
liturgia pascual, sino también una espiritualidad de la liturgia pascual. 
Ellos nos han dejado algunos modelos de celebraciones litúrgicas 
vibrantes de fe y de fervor, que pueden ayudarnos a infundir nueva 
vida a nuestras celebraciones y a hacer de ellas un verdadero 
encuentro comunitario con el Señor resucitado. 
Ésta es la cuestión: ¿cómo hacer de la liturgia -y en particular de la 
liturgia pascual- un encuentro con el Señor muerto y resucitado por 
nosotros, y vivo con su Espíritu hoy en la Iglesia? De los escritos de los 
santos padres, brota una singular experiencia espiritual: la de la 
epifanía cultual de Cristo. Se trata de una manifestación tan fuerte y 
viva del Señor durante el culto, especialmente durante la vigilia 
pascual, como para hacer decir a los fieles, al término de la asamblea, 
lo mismo que dijeron los discípulos después de la resurrección: ¡Hemos 
visto al Señor! (Jn 20, 25). 
En una célebre homilía pascual del siglo II, en un momento 
determinado, el obispo deja de hablar y presta su voz al Resucitado 
que se dirige a la asamblea en primera persona, como hizo en el 
cenáculo la noche de Pascua. 
«Yo soy -dice- Cristo; 
el que venció la muerte... 
el que encadenó al enemigo. 
Venid, pues, vosotros todos, 
los hombres que os halláis enfangados en el mal, 
recibid el perdón de vuestros pecados. 
Porque yo soy vuestro perdón, 
soy la Pascua de salvación» 15. 

Se comprende así, cómo san Ambrosio haya podido decir: «Te has 
mostrado a mí, oh Cristo, cara a cara. Yo te he encontrado en tus 
sacramentos» 16. Se podrían multiplicar los ejemplos de este tipo. El 
Exultet pascual, con ese grito de júbilo en el centro que comienza con 
las palabras: o felix culpa!, nos da una idea de cómo debían de ser 
estas antiguas celebraciones pascuales, y de cuánto entusiasmo y 
esperanza eran capaces de suscitar entre los fieles. Si con sólo oír 
entonar hoy el Exultet en la vigilia pascual sentimos un escalofrío que 
reconre todo nuestro cuerpo, pensemos lo que debió suponer cuando 
resonó por primera vez en una asamblea reunida alrededor de su 
obispo. Me viene a la memoria también un sermón pronunciado por san 
Agustín durante una vigilia pascual, del que se saca la impresión de 
que tanto el obispo como el pueblo gustan con antelación de la Pascua 
de la Jerusalén celeste: «Ved qué alegría, hermanos míos; alegría por 
vuestra asistencia, alegría de cantar salmos e himnos, alegría de 
recordar la pasión y resurrección de Cristo, alegría de esperar la vida 
futura. Si el simple esperarla nos causa tanta alegría, ¿qué será el 
poseerla? Cuando estos días escuchamos el Aleluya, ¡cómo se 
transforma el espíritu! ¿No es como si gustáramos un algo de aquella 
ciudad celestial?» 17. Se entiende cómo los fieles que tenían la fortuna 
de tener tales pastores y tales liturgias esperaran con santa 
impaciencia la llegada de la vigilia pascual, «madre de todas las santas 
vigilias», y se dijeran unos a otros aquellas palabras que han llegado 
hasta nosotros: «¿Cuándo será la vigilia? ¡Dentro de tantos días será 
la vigilia!» 18. 
¿Cuál era el secreto de esta extraordinaria fuerza que poseían los 
ritos? Pienso que una razón sería, quizá, sin duda, la fe y la santidad 
de los pastores. Sin embargo, también entonces había miserias y no 
todos los obispos eran santos o poetas. Entonces... ¿qué podemos 
pensar? Sencillamente, dejaban mucho espacio a la acción del Espíritu 
Santo, luz de los ritos, alma de la liturgia. En Melitón de Sardes, citado 
ya varias veces, leemos que en todo «actuaba en el Espíritu Santo» 
19. San Basilio dice que el Espíritu Santo es el lugar de la doxología, 
esto es, el lugar ideal o el templo en el que sólo es posible contemplar 
a Dios y adorarlo «en espiritu y verdad»; él es «el maestro de coro» de 
aquellos que cantan las alabanzas del Señor; es el que «corrobora» a 
la Iglesia durante el rito para que pueda estar dignamente ante su 
Señor20. 
Jesús resucitado «vive por el Espíritu» (1 P 3, 18); por esto, sólo el 
Espíritu Santo puede hacerlo presente y hacer que se manifieste 
detrás de los ritos y las palabras. Sólo el Espíritu Santo puede hacer 
caer el velo de los ojos y del corazón y hacernos reconocer a Jesús 
mientras se habla de él y se parte su pan. Saliendo de la asamblea 
litúrgica es él quien impulsa a volver entre los hermanos, como hicieron 
los discípulos de Emaús, para decirles: ¡Jesús está vivo!, ¡lo 
reconocimos al partir el pan! 
¿Qué impide que el Espíritu Santo sea también hoy el guía invisible 
de los ritos, en el que estén fijos los ojos de todos, más que en la 
dirección exterior del maestro de ceremonias? ¿Qué nos impide 
esperar que se pueda renovar en la Iglesia de hoy aquel milagro de la 
liturgia de hacennos encontrar a Cristo resucitado, vivo con su Espíritu 
en la Iglesia? En tiempos de los santos padres, esta acción del Espíritu 
Santo en el desarrollo de los ritos era ciertamente facilitada por el 
hecho de que no todo estaba rígidamente fijado de antemano, sino que 
había un espacio abierto a la inspiración del momento, a la novedad y 
a la imprevisibilidad del Espíritu, especialmente cuando era el obispo 
quien presidía la eucaristía. 
Pero las condiciones esenciales para aquel milagro están todavía 
presentes en la Iglesia. Es más, estas condiciones son hoy mejor que 
en el pasado, después de que la reforma litúrgica haya llevado de 
nuevo los ritos pascuales al esplendor y sencillez de su forma primitiva 
y en la lengua del pueblo (los santos padres no utilizaban el griego o el 
latín porque era la lengua universal de entonces, sino porque era «su» 
lengua, ¡la lengua de la gente!). Tan sólo es necesario meter en estos 
«odres nuevos» que son los ritos renovados de la Pascua, el vino 
siempre nuevo de la fe y del Espíritu Santo. Los sacerdotes que 
presiden la liturgia pueden ser de gran ayuda para la asamblea en esta 
tarea. Viéndoles a ellos, los fieles deberían poder darse cuenta de que 
la piel de su rostro está radiante a causa del diálogo con Dios, como lo 
estaba la de Moisés (cfr. Ex 34, 29). 
Que el Señor nos conceda poder exclamar también nosotros, al salir 
de los ritos de Pascua, lo que dijeron los primeros discípulos a Tomás, 
que estaba ausente: «¡Hemos visto al Señor!» 

RANIERO CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
  EDICEP. VALENCIA 1997

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1. SAN AGUSTÍN, Enarr. Ps. 120, 6. 
2. Homilía pascual de autor antiguo; SCh 36, 61. 
3. Ser. XVl para la gran noche; SCh 154, 259.
4. Ser 220; PL 38, 1089. 
5. Contra esta eventualidad habla el mismo Agustín en De civ. Dei Xll. 13. 17. 
20 y Gregorio Nacianceno, en Ep. 101; PG 37, 192. 
6. Cfr. Pesachim, X, 5.
7. Or in S. Pascua 1. 4; PG 36. 397 B
8. Adv. Jud. hom. III, 4; PG 48. 867.
9. Ser. Wilmart, 9, 2; PLS 2, 725.
10. S.Th. II-llae, q. 24,3,2. 
11. N. CABASILAS, Vida en Jesucristo 1, 3; PG 150, 504.
12. I, 3; PG 150, 501. 
13. Catech. mystag. II, 7; PG 33,1084. 
14. I, 2; PG 150, 501.
15. MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 102-103; SCh 123,122.
16. Apol. David 58; PL 14, 875. 
17. Ser. Morin-Güelf, 8, 2; PLS, 2, 557. 
18. Cfr. SAN AGUSTIN, Ser. 219 y Ser. Güelf, 5 2; PL 38, 1088; SCh 116, 213. 
19. En EUSEBIO, Historia ecle. V 24, 5. 
20. Cfr. De Spirit. S. 26; PG 32, 181 s. y Anáfora de san Basilio.