LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
III. «¡ES VERDAD! ¡EL SEÑOR HA RESUCITADO!»
El misterio pascual en la historia (II)
I. Id y decidle esto a Pedro
2. Resurrección de Cristo y misterio pascual
3. La resurrección de Cristo: aproximación histórica
4. La resurrección de Cristo: aproximación de fe
5. Conclusión: una fe más pura
III
«¡ES VERDAD! ¡EL SEÑOR HA RESUCITADO!»
El misterio pascual en la historia (II)
1. Id y decidle esto a Pedro...
«Jesús nazareno, el que fue crucificado, ha resucitado. Id y decidle
esto a Pedro y a los demás discípulos» (cfr. Mc 16, 1-7). El mismo
Jesús, que la mañana de Pascua envió a aquellas mujeres a llevar la
alegre noticia a Pedro y a sus compañeros, me envía ahora a mí para
llevar ese mismo mensaje al sucesor de Pedro y a sus compañeros:
¡Ha resucitado! ¡Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado!*
En adelante será Pedro quien lleve esta noticia al mundo entero.
Será él quien, unos días después, en la plaza principal de Jerusalén,
gritará «urbi et orbi»: Dios resucitó a este Jesús, de lo cual somos
testigos todos nosotros (Hch 2, 32). Pero, como hemos oído, alguien
había sido encargado de llevarle a él anteriormente esa alegre noticia,
desapareciendo después de la escena. Desearía ardientemente ser yo
mismo ese pequeño mensajero. En este momento, me siento como el
diácono que al empezar la vigilia pascual se dispone a cantar el Exultet
en presencia del Obispo, pidiendo antes su bendición con estas
palabras: Jube domne benedicere «Dígnate bendecirme, oh Padre»;
invitando después a la oración diciendo a los presentes: «Invocad
conmigo la misericordia de Dios omnipotente, para que aquel que, sin
mérito mío, me agregó al número de sus diáconos, infundiendo el
resplandor de su luz, me ayude a cantar las alabanzas de este cirio».
Se necesita, en efecto, una gracia especial para hablar de la
resurrección de Cristo. Se requiere humildad y sentirse llenos de
espanto y temblorosos, como lo estaban aquellas mujeres, para
realizar una tarea como ésta, y yo sé que no soy así. Pero no por ello
puedo sustraerme al mandato recibido: Ve y dile a Pedro y a los demás
apóstoles que he resucitado, que no teman ni estén tristes. Dile a la
Iglesia: «No llores; he aquí que el león de la tribu de Judá, la raíz de
David, ha vencido» (Ap 5, 5).
RS/INEXPRESABLE: Decía que se necesita una gracia especial
para poder hablar de la resurrección. Nadie puede decir: «Jesús es el
Señor», o lo que es lo mismo: «Jesús ha resucitado», si no lo dice «en
el Espíritu Santo» (cfr. I Co 12, 3). Ante la resurrección, cualquier
palabra se queda corta. Aquel que pasa del anuncio de la cruz al de la
resurrección de Jesucristo, se asemeja a quien, después de recorrer la
tierra firme, llega de repente a la orilla del mar. Allí debe detenerse de
golpe. Sus pies ya no pueden proseguir, ni caminar sobre las aguas.
Debe contentarse tan sólo con lanzar su mirada más allá, quedando
con su cuerpo inmóvil, en tierra firme, sin poder acompañar a su
mirada. ¿Quién puede decir cómo era el rostro, los ojos, la voz y los
gestos de las mujeres cuando entraron en la habitación y estuvieron
ante Pedro y los demás apóstoles? Antes todavía de que abrieran la
boca, Pedro comprendió que había sucedido algo inaudito y un
escalofrío recorrió todo su cuerpo y el de todos los presentes. Lo
«numinoso» lo envolvió de repente, colmando de sí el lugar y a todos
los presentes.
Por otra parte, no cuesta imaginar cómo debieron de sucederse los
acontecimientos. Las mujeres hablaban a la vez, agitadamente y, quizá,
los apóstoles debieron de reprenderles para que se calmaran y dijeran
claramente qué sucedí'a. Todo lo que se alcanzaba a comprender de
su vocerío, eran exclamaciones inconexas, llenas de gestos: «¡Vacío,
vacío. El sepulcro está vacio! ¡Angeles, hemos visto ángeles! ¡El
Maestro está vivo!» Ésta no es una amplificación retórica mía, sino que
más bien es un pálido reflejo de lo que sucedió en realidad. La noticia
era mucho mayor de lo que podían expresar con medios humanos. Era
el vino nuevo que rompe los odres viejos derramándose por todas
partes. De la resurrección de Cristo se debe decir lo que en el himno
Lauda Sion se dice de la eucaristía: Quantum potes tantum audes:
«Pregona su gloria cuanto puedas, porque él está sobre toda
alabanza, y jamás podrás alabarle lo bastante». ¡Ojalá pudiéramos
también nosotros captar, aunque fuera una vez, ese estremecimiento
de la resurrección! ¡Ojalá su carga numinosa pudiera quitarnos la
palabra y llenarnos de «amor y temor»!, hacernos «estremecer de
amor y de temor» a la vez, como decía san Agustín 1.
Ante el anuncio de la resurrección, deberíamos gritar también
nosotros con las palabras del salmo: ¡Gloria mía despierta! ¡despertad
arpa y citara! ¡a la aurora he de despertar! (Sal 57, 9). Muchas veces
escuchamos: pero ¿cómo se puede vivir con alegría mientras el mundo
está tan afligido y zarandeado, mientras «braman los pueblos y se
agitan los reinos»? Esto también es cierto, pero Cristo ha resucitado:
Por eso no tememos si se altera la tierra,
si los montes se conmueven en el fondo de los mares,
aunque sus aguas bramen y borboten
y los montes retiemblen a su ímpetu.
¡Un río! Seis brazos recrean la ciudad de Dios...
Venid a contemplar las obras del Señor,
los prodigios que hace en la tierra (Sal 46, 3ss.).
RS/VICTORIA /Jn/20/19: Todos los «prodigios» de Dios, han
encontrado su cumplimiento y superación en este prodigio que es la
resurrección de Jesucristo. El resucitado entró en el cenáculo «con las
puertas cerradas». Hoy sigue entrando con las puertas cerradas. Pasa
a través de las puertas cerradas del corazón, a través de las puertas
cerradas de culturas y épocas que niegan su resurrección, a través de
las puertas cerradas de regímenes ateos que no quieren reconocerlo y
lo combaten. Él ha pasado recientemente, atravesando muchos de
estos muros, entre los que el de Berlín era tan sólo un símbolo. Un
hermano nuestro, el poeta Paul Claudel, dedicó estos versos
estupendos a la resurrección:
«Nada se resiste a este vencedor.
Él pasa a través de las puertas cerradas,
desde el otro lado del muro.
Y así, a través del tiempo,
Él pasa sin romper su medida» 2
Nada ha podido impedir que llegara la Pascua este año, nada
impedirá que vuelva a llegar también el próximo año, hasta su vuelta
definitiva. Nada le puede impedir a la Iglesia repetir en cada misa:
«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor
Jesús».
2. Resurrección de Cristo y misterio pascual
Pero ha llegado el momento de situar este anuncio de la
resurrección en el marco de nuestro estudio del misterio pascual. ¿En
qué sentido la resurrección de Cristo forma parte del misterio pascual y
en qué sentido ésta constituye el momento que llamamos «histórico»
del misterio pascual?
Empecemos respondiendo a esta segunda pregunta, que es la más
sencilla. Llamamos a la resurrección de Jesucristo el elemento
«histórico» de la Pascua cristiana; histórico no tanto como opuesto a
«no histórico» o no realmente acaecido, cuanto opuesto a «litúrgico»,
«moral» y «escatológico». En otras palabras, lo llamamos elemento
histórico en cuanto que representa el acontecimiento único e
irrepetible, distinto del sacramento, que representa el aspecto litúrgico
y que se repite cada año en la fiesta de Pascua y cada día en la
eucaristía.
Más difícil es responder a la otra pregunta: ¿en qué sentido la
resurrección forma parte del misterio pascual?, aunque ésta parezca
tan obvia. En efecto, es necesario saber que lo que para nosotros hoy
es el primer significado de la palabra «Pascua» -es decir, la
resurrección de Jesucristo-, fue el último en afirmarse en la praxis de la
Iglesia. Cuando esto sucedió, en el siglo IV-V, suscitó resistencias.
«Algunos -se lee en un documento de la época- critican a la santa
Iglesia de Dios porque designa con el nombre de Pascua a la
veneranda fiesta de la resurrección de entre los muertos de Jesucristo
nuestro Dios» 3. Cuando finalmente este uso se generalizó, hubo
todavía protestas: «Muchos -escribe un autor del medioevo- no ven
más que una sola cosa en la Pascua: que el primer día de la semana el
Señor resucitó, y por esta razón es por lo que se le llama también día
de la resurrección del Señor; olvidando que Pascua indica ante todo lo
que Cristo obró con su cruz y con su sangre» 4.
La razón de esta dificultad es sencilla. La resurrección constituye la
novedad absoluta de la Pascua cristiana, lo no prefigurado, lo
inesperado. La palabra y la fiesta misma de Pascua no estaba por ello
en condiciones de aceptarla en seguida. Nunca en el Nuevo
Testamento se designa con la palabra Pascua la resurrección de
Cristo, sino que tan sólo se designa con ella su cena pascual o su
inmolación. Es cierto que muerte y resurrección son contempladas
conjuntamente y constituyen el único misterio de Cristo que el kerigma
proclama. Pero este misterio de Cristo o misterio de salvación, nunca
es llamado «misterio pascual» o misterio de Pascua. El camino fue más
bien el inverso. En el siglo II se empezó a decir: «La Pascua es Cristo»,
o bien: «El misterio de la Pascua es Cristo» (Justino, Melitón de
Sardes). Y dado que muerte y resurrección eran inseparables en
Cristo, poco a poco se empezó a designar, con la palabra Pascua,
también la resurrección de Cristo, no sin resistencias y dificultades,
como hemos visto.
La Pascua era una institución preexistente que los cristianos
heredaban del Antiguo Testamento. Todo su simbolismo indicaba
inmolación, sangre, sacrificio. Por esta razón, no fue dificil para los
cristianos, transferirlo a la pasión de Cristo. La primera vez que se usa
este nombre en su acepción cristiana, en I Co 5, 7, significa inmolación,
o bien cordero pascual: Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.
Cuando el cristianismo pasó al ámbito griego, hemos visto que la
extraordinaria semejanza entre la palabra hebrea Pascha y el verbo
griego paschein (sufrir), llevó a engaño a los cristianos, los cuales
creyeron ingenuamente y repitieron durante siglos que Pascua significa
pasión.
Es verdad que, al principio, el término era explicado con la idea de
que Dios «pasa por encima», salta, resguarda las casas de los judíos
(cfr. Ex 12, 11), pero no se veía cómo pudiera aplicarse a Cristo en
este sentido; por otro lado, este significado se había perdido en la
traducción griega de la Biblia que los cristianos ya conocían. También
es verdad que en tiempos del Nuevo Testamento alguno había
explicado la palabra Pascua como paso (Filón de Alejandría), aunque
había interpretado dicho paso en referencia al hombre que pasa «de
los vicios a la virtud, de la culpa a la gracia», lo cual, evidentemente, no
se podía aplicar a Cristo.
Durante mucho tiempo, la situación en la Iglesia fue ésta: aquellos
que explicaban pascua como pasión, vejan prefigurada en ella la
muerte de Cristo; los que la explicaban en el sentido de paso, veían
designado en ella el paso del mar Rojo, pero no como figura de la
resurrección de Cristo, sino como figura del bautismo, o del paso de la
criatura del pecado a la gracia. Es necesario esperar hasta el siglo V
para encontrar algún raro ejemplo en que con el término paso se
designa a la resurrección de Cristo 5.
Como hemos visto, fue Agustín quien hizo posible la superación de
estas dificultades. Él fue quien descubrió que Juan había dado una
nueva interpretación del término Pascua: el paso de Cristo «de este
mundo al Padre» (Jn 13, 1). Sobre esta base, extendió el concepto de
Pascua hasta alcanzar también con él la resurrección de Cristo y
formular el misterio pascual como misterio de pasión y resurrección a la
vez, de muerte y de vida; es más, de paso de la muerte a la vida. «El
Señor pasó, por la pasión, de la muerte a la vida, y se hizo camino a
los creyentes en su resurrección para que nosotros pasemos
igualmente de la muerte a la vida» 6, «Pasión y resurrección del Señor,
ésta es la verdadera Pascua», exclama todavía san Agustín 7.
«Pascua es el día en que celebramos conjuntamente la pasión y la
resurrección del Señor» 8. En el plano de la fe, Agustín pone la
resurrección de Cristo por encima de la misma muerte, escribiendo:
«La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo»
9.
Muerte y resurrección unidas constituyen, pues, el misterio pascual.
Pero no como dos realidades o momentos yuxtapuestos, que se
equilibran o que simplemente se suceden, sino más bien como un
movimiento, como un paso de uno a otro. Algo dinámico, que indica el
dinamismo profundo de la redención que consiste en hacernos pasar
de la muerte a la vida, del dolor a la alegría. Más que un «hecho», la
Pascua es un fieri -un hacerse-, un movimiento que no se puede
detener. Así pues, ella misma muestra una tendencia a la resurrección,
se realiza y se cumple sólo en la resurrección. Una Pascua de pasión
sin la resurrección, sería una pregunta sin respuesta, una noche que
no termina en el alba de un nuevo día; sería fin, en vez de comienzo de
todo.
Después de haber hablado de la muerte de Cristo en el capítulo
anterior, ha llegado ahora el momento de hablar de su resurrección,
completando así nuestro estudio del misterio pascual «en la historia».
3. La resurrección de Cristo: aproximación histórica
He dicho más arriba en qué sentido hablamos nosotros de
resurrección de Jesucristo como elemento «histórico» de la Pascua: es
decir, en el sentido de que constituye el «acontecimiento
conmemorado», a diferencia de la Pascua litúrgica anual que
constituye la «conmemoración del acontecimiento». Pero ¿es sólo en
este sentido como puede considerarse la resurrección de Cristo como
hecho «histórico»? ¿Podemos o no definir la resurrección como
acontecimiento histórico, en el sentido más común del término, es
decir, entendiendo histórico como opuesto a no-histórico, mítico o
legendario?; o expresándonos en los mismos términos que lo hacen las
discusiones recientes, podríamos decir: ¿Ha resucitado Jesús
únicamente en el kerigma y en la liturgia de la Iglesia, o ha resucitado
también en realidad y en la historia? ¿Ha resucitado porque la Iglesia
así lo cree y lo proclama, o ha resucitado y por esto la Iglesia lo
proclama? ¿Ha resucitado Jesús, su persona, o ha resucitado sólo su
causa, en el sentido puramente metafórico, donde resucitar significa la
supervivencia o la reaparición victoriosa de una idea, después de la
muerte de quien la ha propuesto?
La respuesta más autorizada se encuentra ya contenida en el
Evangelio, había sido puesta allá anticipadamente por el Espíritu
Santo: ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!, dicen los apóstoles,
acogiendo a los dos discípulos de Emaús, todavía antes de que éstos
puedan contar su experiencia (cfr. Lc 24, 34). Así pues, ha resucitado
«en realidad», «de verdad» (ontos). Los cristianos orientales han
hecho de esta frase el saludo pascual: «El Señor ha resucitado», al
que se responde: «¡Es verdad! ¡Ha resucitado!»
Veamos, pues, en qué sentido se da una aproximación también
histórica a la resurrección de Jesucristo. No porque alguno de nosotros
todavía no crea o deba ser persuadido por esta vía, sino como dice
Lucas al comienzo de su evangelio «para que podamos darnos cuenta
de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cfr. Lc 1, 4).
Con la pasión y la muerte de Jesús, esa luz que se había ido
encendiendo en el alma de los discípulos no resiste la prueba de su
trágico fin. La más total oscuridad lo cubre todo. Se había estado muy
cerca de reconocerlo como el enviado de Dios, como alguien que era
más que todos los profetas. Ahora ya no se sabe qué pensar. El
estado de ánimo de los discípulos nos es descrito por Lucas en el
episodio de los dos discípulos de Emaús: Nosotros esperábamos que
seria él... pero llevamos ya tres días desde que esto pasó (Lc 24, 21).
Nos encontramos en un punto muerto de la fe. El caso Jesús es
considerado cerrado.
Ahora -siempre en calidad de historiadores- trasladémonos a algún
año después. ¿Qué vemos? Un grupo de hombres -el mismo que había
estado con Jesús- que, de viva voz y por escrito, proclama que Jesús
de Nazaret es el Mestas, el Señor, el Hijo de Dios; que él está vivo y
que vendrá a juzgar el mundo. El caso Jesús no sólo queda abierto de
nuevo, sino que en un breve período de tiempo alcanza una dimensión
increíblemente profunda y universal. Aquel hombre interesa no sólo al
pueblo judío, sino a los hombres de todos los tiempos. La piedra que
desecharon los arquitectos -dice san Pedro- es ahora la piedra angular
( I P 2, 4), esto es, principio de una nueva humanidad. De ahora en
adelante, ya no hay ningún otro nombre dado a los hombres bajo el
cielo, en el cual sea posible ser salvados, sino el de Jesús de Nazaret
(cfr. Hch 4, 12).
¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que ha determinado un cambio tal
por el que los mismos hombres que antes habían renegado de Jesús o
habían huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias en
nombre de Jesús y, tranquilamente, se dejan apresar, flagelar y matar
por él? Ellos nos dan una respuesta a coro: «¡Ha resucitado!» El último
acto que puede cumplir el historiador, antes de ceder la palabra a la fe,
es verificar esa respuesta: ir también él al sepulcro, como las piadosas
mujeres, para ver cómo están las cosas.
La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido muy
particular. Está al límite de la historia, como esa sutilísima separación
que divide el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo
tiempo. Con ella la historia se abre a lo que está más allá de la historia,
a la escatología. Es por lo tanto, en cierto sentido, la ruptura de la
historia y su superación, del mismo modo que la creación supone su
comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento en sí
mismo no testificable y que desborda nuestras categorías mentales,
que están ligadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y de
hecho, nadie asiste al instante en que Jesús resucita. Nadie puede
decir que ha visto resucitar a Jesús, sino tan sólo que lo ha visto
resucitado. La resurrección, pues, se conoce a posteriori, después.
Exactamente como ocurre con la encarnación en el seno de María. Es
la presencia física del Verbo en María la que demuestra el hecho de su
encarnación; del mismo modo, es la presencia espiritual de Cristo en la
comunidad, hecha visible por las apariciones, la que demuestra que ha
resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano
mencione la resurrección. Tácito, que recuerda también la muerte de
un cierto Cristo en tiempos de Poncio Pilato10, calla la resurrección.
Aquel acontecimiento no tenía relevancia ni sentido, sino para quien
experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad.
¿En qué sentido, entonces, hablamos de una aproximación histórica
a la resurrección? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y
le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: el primero, la
inesperada e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como
para resistir la prueba del martirio; el segundo, la explicación que los
interesados -esto es, los discípulos- nos han dejado de dicha fe. «En el
momento decisivo, cuando Jesús fue capturado y ajusticiado, los
discípulos no nutrían espera alguna de una resurrección. Éstos
huyeron y dieron por concluido el caso Jesús. Algo debió de suceder
entonces, algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical
de su estado de ánimo, sino que los llevó también a una actividad
totalmente nueva y a la fundación de la Iglesia. Este "algo" es el núcleo
histórico de la fe de Pascua»11. Examinemos, ahora el testimonio de
los apóstoles para ver hasta qué punto se nos da con él la posibilidad
de acercarnos al acontecimiento de la resurrección.
El testimonio de san Pablo
El testimonio más antiguo es el de Pablo, y dice así: Porque os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y
luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos
a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron.
Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en
último término se me apareció también a mí, como a un abortivo (I Co
15, 3-8).
La fecha en que fueron escritas estas palabras se puede situar
hacia el 56, o el 57 d. C. Sin embargo, el núcleo central del texto está
constituido por un credo anterior que san Pablo dice haber recibido él
mismo, procedente de otros. Teniendo en cuenta que Pablo recogió
dichas fórmulas inmediatamente después de su conversión, podemos
remontarnos hasta el 35 d. C. aproximadamente, es decir, cinco o seis
años después de la muerte de Cristo. Por tanto, se trata de un
testimonio antiquísimo.
Pero ¿de qué dan testimonio, en concreto, esas fórmulas? De dos
hechos fundamentales: que «fue resucitado» y que «se apareció».
Fue resucitado (en griego, egergetai), en el sentido de «se
despertó», «resucitó», o en pasiva, «fue despertado», «fue
resucitado», por Dios Padre se entiende. Son ciertamente medios
expresivos inadecuados. Cristo, en efecto, no resucitó volviendo atrás,
a su vida primera, como Lázaro, para volver a morir de nuevo; sino que
resucitó hacia adelante, en el nuevo mundo; resucitó a la vida nueva
según el Espíritu. Se trata de algo que no tiene analogía en la
experiencia humana y, por tanto, debe ser expresado con términos
impropios o figurados. La resurrección de Cristo es algo
completamente distinto de todas las demás resurrecciones de muertos
conocidas, incluidas las que fueron realizadas por Jesús mismo durante
su vida; éstas son sólo un aplazamiento, o un retraso de la muerte. En
cambio, la resurrección de Jesús es la victoria definitiva e irreversible
sobre la muerte.
Se apareció (en griego, ophthe), en el sentido de «se mostró», fue
hecho visible por Dios. De este término sólo se puede deducir que los
testimonios están convencidos de la identidad entre el crucificado que
dejaron en el Gólgota y aquel que se apareció después. Se trata de
una experiencia muy fuerte y concreta, por la que «no pueden dejar de
hablar» (Hch 4, 20). Quien la ha realizado está seguro de haber
encontrado personalmente a Jesús de Nazaret, no a un fantasma.
Pablo dice que algunos todavía viven, remitiendo así tácitamente a
éstos al lector que quisiera asegurarse de ello. La experiencia hecha
por los demás, es confirmada por la propia experiencia: «se me
apareció también a mí».
El testimonio de los evangelios
Los relatos evangélicos reflejan una fase ulterior de la reflexión de la
Iglesia, con algunas divergencias redaccionales y con intenciones
apologéticas. Sin embargo, el núcleo central del testimonio permanece
inmutable: El Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A esto se
añade un elemento nuevo: el sepulcro vacío. Juan descubre en él una
prueba casi fisica de la resurrección de Jesús (Jn 20, 3ss.): las vendas
por el suelo y el sudario plegado aparte, como si el cuerpo se hubiera
volatilizado. El hecho del sepulcro vacío podía tener distintas
explicaciones y nunca constituyó la base de la fe en la resurrección.
Más tarde, cuando se debió afrontar la versión del robo del cadáver de
Jesús que pusieron en circulación sus enemigos, se introdujeron
algunos elementos nuevos como apoyo del hecho: los ángeles y la
historia de los guardias que fueron corrompidos por los jefes de los
judíos.
También para los evangelios el hecho decisivo sigue siendo el de
las apariciones. Sin embargo, las apariciones dan testimonio también
de la nueva dimensión del Resucitado, de su modo de ser «según el
Espíritu», que es nuevo y distinto, respecto al modo de ser anterior,
«según la carne». Por ejemplo, él no puede ser reconocido por
cualquiera que lo vea, sino sólo por aquel a quien él mismo se da a
conocer. Su corporeidad es distinta de la de antes. Está libre de las
leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas; aparece y
desaparece. ¿Dónde estaba Jesús cuando desaparecía y de dónde
volvía a aparecer? Para nosotros es un misterio, como también son un
misterio sus comidas después de la resurrección. Carecemos de
cualquier experiencia de ese mundo futuro, en donde él ha entrado,
para poder hablar de ello.
La resurrección, ¿acontecimiento objetivo o tan sólo subjetivo?
Una explicación distinta de la resurrección, que fue propuesta
nuevamente no hace demasiado tiempo por R. Bultmann, es que se
trató de visiones psicógenas; es decir, de fenómenos subjetivos. Pero
esto, si fuera verdad, constituiría un milagro no menor que el que no se
estaba dispuesto a admitir. Supone, en efecto, que personas distintas,
en situaciones y lugares distintos, hayan tenido todas la misma
impresión, o alucinación. Los discípulos no pudieron equivocarse: eran
gente concreta, pescadores, nada propensos a tener visiones. Al
principio no creen; Jesús debe casi vencer su resistencia: «lentos de
corazón». Ni tampoco tendrían la intención de querer engañar a los
demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido ellos
mismos los primeros en ser y sentirse engañados por Jesús. Si él no
hubiera resucitado ¿por qué razón habría que afrontar las
persecuciones y la muerte por él?
Sobre la base de la teoría de la desmitificación, ha sido planteada
esta objeción de fondo al hecho de la resurrección, tal como se narra
en los testimonios de entonces: Este hecho -se dice- refleja el modo de
pensar y de representar el mundo de una época precientífica, que
concibe el universo como formado en planos superpuestos -el de Dios,
el del hombre y el de los infiernos- con la posibilidad de pasar de uno a
otro. Este planteamiento supondría una concepción mítica del mundo
que hoy debería ser superada. La desmitificación ha tenido su parte de
verdad y de utilidad, pero no se puede aplicar al caso específico de la
resurrección como se ha hecho. La resurrección de la muerte, tal como
la entienden los Evangelios (esto es, en cuerpo y alma), contrastaba
claramente con la concepción antigua del mundo -de modo especial en
el ámbito griego; del mismo modo que contrasta con nuestra
concepción del mundo en la actualidad. Por esto, si los apóstoles la
defendieron tan tenazmente no es porque fuera conforme a las
representaciones de su tiempo, sino porque era conforme a la verdad.
Por otra parte, también es fácil demostrar la incoherencia de la
explicación dada por Bultmann en el marco de aquella teoría. Este
autor admitía que Dios había intervenido en el caso de Jesucristo,
avalando su causa. Parece claro, pues, que de algún modo Dios ha
obrado milagrosamente en Jesús de Nazaret. Pero si ha obrado
milagrosamente, ¿qué diferencia hay en admitir que se haya tratado de
una verdadera resunrección y de apariciones verdaderas, en vez de
hechos interiores y puramente visuales? ¿Qué necesidad tenía Dios de
recurrir a un milagro aparente, pudiendo hacer uno real?
La verdad es que en el trasfondo de la negación de la realidad o
historicidad de la resurrección se sobreentiende la negación de la
realidad de la encarnación. Para Bultmann la fónmula: «Cristo es Dios»
es falsa en cualquier sentido si Dios es considerado como ser
objetivable; es correcta si se entiende como el «acontecimiento de la
actuación divina»12. Pero si no es objetiva la encarnación, está claro
que tampoco puede serlo la resurrección. El problema está, pues, en la
misma base. Toda la diatriba en torno a la realidad de la resurrección
se basa en un equívoco. El verdadero problema es la divinidad de
Cristo. Se trata de saber quién es Jesucristo. Los que niegan la
realidad de la resunrección son coherentes consigo mismos, aunque
no sean coherentes con la Escritura ni con el dogma. Los mismos
argumentos que se hacen valer contra la posibilidad de la
resunrección, actuaban también contra la encarnación. Los padres de
la Iglesia no se equivocaban al aproximar estrechamente la
encarnación y la resurrección, demostrando una con la otra. Del mismo
modo que la presencia corporal del Verbo en el seno de Mana
demuestra la encarnación, así también la presencia espiritual de Cristo
en la comunidad postpascual, hecha visible por las apariciones,
demuestra su resunrección. Como el Verbo entró en el mundo sin
violar la virginidad de la madre, así entró en el cenáculo con las
puertas cerradas. ¿Se puede admitir una encarnación real y una unión
hipostática como las definidas por los antiguos concilios y profesadas
por los cristianos en su credo para negar después la resurrección? El
desmoronamiento de la fe, en este caso, no se queda sólo en la
encarnación, sino que quita de en medio inexorablemente incluso la
Trinidad, porque nosotros no conocemos al Hijo sino en virtud de la
encarnación.
Negado el carácter histórico, es decir el carácter objetivo y no sólo
subjetivo, de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe, se
convierte en un misterio más inexplicable aún que la resunrección
misma. El mismo autor que niega toda relevancia al Jesús histórico y
hace depender todo el cristianismo de la experiencia pascual de los
apóstoles, trivializa después esta experiencia pascual, haciendo de ella
un hecho interior más o menos visionario. Se ha apuntado, justamente:
«La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea
como una enonme pirámide puesta en vilo sobre un hecho
insignificante, es ciertamente menos creíble que la afinmación de que
el acontecimiento en su conjunto -esto es, el dato de hecho más el
significado inherente al mismo- haya ocupado realmente un lugar en la
historia paragonable al que le atribuye el Nuevo Testamento»13.
¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a
propósito de la resunrección? Podemos verlo en las palabras de los
discípulos de Emaús: Algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron
al sepulcro de Jesús y vieron que todo estaba como habían contado
las mujeres, que fueron antes que ellos, «pero a él no lo vieron».
También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar
que todo está como dijeron los testigos. Pero a él, al Resucitado, no lo
ve. No es suficiente la constatación histórica, hay que ver al Resucitado
y esto no lo puede ofrecer la historia, sino sólo la fe14. Por otro lado,
les sucedió lo mismo a los testigos de aquellos tiempos. También para
ellos fue necesario dar un salto. De las apariciones y, quizá, del
sepulcro vacío que son hechos históricos, llegaron a la afirmación:
«Dios lo ha resucitado», que es una afirmación de fe. Y, en cuanto
afirmación de fe, más que una conquista es un don. Y de hecho vemos
en el Evangelio que no todos ven al Resucitado, sino sólo aquellos a
quienes él se da a conocer. Los discípulos de Emaús habían caminado
con él sin reconocerlo hasta que, cuando él quiso y cuando sus
corazones estaban preparados para acoger la gracia, «se les abrieron
los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 30).
4. La resurrección de Cristo: aproximación de fe
La resurrección de Cristo es como la cima de una montaña desde la
que se ven las dos vertientes: por una parte, mira hacia la historia y
conduce a la historia; por la otra, mira hacia la fe y conduce a la fe.
Descendamos ahora por la parte opuesta a la que hemos venido;
sigamos la vertiente de la fe. Al pasar de la historia a la fe, cambia
también el modo de hablar de la resurrección, el tono y el lenguaje. No
se aducen pruebas, confirmaciones; no es necesario, porque la voz del
Espíritu crea directamente la certeza del corazón. Es un lenguaje
asertivo, apodíctico. Cristo resucitó de entre los muertos (1 Co 15, 20),
dice Pablo. Nos encontramos aquí en el plano de la fe, no ya en el de
la demostración. Es el kerigma. Scimus Christum surrexisse a mortius
vere (Sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente), canta la
liturgia el día de Pascua. También éste es un lenguaje de fe. No sólo
creemos, sino que habiendo creído, sabemos que es así, estamos
seguros de ello. Se trata de una certeza que no es de la misma
naturaleza que la histórica, pero que es más poderosa porque se
fundamenta en Dios. Sólo el incrédulo o el agnóstico puede considerar
que esto es una forma orgullosa de hablar; una forma de hablar de
quien se cree en posesión de la verdad y ni siquiera acepta discutir. En
realidad, es el lenguaje de quien se ha sometido hasta el fondo,
realizando lo que san Pablo llama «la obediencia de la fe».
J/RS/FE-AGUSTIN: La importancia de la resurrección de Cristo para
la fe es tal que, sin ella dice san Pablo-, nuestra fe sería «vana»; es
decir, estaría en el aire, no tendría fundamento histórico (1 Co 15, 14).
Creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesucristo (Rm
4, 24). Se comprende así por qué san Agustín puede decir que «la fe
de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo». Todos
creen que Cristo ha muerto, también los paganos; pero sólo los
cristianos creen que ha resucitado, y no es cristiano quien no lo cree
15.
Significado apologético de la resurrección
¿Pero qué es la resurrección, considerada desde el punto de vista
de la fe? Es el testimonio de Dios sobre Jesucristo. Leamos el primer
sermón sobre la resurrección, el que Pedro pronunció ante el pueblo
de Jerusalén, inmediatamente después de Pentecostés: Varones de
Israel, escuchad estas palabras: A Jesús nazareno, varón acreditado
por Dios ante vosotros con virtudes, prodigios y señales... lo matasteis
crucificándole por manos de malvados. Al cual Dios ha resucitado... de
lo cual somos testigos todos nosotros (Hch 2, 22-32).
Vemos aquí expresado un concepto de testimonio: el que los
apóstoles dan de la resurrección de Jesucristo. Todo el Nuevo
Testamento está lleno de él. Pero este texto contiene también otro
testimonio: el que Dios ha dado de Jesucristo resucitándolo. Dios, que
ya en vida había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios, pone
ahora un sello definitivo a su reconocimiento: lo ha resucitado. San
Pablo lo formula de este modo en el discurso de Atenas: Dios ha dado
a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos (Hch 17, 31).
¿Pero «garantía» de qué exactamente? De la verdad de Cristo Jesús,
esto es, de la autenticidad de su persona y de su misión. Dios se hace
garante de que Jesús de Nazaret es verdaderamente quien había
dicho que era. La resurrección es el «Sí» poderoso de Dios, su
«Amén» pronunciado a la vida de Jesús.
MU/TTNO-INSUFICIENTE: ¿No era ya la muerte de Cristo en sí
misma un testimonio suficiente? No. La muerte no es suficiente para
dar testimonio de la verdad de su causa. Muchos hombres han muerto
en la tierra por causas equivocadas, incluso por causas inicuas. La
muerte de cada uno de ellos no ha hecho verdadera su causa;
solamente ha dado testimonio de que creían en la verdad de esa
causa. «El solemne testimonio que Jesucristo rindió ante Poncio Pilato»
(1 Tm 6, 13) no es, pues, el testimonio de su verdad; es sólo testimonio
de su amor; un testimonio supremo, ya que «nadie tiene mayor amor
que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
La resurrección sólo constituye, pues, el sello de la autenticidad
divina de Cristo. Por eso el mismo Jesús la indicó como el signo por
excelencia. A quien le pedía un signo, Jesús le respondió: Destruid
este templo y en tres días lo levantaré (/Jn/02/18s). Tiene razón Pablo
al edificar sobre el cimiento de la resurrección todo el edificio de la fe:
Si Cristo no resucitó, nuestra predicación es vana y también es vana
nuestra fe. Y así somosfalsos testigos de Dios... somos los más
desdichados de todos los hombres ( I Co 15, 14-15. 19).
Pero, concretamente, ¿qué testimonio da de Cristo el hecho de su
resurrección? En primer lugar, da testimonio de la persona y de la obra
terrena de Jesús: del Jesús histórico. Es testimonio de ese Jesús de
Nazaret que «había pasado haciendo el bien y curando a todos», el
mismo que los hombres mataron clavándolo en una cruz y que Dios
resucitó al tercer día (Hch 10, 38ss.). En la cruz el Padre parecía haber
desautorizado a Jesús, hasta arrancarle aquel grito de angustia: «Dios
mio, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»; pero ahora,
resucitándolo, el Padre demuestra identificarse con el crucificado y con
su causa. Desde ese momento, sólo será posible ver al crucificado «en
la gloria del Padre» y contemplar la gloria del Padre en el rostro del
crucificado. La resurrección es, pues, como un faro enfocado más allá
de la Pascua, sobre la vida tenrena de Jesús. A su luz los discípulos
han recordado, comprendido y fijado las palabras y los gestos
realizados por Jesús; sobre todo ese último gesto misterioso, cuando
tomó el pan, lo partió y les dijo: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo
entregado por vosotros».
La resurrección eleva a un estado nuevo las mismas palabras
pronunciadas en vida por Jesús y recogidas en el Evangelio,
sustrayéndolas a su tiempo histórico y elevándolas a la categoría de
absoluto universal. Ya no se trata sólo de una enseñanza sapiencial o
profética, sino que aparecen tal como son: «palabras que no pasan»,
Palabra de Dios. Jesús había proclamado durante su vida: «El reino de
Dios está cerca». Éste había sido el centro de su mensaje, el corazón
de su anuncio. La resunrección nos da testimonio de que no se ha
equivocado: con Jesucristo, muerto y resucitado, ha llegado el reino de
Dios. El fin ya ha empezado; poco importa cuándo se concluirá, si
dentro de pocos años como pensaron los primeros testigos, o dentro
de miles de millones de años.
Significado mistérico de la resurrección
Pero la resurrección, contemplada desde el punto de vista de la fe
no es sólo esto. A este significado que podríamos llamar apologético,
que tiende a establecer la autenticidad de la misión de Cristo y la
legitimidad de su pretensión divina, hay que añadir otro significado que
podríamos llamar mistérico o salvífico que sólo recientemente ha
recibido la atención que merece. La resurrección no prueba sólo la
verdad del cristianismo, sino que fundamenta también la realidad
cristiana. Es parte integrante del misterio de la salvación.
Para algunos la resurrección no marcaría nueva y real intervención
de Dios en la historia, distinta de la cruz. Su significado salvífico se
reduciría por ello tan sólo a poner en evidencia el significado de la cruz
(así R. Bultmann). Pero, ciertamente, esto no es suficiente. San Pablo
pone de manifiesto el significado específico de la resurrección cuando
de ella hace derivar la misma justificación (cfr. Rm 4, 25) y la remisión
de los pecados (1 Co 15, 17). No se trata sólo de ejemplaridad, en el
sentido de que la muerte y resurrección de Cristo son el modelo, el
paradigma de la muerte al pecado y de la vida nueva en Dios y de
nuestra misma muerte y resurrección. El esquema: como Cristo, así
también nosotros (cfr. Rm 6, 4), significa también: Dado que Cristo, por
esto también nosotros. Dado que Cristo ha muerto, nosotros hemos
muerto al pecado; dado que Cristo ha resucitado, nosotros podemos
caminar en la novedad de vida. Cristo ha resucitado para nuestra
justificación, es decir, para causarla y no sólo para revelarla. San
Agustín ha expresado todo esto de forma perfecta, vinculándolo
justamente al acto de fe en la resurrección: «El Señor pasó, por la
pasión, de la muerte a la vida, y se hizo camino a los creyentes en su
resurrección para que nosotros pasemos igualmente de la muerte a la
vida»16. Con esto, Agustín no hace más que recoger la enseñanza de
Pablo: Si crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos,
serás salvado. (Rm 10, 9).
RS/PENT: Es significativo el hecho de que tan sólo después de la
resurrección Jesús llame a sus discípulos «hermanos»: Ve a mis
hermanos y diles: «Subo a Ni Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17). Ya
no dice tan sólo siervos, o amigos (cfr. Jn 15, 15). No se avergüenza de
llamarles hermanos porque «el que santifica y los que son santificados,
todos son de uno» (Hb 2, 11-12). Desde la encarnación teníamos en
común con Cristo «la misma carne»; a partir de la resurrección
tenemos en común con él también «el mismo Espíritu». En efecto, con
la resurrección, Jesús se ha convertido en «espíritu que da vida» (1 Co
15, 45).
Conclusión: una fe más pura
Todo esto que se ha dicho, no hace sino reafirmar, en términos más
modernos, la fe tradicional de la Iglesia acerca de la resurrección. ¿Ha
sido entonces inútil toda la discusión reciente suscitada por la critica
racionalista y por la teoría de la desmitificación? La respuesta es
claramente negativa. Esta discusión ha llevado consigo una
purificación de la fe, purificación que era necesaria para poder ser de
nuevo propuesta en la actualidad. Ha liberado la creencia en la
resurrección de representaciones algunas veces burdas y falsamente
apologéticas. Para acentuar la realidad y la historicidad de la
resurrección, a menudo se había acabado por hacer de ella un
acontecimiento intramundano, constatable; un hecho experimental, más
que un hecho de fe. Mientras que de la resurrección, igual que de la
divinidad de Cristo, no se tiene conocimiento directo, sino sólo
indirecto; precisamente mediante el salto de la fe. Toda esta critica nos
ayuda a ser más sobrios en la fe, más humildes y más silenciosos ante
lo divino y lo inefable. Ha hecho que nuestra fe esté más desnuda, y
por ello más pura; como una especie de «noche oscura del alma», a
través de la cual ha pasado y debe pasar la fe de toda la Iglesia.
Pero la utilidad no sólo ha sido negativa. Hay una extraordinaria
carga de consolación en la afirmación de que Jesús ha resucitado en el
«kerigma», una vez que hemos establecido que ha resucitado también
en la historia. Si Cristo resucita en el kerigma, es decir, en el momento
en que es proclamado con fe por la Iglesia, podemos decir que está
resucitando continuamente; es aquel que siempre resucita. Él quiere
resucitar también en esta Pascua y espera que nosotros lo hagamos
resucitar, predicando su resurrección, y predicándola «en el Espíritu».
Jesús ha resucitado, quizás ahora mismo y aquí, en medio de
nosotros, y dichosos aquellos que puedan decir alguna vez como san
Pablo: «Se me apareció también a mí» (I Co 15, 8).
RANIERO
CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
EDICEP. VALENCIA 1997
........................
* Esta meditación -al igual que todas las que contiene este libro- fue
pronunciada por primera vez en la Casa Pontificia, en presencia del Papa.
1. Cfr. Confesiones. VIl, 16; Xl, 9.
2. La nuit de Pâques, en Oeuvre poetique, París 1967, 826.
3. Chronicon Paschale, ed. L. Dindorf, Bonn 1832, vol. 1, 424.
4. RUPERTO DE DEUTZ, De divinis officiis, 6, 26; CCLM 7, 1967, 207.
5. Cfr. SAN MÁXIMO DE TURIN, Ser. 54 1; CCL 23, 218; PS. AGUSTÍN Ser.
Caillau-St. Yves I, 30; PLS II, 962.
6. SAN AGUSTIN, Enarr. Ps. 120, 6; CCL 40, 1791.
7. SAN AGUSTiN, Catc. red. 23, 41, 3; PL 40, 340.
8. SAN AGUSTÍN, Ser. Denis 7; Misc. Ag. 1. 32.
9. SAN AGUSTIN, Enarr. Ps. 120, 6; CCL 40, 1791.
10. TÁCITO, Anales. 25.
11. M. DIBELIUS, lesus. Berlin 1966. 117.
12. Cfr. R. BULTMANN, Glauben und Verstehen, II, Tubinga 1938, 258.
13. C. H DODD, Storia de Evangelo, Brescia 1976, 87.
14. Cfr. S. KIERKEGAARD, Diario, X, 4A 523.
15. Cfr. SAN AGUSTÍN. Enarr. Ps. 120. 6: CCL 40. 1791.
16. SAN AGUSTIN, Enarr. Ps. 120, 6; CCL 40. 1791.