TEORÍA DE LA MUSICA

Hagamos intervenir aquí una noción griega: la de la música teórica. El canto no está considerado como la música verdadera, que es una ciencia al nivel de los estudios más superiores. Desde entonces se abre un foso: a un lado están los cantores tradicionales, que graban en la memoria y transmiten los textos importantes pero que ignoran la teoría musical; al otro lado están los sabios, para quienes esta ciencia forma parte del trivium (gramática, retórica y dialéctica), ciencia del lenguaje en el que la música analiza el ritmo verbal, o del cuadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía), ciencia matemática y física que realiza el análisis acústico de los sonidos. Los cristianos de los primeros siglos conocieron ambos aspectos, pero solo la música formaba parte de los estudios, transmitiéndose el cantus instintivo con los textos. La música no es más que la sierva de la filosofía, una de las disciplinas que forman el pensamiento; no es una finalidad en sí. Esta es la razón por la que ningún sabio cristiano de los primeros siglos escriba aún de música.
San Agustín (354-430), consignando en tratados el conjunto del saber de su época, además de dar reglas para la vida monástica (regla de San Agustín), nos lega el primer "De música" cristiano. Aunque incompleta, solo trata el ritmo, esta obra da impulso a la música cristiana. Después del ejemplo del maestro, es posible estudiar la música. Poco a poco se relacionar con la ciencia del cantus. Todo ello exigió tiempo. Agustín escribía a fines del siglo IV, y habrá que esperar hasta el 850 la obra de Aureliano de Regomé, el primer clérigo erudito, que conociendo el cantus, empieza a confrontar los dos aspectos de su saber: práctica y teoría.

LOS CANTUS

Las condiciones del desarrollo del canto llano se muestran pues alejadas de lo que podríamos llamar pura corriente musical. La propia naturaleza de esta música se opone a ello. No se compone; se reproduce tal como se ha recibido. No se trata de invención artística, sino de la reproducción fiel de un prototipo al que son atribuidas virtudes de eficacia altamente respetables. No debe cambiarse ni una sola nota. Sin embargo, hay que notar que la transmisión ha podido causar graves transformaciones. Ya San Ireneo se quejaba en Lion de olvidar el griego. Puede pensarse que las melodías no han debido de sobrevivir mucho más tiempo que la misma lengua. Tampoco es posible, salvo en raros casos, hablar de focos de música. Por ejemplo, no puede establecerse comparación entre el Milán de San Ambrosio y una ciudad actual como Salzburgo, y téngase en cuenta que Milán fue el teatro de una reforma puesto que San Ambrosio impuso allí las costumbres orientales (rito ambrosiano).
En la Iglesia primitiva se practicaron varios géneros de canto. La lectura de los testamentos impone la cantilación siempre presente incluso en los cultos no cristianos. Después es seguro que hubo salmodia, es decir, canto de los salmos. Se duda sobre su forma melódica precisa, pero se sabe que los versículos se cantaban con la misma melodía, ya sea alternando entre dos grupos, ya sea sin alternancia, o con la respuesta consistente en una aclamación del auditorio: es el canto responsorial, que se presiente en la carta de Plinio el Joven (61-113)Carmen secum in vicem del año 110.
Cien años más tarde, Hipólito de Roma (m. h. 235) indica que los fieles responden con un aleluya al canto del salmo hecho por el diácono. Una fórmula se repite a menudo: los escritores mencionan a los cristianos que cantan salmos, cánticos e himnos. No puede tomarse esta expresión como una descripción precisa. Es un comodín bíblico. Los cánticos, sin embargo, son ciertos pasajes bíblicos destinados a ser cantados y poseen la misma expresión que los salmos. Actualmente los conocemos todavía.
La cuestión de los himnos es delicada. Según una antigua expresión, el himno es esencialmente un canto; un canto de alabanza y de alabanza dirigida a Dios o a un dios. Si uno de estos elementos falta, no hay himno. Al tomar este sentido, la palabra incluye también los salmos y los cánticos, de los que algunos cumplen las tres condiciones. De todos modos, no se designa el himno tal como lo entendemos en la actualidad, como una composición estrófica sin estribillo cantada sobre una melodía popular y que aparece con San Ambrosio.
El conjunto, ciertamente, era muy simple. El secreto, la discreción, estaban impuestas por las circunstancias. Un solo caso escapa a este silencio: el de la devoción a las tumbas. En realidad esta devoción no era esencialmente cristiana y recibió a menudo censuras de la jerarquía. ¨Quienes cantaban pues en esta iglesia?. El sacerdote celebrante cantaba seguramente sus oraciones improvisadas como las del actual prefacio de la misa. Aparte se encuentra el lector que se encarga de la lectura pública con declamación melódica de las epístolas, evangelios y salmos. Su función lo convierte en maestro y se encuentran frecuentes alusiones a los salmos que enseña a la concurrencia. El cantor no aparece hasta más tarde y por vez primera en los cánones del Concilio de Laodicea (343-381). Único entonces en el templo y solo en su púlpito, es canónicamente designado por la jerarquía y no agrupa a su alrededor una numerosa schola como se suele creer. La schola no aparece en Occidente hasta terminado el siglo VII. Se puede creer que el cantor no ha formado parte siempre del clero. No está citado entre los diferentes órdenes que conducen al sacerdocio, y si se le nombra es para indicar que los lectores y los cantores no están comprendidos en el clero sujeto al celibato (Concilio de Venecia, 463). Este cantor es el intérprete de la muchedumbre, quien probablemente responde a sus cantos como a las invocaciones del sacerdote con cortas aclamaciones del tipo Kyrie Eleisson.
A causa de la clandestinidad de la Iglesia hasta el siglo IV, la unidad de los principios litúrgicos y de los detalles que hoy nos son familiares, no pueden encontrarse ni en la liturgia ni en lo que se desprende de los cantos. Los jefes de las comunidades eran libres de improvisar en muchos casos, lo cual motivó diferencias entre las iglesias locales e incluso muchas herejías. A partir de la libertad de la Iglesia, la orientación cambia. Occidente tenderá a una unificación progresiva, mientras que Oriente continúa con sus costumbres locales como en el pasado. Así pues, encontramos actualmente numerosos ritos en Oriente, mientras que en Occidente el Gregoriano ha conquistado lentamente Europa.
A pesar de los cambios frecuentes y de las recíprocas influencias, no debe sorprender la total separación que se producir en el siglo XI entre dos mundos tan diferentemente construídos. La clave de la unión occidental era Roma, pero la obra fue lenta. En principio se necesitó una cierta diversidad. Se constituyeron grupos locales que dejaron sentir apenas su existencia en el siglo IV. Poco tiempo después, el Papa se encuentra enfrentado a un grupo milanés, a un grupo hispánico, a los celtas irreductibles en Irlanda, a los galos apegados a su rito y todos se obstinan y defienden su personalidad. Estos grupos se dibujan en el período que se extiende del siglo IV al VIII y serán asimilados progresivamente por Roma: Galia en el siglo VIII; Hispania no lo será hasta el siglo XI. Los celtas, evangelizados desde el siglo VI por los desvelos de San Gregorio, no renunciarán más que muy lentamente a sus anteriores ritos, y Milán conserva aún los suyos
En el centro mismo del rito romano se destaca la liturgia monástica hoy todavía conforme al esquema de San Benito (orden benedictina), anterior al Gregoriano. Las restantes divergencias se allanan en el siglo XVI, después de las decisiones del concilio de Trento en 1563. La iglesia de Occidente debía adoptar pues los libros romanos. Los ritos monásticos escapaban a esta orden y las ciudades capaces de demostrar que sus costumbres tenían más de doscientos años de existencia, podrían solicitar conservarlas. Por razones prácticas, el clero optó por los libros impresos garantizados por Roma. Solamente Toledo, Milán, Braga y Lion pidieron conservar sus ritos anteriores. Estas consideraciones valen para la música estrechamente ligada al texto, y m s aún por estar admitido en la Edad Media que cada iglesia confeccionase, según su propio criterio, la selección de textos. No se trataba de introducir novedades. La elección se ejercía entre las obras cl sicas y conocidas tales como la lista de los aleluyas de Pentecostés o la de los graduales. Excepcionalmente algunas piezas propias de cada iglesia se destinaban a las fiestas locales. Cualquiera que fuese su lugar en el año litúrgico, la música de una obra cambiaba poco. La lista de variantes es particular y no coincide con las de los neumas (signos gr ficos musicales sin representación de sistema de notación musical), o de las variantes de los textos.
Los primeros síntomas de la unificación se hacen sentir a partir del siglo IV. La liturgia entonces se hace abundante y se dirige a una muchedumbre numerosa. Debe vigilarse su contenido. Cada Papa va a redactar una liturgia anual: la cantilena circuli anni que a nuestros ojos no responde al título, pues las obras para cantar figuran allí desprovistas de toda configuración musical. Alguna de estas redacciones son célebres. El Sacramentario Leoniano obra de San León (440-461), y el gelasiano, obra de San Gelasio (492-496). Estos constituyen también grandes etapas. Ninguna tuvo la suerte del Gregoriano. La obra de San Gregorio (590-604), adopta textos anteriores, incluye nuevas aportaciones, y no ha sido redactada en la forma en que nos ha llegado. Pero es esta forma precisa la que se ha impuesto y la que ha dado su nombre al canto que implícitamente lleva consigo y que seguramente nada o poco debe a San Gregorio.
La doble historia del texto y de la música, es difícil para el período que va desde los años 600 a 750. El gelasiano se había extendido mucho y el Gregoriano tuvo que agregársele. Además, en esta época, parece que Roma conoce otras costumbres: el viejo canto romano, del que se dice que es el antecesor del Gregoriano, y sobre cuyo tema se discute todavía. Una de las costumbres pudo ser la de la curia romana y otra la de las iglesias de la ciudad. Nada es seguro. El viejo canto romano, de todas formas, solo está representado por algunos libros y por restos en la liturgia. Su aspecto lo muestra menos sutil que el Gregoriano, pero más prolijo y más arcaico.