CAPÍTULO II

«NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO»
(Rom. 12,2)

La Iglesia y el discernimiento de algunas tendencias
de la teología moral actual

Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tit. 2,1)

28. La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha permitido recoger los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Aquéllos son: la subordinación del hombre y de su obrar a Dios, aquel que «sólo El es bueno»; la relación entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna, el seguimiento de Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral de la «nueva criatura» (cf. 2 Cor 5, 17).

La Iglesia, en su reflexión moral, siempre ha tenido presente las palabras que Jesús dirigió al joven rico. En efecto, la Sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha recordado el Concilio Vaticano II: «El Evangelio (es)... fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta». La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1 Tes 4, 1), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo al que se ha dado en el ámbito de las verdades de fe. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo que la guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13), no ha dejado, ni puede dejar nunca de escrutar el «misterio del Verbo encarnado», pues sólo en él «se esclarece el misterio del hombre».

29. La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, el «Maestro bueno», se ha desarrollado también en la forma específica de la ciencia teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología moral es una reflexión que concierne la «moralidad», o sea, el bien y el mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en Aquel que «sólo El es bueno» y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina.

El Concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner «una atención especial en perfeccionar la teología moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la Sagrada Escritura, ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el amor para la vida del mundo». El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica, y «a buscar continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades, y otra el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado». De ahí la ulterior invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera particular a los teólogos: «Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la cultura».

El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más adecuada a la sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia y particularmente los Obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acogen con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (cf. Prov 1, 7).

Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas postconciliares se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la«doctrina sana» (2 Tim 4, 3). Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico particular y menos filosófico, sino que, para «custodiar celosamente y explicar fielmente» la palabra de Dios, tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico y de algunas afirmaciones filosóficas con la verdad revelada.

30. Al dirigirme con esta Encíclica a vosotros, Hermanos en el Episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?».

Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios? ¿cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre? ¿cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del Evangelio hizo a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a «hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo lo que él ha mandado» (cf. Mt 28, 19-20), la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Esta tiene una luz y una fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y complejas. Esta misma luz y fuerza interpelan a la Iglesia a desarrollar constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito interdisciplinar, y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos problemas.

Es siempre bajo esta misma luz y fuerza que el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Manifestación y por su Reino: Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio» (/2Tm/04/01-05; cf. /Tt/01/10/13-14).

«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn. 8, 32)

31. Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.

No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente viva sobre la libertad. «Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como constataba ya la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. De ahí la reivindicación de la posibilidad para que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber». En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto.

De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a la luz de la fe.

32. En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.

Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.

Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia, entre naturaleza y libertad.

33. Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de «ciencias humanas», han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la libertad humana.

Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral.

34. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» La pregunta moral, a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad: «El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad». Pero, ¿qué libertad? El Concilio -frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y que la «buscan ardientemente» pero que «a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»-, presenta la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios 'dejar al hombre en manos de su propia decisión' (cf. Eclo 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la plena y feliz perfección». Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida. En este sentido el Cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia afirmaba con decisión: «La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes».

Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas ahora aludidas, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad.

Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias, -capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores-, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).