CAPÍTULO I
«MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO?»
(Mt. 19, 16)

Cristo y la respuesta a la moral

«Se le acercó uno» (Mt. 19, 16)

6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su Evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: «Se le acercó uno y le dijo: «Maestro,¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». El le dijo:«¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». «¿Cuáles?» le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». Dícele el joven: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?». Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme«» (/Mt/19/16-21).

7.«Se le acercó uno...». En el joven, que el Evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo, Redentor del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el Concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo, única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.

Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella «desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida».

«Maestro ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt. 19, 16)

8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. El es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva»(Mc 1, 15).

Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de El la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. El es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto,«el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes-, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser, debe 'apropiarse' y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo».

Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del Evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por El. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.

«Uno sólo es el Bueno» (Mt. 19, 17)

9. Jesús dice: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta viene formulada así: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (/Mc/10/18; cf. /Lc/18/19).

Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor -y a todos nosotros- que la respuesta a la pregunta,«¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón a Aquel que «solo es el Bueno»: «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien.

En efecto, interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es en realidad una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: Aquél que sólo es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente» (cf. Mt 22, 37), Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.

10. La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser «alabanza de la gloria» de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios -escribe san Ambrosio-. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Cor 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti...».

Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3). En las «diez palabras» de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como Aquél que «solo es bueno»; como Aquél que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el «modelo» del obrar moral, según su misma llamada: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19, 2); como Aquél que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: «Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lev 26, 12).

La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos» (Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: «Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad».

11. La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con El practicando la justicia y amando la piedad (cf. Miq 6, 8). Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque Dios solo es Aquél que es bueno. Este es el testimonio de la Sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6, 3).

Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra «cumplir» la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a El solo es debida (cf. Mt 4, 10). El «cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la Bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquél que el joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme» (Mt 19, 21).

«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt. 19, 17)

12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque El es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rom 2, 15), la «ley natural». Esta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación». Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las «diez palabras», o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales El fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos», «una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sab 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la Alianza Nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf. Jer 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jer 17, 1). Entonces será dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu de Dios (cf. Ez 36, 24-28).

Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; El mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la Antigua Alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la Nueva Alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como lo afirma Jesús al comienzo del «Sermón de la Montaña» -discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley Nueva (cf. Mt 5-7)-, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del Reino se refiere la expresión «vida eterna», que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).

13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: «¿Cuáles?, le dice él» (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mt 19, 18-19).

Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios». Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rom 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma». En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana».

Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.

Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio.«La primera libertad -dice san Agustín- consiste en estar exentos de crímenes... como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...».

14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o, más aún, separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la Ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: «Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es pues significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).

Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la Cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: «Si alguno dice: 'Amo a Dios', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 3 1-46).

15. En el «Sermón de la Montaña», que constituye la carta magna de la moral evangélica, Jesús dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Cristo es la clave de las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las que dan testimonio de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente y eterno entre la Antigua y la Nueva Alianza. Por su parte, san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que dice: «el fin de la ley es Cristo» (Rom 10, 4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino en cuanto plenitud de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), desde el momento que El no vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Al igual que aunque existe un Antiguo Testamento toda verdad está contenida en el Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es imagen de la verdad».

Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios -en particular, el mandamiento del amor al prójimo-, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio; Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el «cumplimiento» vivo de la Ley ya que El realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; El mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).

«Si quieres ser perfecto» (Mt. 19, 21)

16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).

Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la Montaña de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de espíritu», como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel «bien» que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.

Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la Montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Estas son ante todo promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con El.

17. No sabemos hasta qué punto el joven del Evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»).

La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gál 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (ibid.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rom 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «»Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque« siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón«... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos».

Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu» (Gál 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia «necesidad», y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su «plenitud». Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rom 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».

18. Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación, «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación «ven y sígueme» es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa ulteriormente el sentido de esta perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).

«Ven y sígueme» (Mt. 19, 21)

19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi; en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven: «luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Act 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).

No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquél que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, el Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por tanto imitar al Hijo, que es «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.

20 Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Este es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).

Este «como» indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor, en «su» mandamiento: que se inserte en el movimiento de su donación total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro «bueno», de aquél que ha amado «hasta el extremo». Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).

21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.

Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Cor 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Gál 3, 27): «Felicitémonos y demos gracias -dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos llegado a ser no solamente cristianos sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!». El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rom 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Gál 5, 16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (cf. 1 Cor 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús -según el testimonio dado por Pablo- manda hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (l Cor 11, 26).

«Para Dios todo es posible» (Mt. 19, 26)

22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: «Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: « Entonces, ¿quién se podrá salvar?«» (Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26).

En el mismo capítulo del Evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la Ley mosaica sobre el matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un «principio» más originario y autorizado respecto a la Ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha incapacitado después del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). La apelación al «principio» asusta a los discípulos, que comentan con estas palabras: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús, refiriéndose específicamente al carisma del celibato «por el Reino de los Cielos» (Mt 19, 12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente posibilidad abierta al hombre por la gracia de Dios: «El les dijo: 'No todos entienden este lenguaje, sino aquéllos a quienes se les ha concedido'» (Mt 19, 11).

Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer «fruto» (cf. Gál 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). San Agustín se pregunta:«¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde:«Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos».

23. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva). El reconoce la función pedagógica de la Ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos hechos justos (cf. Rom 3, 28): la «justicia» que la Ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: «Por esto, la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley».

El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: «Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya «prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14).

24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol Juan en su primera Carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero»(1 Jn 4, 7-8. 11. 19).

Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: «Da quod iubes et iube quod vis» (Da lo que mandas y manda lo que quieras).

El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23). Se puede «permanecer» en el amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).

Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente -en particular san Agustín-, santo Tomás afirma que la Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo. Los preceptos externos, de los que también habla el Evangelio, preparan para esta gracia o despliegan sus efectos en la vida. En efecto, la Ley Nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Nueva Ley fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado».

«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20)

25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rom 8, 1-13).

Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la Antigua Alianza y perfeccionadas en la Nueva y Eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mi me escucha» (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor (cf. Act 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus Cartas, que contienen la interpretación -bajo la guía del Espíritu Santo- de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rom 12, 15; 1 Cor 11-14; Gál 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 Pe y Sant). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos. Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley Nueva. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la caridad» (Gál 5, 6).

Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquéllos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Cor 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los Pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquéllos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos.

27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual -como afirma el Concilio Vaticano II- «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo». En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las «maravillas» que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de los Doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los Santos y de las Santas, y en el sacrificio de los Mártires, celebra su esperanza en la Liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz viva del Evangelio», como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad divina.

Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Esta «actualización» de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que de él da la gran Tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los Santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio.

Además, como afirma de modo particular el Concilio, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo». De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, «compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas».

Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.