CARTA ENCÍCLICA
«U T U N U M S I N T»
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
SOBRE EL EMPEÑO ECUMÉNICO
III
QUANTA EST NOBIS VIA?
Continuar
intensificando el diálogo
77. Podemos
ahora preguntarnos cuánto camino nos separa todavía del feliz día en que se alcance la
plena unidad en la fe y podamos concelebrar en concordia la sagrada Eucaristía del
Señor. El mejor conocimiento recíproco que ya se da entre nosotros, las convergencias
doctrinales alcanzadas, que han tenido como consecuencia un crecimiento afectivo y
efectivo de la comunión, no son suficientes para la conciencia de los cristianos que
profesan la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El fin último del movimiento
ecuménico es el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados.
En
vista de esta meta, todos los resultados alcanzados hasta ahora no son más que una etapa,
si bien prometedora y positiva.
78. Dentro
del movimiento ecuménico, no es sólo la Iglesia católica, junto con las Iglesias
ortodoxas, quien posee esta concepción exigente de la unidad querida por Dios. La
tendencia hacia una unidad de este tipo aparece expresada también por otros. (129)
El
ecumenismo implica que las Comunidades cristianas se ayuden mutuamente para que en ellas
esté verdaderamente presente todo el contenido y todas las exigencias de « la
herencia transmitida por los Apóstoles ». (130) Sin eso, la plena comunión nunca
será posible. Esta ayuda mutua en la búsqueda de la verdad es una forma suprema de
caridad evangélica.
La
búsqueda de la unidad se ha puesto de manifiesto en varios documentos de las numerosas
Comisiones mixtas internacionales de diálogo. En tales textos se trata del Bautismo, de
la Eucaristía, del Ministerio y la Autoridad partiendo de una cierta unidad fundamental
de doctrina.
De
esta unidad fundamental, aunque parcial, se debe pasar ahora a la necesaria y suficiente
unidad visible, que se exprese en la realidad concreta, de modo que las Iglesias realicen
verdaderamente el signo de aquella comunión plena en la Iglesia una, santa, católica y
apostólica que se realizará en la concelebración eucarística.
Este
camino hacia la necesaria y suficiente unidad visible, en la comunión de la única
Iglesia querida por Cristo, exige todavía un trabajo paciente y audaz. Para ello es
necesario no imponer más cargas de las indispensables (cf. Hch 15, 28).
79. Desde
ahora es posible indicar los argumentos que deben ser profundizados para alcanzar un
verdadero consenso de fe: 1) las relaciones entre la sagrada Escritura, suprema autoridad
en materia de fe, y la sagrada Tradición, interpretación indispensable de la palabra de
Dios; 2) la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, ofrenda de alabanza al
Padre, memorial sacrificial y presencia real de Cristo, efusión santificadora del
Espíritu Santo; 3) el Orden, como sacramento, bajo el triple ministerio del episcopado,
presbiterado y diaconado; 4) el Magisterio de la Iglesia, confiado al Papa y a los Obispos
en comunión con él, entendido como responsabilidad y autoridad en nombre de Cristo para
la enseñanza y salvaguardia de la fe; 5) la Virgen María, Madre de Dios e Icono de la
Iglesia, Madre espiritual que intercede por los discípulos de Cristo y por toda la
humanidad.
En
este valiente camino hacia la unidad, la claridad y prudencia de la fe nos llevan a evitar
el falso irenismo y el desinterés por las normas de la Iglesia. (131) Inversamente, la
misma claridad y la misma prudencia nos recomiendan evitar la tibieza en la búsqueda de
la unidad y más aún la oposición preconcebida, o el derrotismo que tiende a ver todo
como negativo.
Mantener
una visión de la unidad que tenga presente todas las exigencias de la verdad revelada no
significa poner un freno al movimiento ecuménico. (132) Al contrario, significa no
contentarse con soluciones aparentes, que no conducirían a nada estable o sólido. (133)
La exigencia de la verdad debe llegar hasta el fondo. ¿Acaso no es ésta la ley del
Evangelio?
Acogida de los
resultados alcanzados
80. Mientras
prosigue el diálogo sobre nuevos temas o se desarrolla con mayor profundidad, tenemos una
nueva tarea que llevar a cabo: cómo acoger los resultados alcanzados hasta ahora. Estos
no pueden quedarse en conclusiones de las Comisiones bilaterales, sino que deben llegar a
ser patrimonio común. Para que sea así y se refuercen los vínculos de comunión, es
necesario un serio examen que, de modos, formas y competencias diversas, abarque a todo el
pueblo de Dios. En efecto, se trata de cuestiones que con frecuencia afectan a la fe, y
éstas exigen el consenso universal, que se extiende desde los Obispos a los fieles
laicos, todos los cuales han recibido la unción del Espíritu Santo. (134) Es el mismo
Espíritu que asiste al Magisterio y suscita el sensus fidei.
Para
acoger los resultados del diálogo es necesario pues un amplio y cuidadoso proceso
crítico que los analice y verifique con rigor su coherencia con la Tradición de fe
recibida de los Apóstoles y vivida en la comunidad de los creyentes reunida en torno al
Obispo, su legítimo Pastor.
81. Este
proceso, que debe hacerse con prudencia y actitud de fe, es animado por el Espíritu
Santo. Para que tenga un resultado favorable, es necesario que sus aportaciones sean
divulgadas oportunamente por personas competentes. A este respecto, es de gran importancia
la contribución que los teólogos y las facultades de teología están llamados a dar en
razón de su carisma en la Iglesia. Además es claro que las comisiones ecuménicas
tienen, en este sentido, responsabilidades y cometidos muy singulares.
Todo
el proceso es seguido y ayudado por los Obispos y la Santa Sede. La autoridad docente
tiene la responsabilidad de expresar el juicio definitivo. En todo esto, será de gran
ayuda atenerse metodológicamente a la distinción entre el depósito de la fe y la
formulación con que se expresa, como recomendaba el Papa Juan XXIII en el discurso
pronunciado en la apertura del Concilio Vaticano II. (135)
Continuar el ecumenismo
espiritual y testimoniar la santidad
82. Se
comprende que la importancia de la tarea ecuménica interpele profundamente a los fieles
católicos. El Espíritu los invita a un serio examen de conciencia. La Iglesia católica
debe entrar en lo que se podría llamar « diálogo de conversión », en donde
tiene su fundamento interior el diálogo ecuménico. En ese diálogo, que se realiza ante
Dios, cada uno debe reconocer las propias faltas, confesar sus culpas, y ponerse de nuevo
en las manos de Aquél que es el Intercesor ante el Padre, Jesucristo.
Ciertamente,
en este proceso de conversión a la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, de penitencia y
confianza absoluta en el poder reconciliador de la verdad que es Cristo, se halla la
fuerza para llevar a buen fin el largo y arduo camino ecuménico. El « diálogo de
conversión » de cada comunidad con el Padre, sin indulgencias consigo misma, es el
fundamento de unas relaciones fraternas diversas de un mero entendimiento cordial o de una
convivencia sólo exterior. Los vínculos de la koinonia fraterna se entrelazan ante Dios
y en Jesucristo.
Sólo
el ponerse ante Dios puede ofrecer una base sólida para la conversión de los cristianos
y para la reforma continua de la Iglesia como institución también humana y terrena,
(136) que son las condiciones preliminares de toda tarea ecuménica. Uno de los
procedimientos fundamentales del diálogo ecuménico es el esfuerzo por comprometer a las
Comunidades cristianas en este espacio espiritual, interior, donde Cristo, con el poder
del Espíritu, las induce sin excepción a examinarse ante el Padre y a preguntarse si han
sido fieles a su designio sobre la Iglesia.
83. He
hablado de la voluntad del Padre, del espacio espiritual en el que cada comunidad escucha
la llamada a superar los obstáculos para la unidad. Pues bien, todas las Comunidades
cristianas saben que una exigencia y una superación de este tipo, con la fuerza que da el
Espíritu, no están fuera de su alcance. En efecto, todas tienen mártires de la fe
cristiana. (137) A pesar del drama de la división, estos hermanos han mantenido una
adhesión a Cristo y a su Padre tan radical y absoluta que les ha permitido llegar hasta
el derramamiento de su sangre. ¿No es acaso esta misma adhesión la que se pide en esto
que he calificado como « diálogo de conversión »? ¿No es precisamente este
diálogo el que señala la necesidad de llegar hasta el fondo en la experiencia de verdad
para alcanzar la plena comunión?
84. Si
nos ponemos ante Dios, nosotros cristianos tenemos ya un Martirologio común. Este incluye
también a los mártires de nuestro siglo, más numerosos de lo que se piensa, y muestra
cómo, en un nivel profundo, Dios mantiene entre los bautizados la comunión en la
exigencia suprema de la fe, manifestada con el sacrifico de su vida. (138) Si se puede
morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras
formas de aquella misma exigencia. Ya he constatado, y con alegría, cómo la comunión,
imperfecta pero real, se mantiene y crece en muchos niveles de la vida eclesial. Considero
ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, el
martyria hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama
su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2,
13).
Si
los mártires son para todas las Comunidades cristianas la prueba del poder de la gracia,
no son sin embargo los únicos que testimonian ese poder. La comunión aún no plena de
nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en
la comunión plena de los santos, es decir, de aquéllos que al final de una existencia
fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso. Estos santos proceden de todas
las Iglesias y Comunidades eclesiales, que les abrieron la entrada en la comunión de la
salvación.
Cuando
se habla de un patrimonio común se debe incluir en él no sólo las instituciones, los
ritos, los medios de salvación, las tradiciones que todas las comunidades han conservado
y por las cuales han sido modeladas, sino en primer lugar y ante todo esta realidad de la
santidad. (139)
En
la irradiación que emana del « patrimonio de los santos » pertenecientes a
todas las Comunidades, el « diálogo de conversión » hacia la unidad plena y
visible aparece entonces bajo una luz de esperanza. En efecto, esta presencia universal de
los santos prueba la trascendencia del poder del Espíritu. Ella es signo y testimonio de
la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal que dividen la humanidad. Como cantan las
liturgias, « al coronar sus méritos coronas tu propia obra ». (140)
Donde existe la voluntad sincera de seguir a Cristo,
el Espíritu infunde con frecuencia su gracia en formas diversas de las ordinarias. La
experiencia ecuménica nos ha permitido comprenderlo mejor. Si en el espacio espiritual
interior que he descrito las comunidades saben verdaderamente « convertirse »
a la búsqueda de la comunión plena y visible, Dios hará por ellas lo que ha hecho por
sus santos. Hará superar los obstáculos heredados del pasado y las guiará, por sus
caminos, a donde El quiere: a la koinonia visible que al mismo tiempo es alabanza de su
gloria y servicio a su designio de salvación.
85. Ya
que Dios en su infinita misericordia puede siempre sacar provecho incluso de las
situaciones que se contraponen a su designio, podemos descubrir cómo el Espíritu ha
hecho que las contrariedades sirvieran en algunos casos para explicitar aspectos de la
vocación cristiana, como sucede en la vida de los santos. A pesar de la división, que es
un mal que debemos sanar, se ha producido como una comunicación de la riqueza de la
gracia que está destinada a embellecer la koinonia. La gracia de Dios estará con todos
aquellos que, siguiendo el ejemplo de los santos, se comprometen a cumplir sus exigencias.
Y nosotros, ¿cómo podemos dudar de convertirnos a las expectativas del Padre? El está
con nosotros.
Aportación de la
Iglesia católica en la búsqueda de la unidad de los cristianos.
86. La
Constitución Lumen gentium, en una de sus afirmaciones fundamentales recogida por el
Decreto Unitatis redintegratio, (141) declara que la única Iglesia de Cristo subsiste en
la Iglesia católica. (142) El Decreto sobre el ecumenismo señala la presencia en la
misma de la plenitud (plenitudo) de los medios de salvación. (143) La plena unidad se
realizará cuando todos participen de la plenitud de medios de salvación que Cristo ha
confiado a su Iglesia.
87. En
el camino que conduce hacia la plena unidad, el diálogo ecuménico se esfuerza en
suscitar una recíproca ayuda fraterna a través de la cual las comunidades se comprometan
a intercambiarse aquello que cada una necesita para crecer según el designio de Dios
hacia la plenitud definitiva (cf. Ef 4, 11-13 ). He afirmado cómo somos conscientes, en
cuanto Iglesia católica, de haber recibido mucho del testimonio, de la búsqueda e
incluso del modo como las otras Iglesias y Comunidades cristianas han puesto de relieve y
vivido ciertos valores cristianos comunes. Entre los progresos alcanzados en los treinta
últimos años, se debe destacar el fraterno y recíproco influjo. En la presente etapa,
(144) este dinamismo de enriquecimiento mutuo debe ser tomado seriamente en
consideración. Basado en la comunión que existe ya gracias a los elementos eclesiales
presentes en las Comunidades cristianas, no dejará de impulsar hacia la comunión plena y
visible, meta ansiada del camino que estamos realizando. Es la expresión ecuménica de la
ley evangélica del compartir. Esto me anima a repetir: « Hay que demostrar en cada
cosa la diligencia de salir al encuentro de lo que nuestros hermanos cristianos,
legítimamente, desean y esperan de nosotros, conociendo su modo de pensar y su
sensibilidad [...]. Es preciso que los dones de cada uno se desarrollen para utilidad y
beneficio de todos ». (145)
El ministerio de unidad
del Obispo de Roma
88. Entre
todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, la Iglesia católica es consciente de haber
conservado el ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha
constituido como « principio y fundamento perpetuo y visible de unidad »,
(146) y que el Espíritu sostiene para que haga participes de este bien esencial a todas
las demás. Según la hermosa expresión del Papa Gregorio Magno, mi ministerio es el del
servus servorum Dei. Esta definición preserva de la mejor manera el riesgo de separar la
potestad (y en particular el primado) del ministerio, lo cual estaría en contradicción
con el significado de potestad según el Evangelio: « Yo estoy en medio de vosotros
como el que sirve » (Lc 22, 27), dice nuestro Señor Jesucristo, Cabeza de la
Iglesia. Por otra parte, como tuve la oportunidad de afirmar con ocasión del importante
encuentro con el Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, el 12 de junio de 1984, el
convencimiento de la Iglesia católica de haber conservado, en fidelidad a la tradición
apostólica y a la fe de los Padres, en el ministerio del Obispo de Roma, el signo visible
y la garantía de la unidad, constituye una dificultad para la mayoría de los demás
cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos. Por aquello de lo
que somos responsables, con mi Predecesor Pablo VI imploro perdón. (147)
89. Sin
embargo es significativo y alentador que la cuestión del primado del Obispo de Roma haya
llegado a ser actualmente objeto de estudio, inmediato o en perspectiva, y también es
significativo y alentador que este asunto esté presente como tema esencial no sólo en
los diálogos teológicos que la Iglesia católica mantiene con las otras Iglesias y
Comunidades eclesiales, sino incluso de un modo más general en el conjunto del movimiento
ecuménico. Recientemente los participantes en la quinta asamblea mundial de la Comisión
« Fe y Constitución » del Consejo Ecuménico de las Iglesias, celebrada en
Santiago de Compostela, recomendaron que esta comisión « inicie un nuevo estudio
sobre la cuestión de un ministerio universal de la unidad cristiana ». (148)
Después de siglos de duras polémicas, las otras Iglesias y Comunidades eclesiales
escrutan cada vez más con una mirada nueva este ministerio de unidad. (149)
90. El
Obispo de Roma es el Obispo de la Iglesia que conserva el testimonio del martirio de Pedro
y de Pablo: « Por un misterioso designio de la Providencia, [Pedro] termina en Roma
su camino en el seguimiento de Jesús y en Roma da esta prueba máxima de amor y de
fidelidad. También en Roma Pablo, el Apóstol de las Gentes, da el testimonio supremo. La
Iglesia de Roma se convertía en la Iglesia de Pedro y de Pablo ». (150) En el Nuevo
Testamento Pedro tiene un puesto peculiar. En la primera parte de los Hechos de los
Apóstoles, aparece como cabeza y portavoz del colegio apostólico, designado como
« Pedro... con los Once » (2, 14; cf. también 2, 37; 5, 29). El lugar que
tiene Pedro se fundamenta en las palabras mismas de Cristo, tal y como vienen recordadas
por las tradiciones evangélicas.
91. El
Evangelio de Mateo describe y precisa la misión pastoral de Pedro en la Iglesia:
« Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne
ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates
en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado
en los cielos » (16, 17-19). Lucas señala cómo Cristo recomienda a Pedro que
confirme a sus hermanos, pero al mismo tiempo le muestra su debilidad humana y su
necesidad de conversión (cf. Lc 22, 31-32). Es precisamente como si, desde la debilidad
humana de Pedro, se manifestara de un modo pleno que su ministerio particular en la
Iglesia procede totalmente de la gracia; es como si el Maestro se dedicara de un modo
especial a su conversión para prepararlo a la misión que se dispone a confiarle en la
Iglesia y fuera muy exigente con él. La misma función de Pedro, ligada siempre a una
afirmación realista de su debilidad, se encuentra en el cuarto Evangelio: « Simón
de Juan, ¿me amas más que éstos? [...] Apacienta mis ovejas » (cf. Jn 21, 15-19).
Es significativo además que según la Primera Carta de Pablo a los Corintios, Cristo
resucitado se aparezca a Cefas y luego a los Doce (cf. 15, 5).
Es
importante notar cómo la debilidad de Pedro y de Pablo manifiesta que la Iglesia se
fundamenta sobre la potencia infinita de la gracia (cf. Mt 16, 17; 2 Cor 12, 7-10). Pedro,
poco después de su investidura, es reprendido con severidad por Cristo que le dice:
« ¡Escándalo eres par mí! » (Mt 16, 23). ¿Cómo no ver en la misericordia
que Pedro necesita una relación con el ministerio de aquella misericordia que él
experimenta primero? Igualmente, renegará tres veces de Jesús. El Evangelio de Juan
señala además que Pedro recibe el encargo de apacentar el rebaño en una triple
profesión de amor (cf. 21, 15-17) que se corresponde con su triple traición (cf. 13,
38). Por su parte Lucas, en la palabra de Cristo que ya he citado, a la cual unirá la
primera tradición en un intento por describir la misión de Pedro, insiste en el hecho de
que deberá « confirmar a sus hermanos cuando haya vuelto » (cf. Lc 22, 32).
92. En
cuanto a Pablo, puede concluir la descripción de su ministerio con la desconcertante
afirmación que ha recibido de los labios del Señor: « Mi gracia te basta que mi
fuerza se muestra perfecta en la flaqueza » y puede pues exclamar: « Cuándo
estoy débil, entonces es cuando soy fuerte » (2Cor 12, 9-10). Esta es una
característica fundamental de la experiencia cristiana.
Heredero
de la misión de Pedro, en la Iglesia fecundada por la sangre de los príncipes de los
Apóstoles, el Obispo de Roma ejerce un ministerio que tiene su origen en la multiforme
misericordia de Dios, que convierte los corazones e infunde la fuerza de la gracia allí
donde el discípulo prueba el sabor amargo de su debilidad y de su miseria. La autoridad
propia de este ministerio está toda ella al servicio del designio misericordioso de Dios
y debe ser siempre considerada en este sentido. Su poder se explica así.
93. Refiriéndose
a la triple profesión de amor de Pedro, que corresponde a la triple traición, su sucesor
sabe que debe ser signo de misericordia. El suyo es un ministerio de misericordia nacido
de un acto de misericordia de Cristo. Toda esta lección del Evangelio ha de ser releída
continuamente, para que el ejercicio del ministerio petrino no pierda su autenticidad y
trasparencia.
La
Iglesia de Dios está llamada por Cristo a manifestar a un mundo esclavo de sus
culpabilidades y de sus torcidos propósitos que, a pesar de todo, Dios puede, en su
misericordia, convertir los corazones a la unidad, haciéndoles acceder a su comunión.
94. Este
servicio a la unidad, basado en la obra de la divina misericordia, es confiado, dentro
mismo del colegio de los Obispos a uno de aquéllos que han recibido del Espíritu el
encargo, no de ejercer el poder sobre el pueblo -como hacen los jefes de las naciones y
los poderosos (cf. Mt 20, 25; Mc 10,42)-, sino de guiarlo para que pueda encaminarse hacia
pastos tranquilos. Este encargo puede exigir el ofrecer la propia vida (cf. Jn 10, 11-18).
Después de haber mostrado que Cristo es « el único Pastor, en el que todos los
pastores son uno », san Agustín concluye: « Que todos se identifiquen con el
único Pastor y hagan oír la única voz del Pastor, para que la oigan las ovejas y sigan
al único Pastor, y no a éste o a aquél, sino al único y que todos en él hagan oír la
misma voz, y que no tengan cada uno su propia voz [...] Que las ovejas oigan esta voz,
limpia de toda división y purificada de toda herejía ». (151) La misión del
Obispo de Roma en el grupo de todos los Pastores consiste precisamente en
« vigilar » (episkopein) como un centinela, de modo que, gracias a los
Pastores, se escuche en todas las Iglesias particulares la verdadera voz de Cristo-Pastor.
Así, en cada una de estas Iglesias particulares confiadas a ellos se realiza la Iglesia
una, santa, católica y apostólica. Todas las Iglesias están en comunión plena y
visible porque todos los Pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de
Cristo.
El
Obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria,
debe asegurar la comunión de todas las Iglesias. Por esta razón, es el primero entre los
servidores de la unidad. Este primado se ejerce en varios niveles, que se refieren a la
vigilancia sobre la trasmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica,
la misión, la disciplina y la vida cristiana. Corresponde al Sucesor de Pedro recordar
las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en
función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar
a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando
las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los Pastores en comunión con él.
Puede incluso -en condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I-
declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe. (152) Testimoniando
así la verdad, sirve a la unidad.
95. Todo
esto, sin embargo, se debe realizar siempre en la comunión. Cuando la Iglesia católica
afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta
función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos « vicarios y
legados de Cristo ». (153) El Obispo de Roma pertenece a su « colegio »
y ellos son sus hermanos en el ministerio.
Lo
que afecta a la unidad de todas las Comunidades cristianas forma parte obviamente del
ámbito de preocupaciones del primado. Como Obispo de Roma soy consciente, y lo he
reafirmado en esta Carta encíclica, que la comunión plena y visible de todas las
Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo
ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular,
sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades
cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio
del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una
situación nueva. Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos « por la
comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento
común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de
disciplina ». (154) De este modo el primado ejercía su función de unidad.
Dirigiéndome al Patriarca ecuménico, Su Santidad Dimitrios I, he afirmado ser consciente
de que « por razones muy diversas, y contra la voluntad de unos y otros, lo que
debía ser un servicio pudo manifestarse bajo una luz bastante distinta. Pero [...] por el
deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como
Obispo de Roma, a ejercer ese ministerio [...] Que el Espíritu Santo nos dé su luz e
ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por
supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y
de amor reconocido por unos y otros ». (155)
96. Tarea
ingente que no podemos rechazar y que no puedo llevar a término solo. La comunión real,
aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables
eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo
fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas,
teniendo presente sólo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su
grito « que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
has enviado » (Jn 17, 21)?
La comunión de todas
las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma: condición necesaria para la unidad
97. La
Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la
comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el
Obispo de Roma, es un requisito esencial -en el designio de Dios- para la comunión plena
y visible. En efecto, es necesario que la plena comunión, que encuentra en la Eucaristía
su suprema manifestación sacramental, tenga su expresión visible en un ministerio en el
cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la
confirmación de la propia fe. La primera parte de los Hechos de los Apóstoles presenta a
Pedro como el que habla en nombre del grupo apostólico y sirve a la unidad de la
comunidad, y esto respetando la autoridad de Santiago, cabeza de la Iglesia de Jerusalén.
Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que
es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos.
¿No
es acaso de un ministerio así del que muchos de los que están comprometidos en el
ecumenismo sienten hoy necesidad? Presidir en la verdad y en el amor para que la barca
-hermoso símbolo que el Consejo Ecuménico de las Iglesias eligió como emblema- no sea
sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a puerto.
Plena unidad y
evangelización
98. El
movimiento ecuménico de nuestro siglo, más que las iniciativas ecuménicas de siglos
pasados, cuya importancia sin embargo no debe subestimarse, se ha distinguido por una
perspectiva misionera. En el versículo de san Juan que sirve de inspiración y orienta
-« que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado » (Jn 17, 21)- se ha subrayado para que el mundo crea con tanta fuerza que
se corre el riesgo de olvidar a veces que, en el pensamiento del evangelista, la unidad es
sobre todo para gloria del Padre. De todos modos, es evidente que la división de los
cristianos está en contradicción con la Verdad que ellos tienen la misión de difundir
y, por tanto, perjudica gravemente su testimonio. Lo comprendió y afirmó bien mi
Predecesor el Papa Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: « En
cuanto evangelizadores, nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de
hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de
hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales
gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la
evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia
[...] Dicho esto, queremos subrayar el signo de la unidad entre todos los cristianos, como
camino e instrumento de evangelización. La división de los cristianos constituye una
situación de hecho grave, que viene a cercenar la obra misma de Cristo ». (156)
En
efecto, ¿cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo
tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos? Si es cierto que la Iglesia,
movida por el Espíritu Santo y con la promesa de la indefectibilidad, ha predicado y
predica el Evangelio a todas las naciones, es también cierto que ella debe afrontar las
dificultades que se derivan de las divisiones. ¿Contemplando a los misioneros en
desacuerdo entre sí, aunque todos se refieran a Cristo, sabrán los incrédulos acoger el
verdadero mensaje? ¿No pensarán que el Evangelio es un factor de división incluso si es
presentado como la ley fundamental de la caridad?
99. Cuando
afirmo que para mí, Obispo de Roma, la obra ecuménica es « una de las prioridades
pastorales » de mi pontificado, (157) pienso en el grave obstáculo que la división
constituye para el anuncio del Evangelio. Una Comunidad cristiana que cree en Cristo y
desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede
cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad
plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin
compromisos. El ecumenismo no es sólo una cuestión interna de las Comunidades
cristianas. Refleja el amor que Dios da en Jesucristo a toda la humanidad, y obstaculizar
este amor es una ofensa a El y a su designio de congregar a todos en Cristo. El Papa Pablo
VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I: « Pueda el Espíritu Santo
guiarnos por el camino de la reconciliación, para que la unidad de nuestras Iglesias
llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la
humanidad ». (158)
EXHORTACIÓN
100. Dirigiéndome
recientemente a los Obispos, al clero y a los fieles de la Iglesia católica para indicar
el camino a seguir en vista de la celebración del Gran Jubileo del Año 2000, he afirmado
entre otras cosas que « la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de
manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las
enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia ». (159) El
Concilio es el gran comienzo -como el Adviento- de aquel itinerario que nos lleva al
umbral del Tercer Milenio. Considerando la importancia que la Asamblea conciliar atribuyó
a la obra de recomposición de la unidad de los cristianos , en esta época nuestra de
gracia ecuménica, me ha parecido necesario reafirmar las convicciones fundamentales que
el Concilio infundió en la conciencia de la Iglesia católica, recordándolas a la luz de
los progresos realizados en este tiempo hacia la comunión plena de todos los bautizados.
No
hay duda de que el Espíritu actúa en esta obra y está conduciendo a la Iglesia hacia la
plena realización del designio del Padre, en conformidad a la voluntad de Cristo,
expresada con un vigor tan ferviente en la oración que, según el cuarto Evangelio,
pronunciaron sus labios cuando iniciaba el drama salvífico de su Pascua. Al igual que
entonces, también hoy Cristo pide que un impulso nuevo reavive el compromiso de cada uno
por la comunión plena y visible.
101. Exhorto
pues a mis Hermanos en el episcopado a poner toda su atención en este empeño. Los dos
Códigos de Derecho Canónico incluyen entre las responsabilidades del Obispo la de
promover la unidad de todos los cristianos, apoyando toda acción o iniciativa dirigida a
fomentarla en la conciencia de que la Iglesia es movida a ello por la voluntad misma de
Cristo. (160) Esto forma parte de la misión episcopal y es una obligación que deriva
directamente de la fidelidad a Cristo, Pastor de la Iglesia. Todos los fieles, también,
son invitados por el Espíritu de Dios a hacer lo posible para que se afiancen los
vínculos de comunión entre todos los cristianos y crezca la colaboración de los
discípulos de Cristo: « La preocupación por el restablecimiento de la unión
atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores; y afecta a cada uno
según su propia capacidad ». (161)
102. La
fuerza del Espíritu de Dios hace crecer y edifica la Iglesia a través de los siglos.
Dirigiendo la mirada al nuevo milenio, la Iglesia pide al Espíritu la gracia de reforzar
su propia unidad y de hacerla crecer hacia la plena comunión con los demás cristianos.
¿Cómo
alcanzarlo? En primer lugar con la oración. La oración debería siempre asumir aquella
inquietud que es anhelo de unidad, y por tanto una de las formas necesarias del amor que
tenemos por Cristo y por el Padre, rico en misericordia. La oración debe tener prioridad
en este camino que emprendemos con los demás cristianos hacia el nuevo milenio.
¿Cómo
alcanzarlo? Con acción de gracias ya que no nos presentamos a esta cita con las manos
vacías: « El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza [...] intercede por
nosotros con gemidos inefables » (Rom 8, 26) para disponernos a pedir a Dios lo que
necesitamos.
¿Cómo
alcanzarlo? Con la esperanza en el Espíritu, que sabe alejar de nosotros los espectros
del pasado y los recuerdos dolorosos de la separación; El nos concede lucidez, fuerza y
valor para dar los pasos necesarios, de modo que nuestro empeño sea cada vez más
auténtico.
Si
nos preguntáramos si todo esto es posible la respuesta seria siempre: sí. La misma
respuesta escuchada por María de Nazaret, porque para Dios nada hay imposible.
Vienen
a mi mente las palabras con las que san Cipriano comenta el Padre Nuestro, la oración de
todos los cristianos: « Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en
concordia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse
con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse
con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz
y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ». (162)
Al alba del nuevo milenio, ¿cómo no pedir al Señor,
con impulso renovado y conciencia más madura, la gracia de prepararnos , todos, a este
sacrificio de la unidad?
103. Yo,
Juan Pablo, humilde servus servorum Dei, me permito hacer mías las palabras del
apóstol Pablo, cuyo martirio, unido al del apóstol Pedro, ha dado a esta Sede de Roma el
esplendor de su testimonio, y os digo a vosotros, fieles de la Iglesia católica, y a
vosotros, hermanos y hermanas de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, « sed
perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la
paz estará con vosotros [...]. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros » (2 Cor 13, 11.13).
Dado
en Roma, junto a san Pedro, el día 25 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor del
año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
Joannes Paulus PP. II
129. El paciente
trabajo de la Comisión « Fe y Constitución » llegó a una visión análoga,
que la VII Asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias hizo suya en la declaración
llamada de Canberra (7-20 febrero 1991, cf. Signs of the Spirit, Official report, Seventh
Assembly, WCC, Ginebra 1991, 235-258) y que ha sido reafirmada por la Conferencia mundial
de « Fe y Constitución » en Santiago de Compostela (3-14 agosto 1993, cf.
Service d'information 85 [1994], 18-38).
130. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.
131. Cf. ibid., 4 y 11.
132. Cf. Discurso a los
Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 6: AAS 77 (1985), 1153.
133. Cf. ibid.
134. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
135. Cf. AAS 54 (1962),
792.
136. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
137. Cf. ibid., 4;
Pablo VI, Homilía para la canonización de los mártires ugandeses (18 octubre 1964): AAS
56 (1964), 906.
138. Cf. Carta ap.
Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 37: AAS 87 (1995), 29-30; Carta enc.
Veritatis splendor (6 agosto 1993), 93: AAS 85 (1993), 1207.
139. Cf. Pablo VI,
Discurso pronunciado en el insigne santuario de Namugongo, Uganda (2 agosto 1969): AAS 61
(1969), 590-591.
140. Cf. Missale
Romanum, Praefatium de Sanctis I. Sanctorum « coronando merita tua dona
coronans ».
141. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
142. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
143. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
144. Después del
Documento llamado de Lima de la Comisión « Fe y Constitución » sobre
Bautismo, Eucaristía, Ministerio (enero 1982): Ench. Oecum. 1, 1392-1446, y en el
espíritu de la Declaración de la VII asamblea general del Consejo Ecuménico de las
Iglesias sobre La unidad de la Iglesia como koinonia: don y exigencia (Canberra 7-20
febrero 1991): cf. Istina 36 (1991), 389-391.
145. Discurso a los
Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 4: AAS 77 (1985), 1151-1152.
146. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
147. Cf. Discurso al
Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 junio 1984),2: Insegnamenti VII, 1 (1984), 1686.
148. Conferencia
Mundial de « Fe y Constitución », Relación de la II Sección, Santiago de
Compostela (14 agosto 1993) Confessing the one faith to God's glory, 31, 2, Faith and
Order Paper, 166, WCC, Ginebra 1994 243
149. Por citar algunos
ejemplos: la Relación final de la Anglican-Roman Catholic International Commission -
ARCIC I (septiembre 1981): Ench. Oecum. 1, 3-88; la Comisión Mixta Internacional para el
Diálogo entre la Iglesia Católica y los Discípulos De Cristo, Relación 1981: Ench.
Oecum. 1, 529-547; la Comisión Mixta Nacional Conjunta Católico-Luterana, Documento El
ministerio pastoral en la Iglesia (13 marzo 1981): Ench. Oecum. 1, 703-742; el problema se
señala, en una clara perspectiva, en el estudio dirigido por la Comisión Mixta
Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa
en su Conjunto.
150. Discurso a los
Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 3: AAS 77 (1985), 1150.
151. Sermo XLVI, 30:
CCL 41, 557.
152. Cf. Conc. Ecum.
Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, sobre la Iglesia de Cristo: DS 3074.
153. Conc . Ecum . Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 27.
154. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.
155. Homilía en la
Basílica de San Pedro en presencia de Dimitrios I, Arzobispo de Constantinopla y
Patriarca ecuménico (6 diciembre 1987), 3: AAS 80 (1988), 714.
156. Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 77: AAS 68 (1976), 69; cf. Conc. Ecum. Vat. II.
Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1; Pontificio Consejo para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l'application des principes et
des normes sur l'oecuménisme (25 marzo 1993), 205-209: AAS 85 (1993), 1112-1114.
157. Discurso a los
Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 4: AAS 77 (1985), 1151.
158. Carta del 13 de
enero de 1970: Tomos agapis, Vatican-Phanar (1958-1970), Roma-Estambul 1971, 610- 611.
159. Carta ap. Tertio
millennio adveniente (10 noviembre 1994), 20: AAS 87 (1995), 17.
160. Cf. Código de
Derecho Canónico, can. 75;, Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 902
161. Conc. Ecum. Vat.
II; Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 5.
162. De Dominica
oratione, 23: CSEL 3, 284-285. |