CARTA
ENCÍCLICA
«F I D E S E T R A T I O»
SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN
CAPÍTULO V
INTERVENCIONES DEL
MAGISTERIO EN CUESTIONES FILOSOFICAS
El discernimiento del Magisterio como diaconía de la verdad
49. La Iglesia no
propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de
otras.54 El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía,
incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y sus
reglas; de otro modo, no habría garantías de que permanezca orientada hacia la verdad,
tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda sería una
filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios principios y
metodologías específicas. En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la
filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad
y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía consciente
de este «estatuto constitutivo» suyo respeta necesariamente también las exigencias y
las evidencias propias de la verdad revelada. La historia ha mostrado, sin embargo, las
desviaciones y los errores en los que no pocas veces ha incurrido el pensamiento
filosófico, sobre todo moderno. No es tarea ni competencia del Magisterio intervenir para
colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto. Por el contrario, es un
deber suyo reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas discutibles
amenazan la comprensión correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y
parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y la pureza de la fe
del pueblo de Dios.
50. El Magisterio
eclesiástico puede y debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe, su propio
discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones que se
contraponen a la doctrina cristiana.55 Corresponde al Magisterio indicar, ante todo, los
presupuestos y conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la verdad revelada,
formulando así las exigencias que desde el punto de vista de la fe se imponen a la
filosofía. Además, en el desarrollo del saber filosófico han surgido diversas escuelas
de pensamiento. Este pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de
expresar su juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones de fondo sobre las que
estas escuelas se basan con las exigencias propias de la palabra de Dios y de la
reflexión teológica. La Iglesia tiene el deber de indicar lo que en un sistema
filosófico puede ser incompatible con su fe. En efecto, muchos contenidos filosóficos,
como los temas de Dios, del hombre, de su libertad y su obrar ético, la emplazan
directamente porque afectan a la verdad revelada que ella custodia. Cuando nosotros los
Obispos ejercemos este discernimiento tenemos la misión de ser «testigos de la verdad»
en el cumplimiento de una diaconía humilde pero tenaz, que todos los filósofos deberían
apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de la razón que reflexiona correctamente
sobre la verdad.
51. Este discernimiento
no debe entenderse en primer término de forma negativa, como si la intención del
Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al contrario, sus
intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar el pensamiento
filosófico. Por otra parte, los filósofos son los primeros que comprenden la exigencia
de la autocrítica, de la corrección de posible errores y de la necesidad de superar los
límites demasiado estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de
modo particular, que la verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la
historia y, aún más, sean obra de una razón humana herida y debilitada por el pecado.
De esto resulta que ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender
abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la
relación del hombre con Dios. Hoy además, ante la pluralidad de sistemas, métodos,
conceptos y argumentos filosóficos, con frecuencia extremamente particularizados, se
impone con mayor urgencia un discernimiento crítico a la luz de la fe. Este
discernimiento no es fácil, porque si ya es difícil reconocer las capacidades propias e
inalienables de la razón con sus límites constitutivos e históricos, más problemático
aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas filosóficas concretas, lo que
desde el punto de vista de la fe ofrecen como válido y fecundo en comparación con lo
que, en cambio, presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe que
«los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» están ocultos en Cristo (Col 2, 3); por
esto interviene animando la reflexión filosófica, para que no se cierre el camino que
conduce al reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones
del Magisterio de la Iglesia para expresar su pensamiento en relación con determinadas
doctrinas filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a lo largo de
los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que sostenían la preexistencia de las
almas,56 como también sobre las diversas formas de idolatría y de esoterismo
supersticioso contenidas en tesis astrológicas; 57 sin olvidar los textos más
sistemáticos contra algunas tesis del averroísmo latino, incompatibles con la fe
cristiana.58 Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de
la mitad del siglo pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el
deber de contraponer una filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento
moderno. Por este motivo, el Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas
filosofías no se desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y negativas. Fueron así
censurados al mismo tiempo, por una parte, el fideísmo 59 y el tradicionalismo radical,60
por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por otra, el racionalismo
61 y el ontologismo,62 porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a
la luz de la fe. Los contenidos positivos de este debate se formalizaron en la
Constitución dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un Concilio ecuménico, el
Vaticano I, intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe. La
enseñanza contenida en este texto influyó con fuerza y de forma positiva en la
investigación filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de referencia
normativo para una correcta y coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones
del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de la
necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de la
fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma solemne las enseñanzas que
de forma ordinaria y constante el Magisterio pontificio había propuesto a los fieles,
puso de relieve lo inseparables y al mismo tiempo irreducibles que son el conocimiento
natural de Dios y la Revelación, la razón y la fe. El Concilio partía de la exigencia
fundamental, presupuesta por la Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la
existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas,63 y concluía con la afirmación
solemne ya citada: «Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su
principio, sino también por su objeto».64 Era pues necesario afirmar, contra toda forma
de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y los hallazgos filosóficos,
así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a éstos; por otra parte,
frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por
consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe
dar al conocimiento de la fe: «Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin
embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como
quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma
humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir
jamás a la verdad».65
54. También en nuestro
siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando la atención
contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las intervenciones del
Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo se hallan aserciones
filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e inmanentista.66 Tampoco se puede
olvidar la importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía marxista y del
comunismo ateo.67 Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la
Encíclica Humani generis, llamó la atención sobre las interpretaciones erróneas
relacionadas con las tesis del evolucionismo, del existencialismo y del historicismo.
Precisaba que estas tesis habían sido elaboradas y eran propuestas no por teólogos, sino
que tenían su origen «fuera del redil de Cristo»; 68 así mismo, añadía que estas
desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas críticamente:
«Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de
defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es
lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto
camino. Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien
las enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en
esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la
mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y
teológicas».69 Por último, también la Congregación para la Doctrina de la Fe, en
cumplimiento de su específica tarea al servicio del magisterio universal del Romano
Pontífice,70 ha debido intervenir para señalar el peligro que comporta asumir
acríticamente, por parte de algunos teólogos de la liberación, tesis y metodologías
derivadas del marxismo.71 Así pues, en el pasado el Magisterio ha ejercido repetidamente
y bajo diversas modalidades el discernimiento en materia filosófica. Todo lo que mis
Venerados Predecesores han enseñado es una preciosa contribución que no se puede
olvidar.
55. Si consideramos
nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas
peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a personas o grupos
concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan a ser en cierto
modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que
manifiestan las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al respecto,
desde varios sectores se ha hablado del «final de la metafísica»: se pretende que la
filosofía se contente con objetivos más modestos, como la simple interpretación del
hecho o la mera investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus
estructuras. En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por
ejemplo, en algunas teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto
racionalismo, sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica
afirmaciones consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el
teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de forma acrítica por
afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la cultura corriente, pero que no
tienen suficiente base racional.72 Tampoco faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no
acepta la importancia del conocimiento racional y de la reflexión filosófica para la
inteligencia de la fe y, más aún, para la posibilidad misma de creer en Dios. Una
expresión de esta tendencia fideísta difundida hoy es el «biblicismo», que tiende a
hacer de la lectura de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de
referencia para la verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con
la Sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada
expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución Dei Verbum, después
de recordar que la palabra de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la
Tradición,73 afirma claramente: «La Tradición y la Escritura constituyen el depósito
sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo
cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica».74
La Sagrada Escritura, por tanto, no es solamente punto de referencia para la Iglesia. En
efecto, la «suprema norma de su fe» 75 proviene de la unidad que el Espíritu ha puesto
entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia en una
reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma independiente.76 No hay que
infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a
la verdad de la Sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exégesis más amplia que
permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se
dedican al estudio de las Sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las
diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción
filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los
textos sagrados. Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la escasa
consideración que se da a la teología especulativa, como también en el desprecio de la
filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia
de la fe como las mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria,
llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el abandono de
las terminologías tradicionales.77
56. En definitiva, se
nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo
por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la
adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es comprensible que, en un
mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil reconocer el sentido
total y último de la vida que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No obstante, a
la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los
filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse
metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio que
estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la
pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de
descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar
de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada
convencida y convincente de la razón. El interés de la Iglesia por la filosofía
57. El Magisterio no se
ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas filosóficas.
Con la misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales para una genuina
renovación del pensamiento filosófico, indicando también las vías concretas a seguir.
En este sentido, el Papa León XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran
alcance histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único
documento pontificio de esa categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran
Pontífice recogió y desarrolló las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la
relación entre fe y razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación
fundamental para la fe y la ciencia teológica.78 Más de un siglo después, muchas
indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés tanto desde el punto de
vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de la
filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del Doctor Angélico era
para el Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a
las exigencias de la fe. Afirmaba que santo Tomás, «distinguiendo muy bien la razón de
la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y
otra, y proveyó a su dignidad».79
58. Son conocidas las
numerosas y oportunas consecuencias de aquella propuesta pontificia. Los estudios sobre el
pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos recibieron nuevo impulso. Se
dio un vigoroso empuje a los estudios históricos, con el consiguiente descubrimiento de
las riquezas del pensamiento medieval, muy desconocidas hasta aquel momento, y se formaron
nuevas escuelas tomistas. Con la aplicación de la metodología histórica, el
conocimiento de la obra de santo Tomás experimentó grandes avances y fueron numerosos
los estudiosos que con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los
problemas filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos católicos más
influyentes de este siglo, a cuya reflexión e investigación debe mucho el Concilio
Vaticano II, son hijos de esta renovación de la filosofía tomista. La Iglesia ha podido
así disponer, a lo largo del siglo XX, de un número notable de pensadores formados en la
escuela del Doctor Angélico.
59. La renovación
tomista y neotomista no ha sido el único signo de restablecimiento del pensamiento
filosófico en la cultura de inspiración cristiana. Ya antes, y paralelamente a la
propuesta de León XIII, habían surgido no pocos filósofos católicos que elaboraron
obras filosóficas de gran influjo y de valor perdurable, enlazando con corrientes de
pensamiento más recientes, de acuerdo con una metodología propia. Hubo quienes lograron
síntesis de tan alto nivel que no tienen nada que envidiar a los grandes sistemas del
idealismo; quienes, además, pusieron las bases epistemológicas para una nueva reflexión
sobre la fe a la luz de una renovada comprensión de la conciencia moral; quienes,
además, crearon una filosofía que, partiendo del análisis de la inmanencia, abría el
camino hacia la trascendencia; y quienes, por último, intentaron conjugar las exigencias
de la fe en el horizonte de la metodología fenomenológica. En definitiva, desde diversas
perspectivas se han seguido elaborando formas de especulación filosófica que han buscado
mantener viva la gran tradición del pensamiento cristiano en la unidad de la fe y la
razón.
60. El Concilio
Ecuménico Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda en
relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta
Encíclica, que un capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un compendio de
antropología bíblica, fuente de inspiración también para la filosofía. En aquellas
páginas se trata del valor de la persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su
dignidad y superioridad sobre el resto de la creación y se muestra la capacidad
trascendente de su razón.80 También el problema del ateísmo es considerado en la
Gaudium et spes, exponiendo bien los errores de esta visión filosófica, sobre todo en
relación con la dignidad inalienable de la persona y de su libertad.81 Ciertamente tiene
también un profundo significado filosófico la expresión culminante de aquellas
páginas, que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de
los puntos de referencia constante de mi enseñanza: «Realmente, el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era
figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en
la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación».82 El Concilio se ha ocupado
también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los candidatos al
sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en general a la enseñanza
cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: «Las asignaturas filosóficas deben ser
enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento
fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico
válido para siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas de cada
tiempo».83 Estas directrices han sido confirmadas y especificadas en otros documentos
magisteriales con el fin de garantizar una sólida formación filosófica, sobre todo para
quienes se preparan a los estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he
señalado la importancia de esta formación filosófica para los que deberán un día, en
la vida pastoral, enfrentarse a las exigencias del mundo contemporáneo y examinar las
causas de ciertos comportamientos para darles una respuesta adecuada.84
61. Si en diversas
circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el valor de las
intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su pensamiento, se ha
debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas siempre con la deseable
disponibilidad. En muchas escuelas católicas, en los años que siguieron al Concilio
Vaticano II, se pudo observar al respecto una cierta decadencia debido a una menor estima,
no sólo de la filosofía escolástica, sino más en general del mismo estudio de la
filosofía. Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este
desinterés por el estudio de la filosofía. Varios son los motivos de esta poca estima.
En primer lugar, debe tenerse en cuenta la desconfianza en la razón que manifiesta gran
parte de la filosofía contemporánea, abandonando ampliamente la búsqueda metafísica
sobre las preguntas últimas del hombre, para concentrar su atención en los problemas
particulares y regionales, a veces incluso puramente formales. Se debe añadir además el
equívoco que se ha creado sobre todo en relación con las «ciencias humanas». El
Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor positivo de la investigación
científica para un conocimiento más profundo del misterio del hombre.85 La invitación a
los teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen
correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como una
autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la formación
pastoral y en la praeparatio fidei. No se puede olvidar, por último, el renovado interés
por la inculturación de la fe. De modo particular, la vida de las Iglesias jóvenes ha
permitido descubrir, junto a elevadas formas de pensamiento, la presencia de múltiples
expresiones de sabiduría popular. Esto es un patrimonio real de cultura y de tradiciones.
Sin embargo, el estudio de las usanzas tradicionales debe ir de acuerdo con la
investigación filosófica. Ésta permitirá sacar a luz los aspectos positivos de la
sabiduría popular, creando su necesaria relación con el anuncio del Evangelio.86
62. Deseo reafirmar
decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e
imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los
candidatos al sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios teológicos vaya
precedido por un período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al
estudio de la filosofía. Esta opción, confirmada por el Concilio Laterano V,87 tiene sus
raíces en la experiencia madurada durante la Edad Media, cuando se puso en evidencia la
importancia de una armonía constructiva entre el saber filosófico y el teológico. Esta
ordenación de los estudios ha influido, facilitado y promovido, incluso de forma
indirecta, una buena parte del desarrollo de la filosofía moderna. Un ejemplo
significativo es la influencia ejercida por las Disputationes metaphysicae de Francisco
Suárez, que tuvieron eco hasta en las universidades luteranas alemanas. Por el contrario,
la desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto en la formación
sacerdotal como en la investigación teológica. Téngase en cuenta, por ejemplo, en la
falta de interés por el pensamiento y la cultura moderna, que ha llevado al rechazo de
cualquier forma de diálogo o a la acogida indiscriminada de cualquier filosofía. Espero
firmemente que estas dificultades se superen con una inteligente formación filosófica y
teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.
63. Apoyado en las
razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta Encíclica el gran
interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo que une el
trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí deriva el deber que
tiene el Magisterio de discernir y estimular un pensamiento filosófico que no sea
discordante con la fe. Mi objetivo es proponer algunos principios y puntos de referencia
que considero necesarios para instaurar una relación armoniosa y eficaz entre la
teología y la filosofía. A su luz será posible discernir con mayor claridad la
relación que la teología debe establecer con los diversos sistemas y afirmaciones
filosóficas, que presenta el mundo actual.
(54) Cf. Pío XII, Enc.
Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566.
(55) Cf. Conc. Ecum
Vat. I, Const. dogm. Pastor Aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, DS 3070; Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25 c.
(56) Cf. Sínodo de
Constantinopla, DS 403.
(57) Cf. Concilio de
Toledo I, DS 205; Concilio de Braga I, DS 459-460; Sixto V, Bula Coeli et terrae Creator
(5 de enero de 1586): Bullarium Romanum 44, Romae 1747, 176-179; Urbano VIII,
Inscrutabilis iudiciorum (1 de abril de 1631): Bullarium Romanum 61, Romae 1758, 268-270.
(58) Cf. Conc. Ecum.
Vienense, Decr. Fidei catholicae, DS 902; Conc. Ecum. Laterano V, Bula Apostolici
regiminis, DS 1440.
(59) Cf. Theses a
Ludovico Eugenio Bautain iussu sui Episcopi subscriptae (8 de septiembre de 1840), DS
2751-2756; Theses a Ludovico Eugenio Bautain ex mandato S. Cong. Episcoporum et
Religiosorum subscriptae (26 de abril de 1844), DS 2765-2769.
(60) Cf. S. Congr.
Indicis, Decr. Theses contra traditionalismum Augustini Bonnetty (11 de junio de 1855), DS
2811-2814.
(61) Cf. Pío IX, Breve
Eximiam tuam (15 de junio de 1857), DS 2828-2831; Breve Gravissimas inter (11 de diciembre
de 1862), DS 2850-2861.
(62) Cf. S. Congr. del
Santo Oficio, Decr. Errores ontologistarum (18 de septiembre de 1861), DS 2841-2847.
(63) Cf. Conc. Ecum.
Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, II: DS 3004; y can. 2.1: DS 3026.
(64) Ibíd., IV: DS
3015; citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 59.
(65) Conc. Ecum. Vat.
I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3017.
(66) Cf. Enc. Pascendi
dominici gregis (8 de septiembre de 1907): AAS 40 (1907), 596-597.
(67) Cf. Pío XI, Enc.
Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937): AAS 29 (1937), 65-106.
(68) Enc. Humani
generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 562-563.
(69) Ibíd., l.c.,
563-564.
(70) Cf. Const. ap.
Pastor Bonus, (28 de junio de 1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873; Congr. para la Doctrina
de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de
1990), 18: AAS 82 (1990), 1558.
(71) Cf. Instr.
Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la «teología de la liberación» (6 de
agosto de 1984), VII-X: AAS 76 (1984), 890-903.
(72) El Concilio
Vaticano I con palabras claras y firmes había ya condenado estos errores, afirmando de
una parte que «esta fe [...] la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural
por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que
por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz
natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni
engañarse ni engañarnos»: Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008,
y can. 3,2: DS 3032. Por otra parte, el Concilio declaraba que la razón nunca «se vuelve
idónea para entender (los misterios) totalmente, a la manera de las verdades que
constituyen su propio objeto»: ibíd., IV: DS 3016. De aquí sacaba la conclusión
práctica: «No sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas
conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de
la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente
obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la
verdad»: ibíd., IV: DS 3018.
(73) Cf. nn. 9-10.
(74) Ibíd., 10.
(75) Ibíd., 21.
(76) Cf. ibíd., 10.
(77) Cf. Enc. Humani
generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 565-567; 571-573.
(78) Cf. Enc. Æterni
Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 97-115.
(79) Ibíd., l.c., 109.
(80) Cf. nn. 14-15.
(81) Cf. ibíd., 20-21.
(82) Ibíd., 22; cf.
Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979), 271-272.
(83) Decr. Optatam
totius, sobre la formación sacerdotal, 15.
(84) Cf. Const. ap.
Sapientia christiana (15 de abril de 1979), arts. 79-80: AAS 71 (1979), 495-496; Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 52: AAS 84 (1992), 750-751.
Véanse también algunos comentarios sobre la filosofía de Santo Tomás: Discurso al
Pontificio Ateneo Internacional Angelicum (17 de noviembre de 1979): Insegnamenti II, 2
(1979), 1177-1189; Discurso a los participantes en el VIII Congreso Tomista Internacional
(13 de septiembre de 1980): Insegnamenti III, 2 (1980), 604-615; Discurso a los
participantes en el Congreso Internacional de la Sociedad «Santo Tomás» sobre la
doctrina del alma en S. Tomás (4 de enero de 1986): Insegnamenti IX, 1 (1986), 18-24.
Además, S. Congr. para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis
sacerdotalis (6 de enero de 1970), 70-75: AAS 62 (1970), 366-368; Decr. Sacra Theologia
(20 de enero de 1972): AAS 64 (1972), 583-586.
(85) Cf. Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57 y 62.
(86) Cf. ibíd., 44. |