CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
VIII
ORACIÓN DE LA IGLESIA DE NUESTROS TIEMPOS
15. La
Iglesia recurre a la misericordia divina
La
Iglesia proclama la verdad de la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y
resucitado, y la profesa de varios modos. Además, trata de practicar la misericordia para
con los hombres a través de los hombres, viendo en ello una condición indispensable de
la solicitud por un mundo mejor y «más humano», hoy y mañana. Sin embargo, en ningún
momento y en ningún período histórico -especialmente en una época tan crítica como la
nuestra- la Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios
ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. Precisamente
éste es el fundamental derecho-deber de la Iglesia en Jesucristo: es el derecho-deber de
la Iglesia para con Dios y para con los hombres. La conciencia humana, cuanto más pierde
el sentido del significado mismo de la palabra «misericordia», sucumbiendo a la
secularización; cuanto más se distancia del misterio de la misericordia alejándose de
Dios, tanto más la Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la
misericordia «con poderosos clamores»135 . Estos poderosos clamores deben estar
presentes en la Iglesia de nuestros tiempos, dirigidos a Dios, para implorar su
misericordia, cuya manifestación ella profesa y proclama en cuanto realizada en Jesús
crucificado y resucitado, esto es, en el misterio pascual. Es este misterio el que lleva
en sí la más completa revelación de la misericordia, es decir, del amor que es más
fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado y que todo mal, del amor que eleva al
hombre de las caídas graves y lo libera de las más grandes amenazas.
El
hombre contemporáneo siente estas amenazas. Lo que, a este respecto, ha sido dicho más
arriba es solamente un simple esbozo. El hombre contemporáneo se interroga con
frecuencia, con ansia profunda, sobre la solución de las terribles tensiones que se han
acumulado sobre el mundo y que se entrelazan en medio de los hombres. Y si tal vez no
tiene la valentía de pronunciar la palabra «misericordia», o en su conciencia privada
de todo contenido religioso no encuentra su equivalente, tanto más se hace necesario que
la Iglesia pronuncie esta palabra, no sólo en nombre propio sino también en nombre de
todos los hombres contemporáneos .
Es pues
necesario que todo cuanto he dicho en el presente documento sobre la misericordia se
transforme continuamente en una ferviente plegaria: en un grito que implore la
misericordia en conformidad con las necesidades del hombre en el mundo contemporáneo. Que
este grito condense toda la verdad sobre la misericordia, que ha hallado tan rica
expresión en la Sagrada Escritura y en la Tradición, así como en la auténtica vida de
fe de tantas generaciones del Pueblo de Dios. Con tal grito nos volvemos, como todos los
escritores sagrados, al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado136 , al Dios
que es fiel a sí mismo, a su paternidad y a su amor. Y al igual que los profetas,
recurramos al amor que tiene características maternas y, a semejanza de una madre, sigue
a cada uno de sus hijos, a toda oveja extraviada, aunque hubiese millones de extraviados,
aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad
contemporánea mereciese por sus pecados un nuevo «diluvio», como lo mereció en su
tiempo la generación de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado en su
misión mesiánica y que alcanza su culmen en la cruz, en su muerte y resurrección.
Recurramos a Dios mediante Cristo, recordando las palabras del Magnificat de María, que
proclama la misericordia «de generación en generación». Imploremos la misericordia
divina para la generación contemporánea. La Iglesia que, siguiendo el ejemplo de María,
trata de ser también madre de los hombres en Dios, exprese en esta plegaria su materna
solicitud y al mismo tiempo su amor confiado, del que nace la más ardiente necesidad de
la oración.
Elevemos
nuestras súplicas, guiados por la fe, la esperanza, la caridad que Cristo ha injertado en
nuestros corazones. Esta actitud es asimismo amor hacia Dios, a quien a veces el hombre
contemporáneo ha alejado de sí, ha hecho ajeno a sí, proclamando de diversas maneras
que es algo «superfluo». Esto es pues amor a Dios, cuya ofensa-rechazo por parte del
hombre contemporáneo sentimos profundamente, dispuestos a gritar con Cristo en la cruz:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»137 . Esto es al mismo tiempo amor a
los hombres, a todos los hombres sin excepción y división alguna: sin diferencias de
raza, cultura, lengua, concepción del mundo, sin distinción entre amigos y enemigos.
Esto es amor a los hombres que desea todo bien verdadero a cada uno y a toda la comunidad
humana, a toda familia, nación, grupo social; a los jóvenes, los adultos, los padres,
los ancianos, los enfermos: es amor a todos, sin excepción. Esto es amor, es decir,
solicitud premurosa para garantizar a cada uno todo bien auténtico y alejar y conjurar el
mal.
Y, si
alguno de los contemporáneos no comparte la fe y la esperanza que me inducen, en cuanto
siervo de Cristo y ministro de los misterios de Dios 138 , a implorar en esta hora de la
historia la misericordia de Dios en favor de la humanidad, que trate al menos de
comprender el motivo de esta premura. Está dictada por el amor al hombre, a todo lo que
es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está
amenazado por un peligro inmenso. El misterio de Cristo que, develándonos la gran
vocación del hombre, me ha impulsado a confirmar en la Encíclica Redemptor Hominis su
incomparable dignidad, me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor
compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo. Ello me obliga también a
recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica fase de la historia
de la Iglesia y del mundo, mientras nos encaminamos al final del segundo Milenio.
En el
nombre de Jesucristo, crucificado y resucitado, en el espíritu de su misión mesiánica,
que permanece en la historia de la humanidad, elevemos nuestra voz y supliquemos que en
esta etapa de la historia se revele una vez más aquel Amor que está en el Padre y que
por obra del Hijo y del Espíritu Santo se haga presente en el mundo contemporáneo como
más fuerte que el mal: más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por
intercesión de Aquella que no cesa de proclamar «la misericordia de generación en
generación», y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las
palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos
alcanzarán misericordia»139 .
* * * *
*
Al
continuar el gran cometido de actuar el Concilio Vaticano II, en el que podemos ver
justamente una nueva fase de la autorrealización de la Iglesia -a medida de la época en
que nos ha tocado vivir- la Iglesia misma debe guiarse por la plena conciencia de que en
esta obra no le es lícito, en modo alguno, replegarse sobre sí misma. La razón de su
ser es en efecto la de revelar a Dios, esto es, al Padre que nos permite «verlo» en
Cristo140 . Por muy fuerte que pueda ser la resistencia de la historia humana; por muy
marcada que sea la heterogeneidad de la civilización contemporánea; por muy grande que
sea la negación de Dios en el mundo, tanto más grande debe ser la proximidad a ese
misterio que, escondido desde los siglos en Dios, ha sido después realmente participado
al hombre en el tiempo mediante Jesucristo.
Con mi
Bendición Apostólica.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el día 30 de noviembre, primer domingo de Adviento, del año
1980, tercero de mi Pontificado.
Joannes
Paulus pp. II |