CAPÍTULO II
MISTERIOS
DE CRISTO,
MISTERIOS DE LA MADRE
El Rosario «compendio del Evangelio»
18. A la contemplación
del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el Espíritu, la voz del
Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27).
Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde
proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha revelado esto la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17).
Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es
indispensable ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la
oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el
conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio».27
El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana
orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa
Pablo VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación
redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica.
En efecto, su elemento más característico –la repetición litánica del
"Dios te salve, María"– se convierte también en alabanza constante
a Cristo, término último del anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del
Bautista: "Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más:
la repetición del Ave Maria constituye el tejido sobre el cual se
desarrolla la contemplación de los misterios: el Jesús que toda Ave María
recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra
vez como Hijo de Dios y de la Virgen».28
Una incorporación oportuna
19. De los muchos
misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha consolidado en la práctica
más común corroborada por la autoridad eclesial, sólo considera algunos.
Dicha selección proviene del contexto original de esta oración, que se organizó
teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de los Salmos.
No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero
oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración de
los individuos y de la comunidad, les permita contemplar también los
misterios de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En
efecto, en estos misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de
Cristo como revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo
predilecto del Padre en el Bautismo en el Jordán, anuncia la llegada del Reino,
dando testimonio de él con sus obras y proclamando sus exigencias. Durante la
vida pública es cuando el misterio de Cristo se manifiesta de manera
especial como misterio de luz: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del
mundo» (Jn 9, 5).
Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del
Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación y la
vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los
sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la
resurrección (misterios de gloria), la meditación se centre también en
algunos momentos particularmente significativos de la vida pública (misterios
de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún
aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a
hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como
verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo
y de luz, de dolor y de gloria.
Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el
de los «misterios gozosos», se caracteriza efectivamente por el gozo que
produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la
anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la
invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio
apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia
misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo
todas las cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se
acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su
vez, toda la humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella
responde prontamente a la voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz
misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de alegría»
a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el
nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles
y anunciado a los pastores como «una gran alegría» (Lc 2, 10).
Pero
ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría,
anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación en el templo, a la
vez que expresa la dicha de la consagración y extasía al viejo Simeón,
contiene también la profecía de que el Niño será «señal de contradicción»
para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2,
34-35). Gozoso y dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de
12 años en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha y
pregunta, y ejerciendo sustancialmente el papel de quien 'enseña'. La revelación
de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia
aquella radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino,
cuestiona hasta los más profundos lazos de afecto humano. José y María
mismos, sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lc
2, 50).
De este modo, meditar
los misterios «gozosos» significa adentrarse en los motivos últimos de la
alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada
sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el sombrío preanuncio
del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto de la
alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo
evangelion, 'buena noticia', que tiene su centro o, mejor dicho, su
contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador
del mundo.
Misterios de luz
21. Pasando de la
infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación
nos lleva a los misterios que se pueden llamar de manera especial «misterios de
luz». En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es «la luz
del mundo» (Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo
en los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino.
Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos
–misterios «luminosos»– de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se
pueden señalar: 1. su Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en las
bodas de Caná; 3. su anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4.
su Transfiguración; 5. institución de la Eucaristía, expresión sacramental
del misterio pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma
de Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él,
mientras Cristo, como inocente que se hace 'pecado' por nosotros (cf. 2 Co
5, 21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo
proclama Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende
sobre Él para investirlo de la misión que le espera. Misterio de luz es el
comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo,
transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe
gracias a la intervención de María, la primera creyente. Misterio de luz es la
predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a
la conversión (cf. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca
a Él con humilde fe (cf. Mc 2. 3-13; Lc 47-48), iniciando así el
ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del
mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a
la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la
tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece
en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles
extasiados para que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan
a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la
alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo.
Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual
Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y
del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad « hasta el extremo » (Jn13,
1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
Excepto
en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el
trasfondo. Los Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún
que otro momento de la predicación de Jesús (cf. Mc 3, 31-35; Jn 2,
12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la
institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña
en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el Bautismo
en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista,
aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación
materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga»
(Jn 2, 5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y
signos de Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo
mariano de todos los «misterios de luz».
Misterios de dolor
22. Los Evangelios dan
gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La piedad cristiana,
especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis, se ha
detenido siempre sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo que
ellos son el culmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra
salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al
orante a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario
meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente
angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la
carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de
todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los
hombres, para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc
22, 42 par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén.
Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los
misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de
espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor
ignominia: Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del
hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir
su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor
«hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de dolor
llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz
junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al
hombre y sentir toda su fuerza regeneradora.
Misterios de gloria
23. «La contemplación
del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el
Resucitado!».29 El Rosario ha expresado siempre esta convicción de
fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en
la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. Contemplando al
Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe (cf.
1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo
se manifestó –los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús–,
sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la
nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión pone a
Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción,
anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos
los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria –como
aparece en el último misterio glorioso–, María resplandece como Reina de los
Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del
Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario
considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro
de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión
impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La
contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a
los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo,
en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de Pentecostés.
De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza
en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del
Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a
dar un testimonio valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su
vida.
De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María
24.
Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son ciertamente
exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo
para gustar un conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente del
manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como
lo narran los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento
(cf. Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside
toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el
Catecismo
de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que «todo
en la vida de Jesús es signo de su Misterio».30 El «duc in altum» de la Iglesia en el
tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar «en toda
su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios,
en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a todos los
bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que,
arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que
excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud
de Dios» (3, 17-19).
El Rosario promueve
este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente a un
conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino
de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de
silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana
consciente de la inseparable relación que une Cristo con su Santa Madre: los
misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su
Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho
mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria
las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a
buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto
bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42).
Misterio
de Cristo, 'misterio' del hombre
25. En el testimonio ya
citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración predilecta, expresé un
concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces que « el simple rezo del
Rosario marca el ritmo de la vida humana ».31
A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no
es difícil profundizar en esta consideración antropológica del
Rosario. Una consideración más radical de lo que puede parecer a primera
vista. Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre
también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación
del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a
partir de la Carta Encíclica Redemptor
hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en
el misterio del Verbo Encarnado».32 El Rosario ayuda a abrirse a
esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del
hombre,33 desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen
del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de
la vida, mirando la casa de Nazaret se percata de la verdad originaria de la
familia según el designio de Dios, escuchando al Maestro en los misterios de su
vida pública encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus
pasos hacia el Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por fin,
contemplando a Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de
nosotros está llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu Santo.
De este modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado,
ilumina el misterio del hombre.
Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con
la santa humanidad del Redentor tantos problemas, afanes, fatigas y proyectos
que marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él te sustentará»
(Sal 55, 23). Meditar con el Rosario significa poner nuestros afanes en
los corazones misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después de largos años,
recordando los sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del
ministerio petrino, deseo repetir, casi como una cordial invitación dirigida a
todos para que hagan de ello una experiencia personal: sí, verdaderamente el
Rosario « marca el ritmo de la vida humana », para armonizarla con el ritmo de
la vida divina, en gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo
de nuestra existencia.