CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO
CON MARÍA
Un rostro brillante como el sol
9.
«Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol»
(Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la
que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la
belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación
cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en
el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino
manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre,
es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la
nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida
trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría
del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san
Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos
transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor,
que es Espíritu» (2 Co 3, 18).
María modelo de contemplación
10.
La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El
rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se
ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una
intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la
asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su
corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo
concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su
presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus
ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió
en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).
Desde
entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás
de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su
extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? » (Lc 2,
48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo
de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus
decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada
dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido,
la mirada de la 'parturienta', ya que María no se limitará a compartir la pasión
y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo
predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua
será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin,
una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés
(cf. Hch 1, 14).
Los recuerdos de María
11.
María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «
Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19;
cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en
todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios
de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido,
en cierto sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días
de su vida terrenal.
Y
también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial,
permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos
inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue
desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone
continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de
que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando
recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y
con la mirada de María.
El Rosario, oración contemplativa
12.
El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración
marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como
subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su
rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de
contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes
como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt
6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un
reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de
la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más
cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14
Es
necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de
relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de
contemplación cristológica.
Recordar a Cristo con María
13.
La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin
embargo entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar),
que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La
Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el
propio Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también
el 'hoy' de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en
la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a
los testigos directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a
los hombres de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda
consideración piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos
en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha
alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.
Por
esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como
ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la
que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana
toda su fuerza»,15 también es necesario recordar que la vida
espiritual « no se agota sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El
cristiano, llamado a orar en común, debe no obstante, entrar también en su
interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más aún:
según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17)
».16 El Rosario, con su carácter específico, pertenece a este
variado panorama de la oración 'incesante', y si la Liturgia, acción de Cristo
y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en
cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable.
En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace
que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente
y forje la propia existencia.
Comprender a Cristo desde María
14.
Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata
sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de 'comprenderle a
Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito
divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de
Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor
que Ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un
conocimiento profundo de su misterio.
El
primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús –la transformación del agua
en vino en las bodas de Caná– nos muestra a María precisamente como maestra,
mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn
2, 5). Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos
después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu
Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del
Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para penetrar
sus secretos, para entender su mensaje.
Una
escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce
consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al
mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe»,17 en
la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos invita,
como en su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen
a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).
Configurarse a Cristo con María
15.
La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo
de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro (cf. Rm 8, 29; Flp
3, 10. 21). La efusión del Espíritu en el Bautismo une al creyente como el
sarmiento a la vid, que es Cristo (cf. Jn 15, 5), lo hace miembro de su
Cuerpo místico (cf. 1 Co 12, 12; Rm 12, 5). A esta unidad
inicial, sin embargo, ha de corresponder un camino de adhesión creciente a Él,
que oriente cada vez más el comportamiento del discípulo según la 'lógica'
de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,
5). Hace falta, según las palabras del Apóstol, «revestirse de Cristo» (cf.
Rm 13, 14; Ga 3, 27).
En
el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante del
rostro de Cristo –en compañía de María– este exigente ideal de
configuración con Él se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos
decir 'amistosa'. Ésta nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos
hace como 'respirar' sus sentimientos. Acerca de esto dice el Beato Bartolomé
Longo: «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las
costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al
meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión,
podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y
aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido,
paciente y perfecto».18
Además,
mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos
encomendamos en particular a la acción materna de la Virgen Santa. Ella, que es
la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia como «miembro supereminente
y completamente singular»,19 es al mismo tiempo 'Madre de la
Iglesia'. Como tal 'engendra' continuamente hijos para el Cuerpo místico del
Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando para ellos la efusión
inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto de la maternidad de la
Iglesia.
El
Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el
crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite educarnos y
modelarnos con la misma diligencia, hasta que Cristo «sea formado» plenamente
en nosotros (cf. Ga 4, 19). Esta acción de María, basada totalmente en
la de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna manera
impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo».20 Es el
principio iluminador expresado por el Concilio Vaticano II, que tan intensamente
he experimentado en mi vida, haciendo de él la base de mi lema episcopal: Totus
tuus.21 Un lema, como es sabido, inspirado en la doctrina de san
Luis María Grignion de Montfort, que explicó así el papel de María en el
proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que
toda nuestra perfección consiste en el ser conformes, unidos y consagrados a
Jesucristo, la más perfecta de la devociones es, sin duda alguna, la que
nos conforma, nos une y nos consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo.
Ahora bien, siendo María, de todas las criaturas, la más conforme a
Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones, la que más consagra y
conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su Santísima Madre, y
que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo
estará a Jesucristo».22 De verdad, en el Rosario el camino de
Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más
que en Cristo y en función de Cristo!
Rogar a Cristo con María
16.
Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza para ser
escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá»
(Mt 7, 7). El fundamento de esta eficacia de la oración es la bondad del
Padre, pero también la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y
la acción del Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8,
26-27) según los designios de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo
pedir» (Rm 8, 26) y a veces no somos escuchados porque pedimos mal (cf. St
4, 2-3).
Para
apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón,
interviene María con su intercesión materna. «La oración de la Iglesia está
como apoyada en la oración de María».23 Efectivamente, si Jesús,
único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia de
Él, muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a
la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la
santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus
misterios».24 En las bodas de Caná, el Evangelio muestra
precisamente la eficacia de la intercesión de María, que se hace portavoz ante
Jesús de las necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3).
El
Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de
Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante
el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia», como, con audaz
expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el
Beato Bartolomé Longo.25 Basada en el Evangelio, ésta es una
certeza que se ha ido consolidando por experiencia propia en el pueblo
cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san
Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea
una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas».26 En
el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc
1, 35), Ella intercede por nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y
ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros.
Anunciar a Cristo con María
17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, en el que el misterio de Cristoes presentado continuamente en los diversos aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón de Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una meditación eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios, una significativa oportunidad catequética que los Pastores deben saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo esta oración ha sido utilizada especialmente por los Dominicos, en un momento difícil para la Iglesia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador.