EL
MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
CREER, SABER, VIVIR LA FE EN EL DIOS VIVO
«Yo te invoco, Dios Verdad...
que yo te conozca.
(SAN AGUSTIN Soliloquios»)
Los primeros siglos cristianos fueron siglos de intensa fe en la
Trinidad. Han sido nuestros propios guias espirituales. Pero hemos
de dar un paso más. Ahora es necesario que busquemos de qué
manera, en ese Oriente cristiano que fue teatro de tantas luchas,
se expresaba racionalmente el dogma del Dios Trino. Cómo se le
expresa todavía hoy entre los católicos de Oriente y entre algunos
de nuestros hermanos separados. Delimitar el espacio que separa
a estos últimos de los católicos de Oriente y Occidente, trazar las
lineas maestras de la teología de esas dos fracciones de la
cristiandad, tal debe ser nuestra tarea en esta tercera parte.
Resultaria, en efecto, demasiado simplista pensar que el misterio
del Dios inefable pueda resolverse y representarse de una sola
manera. El pensamiento cristiano secular fue demasiado vigoroso
para haberse dejado canalizar en una sola dirección. La historia,
por el contrario, nos enseña que dos genios diferentes, el griego y
el latino, han dado dos expresiones diversas del misterio trinitario.
El teólogo debe examinarlas, pues en ellas se ocultan riquezas
insospechadas. Mas comienza también a esperar que el día en que
otras civilizaciones vengan a ser integradas por la Iglesia católica,
las riquezas humanas de pensamiento, las filosofias de tales paises
pasarían a ser tal vez un instrumento precioso para hablar mejor
todavía del Dios vivo. Toda cultura humana, lejos de poner en
peligro la fe de la Iglesia, se convierte, desde el día en que esta
cultura es asumida y purificada por ella, en faro nuevo capaz de
iluminar los misterios de la fe. Hay en ello, por lo demás, un
problema misionero capital. ¡Que la India escuche la palabra de
Cristo y se convierta! Cabría en lo posible que aquel día fuese poco
apta para meditar el misterio de Dios según las viejas
expresiones—llenas de vida, sin embargo—del Occidente o el
Oriente cristiano, pero que joven en su fe y confiando en su propio
patrimonio cultural, nos diese una teología hinduísta de la Trinidad.
Ese problema, siempre actual, era evidentemente el que se
presentaba en los orígenes del cristianismo. La tentación de no
moverse de la sinagoga no fue una palabra vana. Mas, ¿qué habría
sido, si San Anastasio hubiese puesto su confianza a la vez en la
Escritura y en el pensamiento griego, si no hubiese proclamado con
fuerza el «homousios» y si San Basilio hubiese juzgado de poca
importancia todas esas cuestiones de vocabulario? Evidentemente,
no es posible conjeturarlo. La fe no habría perecido, puesto que la
Iglesia tiene las promesas de Cristo, pero habría languidecido por
falta de audacia de sus doctores. Un historiador de los dogmas lo
hacía notar hace poco.
«Jamás el cristianismo habría conquistado el mundo ni habría
llegado a ser una religión universal, si no se hubiese vaciado en la
única forma de pensamiento que (en el siglo IV) podia pretender
aún la universalidad. Jamás habría suprimido, desde el punto de
vista religioso, la distinción entre griegos y bárbaros, entre judíos y
gentiles, si se hubiese quedado judío en sus características y si, en
contacto con el genio griego, no hubiese adquirido una agilidad que
le permitiera alcanzar a todos los espíritus y todas las almas» 1.
CAPITULO PRIMERO
LA FE TRINITARIA DEL ORIENTE CRISTIANO
La teología griega católica
De la trinidad de las personas a la unidad de la naturaleza.
Se recuerdan las explicaciones de San Pablo y San Juan. Los
teólogos griegos los tomaron como maestros del pensamiento. Es
decir, todo el interés y la importancia de sus escritos, el clima en el
cual nos sitúan es el de un encuentro concreto con las tres
personas de la Trinidad. Al igual que Pablo y Juan habían
reflexionado sobre las obras del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
para descubrirnos el amor incomprehensible de Dios, así lo harán
los teólogos del Oriente cristiano. Pero después de la descripción
del papel de las tres Personas en la Creación y Redención, van a
remontarse hasta su igualdad en la más perfecta unidad. Ya que
las operaciones son, si no las mismas, al menos iguales en cuanto
a la potencia divina que suponen, hay que concluir que los
«operadores» son consubstanciales y únicos por la substancia.
Pues bien, para explicarlos mejor, la teología griega recurrió a la
teología de la «pericoresis». El término, transcripción de una
palabra griega, significa «reciprocidad de vida», «comunidad en los
cambios». La Escritura ponía los fundamentos para la «pericoresis»
Jesús había dicho:
«¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?»
(Juan, XIV, 10; véase también X, 30 y 38).
San Pablo, a su vez, declaraba:
«El Espíritu todo lo sondea, aun las profundidades de Dios» (I
Cor.. II, 10).
Puesto que cada Persona está compenetrada por la otra, se
había concluido de ello que poseen las tres una misma y única
naturaleza. Esta Trinidad en la Unidad situaba el misterio de la
sociedad divina, que es un misterio de Amor. Los latinos habrían de
servirse menos de la teología de la «pericoresis» Ven a Dios ante
todo en la unidad de su naturaleza; en ella descubren las tres
personas. No existía, pues, para ellos peligro alguno de romper la
unidad de Dios. Sin embargo, retendrán el pensamiento de los
griegos. La «circumincesión», traducción del griego
«pericoresis», subrayará en ellos las relaciones de intimidad que
las tres personas tienen entre sí.
Las «Procesiones» divinas: su posibilidad.
TRI/PROCESIONES: En esta tercera parte tendremos que
valernos mucho del término «procesión». Precisemos lo que
entendemos por ella:
Procesión viene del verbo latino «procedere», que significa
marchar adelante, pasar de un lugar a otro o de uno a otro estado.
Pero se la entiende también en el sentido en que se dice que una
cosa procede o emana de otra, como el objeto procede del
artesano que lo ha concebido y realizado. Trasladadas a Dios esas
nociones significan dos cosas:
1ª. Que Dios es creador, que es causa de la creación cuya
explicación no se encuentra más que en Él. Los teólogos dicen que
la creación es una procesión «ad extra», o exterior a Dios, porque
no afecta en nada a la vida divina. Ni la empobrece ni la enriquece
absolutamente en nada: siendo Dios el Ser perfecto e inmutable, ni
se perfecciona ni se cambia al crear. Mientras que el artesano es
feliz y orgulloso, se siente más hombre cuando produce alguna
obra de arte. Esta sola advertencia sitúa exactamente la riqueza del
ser de Dios: todo viene de ÉI, pero crear no le cambia en nada,
permanece siempre igual a sí mismo. Por el contrario, la perfección
del hombre es realizar algo. En ello solamente se desarrollan sus
facultades y su ser se engrandece. Dando al mundo el fruto de su
actividad, se prolonga y perfecciona.
2ª. Pero es posible concebir en Dios otra procesión: la que,
aunque real, permanece en Él. Lo mismo que hay en el espíritu del
hombre un pensamiento inmanente y permanente, en su voluntad
un amor que existe en él antes que se manifieste, así en Dios, ser
espiritual, puro espíritu, se puede concebir un pensamiento y un
amor, que lo habitan, que «proceden» o nacen en Él. Tales serán
las procesiones del Hijo y del Espíritu Santo. Arrio como se
recordará, no tenía el sentido de una vida interna de Dios, pues,
decía, todo cuanto viene de Dios le es necesariamente exterior. Así
pues, el Verbo es creado. Los griegos protestaron. Sin ir tan allá
como los doctores latinos posteriores, saben que hay en Dios
procesiones: las del Hijo y del Espíritu Santo.
Procesiones y relaciones en Dios.
TRI/RELACIONES: ¿Quién procederá en Dios? Los griegos lo
sintieron en seguida: no pueden proceder en Dios más que el Hijo y
el Espíritu Santo. Sólo ellos son «enviados» a este mundo por el
Padre; aparecen, pues, como procedentes de Él. Por el contrario,
ya que el Padre envía sin ser enviado, es, por consiguiente, el
manantial de donde todo procede, incluso en Dios. Desde luego,
Dios Padre, dice San Juan, es amor, vida y principio de vida. Vida
que brota perpetuamente para las criaturas, pero ya también en
Dios. Precisamente la vida viene a este mundo gracias a dos
personas que son sus portadoras: el Hijo y el Espíritu Santo 2. Pero
la fuente de ella es el Padre. Los otros dos la aportan y manifiestan,
mientras el Padre permanece en su silencio. Así, pues, no viene, no
procede; antes al contrario, todo viene de Él. A partir de esto, se
capta la fisonomía de las tres divinas Personas.
El Padre.
Fuente en Dios de toda vida, se sabe también que tiene y es
toda la naturaleza de Dios. La comunica, pues, al Hijo y al Espíritu,
que ha enviado al mundo. Es, por tanto, principio de todo, fuente de
toda «energía», causa, dicen los griegos, de toda la Trinidad,
origen de toda existencia, aunque sea la del Hijo y del Espíritu. Está
en la cúspide de la jerarquía, así de las personas divinas como de
la creación. Por esto el Credo de la Misa lo llama «Patrem
omnipotentem, factorem caeli et terrae»: Padre omnipotente,
creador del cielo y de la tierra.
El Hijo.
El padre es la persona fecunda: su nombre lo indica e implica
inmediatamente el de «Hijo». El Hijo, cuyo conocimiento nos es
dado por la revelación, es el término «inmediato» de la expansión
divina. Hay una primera salida de Dios, que es la del Hijo. Jesús
habla dicho: «Yo de Dios salí y he venido» (Juan VIII, 42). Los
griegos continúan: puesto que el Hijo ha sido enviado
temporalmente a la tierra, a esta «misión>> entre los hombres debe
corresponder su generación eterna. El Padre, fuente eterna,
engendra eternamente también este río que es el Hijo. El Padre,
inteligencia eterna, tiene, pues, también un pensamiento o palabra
eterna. Recurriendo a imágenes tomadas al mundo de la creación
material y al mundo del espiritu, los griegos pueden inmediatamente
desenvolverse en dos registros: el de la generación eterna que la
imagen de la palabra permite captar; el de la venida temporal del
Hijo entre los hombres. Aquí las imágenes de Tertuliano, conocidas
por todos los griegos expresaban un poco lo que es el Hijo para el
Padre, pero más todavía lo que es el río de amor venido de cabe el
Padre.
El Espirito Santo.
La tercera Persona nos es presentada, no ya como el término
inmediato, sino final de la expansión divina. La vitalidad divina se
detiene de algún modo en El como en el término que expresa mejor
la perfección del ser divino. La vida trinitaria se resuelve, pues, «en
el Espíritu». El movimiento procesivo que parte del Padre tiene,
pues, al Hijo como término inmediato. Pero el Hijo con relación al
Espíritu Santo es un «intermediario»: el Espíritu Santo procede del
Padre a través del Hijo.
El esquema
lineal de la figura adjunta lo refleja. El orden de circulación de la
vida divina pone, por consiguien, un orden en la Trinidad y se
expresa por la fórmula: «del Padre por el Hijo al Espíritu Santo>>,
es decir: «todo procede del Padre, pasa por el Hijo y encuentra su
cumplimiento en el Espíritu Santo».
La teología griega era apta para convertirse en la guía
maravillosa para expresar, en el hombre divinizado, la riqueza de
las relaciones que mantiene con Dios.
Así se establecía que el Padre es el único principio 3 de toda la
Trinidad: lo es del Hijo y del Espíritu. Del Hijo, no cabe duda: es su
Padre. Del Espiritu Santo, esto había de ofrecer más dificultades
para la Iglesia cuando los latinos declarasen que el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo (Filioque). Nunca los griegos, aun
siendo católicos, presentan así las «procesiones>> divinas. No
porque quieran que el Hijo no tenga ninguna parte en la procesión
eterna del Espíritu Santo, ya que precisamente establecen que el
Espíritu procede del Padre por el Hijo. Pero queda en pie que es
del Padre de quien procede. San Basilio, en el siglo IV, declaraba:
«Uno es el Espíritu Santo; está revelado como único; está unido
por un solo Hijo a un solo Padre y, por sí mismo, completa la
adorable y bienaventurada Trinidad» 4.
A su vez, San Atanasio escribía a Serapión:
«Si el Padre crea y renueva todas las cosas por el Verbo en el
Espiritu Santo, ¿qué parecido o parentesco existe entre el que crea
y las criaturas?... Si el Hijo, por provenir del Padre, es propio de la
substancia de Éste, es necesario que el Espiritu también, ya que se
ha dicho que procede de Dios, sea propio del Hijo según la
substancia» 5.
Otro argumento que sientan: ya que se admite que el Espíritu
Santo tiene un poder santificador propio, es, por consiguiente, de la
misma substancia que el Hijo 6, santificador como todos saben. San
Atanasio añadía que, teniendo el Espíritu el mismo poder y la
misma substancia que el Hijo, nos aporta la vida y la presencia de
ambos.
Tales eran las aclaraciones que el siglo IV derramaba sobre el
misterio de las procesiones y relaciones de las personas divinas.
Había de llegar, sin embargo, el tiempo en que nacerían las
dificultades, cuando, en el siglo IX, el Patriarca de Constantinopla
Focio, dejaría de comprender la teología de los griegos, y aquella
sobre la cual los latinos, desde San Agustín, se apoyaban. De esta
controversia conviene ahora que expongamos los rasgos
esenciales.
Focio en lucha con el Occidente cristiano
En la obra genial de su tratado sobre La Trinidad San Agustín
había roto con la exposición de los griegos. El doctor de Hipona
había aplicado su reflexión, no ya directamente a las personas
divinas, sino a la naturaleza del Dios-Único y Trino. En el seno de la
única naturaleza San Agustín distinguía la per sonadel Padre, de
quien el Hijo nace eternamente, teniendo todo lo que tiene y todo
lo que es de la fecundidad paterna. Mas al llegar al Espíritu
Santo—y en esto difería de los griegos—Agustín mostraba que
procede a la vez del Padre y del Hijo ¿Cómo? En el sentido de
que—lo expondremos más ampliamente después—el Padre y el Hijo
se extasían el uno en el otro, es decir, se encuentran en un común
amor. Este amor, decía, es precisamente el Espíritu Santo. Por
consiguiente, viene de los dos. Es verdad que no de la misma
manera. San Agustín explicaba con una gran penetración que el
Padre es la única fuente de la Trinidad y que, si corresponde
igualmente al Hijo hacer proceder el Espíritu Santo, este poder es
también del Padre de quien lo tiene. Con esto, todo se salvaba. En
el fondo de las cosas se estaba de acuerdo, por más que la
presentación esquemática del misterio fuese distinta. Mientras que
para los griegos, como se ha visto, la línea expresaba el orden de
las procesiones trinitarias, para un Agustín (como posteriormente
para Santo Tomás que en él se inspira) el triángulo equilátero
constituía su mejor expresión. El Padre se explaya en su Hijo. Padre
e Hijo se vuelven el uno hacia el otro en el amor mutuo de su
perfección común.
Este movimiento se
expresa por los dos ángulos que se inclinan el uno hacia el otro
para cerrar la figura del triángulo, lo que quiere decir que el Espíritu
Santo es el amor común y recíproco del Padre y el Hijo. El Hijo es,
pues, principio del Espíritu Santo con el Padre; sin embargo, no por
sí mismo, sino en tanto que el Padre le da el ser. Así queda a salvo
la jerarquía divina, manteniéndose el Padre fuente de toda la
Trinidad.
Es en el fondo lo que el «Filioque» del Credo de la Misa quería
expresar; era la culminación normal de la teología agustiniana.
Cantar en la misa que el Espíritu Santo procede del Padre y del
Hijo, no le quita nada al Padre, ni hace al Hijo suplantador del
Padre. Si se comprende así, nada hay en ello que no exprese la fe
en la mejor de las formas. Pero en el siglo IX, en el momento en
que, bajo la influencia carolingia, se introducía en la misa el
«Filioque», alguien se debía llamar a engaño.
Las ambiciones políticas del Patriarca Focio son harto
conocidas. Todo su deseo se encaminaba a que Roma no
prevaleciese sobre Bizancio. El Occidente le era odioso. La
introducción del «Filioque» en el Credo fue el pretexto para
fomentar una rivalidad, que llegaría hasta la ruptura.
De creer a Focio teólogo, el Espíritu Santo no procedería más
que del Padre únicamente. Cuando la Escritura proclama que el
Espíritu Santo es el Espíritu del Hijo o del Padre (véase Rom., VIII,
9, ll, etc.), hay que entenderlo, según Focio, en el sentido de que le
es consubstancial, puesto que, como Él, viene del Padre. Mas el
Hijo no tiene parte ninguna en su procesión eterna. He aquí el
esquema de su exposición:
El Padre está en la cima. De Él viene el Hijo por vía de
generación y el Espíritu Santo por vía de procesión. Se advierte,
pues, que la relación del Hijo con el Espíritu Santo reside
enteramente en que ambos vienen del Padre. Sólo esto tienen en
común.
Mas la exposición de Focio se hace también polémica. Hay que
probar que los latinos están en el error. Focio va a lanzar contra
ellos una acusación de herejía. Los latinos, dice, pretenden que el
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de dos principios
independientes.
El Espíritu Santo es de alguna manera el punto de convergencia
del Padre y el Hijo, sin que estén unidos en su procesión. No
forman, por consiguiente, un principio único del cual proceda el
Espiritu; no hace más que unirse a Él. La acusación era grave y
situaba a los latinos en el campo de la teología de San Agustín,
pero los latinos cargaban con las culpas de su ignorancia, o mejor
aún la unidad de la Iglesia, pues el cisma iba a consumarse.
Duraría mucho tiempo, dura incluso hoy todavía.
BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958
...................
1. TIXERONT, Histoire des dogmes, 2.. edición, tomo 1, pág. 58.
2. Reléase San Juan, I, 18; XVI, 14-15; XVII, 4, 6, etc.
3. Palabra que significa el origen de otro ser.
4. Tratado del Espíritu Santo, 45.
5. Primera carta, 24 y 25.
6. I, 20.