EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO

EL GRAN GOLPE DIRIGIDO CONTRA EL VERBO DE DIOS
Y CONTRA EL ESPÍRITU SANTO EN EL SIGLO IV


El arrianismo y los pneumatómacos

«Homousios», o el término «consubstancial» del Credo. 
Discusiones sobre el vocabulario. 

Hacia 265, la teología del obispo Dionisio de Alejandría, en su 
preocupación por establecer con cuidado la distinción de las 
personas divinas, atribuía al Hijo y al Espíritu Santo un rango 
inferior. Al menos, Dionisio se había expresado de tal suerte que se 
podría un día entender torcidamente su pensamiento. La dificultad 
consistía, pues, en formular, con un lenguaje preciso la doctrina del 
Dios-Trinidad. Había expresiones antiguas, que se acomodaban a 
ello, pero se habían usado hacía un siglo. Gracias a ellas había sido 
posible hablar de Dios y de su Verbo creador. Mas, ¿seguía siendo 
posible esto, en la actualidad? Tal era el problema que había que 
examinar. 
Dios, se decía desde el siglo II, es «inengendrado», lo que quería 
significar que no deriva de otro ser, que no tiene origen. Además, 
de ese Dios «inengendrado» se puede decir igualmente que es 
«no-hecho», que no ha llegado a ser, en otras palabras que no ha 
sido creado 20. Ahora bien, a Dios se opone su creación. Con toda 
evidencia ésta no es «inengendrada» ni «increada». Sin embargo, 
¿se puede decir que fue «engendrada»? No, puesto que ser 
«engendrado» supone ser «hijo». Es, pues, evidente que la 
creación no lo es: ha sido hecha (guénetos). Mas la cuestión volvía 
a plantearse a propósito del Verbo de Dios. Se acostumbra a decir 
que el Verbo, Hijo de Dios, ha sido engendrado por Él. Pues bien, si 
es engendrado no se puede pensar que sea, al mismo tiempo, 
«inengendrado» (aguénnetos). Es justamente posible llamarle 
increado (aguénetos), como lo proclamamaba el Papa Dionisio. El 
Verbo de Dios es, pues, increado y engendrado (guénnetos). ¿Se 
podía decir de Él que era «hecho», «llegado a ser», «creado» 
(guénetos)? El Papa Dionisio lo había prohibido y, de hecho, los 
doctores cristianos lo negaban. Desde el comienzo del siglo III, un 
Orígenes había juzgado esa expresión inconveniente para hablar 
del Hijo de Dios. Pero había aparecido otro doctor que tendría 
menos escrúpulos. 

ARRIO/DOCTRINA
Arrio y su doctrina. 
Arrio (256-336) era un presbítero de Alejandría, ordenado hacia 
310. Formado por los doctores modAlistas o monarquianos de 
Antioquía, la unicidad de Dios le es querida por encima de todo. 
Pero también goza de predicamento la influencia de Alejandría, 
donde se distingue a las Personas divinas hasta separarlas, en la 
que se coloca al Hijo y al Espíritu Santo en un rango inferior al 
Padre. Añadamos también que Arrio se hallaba imbuido de filosofía 
neoplatónica. Ésta tenía de particular que colocaba por encima de 
todos los seres a un Dios único, llamado el Uno, pero que se 
degradaba en la Inteligencia y el Alma del mundo, dos 
intermediarios entre Dios-uno y el mundo. Empapado de esas 
diversas corrientes de pensamiento, Arrio construyó su sistema 
trinitario. 
Dios es único. Su propiedad esencial es ser inengendrado 
(aguénnetos): Él solo es eterno y sin origen. Pues bien, Dios no 
podría comunicar su naturaleza a quienquiera que fuere. Esta 
comunicación exigiría, en efecto, que fuese divisible, es decir, 
compuesto, capaz de cambiar. Dios, espíritu puro, simple, no es 
nada de eso. ¿Qué resulta de ello? Que todo cuanto viene de Dios 
es necesariamente engendrado (guénnetos) o, mejor, creado 
(guénetos). Tal es, precisamente, la situación del Verbo de Dios. 
Queda entendido, se le llama engendrado (guénnetos), pero se 
sabe que lo que es engendrado por Dios es necesariamente 
también creado (guénetos), es decir, hecho por Él. Desde luego, 
que llamar al Verbo engendrado o creado equivale a lo mismo: por 
ser la propiedad esencial de Dios el ser inengendrado, quien no ve 
que el Verbo, que se supone engendrado, no puede ser Dios. Ser 
engendrado equivale, pues, a ser creado. El Verbo no es, pues, 
Dios ni eterno. Porque únicamente Dios-Padre es eterno, inmutable, 
mientras que su Verbo hecho por El no lo es. Sin embargo, Arrio se 
libra muy bien de colocarlo en el rango de las demás criaturas. El 
Verbo ha sido hecho antes que ellas, antes que existiese el tiempo y 
el espacio, pues éstos no comienzan hasta el instante en que 
existen seres mensurables, es decir, extensos y en movimiento. El 
Verbo era, pues, antes de todos los tiempos; fue el instrumento de 
Dios en la creación. Un empleo cómodo de la Biblia suministró a 
Arrio un buen argumento. El libro de los Proverbios (VIII, 22), que 
Arrio leía en griego, ¿no dice que Dios «creó» la Sabiduría antes de 
todos los tiempos? Pues bien, la Sabiduría es el Verbo. A su vez, el 
Evangelio enseña que Jesús, Hijo de Dios, declaró: «El Padre es 
mayor que yo» (Juan, XIV, 28). Así, el Verbo de Dios es su Hijo; 
admitamos incluso que sea «Dios que procede de Dios», «Luz 
procedente de la Luz». Mas es evidente que ello sólo puede ser en 
un sentido degradado, inferior. El Verbo de Dios no podría ser Dios 
al igual que el Padre inengendrado. 

Un obispo defensor de la fe: San Alejandro de Alejandría
En Alejandría, el obispo se llama Alejandro (+ 328). Desde 320 
condena a Arrio. No es un teólogo de la envergadura de su 
sucesor, San Atanasio 21; y, sin embargo, es un hombre de fe y 
versado en la ciencia de las Escrituras, que sabe reflexionar sobre 
ellas. Ante todo es un santo y esa clase de hombres tienen siempre 
el sentido de la ortodoxia. Vésele, pues, objetar a Arrio el texto de 
Hebreos, 1, 3, donde se dice del Hijo: «Resplandor de la gloria de 
Dios y sello de su substancia». Alejandro descubre en ello la 
indicación de la divinidad del Hijo. Además, ¿puédese imaginar, 
dice, que el Padre haya podido encontrarse un momento sin Verbo 
y sin Sabiduría? En otros términos, ¿se osaría afirmar que Dios no 
es un espíritu que piensa? Es imposible. Hay, pues, eternamente en 
Dios una «Palabra» interior, que es su Hijo, tan eterna e inmutable 
como el Padre que piensa. Palabra increada, aunque, sin embargo, 
engendrada por la inteligencia eterna del Padre. 

El Concilio de Nicea (325)
En el siglo IV cristiano, los emperadores se inmiscuían con 
autoridad en los asuntos de la Iglesia. La paz de ésta garantizaba el 
buen orden de los estados. Gobernándolo todo como un 
representante de Dios que se creía ser sobre la tierra, el emperador 
Constantino convocó, pues, un Concilio para juzgar un asunto 
comprometedor para la paz del Estado. Trescientos dieciocho 
obispos se reunieron así en Nicea 22. Acudieron de Oriente, pero 
también de Occidente. El número mayoritario de obispos presentes 
que el Papa Silvestre alentó con sus representantes, hizo que el 
concilio fuese llamado «ecuménico» 23. El trabajo de los 318 
obispos, los «Padres» (de la fe) del concilio, está resumido en un 
símbolo, o Credo, que redactaron, primer esbozo que se 
perfeccionaría a fines del siglo, después del concilio de 
Constantinopla de 381. Este segundo texto es el que cantamos en 
la misa en nuestro Credo, llamado niceno-constantinopolitano. He 
ahí la enseñanza que en El leemos: 
El Hijo es engendrado (guénnetos) Hijo único de la substancia 
del Padre. Precísase que no ha sido hecho (guénetos o creado). No 
hay, pues, que incluirle en la serie de las criaturas, ni siquiera a la 
cabeza de todas ellas. Se le declara: «Verdadero Dios, procedente 
del Dios verdadero». Pero se precisa esta frase con una palabra 
importante: el Hijo es «consubstancial» (homousios) al Padre: 
«consubstancialem Patri», cantamos en el Credo. 
Exactamente, el término significa «de la misma esencia», 
precisión importante para atajar la herejía de Arrio. Decir que el Hijo 
era «verdadero Dios procedente del Dios verdadero», no era ya 
suficiente. En la filosoíia neoplatónica adoptada por Arrio, un Dios 
aminorado seguía siendo aún un Dios verdadero. Los seres 
inferiores que emanan directamente de Dios, participan aún de lo 
divino, aunque degradado. Arrio no sentía empacho alguno para 
declarar al Hijo «verdadero Dios» y, al mismo tiempo, negarle la 
divinidad en el sentido en que el Padre la posee. Un ser divino como 
el Verbo, primera emanación de Dios, es Dios, sin ser, no obstante, 
inengendrado (aguénnetos), que es la sola prerrogativa del Dios 
único. También se había inscrito en el Credo la expresión «Luz que 
procede de la Luz». Suficiente para Tertuliano en su refutación del 
error de Práxeas, era débil para forzar a Arrio al silencio. 
Finalmente, había que precisar el lenguaje de la Escritura, en 
apariencia demasiado semejante al de Arrio. El Salmo LXIII, 6, ¿no 
proclamaba: Yo he dicho: vosotros sois dioses», y San Pablo había 
llamado a su vez a los cristianos: «hijos de Dios»? Por esto se hacia 
necesaria una palabra técnica. Pues bien, en el momento en que el 
patriarca Dionisio de Alejandría favorecía, anticipándose, a la 
herejía arriana, ya se había adelantado una palabra: homousios 
(consubstancial). Se le iba a volver a encontrar aquí. Ya que Arrio 
proclama que el Hijo es «desemejante en todo respecto del Padre», 
contra él se afirma que el Verbo-Hijo es, por el contrario, de la 
misma substancia que el Padre, en todo idéntico a Él.. El Padre y el 
Hijo son, pues, iguales. Se decía esto, pero nada más. No se 
llegaba todavía hasta decir que la naturaleza del Padre y del Hijo es 
única. Sólo un poco más tarde, gracias a los latinos, en particular al 
gran San Hilario de Poitiers, el lenguaje y el pensamiento se 
precisaron. «Consubstancial» (homousios) se entendió entonces de 
la unicidad de la naturaleza divina. Padre e Hijo tienen juntos una 
naturaleza única. De momento, la herejía estaba yugulada y la fe en 
la divinidad del Hijo podia continuar siendo vivida por el pueblo 
cristiano. 

Contra Nicea. 
Ni Nicea ni los nicenos posteriores habían logrado resolver todas 
las dificultades. Arrianos más o menos larvados, iban a 
aprovecharse de las confusiones para intentar derribar o diluir el 
dogma establecido. Los unos, arrianos de estricta observancia, son 
llamados «anomeos», porque proclaman que el Verbo es 
«desemejante» del Padre, por el hecho de que ha sido creado por 
El. Eunomo es el jefe de dicho partido. Otros intentan un esfuerzo 
de conciliación, aunque sin llegar hasta hacer suyo el «homousios» 
de Nicea. Quisieran, sencillamente, con cambiar una letra a dicha 
palabra, declarar que el verbo es «semejante en substancia» 
(homoiúsios) al Padre. Se les llamó los «homeousianos». Basilio de 
Ancira activa ese plan de los «conservadores». Por último, se forma 
un tercer partido con el anciano obispo de Cesarea, Acucio. Fue el 
partido «homeano», porque le bastaba decir que el Verbo es 
«parecido» (homoios) al Padre. Mas en todo eso se ocultaba no 
poco de trapacería. Se pretendía concordemente minar la fe 
establecida por los 318 Padres de Nicea, y que un Atanasio 
defendía ahora con tesón 24. Por su parte, San Hilario, desterrado 
también, pero a Oriente, se oponia a esos diversos partidos. Se le 
rogó entonces que volviese a la Galia. El arrianismo se extendía, 
sus jefes gozaban de la benevolencia de los emperadores 
engañados. La cosa era tan evidente, que en Jerusalén, San 
Jerónimo, atento a esas disputas, exclamaba: «La tierra entera se 
pone a gemir y, en su estupor, reconoce que se ha hecho arriana». 


El Espiritu Santo expulsado de la Trinidad
Los espiritas eran arrianos. No obstante, el trabajo de Nicea 
seguía su camino. Pero debía presentarse otra dificultad. Hasta muy 
vasto que fuera su papel y por rica que haya sido su doctrina, se 
advertía la necesidad de un práctico en el lenguaje. A decir verdad, 
hubo tres para llevar a buen fin dicha tarea. En la historia se les 
denomina los «tres Capadocios». Son San Basilio de Cesarea, su 
hermano, San Gregorio de Nissa, y el común amigo de ambos, San 
Gregorio de Nacianceno. El vigor de su pensamiento, la precisión 
de la pluma de un San Basilio—el único de quien hablaremos 
aquí—harán retroceder definitivamente un tenaz error. 

San Basilio de Cesárea. 
Se convirtió en el jefe de la ortodoxia católica entre 370 y 379. Le 
cabe la gloria de haber precisado los términos con los que, desde 
su tiempo, designamos a la vez la naturaleza del único Dios y la 
Trinidad de las personas. Ya se recordará, Tertuliano había dicho: 
«una substancia en tres personas». Pero, en griego, no se disponía 
aún de vocabulario equivalente al de los latinos. Basilio declara, 
pues: 
«Hay en Dios una sola naturaleza o esencia realmente existente: 
es la «ousía», que Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen en común. 
Pero, en Dios, la fe distingue «tres» sujetos. ¿Por qué? Porque la 
esencia divina, aunque única, posee caracteres propios gracias a lo 
cual existe de tres maneras diferentes. Si, pues, yo considero la 
esencia exclusivamente, hablo del Dios único; si considero la 
esencia con sus «propiedades», tengo al Padre, Hijo y Espíritu 
Santo. Pues bien, a los tres les damos el nombre común de 
hipóstasis. Afirmaremos, entonces, que hay en Dios «una sola 
esencia» (o naturaleza) y tres hipóstasis (o personas). Era una 
audacia, pues el concilio de Nicea había afirmado la unidad de 
«ousía» (esencia) o de «hipóstasis», en Dios. Mas por haber 
preferido algunos teólogos, desde Nicea, dar a hipóstasis el sentido 
de «persona», más que el de «esencia», Basilio no vacila en 
cambiar la significación de la palabra tal como se la había entendido 
en Nicea. Desde ahora, hipóstasis querrá decir «sujeto». Ahora 
bien, hay tres en la Trinidad y, por consiguiente, hay en Dios tres 
hipóstasis. Distintas, gracias a sus «propiedades», esas hipóstasis 
no son menos idénticas, consubstanciales, ya que no hay en Dios 
más que una esencia única, que las tres tienen en común. Hay, 
pues, «número» en el único Dios, gracias a las propiedades, pero la 
comunidad de vida más absoluta en la única naturaleza divina. Tal 
era el inmenso trabajo de reflexión y precisión que Basilio había 
llevado a buen término contra el hereje Eunomo. 
Érale fácil, a continuación, reclamar, para el Espíritu Santo, un 
«honor igual» al que reciben de la criatura el Padre y el Hijo. Por lo 
demás, dice en su tratado sobre el Espiritu Santo, bien lo sabe la 
Iglesia, que canta desde antiguo: «Gloria al Padre y al Hijo y al 
Espíritu Santo». Los tres son puestos, por consiguiente, en un 
plano de igualdad. Esta fe de San Basilio es, como veremos más 
adelante, la que se conserva en el Credo de la Misa. 
Una última advertencia: por respeto a la susceptibilidad 
escriturística de sus adversarios, Basilio no dice jamás: «El Espíritu 
Santo es Dios». Pero, como se ha visto, hace más puesto que exige 
para Él una adoración conjunta con la tributada al Padre y al Hijo. 

* * * * * 

Al final de esas discusiones cuyo envite era el contenido de la fe 
y el sentido mismo de la vida cristiana, iba a abrirse una era de paz. 
El vocabulario—«el lenguaje es fuente de equivocaciones»—había 
alcanzado precisión: hay una naturaleza única de Dios común a las 
tres Personas. Las tres Personas no son «modos» de la única 
naturaleza, sino sujetos distintos en virtud de sus propiedades 
personales: una no es la otra, pero una es igual a la otra, pues la 
naturaleza es única para las tres. En adelante era, pues, posible 
profundizar el misterio trinitario, escrutarlo más profundamente, 
cosa que hará en el siglo siguiente un San Agustín. Reteniendo así 
todo el esfuerzo espiritual de nuestros teólogos, se podía vivir más 
íntimamente la «vida familiar» de las tres personas. Un concilio -- al 
menos un símbolo de fe— iba a estampar esas fórmulas con el sello 
de la Iglesia universal. 

El Credo del Concilio de Constantinopla (381)
El Credo que cantamos en la misa se llama Credo 
niceno-constantinopolitano, por la razón de que una tradición 
atribuye su redacción definitiva a este último Concilio 25. No es 
seguro que se le deba. En la misma forma que nos es dado, se 
encuentra ya en San Epifanio. Sea lo que fuere de ello, 
conservemos este nombre, y veamos con brevedad cuál es su 
aportación. 
Como se adivina, las precisiones recaerán esta vez en la 
divinidad del Espíritu Santo, ya que todo lo esencial por lo que 
concierne al Hijo había sido dicho en Nicea Sólo encontramos aquí 
leves modificaciones, como la supresión del anatema final que 
prohibía decir que el Hijo procedía de una ousía o hipóstasis distinta 
que la del Padre. Puesto que ahora hipóstasis significa «persona», 
no se la puede tomar como equivalente de «ousía» o esencia. 
Adviértense solamente algunas amplificaciones sobre el nacimiento 
y el papel de Cristo; sobre su nacimiento del Espiritu Santo (punto 
importante) y de la Virgen Maria; sobre su Pasión bajo Poncio 
Pilato, y su sesión a la diestra del Padre. 
El Espíritu Santo, en Nicea, sólo había constituido el objeto de 
una afirmación: Creo en el Espiritu Santo». Aquí se dice que posee 
la «Señoria». No se dice, en el texto griego, que sea «Señor»: 
semejante apelación estaba, desde San Pablo, reservada para 
Cristo, sino que tiene la Señoría (divina), es decir, la naturaleza de 
Dios. Se declara, en segundo lugar, que es «vivificador», que da la 
vida, idea cara a los Padres griegos, como sabemos. Se proclama 
que procede, es decir, viene del Padre. La teología de San Juan 
triunfaba. En cuarto lugar, la doctrina de San Basilio pone aquí su 
sello: el Espíritu Santo no es declarado «consubstancial» al Padre y 
al Hijo, sino que se le llama equivalente: se le debe un «honor 
igual» (homotimos), adorarle y glorificarle conjuntamente con ellos: 
«simul adoratur et conglorificatur». 

* * * * * 

Así terminaban, a finales del siglo IV, unas luchas dolorosas, sin 
que se devolviese a la unidad, sin embargo, a una cristiandad ya 
desgarrada en sectas disidentes. Mas Dios, que aun del mismo mal 
sabe sacar el bien, había suscitado un esfuerzo de pensamiento a 
fin de que fuese precisada la fe católica. Sabíase ahora cómo había 
que pensar de la Trinidad. El porvenir estaba abierto para los 
teólogos. Los orientales lo habían sido trabajosamente, y sus 
tratados, cuyo alcance espiritual no cedía en nada a su precisión 
dogmática, continuarían nutriendo la piedad de los fieles. Vamos 
inmediatamente a reconstituir los grandes rasgos de su teología, en 
la que nos explican la vida misteriosa de Dios, las procesiones 
divinas del Hijo y del Espiritu. Mas le llegaba ya su hora a 
Occidente. Menos empeñado en la lucha contra la herejía, le 
correspondería la hora de meditar en paz el misterio de Dios. Y se 
iba a ver a un San Agustín, seguro de la expresión de la fe católica, 
redactar el tratado más prodigioso que se ha escrito jamás acerca 
de Dios. En sus quince libros sobre la Trinidad, iba a penetrar, si 
está permitido decirlo, hasta en su mismo seno. Esta obra maestra 
de fe y de inteligencia es la que el príncipe de los teólogos, Santo 
Tomás de Aquino, recogería en el siglo XIlI, y la llevaría a su última 
precisión intelectual. Ésos son los trabajos que nos quedan ahora 
por exponer. Con ellos nos enteraremos un poco más de lo que es 
Dios. Mas por ello sabremos con mayor exactitud lo que es el 
hombre creado a su imagen y, más precisamente, lo que tiene el 
deber de ser en este mundo donde le ha puesto Dios. 

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958 Págs. 63-113

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20. El griego dice esto en dos palabras que no difieren, desde luego, 
más que en una sola letra: «aguénnetos» (inengendrado), «aguénetos» (no 
hecho)

21. Atanasio acompañó a Nicea al obispo Alejandro. En 325 era sólo un 
simple diácono. 
22. Ciudad de Anatolia en Asia Menor. 
23. Es decir, que representa a toda la tierra. Nicea es el primero de los 
concilios ecuménicos. 
24. Gracias a su valentía sufrirá un largo destierro, al que le envió el 
emperador.
25. Segundo ecuménico.