CREER EN DIOS PADRE


III

NOS LIBRA DEL MAL


En todas las épocas ha surgido el mismo interrogante: Si existe 
el mal en el mundo ¿cómo puede existir un Dios omnipotente y 
bueno que lo permita? No es posible creer en ese Dios que nos 
ama, y sin embargo deja no sólo a la humanidad sino también a la 
creación bajo el dominio del mal. Son terribles las catástrofes 
naturales que no podemos evitar. La violencia entre las especies 
animales parece medio necesario para la supervivencia; y las 
relaciones de la especie humana con su entorno creacional son 
con frecuencia muy agresivas. La historia de la humanidad está 
desfigurada por la división entre los pueblos, la dominación del 
hombre sobre la mujer, la guerra fratricida, y crímenes de todo tipo. 
Permanece la situación desastrosa que sufría el pueblo judío 
cuando se redactó la historia bíblica sobre los orígenes del mundo 
presentando el proyecto del Creador en el símbolo del paraíso. 

Nuestro mismo siglo, uno de los más significativos en el dominio 
de la naturaleza por el hombre, deja como sombra vergonzante 
nombres como Auschwitz, Ruanda, o Bosnia, donde han tenido y 
están teniendo lugar prácticas sistemáticas para aniquilar a 
pueblos enteros. En las relaciones internacionales, y dentro de 
cada nación, la ley del más fuerte se impone oprimiendo y 
aplastando a los más débiles. 

Cada persona experimenta en su propia vida muchas 
enfermedades físicas, psíquicas y morales. Y lo peor no son los 
males que tanto nos limitan, sino el sufrimiento: en la marginación 
personal, viendo la muerte de niños inocentes, acompañando a 
nuestros seres queridos en el dolor, y experimentando el 
sentimiento de culpabilidad por acciones u omisiones en nuestra 
conducta. 

En este sombrío panorama, es lógico el interrogante: ¿Dónde 
está el Dios que los cristianos confiesan «Padre todopoderoso»? 
Porque sufrimos como los demás mortales, los cristianos pedimos 
en el «Padrenuestro» que Dios nos libre del mal y del Maligno, 
esas fuerzas hostiles que se desatan en el mundo. A pesar de 
nuestras súplicas, los desastres y el dolor siguen ahí. Si Dios existe 
¿por qué permanece callado? El silencio de Dios ante los males y 
sufrimientos de la humanidad fue preocupación importante de los 
novelistas europeos a mediados de este siglo. «Dios y los campos 
de la muerte, no lo entenderé jamás», dice el escritor y creyente 
judío Elie Wiesel. 


1. Observaciones previas

A la vista de tantos males en la creación, de tantas injusticias en 
la sociedad y de tanto sufrimiento inútil en la vida de cada persona, 
parece de todo punto imposible creer en la existencia de Dios 
todopoderoso y bueno. Pero el planteamiento se invierte si uno ha 
experimentado la cercanía benevolente de Dios, y por otra parte se 
ve golpeado por la inhumanidad del sufrimiento. Su preocupación 
entonces no es ya la existencia de Dios, sino la posibilidad de 
superar desde su experiencia creyente el hundimiento psicológico 
y moral causado por tantos males. 

Cuando creemos irreconciliables omnipotencia de Dios y 
existencia del mal, damos por supuesto que sabemos cómo es Dios 
y cómo ejerce su poder; pensamos en la conducta normal seguida 
por los potentados en este mundo, v fácilmente situamos a Dios y 
su omnipotencia en continuidad y al final de una escala donde 
prevalece la lógica de dominación; pero ¿cómo será el poder que 
brota del amor totalmente gratuito? 

No faltan cristianos que unen los dos polos, Dios y el mal, hasta 
creer que Dios envía males como la enfermedad 0 las catástrofes 
naturales para castigar a personas o pueblos por sus pecados. Y 
hay un discurso bastante generalizado: como es omnipotente, Dios 
puede quitar todos los males y sufrimientos; pero no lo hace 
porque quiere purificarnos, «el que bien te quiere te hará sufrir»; 
«soportando el dolor, nos ganamos el cielo». No se compaginan 
bien estas visiones con el evangelio: Dios quiere «vida en 
plenitud» y «gozo completo» para todos. Jesús de Nazaret no 
predicó resignaciones fatalistas sino que combatió los males 
sociales, trató de rehabilitar a los pobres y curó a muchos 
enfermos. 


2. Aproximaciones desde la revelación

Más que un problema, el mal es un «misterio de iniquidad» 
según la expresión de San Pablo. Si recurro a la revelación, no es 
tanto buscando soluciones, sino perspectivas para una explicación 
en el interior de la fe. 

a) Dios no es autor del mal y promete la victoria

El articulo central de la fe sobre Dios, que luego es clave de 
interpretación en toda la historia bíblica, está en Ex 3,7: «Bien vista 
tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su 
clamor en presencia de sus capataces; conozco sus sufrimientos y 
he bajado para liberarlo». Dios es alguien que se deja impactar por 
las injusticias sociales y por el sufrimiento humano. No es apático ni 
permanece impasible al ver el dolor y el deterioro de sus criaturas. 


Con y desde esta fe o experiencia de Dios, se plantea y se 
intenta dar una interpretación al problema del mal, cuya existencia 
era también duro látigo en el pueblo donde se escribió la Biblia. 
Primero se identifica el mal con los opresores egipcios; pero 
después el pueblo va constatando cómo en su propio seno la 
lógica de opresión se impone una y otra vez con distintas formas: 
monarquía instalada en el poder, ricos insensibles al justo clamor 
de los pueblos. Hasta concluir: «El corazón del hombre es lo más 
retorcido» (Jer 17,9). Así queda pendiente la cuestión: ¿Dónde 
tiene su origen el mal? El interrogante se agudiza con la 
deportación de los principales del pueblo judío a Babilonia: la 
humillación y el sufrimiento eran el amargo pan día y noche de 
aquel pueblo que se preguntaba: ¿Dónde está Dios que ha hecho 
alianza con nosotros y es defensor de los pobres? 

Posiblemente por esas fechas algunos sacerdotes recogen y 
unen distintos documentos que hoy integran los primeros capítulos 
del Génesis. En ellos y a la hora de responder al problema del mal, 
se descartan dos soluciones que parecen lógicas: 1) no hay dos 
principios o divinidades, uno del bien y otro del mal, como creían 
algunos pueblos vecinos; 2) el Dios creador del cielo y de la tierra 
no es causante del mal: vio que todo lo creado «era bueno». Y se 
sugiere otro camino de solución: hombre y mujer no son capaces 
de mantenerse a la altura de su vocación: ser libres y autónomos 
en comunión con su Creador, en convivencia humanitaria, y en 
armonía con los demás vivientes de la creación. 
Por lo demás el relato bíblico deja bien claro que el proyecto de 
Dios para su creación es el paraíso: una situación de bienestar 
donde la humanidad tenga todos los medios para ser feliz, se 
relacione amistosamente con su Creador, hombre y mujer gocen 
de los mismos derechos siendo compañeros de camino, y todos los 
humanos gusten la convivencia pacífica no sólo con los demás 
miembros de la humanidad sino también con todos los vivientes1. A 
pesar de que la pareja humana sucumbe ante la tentación 
acarreando con su caída incluso la muerte, Dios no abandona su 
proyecto, y promete una victoria sobre el mal y los sufrimientos 
desde el interior y en el dinamismo histórico de la humanidad, cuyo 
linaje aplastará la cabeza de la Serpiente, símbolo del mal en el 
mundo (Gén 3,15). 

b) Jesus ante el mal

Según los evangelios, Jesús se dejó impactar por los males del 
mundo y el sufrimiento de las personas, combatió esas deficiencias 
pero no pudo acabar con el mal, cuyas garras se volvieron contra 
él y lo eliminaron. Murió confiando en el Padre que puede librar de 
todo mal. 

No consta en los relatos evangélicos que hubiera catástrofes 
naturales llamativas en el pueblo y en el tiempo donde Jesús vivió. 
Pero se cuenta un accidente, la caída de la torre de Siloé, que dejó 
dieciocho víctimas. En la interpretación del hecho Jesús descarta 
cualquier castigo divino: «¿Pensáis que eran más culpables que 
los demás hombres que habitaban en Jerusalén?; no, os lo 
aseguro» (Lc 13,4). 

Ante la injusticia social y la enfermedad, Jesús no permanece 
pasivo. Afectado por la marginación y el sufrimiento de las 
personas, «pasó haciendo el bien», rehabilitando a los pobres, y 
«curando a todos los oprimidos por el diablo». Pero no acabó con 
el dolor y la muerte. Resulta muy revelador en este sentido Jn 
11,6-27: Jesús amaba de verdad a Lázaro y a sus hermanas; por 
eso al enterarse de que Lázaro había muerto, «lloró», «se 
conmovió hondamente y se turbó». No pudo evitar la muerte del 
amigo; y aunque cuenta el evangelio que lo resucitó, Lázaro sale 
del sepulcro llevando encima de sí el destino de muerte, «atado» 
de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario» 2. 
Pero es en ese trance cuando Jesús proclama su confianza en la 
victoria definitiva de la vida sobre el sufrimiento y la muerte: «Yo 
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera 
vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». 

Si la conducta histórica de Jesús revela siempre cómo es y cómo 
actúa Dios mismo, este relato evangélico sugiere: Siendo amigo de 
la humanidad, Dios no quiere para nadie ni el mal ni el sufrimiento; 
su proyecto es de vida y no de muerte; ya la teología tradicional 
representada por Tomás de Aquino decía que el mal no es objetivo 
de la voluntad divina. A pesar de que ya en el transcurso de la 
historia está combatiendo nuestros males encarnado en la misma 
humanidad, no puede acabar con ellos. Sin embargo llegará un 
momento en que por fin el mal será totalmente vencido: «Ya no 
habrá muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21,4). 

c) Dios hace suyo el sufrimiento

Para garantizar la trascendencia de la divinidad, la filosofía 
griega la revestía con los atributos «inmutable», «impasible». Por 
eso resultaba muy dificil, por no decir imposible, encajar en ese 
marco la confesión cristiana en la divinidad de Jesucristo que había 
ignorado, sufrido y muerto en la cruz. El interrogante ya planteado 
en el siglo II en ámbitos de reflexión, saltó a debate público en el 
siglo IV gracias a un sacerdote llamado Arrio: Jesucristo debía de 
ser inferior a Dios porque, si nació, ignoró y sufrió, no era 
inmutable ni impasible. Para responder a esta cuestión se celebró 
en el 325 el concilio de Nicea, que confesó: Jesucristo es 
verdadero Dios, «sufrió» y resucitó (DS 125). 

Esa confesión tiene implicaciones fundamentales. Dios mismo 
entra como miembro de la raza humana en ese dinamismo de la 
historia desfigurada por el mal y el sufrimiento. Se hace cargo y 
carga con los efectos perniciosos de ese mal, es compañero 
nuestro en la oscuridad de nuestro dolor, y desde el interior de la 
humanidad vence los males y triunfa sobre la muerte. Cuenta E. 
Diesel, superviviente de Auschwitz, algo conmovedor e ilustrativo: 
«La SS colgó a dos hombres judíos y a un joven delante de todos 
los internados en el campo. Los hombres murieron rápidamente, la 
agonía del joven duró media hora. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde 
está?, preguntó uno detrás de mí. Cuando después de largo 
tiempo el joven continuaba sufriendo, colgado del lazo, oí otra vez 
al hombre decir: ¿Dónde está Dios ahora? Y en mí mismo escuché 
la respuesta: ¿Dónde está? Aquí, está allí colgado del patíbulo». 

Los teólogos siguen debatiendo sobre «el sufrimiento de Dios» y 
en los últimos años se han multiplicado las explicaciones. Pero en 
cualquier interpretación que se dé, algo decisivo pertenece a la 
confesión cristiana sobre Dios: es Alguien que se conmueve ante 
nuestro sufrimiento, se hace compañero nuestro soportando su 
garra lacerante, lo combate con nosotros y en nosotros. Nada tiene 
que ver esta percepción de Dios con la divinidad distante, apática, 
cuando no rival de la humanidad, y cruel insobornable que lanza 
castigos y amenazas contra los pobres mortales. 


3. Dios vence al mal en y con nosotros

Ya es mucho que Dios se haga cargo de nuestros males y 
cargue con nuestro sufrimiento; sólo una divinidad así puede ser 
creíble. Pero hablando ya en concreto y suponiendo que la 
creación es un proyecto bien pensado, Dios no puede terminar con 
el mal mientras se teje la trama de nuestra historia, precisamente 
porque su omnipotencia se manifiesta como amor gratuito. El 
Creador hace todo lo que puede para afirmar y perfeccionar su 
creación, pero su querer pasa por la contingencia de las criaturas 
que ha hecho diferentes a sí mismo. Aceptando esa limitación, aún 
debemos afirmar dos cosas: 1) Que si bien el dolor y la muerte 
invaden nuestro ser, no manchan de ningún modo la perfección 
divina que es amor gratuito; eso queremos decir cuando 
invocamos al Padre «que estás en los cielos». 2) Que esa 
perfección ya está presente y activa en nosotros para vencer al 
sufrimiento y a la muerte mientras todavía vamos de camino. 
¿Cómo? 

En el relato evangélico sobre la resurrección de Lázaro, los 
primeros cristianos confiesan que Jesucristo, por ser Hijo de Dios, 
tiene poder para «dar la vida» y vencer a la muerte. No tanto con 
milagros deslumbrantes que pasan por encima de las leyes y 
dinamismo naturales, sino por la fe: «Yo soy la resurrección; el que 
cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, 
no morirá jamás». Una cosa es el sufrimiento por la enfermedad, 
por el miedo a la muerte o por otras mil causas; y otra la desdicha 
que se adueña del alma, la marca hasta el fondo, cierra todas las 
salidas, la impide ser ella misma y la deja sumida en la esclavitud. 
Un mismo acontecimiento triste puede significar para uno la 
desdicha y para otro no, aunque también sufra la negatividad de lo 
que acontece. Jesús de Nazaret murió con terrible dolor físico y 
con la sensación de abandono, pero fue dueño de sí mismo en el 
sufrimiento y en el martirio que aceptó libremente, muriendo con 
gozo profundo. No cayó en la desdicha porque Dios-Espíritu se 
autocomunicó en aquella humanidad y ésta se dejó modelar por 
esa fuerza de lo alto. En la obediencia y confianza de Jesús, el 
Dios de la vida vence al dolor y a la muerte3. 

Guardo siempre como gracia para mi propia vida el recuerdo de 
personas que, destrozadas por el mal y el sufrimiento, mantuvieron 
siempre la paz. La fuente de la misma era sin duda la fe y el amor 
que vencen al dolor de la enfermedad y quitan el miedo a la 
muerte: «Si, perseverando en el amor, se cae hasta el punto en 
que el alma no puede retener el grito "Dios mío ¿por qué me has 
abandonado?", si se permanece en ese punto sin dejar de amar, 
se acaba por tocar algo que no es ya la desdicha, que no es la 
alegría, que es la esencia central, intrínseca, pura, no sensible, 
común a la alegría y al sufrimiento y que es el amor mismo de 
Dios» 4. 

Es penoso sin embargo ver otros casos de personas que se 
revuelven solas en el dolor, que tienen pánico a la oscuridad de la 
muerte, que no miran a Dios como referencia explícita. No admiten 
reflexiones «sobrenaturales», pero son sensibles al calor de la 
mano que se les tiende con cariño. Cuando experimentan ese 
amor gratuito, de una forma u otra están pidiendo: «no me 
abandones». En esa cálida relación humana, en ese 
acompañamiento silencioso que se inspira en la compasión, Dios 
encarnado está venciendo con nosotros y por nosotros al 
sufrimiento que hace desdichadas a las personas. 

4. «Y le resucitó al tercer día»

Pertenece también a la confesión de Nicea. La solidaridad de 
Dios con nosotros en nuestro dolor, no termina en el martirio de 
Jesús siendo víctima de nuestro mal y sujeto de nuestro 
sufrimiento. Resucitando al Crucificado, el Dios de la vida garantiza 
la victoria definitiva sobre los males de la historia y sobre la muerte. 
En 1 Cor 15,41-57 Pablo celebra ya esta victoria del «cuerpo 
espiritual» o resucitado: libre de la corrupción o egoísmo que 
pervierte nuestras mejores empresas, libre de las leves 
manipuladas por el pecado que mata la verdad con la injusticia, y 
libre por fin de la muerte. 

En el «Padrenuestro» hay una última petición: «líbranos del 
mal». La palabra griega «poneros» también puede ser traducida 
por «maligno», como prefirió leer la Iglesia primitiva. Merece la 
pena mantener esta plurivalencia de significación, pues el mal no 
se agota en los males de nuestra condición creatural, y de los 
pecados personales; hay también un mal intrahistórico -«pecado 
estructural»- que mata irreverentemente a las personas y en cierto 
modo es superior a ellas mismas. En el «Padrenuestro» los 
cristianos pedimos que se haga realidad ya aquí en la tierra esa 
victoria sobre el mal que se hará total y definitiva «en el cielo», en 
esa nueva tierra que barruntamos y expresamos en el símbolo 
«resurrección de la carne». 


5. Compasión eficaz ante los males del mundo

En nuestra sociedad secularizada, más que ateísmo combativo 
existe la indiferencia. La génesis de esta situación es muy 
compleja, pero, de manera más o menos consciente, entre las 
dificultades que pesan negativamente para creer en Dios están los 
muchos males inexplicables que torturan a la humanidad y al 
mundo entero. Por otra parte, tampoco esta sociedad secularizada, 
que cada vez funciona más como si Dios no existiera, es hogar 
donde hombres y mujeres sean felices; hay excesiva violencia y 
una carrera darwiniana donde sucumben los más débiles. Cada 
vez se hace más difícil la ternura y el perdón. Y al contemplar las 
masacres masivas que han tenido y están teniendo lugar en 
nuestro siglo, difícilmente se puede creer en el humanismo de la 
humanidad, y el fatalismo es amenaza lógica. En su notoria 
insatisfacción y a veces sin saberlo, hombres y mujeres buscamos 
una sociedad de convivencia pacífica, de ternura y de perdón, de 
confianza en un porvenir mejor para todos. Esos anhelos, que 
suelen despuntar a veces en reacciones, grupos o movimientos 
contestatarios, flotan en el aire como «un rumor de ángeles». 

Ante este sufrimiento, es una gracia entrar en la compasión de 
Dios manifiesta en la conducta histórica de Jesús en quien, movido 
a compasión, Dios mismo queda totalmente a merced de los 
hombres que matan. Los que se han dejado transformar por estos 
sentimientos de Dios y al mismo tiempo se consideran hermanos 
de todos, pueden suplicar como Teresa de Lisieux: «Señor, ten 
compasión de nosotros». 

El Vaticano II se dejó alcanzar por esta compasión de Jesucristo, 
abrazando con amor al mundo moderno que ya no es creyente: al 
hombre «que cultiva sólo la realidad científica» y que vive 
«descontento de sí mismo». Al humanismo «laico y profano en toda 
su terrible estatura»; «a esta religión del hombre que se ha hecho 
Dios», la Iglesia, inclinándose con amor compasivo como el buen 
samaritano, «ofrece la religión de Dios que se ha hecho hombre», 
en actitud de servidor incondicional 5. 

Ante el azote del mal y el sufrimiento tampoco los cristianos 
tenemos una solución; sólo nos queda confiar en que el Dios de la 
vida está con los que sufren dando aliento e impulso para que no 
sucumban. Lo hemos aprendido junto al Crucificado. Pero a la hora 
de la verdad, sólo podemos dar razón de nuestra esperanza en 
una compasión «eficaz»: siendo testigos de amor, de perdón y de 
confianza; esas vertientes decisivas que responden a tres grandes 
carencias que desfiguran el rostro de nuestra sociedad. 

No es fácil ese testimonio cuando también los cristianos sufrimos 
el silencio de Dios en nuestro sufrimiento. Sin esta solidaridad en el 
dolor con los demás mortales, nuestro testimonio tampoco sería 
creíble. Sólo quien tenga esta dura experiencia del mal y haya 
pasado la noche oscura, sin tener una explicación ni para sí 
mismo, puede comprender la increencia de muchos ante los 
terribles males que desfiguran a la persona, a la sociedad y al 
cosmos. 

En nuestra sociedad española, donde ya están cayendo los 
marcos de cristiandad, la fe debe ser cada vez más personalizada. 
Sólo una profunda experieriencia del Dios revelado en Jesucristo 
puede garantizar nuestro testimonio esperanzado ante los males y 
sufrimientos de la humanidad. Y en este clima deben ser 
proyectados y vividos los conflictos y el dolor que causan los males 
en instituciones y organización de la Iglesia. Mientras se construye 
y va creciendo en el tiempo, la comunidad cristiana está integrada 
también por pecadores y necesitada de continua purificación. Será 
totalmente santa y una sólo cuando llegue a ser totalmente Iglesia. 
En esa perspectiva nunca se ama suficientemente a la Iglesia, 
trabajando por lo que ella misma ansía y espera ser. 

Esa tensión hacia su plenitud golpea continuamente a la 
comunidad cristiana para que no se quede a medio camino. Pero a 
veces las instituciones parecen mostrencas y duras, impermeables 
a los sentimientos de misericordia. Cuando se lamentan las 
deficiencias de la institución u organización eelesiales, no como 
excusa para desentenderse ni como reacción amarga y 
autosuficiente contra los hermanos a quienes ha tocado puestos 
de responsabilidad, sino como exigencia de una conversión 
personal y de toda la comunidad cristiana, se madura en 
comprensión, compasión y compromiso en la erradicación del mal y 
del sufrimiento, que también son preocupación e interrogante para 
los mismos discípulos de Cristo. 

JESÚS ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 59-72

........................
1. Es la descripción del paraíso en Gén 2,8-25. 
2. Jn 11,44. Son los signos de la muerte que desaparecen con la 
resurrección de Cristo. Cuando Pedro llegó al sepulcro del Crucificado, 
«se inclinó y vio las vendas en el suelo y el sudario que cubrió su 
cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte» (Jn 2o, 
7). 
3. En esa dirección apunta Jn 3,34: Jesucristo es portador del Espíritu «sin 
medida». Eso dan a entender los evangelistas cuandos interpretan el 
bautismo de Jesús como descenso del Espíritu sobre aquel hombre. 
Según Hb 9,14, movidos «por el Espíritu Eterno», Jesús se entrega 
totalmente al proyecto de Dios. 
4. S. Weil, o.c. 55-56.
5. PABLO Vl, Valor religioso del Concilio. Discurso en la clausura del 
Vaticano II, 7 de dic. de 1965, n.8. El valor «religioso» se cifra en la 
compasión y servicio al mundo contemporáneo aquejado de tantos 
males. Evoca la Carta de Santiago 1,27: «La religión pura e intachable 
ante Dios es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación 
y conservarse incontaminado del mundo». Según esto, la misión de la 
Iglesia ante los males y sufrimientos de nuestra sociedad sería la 
compasión eficaz y la ruptura de cualquier complicidad con las causas 
que generan el sufrimiento.