CREER EN DIOS PADRE
IV
«TU CREADOR SE HACE TU ESPOSO»
El relato bíblico de la creación es una interpretación creyente de
los orígenes partiendo ya de la experiencia religiosa que tuvo aquel
pueblo hebreo. La creación es presentada como un proyecto que
se concreta en la alianza y se abre como promesa hacia una
perfección definitiva. Para mantener viva la confianza del pueblo,
los profetas, y especialmente Isaías, insisten una y otra vez en la
unidad del proyecto divino: el Creador o Hacedor acampaña
siempre al pueblo garantizándole la libertad, saliendo fiador por él,
poniéndose a su lado y ayudándole a superar todas las dificultades
en el camino. Es el «goel», familiar y amigo que se hace
responsable de sus deudas y sale a socorrerlo en sus fracasos; es
como el esposo siempre atento con solicitud a lo que su esposa
necesita. En el Nuevo Testamento se mantiene la unidad entre
creación y redención: Jesucristo es «Dios con nosotros», el
redentor o familiar que nos abre camino cuando parece que ya no
hay salida: «imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la
creación porque en él fueron hechas todas las cosas, y
Primogénito de entre los muertos».
Antes de confesar que Dios es creador, la Biblia proclama que es
liberador. De modo análogo los cristianos creemos en Dios-Padre y
luego añadimos «Creador del cielo y de la tierra». Como en la
revelación bíblica la creación ya es interpretada dentro de un
proyecto de liberación, la paternidad como expresión de quien
gratuitamente da la vida, envuelve con amor la existencia del hijo, y
cuida con solicitud todos sus pasos, modula también la intervención
del Creador que da el ser y perfecciona en sus criaturas la obra
comenzada. Hay continuidad entre creación y alianza; entre
creación, liberación, salvación. Según decía Pablo en Atenas, Dios
creó todo el linaje humano «para que buscase la divinidad a ver si
a tientas la buscaba y la hallaba» (Hch 17,27).
Esta forma de interpretar la creación como dinamismo en
proceso, y esta confesión en el Creador como «Redentor»,
«Padre» o «Esposo», abren nueva perspectiva fundamental: «Dios
ha creado por amor y para el amor; ha creado todas las formas de
amor y ha creado seres capaces de amar en todas las distancias
posibles».
1. «Vio que todo era bueno»
Según el relato bíblico, en la creación tal como sale de las manos
de Dios, «todo es bueno». Nada realmente bueno hay en el mundo
ni en nosotros que no proceda de él. Esta revelación tiene sus
implicaciones.
En primer lugar, la creación entera y la humanidad tienen ya en
si mismas consistencia propia. Antes nos hemos referido a la finitud
de todo lo creado y a la libertad histórica de las personas
humanas. La omnipotencia del Creador, que se manifiesta como
amor gratuito y nunca destruye a sus criaturas, está sometida
inevitablemente a estos condicionamientos. Por eso cuando se dice
que los seres humanos somos dependientes de Dios, debemos
interpretar bien lo que se quiere decir: según nuestra fe cristiana,
en todos los momentos de nuestra existencia, todos y todas
estamos recibiendo la respiración o aliento de Dios para continuar
viviendo. Pero si por dependencia entendemos la imposibilidad de
no actuar por nuestra cuenta incluso haciendo lo que Dios no
quiere para nosotros, no somos dependientes del Creador, que
nos ha puesto en manos de nuestra propia decisióon.
Mirando a la primera pareja, el Creador vio que todo «era muy
bueno». En esa mirada positiva, quedan incluidos cuerpo y alma,
varón y hembra. Por consiguiente no hay en la persona humana
dos partes, una material y otra espiritual, cuerpo y alma, si bien hay
dos dimensiones de la única realidad: histórica y trascendente.
También la materia «merece ser amada por los que aman al Señor
de la materia» 1. Tratando de superar un nefasto dualismo, ya en
el siglo XIII Tomás de Aquino empleó la expresión «unión
substancial» de alma v cuerpo.
EPAD/QUE-ES: No hav unas acciones del cuerpo como el
deporte, el trabajo, la diversión, que sean profanas; y otras del
alma espirituales, como la oración, un día de retiro, celebraciones
religiosas. La espiritualidad significa vivir toda la existencia con
espíritu. Y espiritualidad cristiana quiere decir realización de cuanto
somos, sentimos, pensamos y hacemos según el espíritu de
Jesucristo. En la experiencia singular de aquel hombre, el Creador
que cuida los lirios del campo es el «Abba», el Padre cuyo amor
abraza tiernamente, acompaña en su crecimiento y no abandona
jamás nada de la creación.
Si también el cuerpo es bueno, la salvación que afirma y
promueve a la humanidad no se debe reducir a «la vida eterna»,
entendida sólo como salvación «del alma», e independientemente
de las salvaciones o liberaciones intrahistóricas en el ámbito
económico, político, cultural o religioso. Como la creación, la
salvación es de toda la persona, cuerpo y alma, en su condición
histórica y más allá del tiempo; en su dimensión individual y en su
relación social. Si la «vida eterna» es símbolo de la salvación o
liberación total y trascendente incluye las parciales e históricas;
más aún, se verifica en ellas. El reino de Dios está llegando cuando
los pobres son rehabilitados, los enfermos encuentran curación y
se abre porvenir a quienes tienen todas las puertas cerradas.
«Varón y hembra los creó». El redactor del Génesis insistió en la
igualdad de hombre y mujer para corregir el intolerable machismo,
la dominación del varón. Es una lacra que todavía hoy venimos
arrastrando en nuestra cultura y que tiene sus versiones bien
lamentables en la organización social y eclesial. Si la salvación
cristiana debe perfeccionar el proyecto de la creación, la dignidad
de la mujer, como persona humana tan digna de respeto como el
varón, sigue siendo imperativo del evangelio. Entre los bautizados
o revestidos de Cristo «ya no hay ni hombre ni mujer» (Gál 3,27).
2. «A todo da vida y aliento»
CREACION/PRESENCIA-D: Jesús de Nazaret celebró la
presencia de Dios en los lirios del campo y en los pajarillos que
cruzan los espacios; toda la creación es la tierra cultivada por la
solicitud del Padre, sembrador y viñador según las parábolas
evangélicas. Y así lo celebraron también los primeros cristianos:
«El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es el Señor
del cielo y la tierra, a todos da la vida, el aliento y todas las cosas».
Ha creado la tierra, la luz; ha infundido y mantiene su aliento en
todos los vivientes, hasta «en los monstruos marinos» (Gn 1,21).
Consiguientemente toda la creación tiene una realidad sagrada y el
amor supremo de Dios resuena perpetuamente a través del
universo. Los grandes místicos han gustado bien esta dimensión,
fruto de la presencia viva y activa del Creador en todas las
realidades creadas. Ya es conocido el cántico de las criaturas
donde Francisco de Asís nos abre su corazón de «hermano» en
toda su dimensión cósmica. Teresa de Jesús escribió:
«Aprovechábame a mí también ver campo, o agua o flores; en
estas cosas hallaba yo memoria del Creador; digo que me
despertaban y recogían y servían de libro»2. Por su parte Juan de
la Cruz canta en tono poético esa profunda experiencia teologal:
«Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura e
yéndolos mirando con solo su figura vestidos los dejó de
hermosura»3. Cuando Teresa de Lisieux visitó las ruinas de
Pompeya destruida por la erupción del Vesubio, hizo un
comentario: «Dichas ruinas demuestran bien a las claras el poder
de Dios que mira a la tierra y la hace temblar, que toca las
montañas y las reduce a humo» 4.
Estos grandes místicos viven intensamente la presencia teologal
que da sentido al universo, cantan los salmos bíblicos y celebran
los himnos litúrgicos: «De mañana te encuentro Vigor, Origen, meta
de los sonoros ríos de la vida; tus manos son recientes en la rosa y
estás de corazón en cada cosa. No hay brisa que no alientes,
monte si no estás dentro, ni soledad en que no te hagas fuerte.
Todo es presencia y gracia. Vivir es este encuentro» 5.
Por eso la creación, toda ella sagrada, puede sufrir la
profanación, y no es tolerable la insensata depredación y atropello
contra la naturaleza. El trato reverente sobre nuestro entorno
creacional y los derechos de todos los vivientes encuentran aquí
un buen fundamento teológico. No hace mucho leí un libro titulado
«Pertenecer al universo». Cuando se tiene sentido de esta
pertenencia, se ama de verdad a todos los vivientes y a la creación
entera como el todo de que uno forma parte, y cuyo destino
también participa.
3. «En él existimos, nos movemos y actuamos»
Con el lenguaje propio de la filosofía griega, Tomás de Aquino
decía que Dios está en todas las cosas como causa del ser; no
sólo en su aparición sino también en cada instante de su
existencia. Como el ser es lo más íntimo y lo más profundo de cada
realidad, y Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos,
continuamente nos está haciendo ser. Como el cimiento que
sostiene la casa, o mejor como la fuente que alimenta el sonido
fresco del regato. Y si nuestro Creador es Padre, cada momento
de nuestra existencia es un regalo de su amor.
Según esta visión, hombres y mujeres sólo vivimos nuestra
verdad desde Dios que nos da la respiración incluso cuando
libremente le volvemos la espalda y nos escondemos como Adán
pretendiendo ignorar nuestra condición de criaturas que no
soportan la presencia del Creador. A pesar de todo, desde el fondo
de nosotros mismos una y otra vez llega la voz de Alguien que nos
«re-crea» por amor: «¿Dónde estás?» (Gén 3,9). No hay por
consiguiente ninguna situación, ni siquiera situaciones que Dios no
quiere, donde no podamos encontrarnos con nuestro Creador.
Pero a Dios no le buscaríamos si antes no le hubiéramos
encontrado; él nos ama primero y por eso decimos que nuestro
encuentro es gracia. En su visión unitaria de creación-salvación,
Tomás de Aquino afirma que la gracia no destruye la naturaleza
—proceso creacional y dinamismo de humanización— sino que la
perfecciona. Tiene que haber correspondencia entre el «hálito»
infundido por Dios en la primera pareja y ese nuevo impulso de
vida que llamamos gracia. El único Espíritu, que es Dios mismo
interiorizado en nosotros, nos constituye como imágenes del
Creador y nos perfecciona como hijos. No me resisto a transcribir
unas frases de Simone Weil que reflejan muy bien cómo procede la
filiación por la gracia: «Llega un día en que el alma pertenece a
Dios; en que no solamente da su consentimiento al amor, sino en
que de forma verdadera y efectiva ama. Debe entonces atravesar
el universo para llegar hasta Dios. El alma no ama como una
criatura con amor creado; el amor que hay en ella es divino,
increado. Es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella
misma»6. Según la tradición patrística, el proyecto de la creación
culmina cuando hombre y mujer llegan a ser «hijos en el Hijo», e
«imagen en la Imagen». Jesús de Nazaret es la humanidad en que
se ha encarnado el amor divino y lugar donde todos podemos
participar ese amor.
4. «Nos hace justos»
Todos necesitamos ser aceptables y aceptados; ser amados y
sentirnos útiles. Necesitamos justificación para seguir viviendo; por
eso tratamos de hacernos valer ante nosotros mismos y ante los
demás; por eso magnificamos todo lo que hacemos y tratamos de
quedar bien cuando no hacemos lo que debemos. Esta necesidad
permanente se agudiza más en nuestra sociedad, donde se ha
perdido el sentido global de la existencia, pesa mucho «la
insoportable levedad del ser», y males insolubles cierran el
horizonte a la esperanza. Necesitamos ser liberados de la
culpabilidad y del agobio para mirar con simpatía no sólo a la
humanidad sino también a nuestra propia existencia de personas.
a) I\lovedad evangélica sobre Dios
Según la fe cristiana, vivimos desde Dios, y caminamos en la
verdad de nosotros mismos, cuando nos sentimos mantenidos,
acompañados, perdonados y acogidos por el amor gratuito e
incondicional de Aquel que nos fundamenta. Es el encuentro
interpersonal que llamamos gracia. El pecado no es más que matar
la verdad —nuestra verdad de criaturas gratuitamente amadas y la
verdad del Creador como Padre—con la injusticia, negando «lo
suyo» a Dios y a nosotros mismos (Rm 1,18).
Y aquí viene la novedad evangélica sobre Dios que nos justifica
y mira siempre con esperanza porque tiene «un corazón
generoso». Está de nuestra parte y a favor nuestro antes de que le
invoquemos, nos ama primero y aunque nosotros seamos
pecadores. Fácilmente sucumbimos ante otro esquema religioso
donde la divinidad aparece como juez implacable y omnipotencia
arbitraria o caprichosa. La noticia de Jesús es Dios «Padre»,
misericordia entrañable y trascendente o incomprensible por su
misma cercanía. La gratuidad de Dios que nos ama primero es el
evangelio cristiano: «La infinitud del espacio y del tiempo nos
separa de Dios. ¿Cómo buscarlo? ¿Cómo ir hacia él? Aunque
caminásemos durante siglos, no haríamos más que girar alrededor
de la tierra. Incluso en avión no podríamos hacer otra cosa; no nos
es posible ascender verticalmente, no podemos dar un paso hacia
los cielos. Dios atraviesa el universo y viene hasta nosotros. Por
encima de la infinitud del espacio y del tiempo, el amor
infinitamente más infinito de Dios viene y nos toma» 7.
Dentro de la tradición católica latina, ha tenido su influencia en el
olvido de la novedad evangélica una reacción extremista de la
teología y de la predicación contra la Reforma protestante del s. xv.
En una época eclesial donde las prácticas religiosas se
presentaban con frecuencia como precio seguro para ganar el
cielo, Lutero insistió en que sólo nos puede hacer santos la
misericordia de Dios y nuestra confianza de niños en brazos de su
Padre. La Iglesia en el concilio de Trento supo reaccionar con
equilibrio y confesó la fe cristiana: Nos hace justos «Dios
misericordioso», comunicándonos su propia justicia; somos
justificados gratuitamente; pero en ese dinamismo entra también
nuestra libertad y las obras realizadas responsablemente (DS
1529, 1554). En su apasionamiento apologético, la teología y la
predicación de la Contrarreforma olvidaron el aspecto válido en la
denuncia de los reformadores, y dejaron un poco de lado la
dimensión de gratuidad, poniendo el énfasis en las obras. Una
moral preceptiva desde fuera y la obsesión por hacer méritos con
obras, se impuso a una moral de la ley nueva que, según la
tradición agustiniano-tomista, es «la gracia del Espíritu Santo que
se da por la fe en Cristo»8.
b) Convertirnos a la novedad de la gracia
Todavía hay muchos católicos que sólo se creen justificados por
lo que hacen, por sus obras y por sus méritos. Esa obsesión
cuadra bien con la mentalidad de nuestra sociedad, donde cada
uno debe competir para demostrar que vale y puede ser aceptable.
Hay personas religiosas practicantes que no se sienten
gratuitamente amadas, perdonadas y justificadas; andan torturadas
por un perfeccionismo espartano, siempre paralizadas por el miedo
a fallar y sin verdadera esperanza teologal. Pero si realmente ha
calado en nosotros la buena noticia de Dios que nos ama porque
es bueno y nos hace justos por gracia, cambian la raíz, la
inspiración y el clima de nuestra conducta. Sabiéndonos
justificados porque Alguien nos ama primero y nos acepta
incondicionalmente, ya no perdemos el tiempo en demostrar que
valemos, sino que, motivados por ese amor, nos vemos impulsados
a relacionarnos con los otros, amando, perdonando, acogiendo y
trabajando por su liberación. Las obras aquí no son precio pagado
para demostrar la propia valía ni conseguir el cielo, sino fruto y
consecuencia de haber sido alcanzados y transformados por el
amor gratuito. Las obras son expresión de la fe o encuentro
interpersonal de la gracia, como escribe Sant 2,18: «¿Tú tienes
fe?; pues yo tengo obras; pruébame tu fe sin obras, y yo te
probaré por mis obras la fe».
Hace treinta años, muchos cristianos, en buena parte religiosas y
religiosos, sensibles a la llamada del Concilio y conmovidos por el
clamor de los pobres, salieron de sus refugios seguros y bajaron al
ruedo para trabajar codo a codo con los demás en el empeño de
justicia y de liberación. Pasadas tres décadas y viendo que la
ebullición se ha desinflado, uno se pregunta si en aquellos
compromisos y estrategias sociopolíticos no se dejó un poco de
lado esa gratuita y permanente autocomunicación de Dios que nos
precede, nos acompaña y garantiza nuestra eficacia en la llegada
de la sociedad fraterna. Nuestra fe cristiana se apoya no tanto en
proyectos y estrategias intrahistóricos sino en Alguien, el «Dios del
reino», misterio inefable siempre mayor, pero también siempre
activo en nuestro dinamismo social.
c) La justicia nueva
Hay una justicia legal que no siempre hace justicia verdadera;
puede ocurrir incluso que los cumplimientos legales encubran
intereses bastardos y amparen posiciones privilegiadas injustas.
Ante la posible perversión, Jesús avisa: «Si vuestra justicia no es
mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de
los cielos» (Mt 5,20). La justicia que practica el padre del hijo
pródigo y el señor que paga jornal completo también a los obreros
que llegan tarde al tajo, va más allá de la justicia legalista;
responde a un amor gratuito que da no lo que se merece sino lo
que se necesita. Una justicia inspirada en la misericordia.
Jesús de Nazaret es «el Justo»; en su conducta histórica realiza
la justicia de Dios; movido a compasión, trata de rectificar lo
torcido. La gracia que nos hace justos es Dios mismo que viene a
ser inspiración y fuente de nuestras acciones justas. Es una justicia
del corazón, motivada por la pasión de la justicia. En la experiencia
cristiana, justicia y amor mutuamente se implican. Según la
revelación bíblica, Dios es amor y es justicia; misericordioso y
defensor de los pobres. Con frecuencia y con razón remitimos al
evangelista Juan cuando escribe: «quien ama, conoce a Dios».
Pero no tienen igual audiencia otros textos del mismo evangelista
donde se dice que Dios es justo, y le conocen quienes practican la
justicia9. Al fin y al cabo la justicia no es más que concreción del
amor en situaciones de injusticia.
CARIDAD/JUSTICIA JUSTICIA/CARIDAD: El evangelio no hace
distinción entre amor al prójimo y justicia; hemos sido nosotros
quienes hemos inventado la distinción entre justicia y caridad.
Quizás porque así uno se figura ser buen cristiano practicando «la
caridad» entendida como limosna de lo que sobra, y creyéndose
dispensado de compartir todo cuanto es y cuanto tiene. Las
parábolas del rico Epulón y del hacendado insensato no permiten
la distinción entre «caridad» y justicia. Dado que la justicia implica
una dimensión social ya que las personas sólo son reales dentro
de una sociedad organizada, es preciso también hablar de «una
caridad política»: un amor que fructifica en compromiso histórico y
en sufrimiento por alcanzar una convivencia más humana y más
justa.
5. En medio de los conflictos
CONFLICTOS/NECESIDAD: Todos soñamos en esa utopía
cuando lobo v cordero convivirán pacíficamente, cuando los
hombres no se adiestrarán para la guerra sino para compartir
fraternalmente. Por eso cuando llegan los conflictos, tratamos de
ignorarlos, o evitarlos dando un rodeo como, según la parábola del
buen samaritano, hizo el funcionario del templo para no
encontrarse cara a cara con el expoliado y medio muerto junto al
camino. Sin embargo los conflictos surgen como nuestra sombra de
cada día.
En la existencia humana los conflictos son ineludibles al
encontrarnos con los demás que son distintos de nosotros, que
cuestionan nuestros puntos de vista y ponen a prueba nuestras
más firmes seguridades. Y hay otra dimensión más íntima de esta
conflictividad: la tensión que cada uno llevamos entre lo que somos
en realidad y lo que deseamos ser; entre lo que poseemos y lo que
aún nos falta. No estamos a la altura de lo que presentimos y
anhelamos.
Los cristianos deberíamos ver esta conflictividad como normal no
sólo antropoló- gicamente, sino recordando la historia de Jesús y
su evangelio. Según Marcos, desde los primeros pasos en su
actividad pública el Mesías sufrió la incomprensión de las
autoridades religiosas judías y entró en conflicto con ellas. Al ver
las intervenciones llamativas de aquel hombre y las palabras de
autoridad que pronunciaba, los ortodoxos dogmáticos se
preguntaban con mala intención: «¿De dónde viene a éste todo
eso?; ¿quién le ha dado autoridad?: ¿no es el carpintero, hijo de
María?». Estaban desconcertados y en varias ocasiones intentaron
apedrearlo por blasfemo. Los mismos familiares no le
comprendieron, y los pueblos de Galilea donde Jesús proclamó su
evangelio tampoco creyeron. Tuvo que aceptar el conflicto y el
fracaso: «Un profeta sólo es despreciado en su tierra». Sin
embargo, y aunque estaba sorprendido de la falta de fe, no se
desanimó, «seguía recorriendo las aldeas de la región y
enseñando».
Los evangelios también sugieren un proceso dificil y conflictivo
en la misma intimidad de Jesús; su actividad como predicador
carismático y ambulante discurrió en una historia con sus crisis,
tentaciones e interrogantes. Todavía momentos antes del martirio
se preguntaba una y otra vez por qué tenía que morir. Pero en
medio de todos los conflictos, como fuego que caldea y como
alimento que da vida, experimentaba la misericordia de Dios: «No
estoy solo porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). Todavía hoy
los especialistas siguen preguntando por qué Jesús se lanzó a
Jerusalén metiéndose a quemarropa en el conflicto que de hecho
le llevó a la cruz. Iluminados por el Espíritu, los creyentes
confesamos que, perdonando a sus enemigos mientras agonizaba,
el Crucificado hizo presente la misericordia de Dios y abrió un
camino definitivo de paz en medio de los conflictos.
a) «Me complazco en las injurias y persecuciones»
Cuando en nuestra existencia encontramos personas que son
diferentes, no piensan como nosotros, e incluso se oponen a
nuestras formas de vivir, nos defendemos. Unas veces poniéndolas
el título de «malas»; si, por ejemplo, logramos incluir a los pobres
entre los «vagos e indolentes» que sufren los efectos del propio
pecado, ya nos creemos dispensados de ayudarles; si a nuestro
enemigo lo declaramos malvado sin posible redención, tenemos las
manos libres para eliminarlo. Cuando no es posible una
descalificación tan drástica tratamos en lo posible de reducir al otro
a nuestras propias ideas o costumbres, negándole la posibilidad y
el derecho a ser él mismo, diferente de nosotros.
En la vida de cristianos auténticos que son los santos
canonizados, los conflictos fueron denominador común. Y los
superaron dejándose alcanzar y transformar por la misericordia del
Padre. Pablo de Tarso fue un seguidor relevante de Jesús.
También él sufrió «flaquezas, injurias, necesidades y angustias».
Pero comprendió que la misericordia o amor gratuito de Dios ante
la miseria humana se manifiesta en la debilidad, en la pobreza de
las personas que se dejan alcanzar y transformar por esa
misericordia: «Te basta mi gracia, pues mi fuerza se muestra
perfecta en la flaqueza; cuando estoy débil, entonces es cuando
soy fuerte» (1 Cor 12,10). Teresa de Lisieux gustó esa misma
sabiduría de la cruz: en la incomprensión de sus mismas hermanas
carmelitas y en las muchas contrariedades que sobrevinieron,
comenta: «Sentí que entraba en mi corazón la caridad, y
experimenté la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto
a los demás».
Si el evangelio nos recomienda que amemos a nuestros
enemigos, da por supuesto que los tenemos y que la reacción
espontánea tiende a eliminarlos. Y enemigo no es sólo quien
pensadamente intenta matarnos o matar a nuestros seres
queridos; también lo es cualquier otra persona cuyos puntos de
vista, gustos, o formas de vivir se oponen y entran en colisión con
los nuestros. Frecuentemente los conflictos nos ahogan y
destruyen porque no descubrimos en ellos al Padre misericordioso
que con su amor a todos dignifica. Cuando me encuentro acogido,
sostenido y acompañado por ese amor, me valoro a mí mismo y
valoro mis propias convicciones. Pero como el «otro» también es
amado y dignificado por esa misma presencia divina, sus propias
convicciones también son dignas de todo respeto. El Padre de la
misericordia está en medio de los conflictos dándonos consistencia
e invitándonos a reconocer nuestra propia verdad: imágenes del
Creador, capaces de tener nuestras convicciones, pero también
criaturas deficientes. Cuando aceptamos esa verdad para nosotros
y para los demás, es posible superar el conflicto y descubrir, en
posiciones distintas a la nuestra oportunidad para salir de nuestra
propia tierra y dar un paso hacia la verdad completa. Si
mantenemos nuestra comunión con Dios, los conflictos pueden ser
momentos saludables.
b) «Nada podrá separarnos del amor de Dios»
Pablo, un fariseo celoso que había puesto su confianza en las
prácticas religiosas y en la observancia estricta de las leyes, un día
fue alcanzado por el evangelio y cayó de su caballo, símbolo del
hombre que con sus propias batallas pretende imponer la paz en el
mundo. Gustó la buena noticia: somos justificados por «el don de la
gracia», y tenemos acceso a esta gracia por la fe; Dios nos ama
incluso «cuando todavía somos pecadores» (Rm 3,24; 5,1-2). Con
esta revelación, su vida cambió de mentalidad y de sentido, se
convirtió. Pablo conocía bien la explicación mítica del Génesis que
circulaba entre su grupo religioso -«en Adán hemos pecado
todos»-, pero en el encuentro con el Resucitado descubrió el
evangelio: «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm
5,20). El Apóstol no es un idealista; tiene que soportar una lucha
interna, pues no comprende su proceder: «No hago lo que quiero
sino que hago lo que aborrezco, el pecado habita en mí, no hago el
bien que quiero sino el mal que no quiero» (Rm 7,15). No se
declara culpable, pero confiesa que necesita ser ayudado para
salir de la situación: «¿Quién me librará de este cuerpo que lleva a
la muerte.» (Rm 8,24). Y celebra la novedad que ha recibido en su
encuentro con Jesucristo: «Se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador y su amor a los hombres; él nos salvó no por las obras de
justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su
misencorcila..., para que, justificados por su gracia, fuésemos
constituidos herederos en esperanza de la vida eterna» (Tit 3,4-6).
El evangelio libera de todos los agobios, porque ofrece una salida
gratuita e inesperada: donde había esclavitud hay ahora libertad,
la obsesión por cumplir la ley deja paso a una vida con espíritu;
tribulación, angustia ya no tienen espacio; ni la muerte ni la vida, ni
la altura ni la profundidad, ni cualquier otra criatura «podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor
nuestro; en todo salimos vencedores gracias a Aquel que nos
amó» (Rm 8,4; 15,31).
La conversión de Pablo ha plasmado muy bien la novedad
cristiana de gracia. Cuando tomamos conciencia del conflicto que
todos llevamos dentro, espontáneamente nos preguntamos: ¿Por
qué, viendo y aprobando lo mejor, muchas veces en la práctica
elijo y hago lo peor? ¿Por qué no hago el bien que quiero y en
cambio hago lo que no quiero? El enigma que pertenece a nuestra
finitud de criaturas se traduce con frecuencia en interrogante
subjetivo y ético: ¿Quién es culpable de esta situación? Y la
pregunta se hace más ineludible hoy cuando ya conocemos
mecanismos perversos que corrompen las estructuras sociales: ¿A
qué sujeto debe atribuirse la culpa en esa injusticia estructural?
Estemos o no conformes con nuestra forma de ser,
insatisfacción, culpabilidad y sufrimiento pertenecen a la misma
condición de criatura humana. La situación no es causada por
Dios, y el sentimiento de culpabilidad, más o menos difuso, existe
aunque no haya fe ni la divinidad entre en escena. Lo malo es
cuando nos hacemos una falsa imagen de Dios viéndolo como
señor tirano que nos culpabiliza, nos tortura por nuestra mala
conducta, y no queda satisfecho hasta que paguemos el último
centavo. Esa percepción de la divinidad nada tiene que ver con el
Padre misericordioso revelado en Jesús de Nazaret: el honor de
Dios históricamente se manifiesta en que todos y todas tengan vida
y libertad «en plenitud». Nunca quiere nuestro mal, y está siempre
a nuestro lado para librarnos de las angustias y de los males.
Cuando, en este mundo huérfano, desconfianza, depresión,
angustia y culpabilidad nos comen los hígados, hay que recordar y
actualizar la buena noticia: «Tu esposo es tu Hacedor» (ls 54,5).
Como el marido a su esposa, Dios nos ama incondicionalmente,
también cuando somos pecadores: «Siento que el amor me
penetra y me rodea; me parece que ese Amor misericordioso
renueva y purifica a cada instante mi alma, no dejando en ella traza
de pecado» 10. Nos ha creado como proyecto que se debe realizar
en la historia, nos acompaña por el camino, nos hace justos con su
gracia y nos libra de nuestras angustias: «En caso de que nos
condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra
conciencia». Es trascendente y queda más allá de nuestras
previsiones en su misma cercanía de amor hacia nosotros (1 Jn
3,20).
JESÚS
ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 73-90
........................
1. S. Weil. o.c. 81.
2. Vida, 9,5.
3. San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual. Canciones entre el alma y el
esposo.
4. «Manuscrito A» en Obras Completas, p. 196.
5. Himno de Laudes en el jueves de la II Semana.
6. O.c. 84
7. S. Weil, o.c. 84.
8. Tomás de AQUINO, Suma Teológica, I-II,106,1.
9. «Dios es amor v todo el que ama ha nacido de Dios y conove a Dios» (1
Jn 4,7). Pero lo mismo dice de la justicia: «Si sabéis que él es justo,
reconoced que todo el que obra la justicia, ha nacido de Él» (1 Jn 2,29).
Ya Jr 22,16 identifica conocimiento de Dios y práctica de la justicia.
10. Teresita del Niño Jesús, «Manuscrito a», en Obras Completas, p. 259.