MAGISTERIO
DE LA IGLESIA
(1870-1877)
CONC. VATICANO
CONCILIO
VATICANO, 1869-1870
XX
ecuménico (sobre la fe y la Iglesia)
SESION
III
(24
de abril de 1870)
Constitución
dogmática sobre la fe católica
...
Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe, reunidos
en el Espiritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad nuestra,
apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional tal como santamente
custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la Iglesia Católica,
hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro en presencia
de todos la saludable doctrina de Cristo, después de proscribir y condenar
—por la autoridad a Nos por Dios concedida— los errores contrarios.
Cap.
1. De Dios, creador de todas las cosas
[Sobre
Dios uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de las cosas]. La
santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo
Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente,
eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en
toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular,
absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado como distinto del mundo,
real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso por
encima de todo lo que fuera de Él mismo existe o puede ser concebido [Can.
1-4].
[Del
acto de la creación en sí y en oposición a los errores modernos, y del efecto
de la creación]. Este
solo verdadero Dios, por su bondad “y virtud omnipotente”, no para aumentar
su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por
los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, “juntamente
desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la
espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana,
como común, constituída de esplritu y cuerpo” [Conc. Later. IV, v. 428; Can
2 y 5].
[Consecuencia
de la creación]. Ahora
bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna, alcanzando
de un confín a otro poderosamente y disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap.
8, 1]. Porque todo está desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13],
aun lo que ha de acontecer por libre acción de las criaturas.
Cap.
2. De la revelación
[Del
hecho de la revelación sobrenatural positiva]. La
misma santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas
las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana
partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo
de la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom.,
1, 20]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano
por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su
voluntad, como quiera que dice el Apóstol: Habiendo Dios hablado antaño en
muchas ocasiones y de muchos modos a nuestros padres por los profetas, últimamente,
en estos mismos días, nos ha hablado a nosotros por su Hijo [Hebr. 1, 1 s;
Can. 1].
[De
la necesidad de la revelación]. A
esta divina revelación hay ciertamente que atribuir que aquello que en las
cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido
por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con
firme certeza y sin mezcla de error alguno. Sin embargo, no por ello ha de
decirse que la revelación sea absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su
infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar
bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana;
pues a la verdad ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón
del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman [1 Cor. 2, 9; Can.
2 y 3].
[De
las fuentes de la revelación]. Ahora
bien, esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal
declarada por el santo Concilio de Trento, “se contiene en los libros escritos
y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca de
Cristo mismo, o por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Esplritu
Santo transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros” [Conc.
Trid., v. 783]. Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, integros con
todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se
contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como
sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos,
no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por
ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como
tales han. sido transmitidos a la misma Iglesia [Can. 4].
[De
la interpretación de la Sagrada Escritura]. Mas
como quiera que hay algunos que exponen depravadamente lo que el santo Concilio
de Trento, para reprimir a los ingenios petulantes, saludablemente decretó
sobre la interpretación de la Escritura divina, Nos, renovando el mismo
decreto, declaramos que su mente es que en materias de fe y costumbres que atañen
a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido
de la Sagrada Escritura aquel que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a
quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras
santas; y, por tanto, a nadie es llcito interpretar la misma Escritura Sagrada
contra este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de los Padres.
Cap.
3. De la fe
[De
la definición de la fe]. Dependiendo
el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón
humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos
obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluutad
[Can. 1]. Ahora bien, esta fe que “es el principio de la humana salvación”
[cf. 801], la Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la
que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que
por Él ha sido revelado, no por la intrlnseca verdad de las cosas, percibida
por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que
revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can. 2]. Es, en efecto, la
fe, en testimonio del Apóstol, sustancia de las cosas que se esperan,
argumento de lo que no aparece [Hebr. 11, 1].
[La
fe es conforme a la razón]. Sin
embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón
[cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a los auxilios internos del Espiritu Santo
se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y,
ante todo, los milagros y las profecias que, mostrando de consuno luminosamente
la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados
a la inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso,
tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y
pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecias ¡ y de los Apóstoles
leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor
y confirmando su palabra con los signos que se seguían [Mc. 16, 20]. Y
nuevamente está escrito: Tenemos palabra profética más firme, a la que hacéis
bien en atender como a una antorcha que brilla en un lugar tenebroso [2 Petr.
1, 19).
[La
fe es en sí misma un don de Dios]. Mas
aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego
del alma; nadie, sin embargo, “puede consentir a la predicación evangélica”,
como es menester para conseguir la salvación, “sin la iluminación e
inspiración del Espiritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a
la verdad” [Conc. de Orange, v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre
por la caridad [cf. Gal. 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es
obra que pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios
mismo libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podria
resistir [cf. 797 s ¡ Can. 5].
[Del
objeto de la fe]. Ahora
bien, deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se
contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la
Iglesia para ser creidas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora
por su ordinario y universal magisterio.
[De
la nacesidad de abrazar y conservar la fe]. Mas porque sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6]
y llegar al consorcio de los hijos de Dios; de ahi que nadie obtuvo jamás la
justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna, si no perseverare
en ella hasta el fin [Mt. 10, 22; 24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos
cumplir el deber de abrazar la fe verdadera y perseverar constantemente en ella,
instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de
notas claras de su institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos
como guardiana y maestra de la palabra revelada.
[Del
auxilio divino externo para cumplir el deber de la fe]. Porque
a la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan
maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad
de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es decir, por su
admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte
de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y
perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación.
[Del
auxilio divino interno para lo mismo]. De lo que resulta que ella misma, como una bandera levantada para las
naciones [Is. 11, 12], no sólo invita a sí a los que todavia no han creído,
sino que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en
fundamento firmlsimo. A este testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud
de lo alto. Porque el benignlsimo Señor excita y ayuda con su gracia a los
errantes, para que puedan llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2,
4], y a los que trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr.
2, 9], los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz,
no abandonándolos, si no es abandonado [v. 804]. Por eso, no es en manera
alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han
adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones
humallas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el
magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner
en duda esa misma fe [Can. 6]. Siendo esto así, dando gracias a Dios Padre
que nos hizo dignos de entrar a la parte de la herencia de los santos en 1a luz
[Col. 1, 12], no descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando
al autor y consumador de nuestra fe, Jesus, mantengamos inflexible la confesión
de nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 2].
Cap.
4 De la fe y la razón
[Del
doble orden de conocimiento]. El
perpetuo sentir de la Iglesia Católica sostuvo también y sostiene que hay un
doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino tan bién
por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón
natural, y en otro por fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas
cosas que la razón natural puede alcanzar; se nos proponen para creer misterios
escondidos en Dios de los que a no haber sido divinamente revelados, no se
pudiera tener noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol, que atestigua que Dios es
conocido por los gentiles por medio de las cosas que han sido hechas [Rom.
1, 20]; sin embargo, cuando habla de la gracia y de la verdad que ha sido
hccha por medio de Jesucristo [cf. Ioh. 1, 17], manifiesta: Proclamamos
la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está escondida, que Dios
predestinó antes de los siglos para gloria nuestra, que ninguno de los
principes de este mundo ha conocido...; pero a nosotros Dios nos la ha revelado
por medio de su Espíritu. Porque el Espíritu, todo lo escudrina, aun las
profundidades de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10]. Y el Unigénito mismo alaba
al Padre, porque escondió estas cosas a los sabios y prudentes y se las reveló
a los pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25~.
[De
la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural.] Y, ciertamente,
la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente,
alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios,
ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los
misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo,
se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que
constituyen su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia
naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados
por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por
el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida
mortal peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2
Cor. 5, 6 s].
[De
la imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón]. Pero,
aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera
disensión puede jamás darse entre la fe y la razón como quiera que el mismo
Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la
luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir
jamás a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se
origina principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y
expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las
opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así, pues, “toda aserción
contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos que es absolutamente
falsa” [V Concilio de Letrán; v. 738]. Ahora bien, la Iglesia, que recibió
juntamente con el cargo apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el depósito
de la fe, tiene también divinamente el derecho y deber de proscribir la
ciencia de falso nombre [1 Tim. 6, 20], a fin de que nadie se deje engañar
por la filosofía y la vana falacia [cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por
eso, no sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas
conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la
doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que
están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la
falaz apariencia de la verdad.
[De
la mutua ayuda de la fe y la razón y de la justa libertad de la ciencia]. Y
no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino que además
se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los
fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las
cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los
errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la
Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien
lo ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o desprecia las ventajas
que de ellas dimanan para la vida de los hombres; antes bien confiesa que, así
como han venido de Dios, que es Señor de las ciencias [1 Reg. 2, 3]; así,
debidamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. A la verdad, la
Iglesia no veda que esas disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus
principios y método propio; pero, reconociendo esta justa libertad,
cuidadosamente vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la
doctrina divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que
pertenece a la fe.
[Del
verdadero progreso de la ciencia natural y revelada]. Y, en
efecto, la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un
hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino
entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente
guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener
perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa
madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de
una más alta inteligencia [Can. 3]. “Crezca, pues, y mucho y poderosamente se
adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada
uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia universal, de las
edades y de los siglos; pero solamente en su propio género, es decir, en el
mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia”.
Cánones
[sobre la fe católica]
1.
De Dios creador de todas las cosas
1.
[Contra todos los errores acerca de la existencia de Dios creador]. Si alguno
negare al solo Dios verdadero creador y sefior de las cosas visibles e
invisibles, sea anatema [cf. 17823.
2.
[Contra el materialismo.] Si alguno no se avergonzare de afirmar que nada
existe fuera de la materia, sea anatema [cf. 1783].
3.
[Contra el panteísmo.] Si alguno dijere que es una sola: y la misma la
sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea anatema [cf. 17823.
4.
[Contra las formas especiales del panteísmo.] Si alguno
dijere que las cosas finitas, ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos
las espirituales, han emanado de la sustancia divina, o que la divina esencia
por manifestación o evolución de sí, se hace todas las cosas, o, finalmente,
que Dios es el ente universal o indefinido que, determinándose a sí mismo,
constituye la universalidad de las cosas, distinguida en géneros, especies e
individuos, sea anatema.
5.
[Contra los pantéístas y materialistas.] Si alguno no confiesa que el
mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han
sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia [cf. 1783],
[contra
los güntherianos] o dijere
que Dios no creó por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama
necesariamente a sí mismo [cf. 1783],
[contra
güntherianos y hermesianos] o negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema.
2.
De la revelación
1.
[Contra los que niegan la teología natural.] Si alguno
dijere que Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser
conocido con certeza por la luz natural de la razón humana por medio de las
cosas que han sido hechas, sea anatema [cf. 1785].
2.
[Contra los deístas.] Si alguno
dijere que no es posible o que no conviene que el hombre sea enseñado por medio
de la revelación divina acerca de Dios y del culto que debe tributársele, sea
anatema [cf. 1786].
3.
[Contra los progresistas.] Si alguno
dijere que el hombre no puede ser por la acción de Dios levantado a un
conocimiento y perfección que supere la natural, sino que puede y debe
finalmente llegar por sí mismo, en constante progreso, a la posesión de toda
verdad y de todo bien, sea anatema.
4.
Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada
Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el santo
Concilio de Trento [v. 783 s], o negare que han sido divinamente inspirados, sea
anatema.
3,
De la fe
1.
[Contra la autonomía de la razón.] Si alguno dijere que la razón
humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios,
sea atlatema [cf. 1789].
2.
[Deben tenerse por verdad algunas cosas que la razón no alcanza por si misma.]
Si alguno dijere que la
fe divina no se distingue de la ciencia natural sobre Dios y las cosas morales y
que, por tanto, no se requiere para la fe divina que la verdad revelada sea creída
por la autoridad de Dios que revela, sea anatema [cf. 1789].
3.
[Deben guardarse en la fe misma los derechos de la razón.] Si alguno
dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos y
que, por lo tanto, deben los hombres moverse a la fe por sola la experiencia
interna de cada uno y por la inspiración privada, sea anatema [cf. 1790].
4.
[De la demostrabilidad de la revelacioin.] Si alguno dijere que no puede
darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre ellos, aun
las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas entre las fábulas o
mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con certeza y que con
ellos no se prueba legítimamente el origen divino de la religión cristiana,
sea anatema [cf. 1790].
5.
[Libertad de la fe y necesidad de la gracia: contra Hermes; v. 1618 ss.]
Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino que se
produce necesariamente por los argumentos de la razón; o que la gracia de Dios
sólo es necesaria para la fe viva que obra por la caridad [Ga].
5, 6], sea anatema [cf. 1791].
6.
[Contra la duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que es
igual la condición de los fie]es y la de aquellos que todavía uo han llegado a
la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de
poner en duda, suspendido el asentitniento, la fe que ya han recibido bajo el
magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la
credibilidad y verdad de su fe, sea anatema [cf. 1794].
4.
De la fe y la razón
[Contra
los pseudofilósofos y pseudoteólogos, sobre los que se habla ('en 1679 ss]
1.
Si alguno dijere que en la revelación divina no se contiene ningún verdadero y
propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser
entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente cultivada partiendo
de sus principios naturales, sea anatema [cf. 1795 s].
2.
Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal
libertad, que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque se opongan
a la doctrina revelada, y que no pueden ser proscritas por la Iglesia, sea
anatema [cf. 1797-1799].
3.
Si alguno dijere que puede suceder que, según el progreso de la ciencia, haya
que atribuir alguna vez a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido
distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia, sea anatema [cf. 1800].
Así,
pues, cumpliendo lo que debemos a nuestro deber pastoral, por las entrañas de
Cristo suplicamos a todos sus fieles y señaladamente a los que presiden o
desempeñan cargo de enseñar, y a par por la autoridad del mismo Dios y
Salvador nuestro les mandamos que pongan todo empeño y cuidado en apartar y
eliminar de la Santa Iglesia estos errores y difundir la luz de la fe purísima.
Mas
como no basta evitar el extravío herético, si no se huye también diligentísimamente
de aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél, a todos avisamos del
deber de guardar también las constituciones y decretos por los que tales
opiniones extraviadas, que aquí no se enumeran expresamente, han sido
proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.
SESION
IV
(18
de julio de 1870)
Constitución
dogmática I sobre la Iglesia de Cristo
[De
la institución y fundamento de la Iglesia.] El
Pastor eterno y guardián de nuestras almas [1 Petr. 2, 25], para
convertir en perenne la obra saludable de la redención, decretó edificar la
Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran
unidos por el vínculo de una sola fe y caridad. Por lo cual, antes de que fuera
glorificado, rogó al Padre, no sólo por los Apóstoles, sino también por
todos los que habían de creer en El por medio de la palabra de aquéllos, para
que todos fueran una sola cosa, a la manera que el mismo Hijo y el Padre son una
sola cosa [Ioh. 17, 20 s]. Ahora bien, a la manera que envió a los
Apóstoles —a quienes se había escogido del mundo—, como Él mismo había
sido enviado por el Padre [Ioh. 20, 21]; así quiso que en su Iglesia
hubiera pastores y doctores hasta la consumación de los siglos [Mt. 28,
20]. Mas para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la universal
muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la fe y de la comunión
por medio de los sacerdotes coherentes entre sí; al anteponer al bienaventurado
Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y
otra unidad y un fundamento visible, sobre cuya fortaleza se construyera un
templo eterno, y la altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se
levantara sobre la firmeza de esta fe. y puesto que las puertas del infierno,
para derrocar, si fuera posible, a la Iglesia, se levantan por doquiera con odio
cada día mayor contra su fundamento divinamente asentado; Nos, juzgamos ser
necesario para la guarda, incolumidad y aumento de la grey católica, proponer
con aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la institución,
perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico —en que estriba la
fuerza y solidez de toda la Iglesia—, para que sea creída y mantenida por
todos los fieles, según la antigua y constante fe de la Iglesia universal, y a
la vez proscribir y condenar los errores contrarios, en tanto grado perniciosos
al rebaño del Señor.
Cap.
1. De la institución del primado apostólico en el bienaventurado Pedro
[Contra
los herejes y cismáticos.] Enseñamos,
pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el primado de
jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y conferido
inmediata y directamente al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor.
Porque sólo a Simón —a quien ya antes había dicho: Tú te llamarás
Cefas [Ioh. 1, 42)—, después de pronunciar su confesión: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, se dirigió el Señor con estas solemnes
palabras: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni
la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo
que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella, y a ti te daré las llaves del reino de
los cielos. Y cuanto atares sobre la tierra, será atado también en los cielos;
y cuanto desatares sobre la tierra, será desatado también en el cielo [Mt.
16, 16 ss]. [Contra Richer, etc.v. 1503]. Y sólo a Simón Pedro confirió
Jesús después de su resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo
sobre todo su rebaño, diciendo: “Apacienta a mis corderos”. “Apacienta
a mis ovejas” [Ioh. 21, 15 ss].
A
esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido siempre
entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las torcidas
sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen instituída por Cristo
Señor en su Iglesia, niegan que sólo Pedro fuera provisto por Cristo del
primado de jurisdicción verdadero y propio, sobre los demás Apóstoles, ora
aparte cada uno, ora todos juntamente. Igualmente se oponen los que afirman que
ese primado no fue otorgado inmediata y directamente al mismo bienaventurado
Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de ésta a él, como ministro de la misma
Iglesia.
[Canon.]
Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituído por
Cristo Señor, príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la
Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente del mismo Señor
nuestro Jesucristo solamente primado de honor, pero no de verdadera y propia
jurisdicción, sea anatema.
Cap.
2. De la perpetuidad del primado del bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices
Ahora
bien, lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las
ovejas, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud y
bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del mismo Señor
en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la
consumación de los siglos. “A nadie a la verdad es dudoso, antes bien, a
todos los siglos es notorio que el santo y beatísimo Pedro, príncipe y cabeza
de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia Católica, recibió
las llaves del reino de manos de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor
del género humano; y, hasta el tiempo presente y siempre, sigue viviendo y
preside y ejerce el juicio en sus sucesores” [cf. Concilio de Éfeso, v. 112],
los obispos de la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada.
De donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según
la institución de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia
universal. “Permanece, pues, la disposición de la verdad, y el bienaventurado
Pedro, permaneciendo en la fortaleza de piedra que recibiera, no abandona el timón
de la Iglesia que una vez empuñara”.
Por
esta causa, fue “siempre necesario que” a esta Romana Iglesia, “por su más
poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos fieles hay,
de dondequiera que sean”, a fin de que en aquella Sede de la que dimanan todos
“los derechos de la veneranda comunión”, unidos como miembros en su cabeza,
se trabaran en una sola trabazón de cuerpo.
[Canon.]
Si alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo mismo, es decir, de
derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el
primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no es sucesor del
bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.
Cap.
3. De la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice
[Afirmación
del primado.] Por
tanto, apoyados en los claros testimonios de las Sagradas Letras y siguiendo los
decretos elocuentes y evidentes, ora de nuestros predecesores los Romanos Pontífices,
ora de los Concilios universales, renovamos la definición del Concilio Ecuménico
de Florencia, por la que todos los fieles de Cristo deben creer que “la Santa
Sede Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe, y
que el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de
los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia, y
padre y maestro de todos los cristianos; y que a él le fue entregada por
nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, plena
potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, tal como aun en
las actas de los Concilios Ecuménicos y en los sagrados Cánones se contiene”
[v. 694].
[Consecuencias
negadas por los innvadores.] Enseñamos, por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición
del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y
que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente
episcopal, es inmediata. A esta potestad están obligados por el deber de
subordinación jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de
cualquier rito y dignidad, ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no
sólo en las materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en
lo que pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el
orbe; de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto de
comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo
rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica,
de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación.
[De
la jurisdicción del Romano Pontífice y de los obispos.] Ahora
bien, tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella
ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos
que, puestos por el Espíritu Santo [cf. Act. 20, 28], sucedieron a los
Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la
grey que le fue designada; que más bien esa misma es afirmada, robustecida y
vindicada por el pastor supremo y universal, según aquello de San Gregorio
Magno: “Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido
vigor de mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente honrado, cuando no se
niega el honor que a cada uno es debido”.
[De
la libre comunicación con todos los fieles. ]
Además de la suprema potestad del Romano Pontífice de gobernar la Iglesia
universal, síguese para él el derecho de comunicarse libremente en el
ejercicio de este su cargo con los pastores y rebaños de toda la Iglesia, a fin
de que puedan ellos ser por él regidos y enseñados en el camino de la salvación.
Por eso, condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse
impedir lícitamente esta comunicación del cabeza supremo con los pastores y
rebaños, o la someten a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la
Sede Apostólica o por autoridad de ella se estatuye para el régimen de la
Iglesia, no tiene fuerza ni valor, si no se confirma por el placet de la
potestad secular [v. 1847].
[Del
recurso al Romano Pontífice como juez supremo.] Y porque
el Romano Pontífice preside la Iglesia universal por el derecho divino del
primado apostólico, enseñamos también y declaramos que él es el juez supremo
de los fieles [cf. 1500] y que, en todas las causas que pertenecen al fuero
eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo [v. 466]; en cambio, el
juicio de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no puede
volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su juicio [cf.
330 ss]. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la verdad los que afirman
que es lícito apelar de los juicios de los Romanos Pontífices al Concilio Ecuménico,
como a autoridad superior a la del Romano Pontífice.
[Canon.]
Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de
inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción
sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y a
las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia
difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda la
plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e
inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias, como sobre todos y cada
uno de los pastores y de los fieles, sea anatema.
Cap.
4. Del magisterio infalible del Romano Pontífice
[Argumentos
tomados de los documentos públicos.] Ahora
bien, que en el primado apostólico que el Romano Pontífice posee, como sucesor
de Pedro, príncipe de los Apóstoles, sobre toda la lglesia, se comprende también
la suprema potestad de magisterio, cosa es que siempre sostuvo esta Santa Sede,
la comprueba el uso perpetuo de la Iglesia y la declararon los mismos Concilios
ecuménicos, aquellos en primer lugar en que Oriente y Occidente se juntaban en
unión de fe y caridad. En efecto, los Padres del Concilio cuarto de
Constantinopla, siguiendo las huellas de los mayores, publicaron esta solemne
profesión: “La primera salvación es guardar la regla de la recta fe [...] Y
como no puede pasarse por alto la sentencia de nuestro Señor Jesucristo que
dice: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [Mt. 16,
18], esto que fue dicho se comprueba por la realidad de los sucesos, porque en
la Sede Apostólica se guardó siempre sin mácula la Religión Católica, y fue
celebrada la santa doctrina. No deseando, pues, en manera alguna separarnos de
la fe y doctrina de esta Sede [...] esperamos que hemos de merecer hallarnos en
la única comunión que predica la Sede Apostólica, en que está la íntegra y
verdadera solidez de la religión cristiana” [cf. 171 s].
Y
con aprobación del Concilio segundo de Lyon, los griegos profesaron: Que la
Santa Iglesia Romana posee el sumo y pleno primado y principado sobre toda la
Iglesia Católica que ella veraz y humildemente reconoce haber recibido con la
plenitud de la potestad de parte del Señor mismo en la persona del
bienaventurado Pedro, príncipe o cabeza de los Apóstoles, de quien el Romano
Pontífice es sucesor; y como está obligada más que las demás a defender la
verdad de la fe, así las cuestiones que acerca de la fe surgieren, deben ser
definidas por su juicio” [cf. 466].
En
fin, el Concilio de Florencia definió: “Que el Romano Pontífice es verdadero
vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los
cristianos, y a él, en la persona de San Pedro, le fue entregada por nuestro Señor
Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia
universal” [v. 694].
[Argumento
tomado del consentimiento de la Iglesia.] En
cumplir este cargo pastoral, nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a
fin de que la saludable doctrina de Cristo se propagara por todos los pueblos de
la tierra, y con igual cuidado vigilaron que allí donde hubiera sido recibida,
se conservara sincera y pura. Por lo cual, los obispos de todo el orbe, ora
individualmente, ora congregados en Concilios, siguiendo la larga costumbre de
las Iglesias y la forma de la antigua regla dieron cuenta particularmente a esta
Sede Apostólica de aquellos peligros que surgían en cuestiones de fe, a fin de
que allí señaladamente se resarcieran los daños de la fe, donde la fe no
puede sufrir mengua. Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo persuadía
la condición de los tiempos y de las circunstancias, ora por la convocación de
Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe,
ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina
Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que,
con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras
y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue prometido a los sucesores de Pedro
el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva
doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente
expusieran la revelación trasmitida por los Apósloles, es decir el depósito
de la fe. Y, ciertamente, la apostólica doctrina de ellos, todos los venerables
Padres la han abrazado y los Santos Doctores ortodoxos venerado y seguido,
sabiendo plenísimamente que esta Sede de San Pedro permanece siempre intacta de
todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de
sus discípulos: Yo he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y tú,
una vez convertido, confirma a tus hermanos [Lc. 22, 32].
Así,
pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue divinamente
conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que desempeñaran su
excelso cargo para la salvación de todos; para que toda la grey de Cristo,
apartada por ellos del pasto venenoso del error, se alimentara con el de la
doctrina celeste; para que, quitada la ocasión del cisma, la Iglesia entera se
conserve una, y, apoyada en su fundamento, se mantenga firme contra las puertas
del infierno.
[Definición
de la infalibilidad.] Mas
como quiera que en esta misma edad en que más que nunca se requiere la eficacia
saludable del cargo apostólico, se hallan no pocos que se oponen a su
autoridad, creemos ser absolutamente necesario afirmar solemnemente la
prerrogativa que el Unigénito Hijo de Dios se dignó juntar con el supremo
deber pastoral.
Así,
pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la
fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe
católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado
Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano
Pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es, cuando cumpliendo su
cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema
autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser
sostenida por la Iglesia universal—, por la asistencia divina que le fue
prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad
de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición
de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones
del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el
consentimiento de la Iglesia.
[Canon.]
Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir a esta
nuestra definición, sea anatema.
De
la doble potestad en la tierra
[De
la Encíclica Etsi multa luctuosa, de 21 de noviembre de 1873]
...
La fe, sin embargo, enseña y la razón humana demuestra que existe un doble
orden de cosas, y, a par de ellas, que deben distinguirse dos potestades sobre
la tierra: la una natural que mira por la tranquilidad de la sociedad humana y
por los asuntos seculares, y la otra, cuyo origen está por encima de la
naturaleza, y que preside a la ciudad de Dios, es decir, a la Iglesia de Cristo,
instituída divinamente para la paz de las almas y su salud eterna. Ahora bien,
estos oficios (de esta doble potestad, están sapientísimamente ordenados, a
fin, de dar a Dios lo que es de Dios, y al César, y por Dios, lo
que es del César [Mt. 22, 21]; “el cual justamente es grande, porque es
menor que el cielo; pues él mismo es también de Aquel de quien es el cielo y
toda criatura. A la verdad, de este mandamiento divino no se desvió jamás la
Iglesia, que siempre y en todas partes se esfuerza en inculcar en el alma de sus
fieles la obediencia que inviolablemente deben guardar para con los príncipes
supremos y sus derechos en cuanto a las cosas seculares, y enseña con el Apóstol
que los príncipes no son de temer para el bien obrar, sino para el mal
obrar, mandando a sus fieles que estén sujetos no sólo por motivo de la
ira, puesto que el príncipe lleva la espada para vengar su ira contra el
que obra mal, sino también por motivo de conciencia, pues en su oficio es
ministro de Dios [Rom. 13, 3 ss]. Mas este temor a los príncipes, ella
misma lo limitó a las malas obras, excluyéndolo totalmente de la observancia
de la divina ley, como quien recuerda lo que el bienaventurado Pedro enseñó a
los fieles: Que ninguno de vosotros tenga que sufrir como homicida o como
ladrón o como maldiciente o codiciador de lo ajeno; pero si sufre como
cristiano, no se avergüence por ello, sino glorifique a Dios en este nombre [1
Petr. 4, 15 s].
De
la libertad de la Iglesia
[De
la Encíclica Quod nunquam, a los obispos de Prusia, de 5 de febrero de
1875]
...
Nos proponemos cumplir los deberes de nuestro cargo al denunciar por estas
Letras con pública protesta a todos los que el asunto atañe y al orbe católico
entero, que esas leyes son nulas, por oponerse totalmente a la constitución
divina de la Iglesia. Porque no son los poderosos de este mundo los que Dios
puso al frente de los obispos en aquello que toca al santo ministerio, sino el
bienaventurado Pedro, a quien encomendó apacentar no sólo los corderos,
sino también las ovejas [cf. Ioh. 21, 16-17]; y por tanto por ninguna
potestad secular, por elevada que sea, pueden ser privados de su oficio
episcopal aquellos a quienes el Espíritu Santo puso por obispos para regir
la Iglesia de Dios [Act. 20, 28] .. Pero sepan los que os son hostiles que
al negaros vosotros a dar al César lo que es de Dios, no habéis de inferir
injuria alguna a la autoridad regia y en nada la habéis de negar, pues está
escrito que es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5,
29]; y juntamente sepan que cada uno de vosotros está dispuesto a dar al César
tributo y obediencia, no por motivo de ira, sino por conciencia [Rom. 13,
5 s] en aquellas cosas que están sometidas al imperio y potestad civil.
De
la explicación de la transustanciación
[Del
Decreto del Santo Oficio de 7 de julio de 1875]
A
la duda: “Si puede
tolerarse la explicación de la transustanciación en el Santísimo Sacramento
de la Eucaristía que se comprende en las proposiciones siguientes:
1.
Como la razón formal de la hipóstasis es ser por sí o sea subsistir por sí,
así la razón formal de la sustancia es ser en sí y no ser actualmente
sustentada en otro como primer sujeto; porque deben distinguirse bien estas dos
cosas: ser por sí (que es la razón formal de la hipóstasis) y ser en sí (que
es la razón formal de la sustancia).
2.
Por eso, así como la naturaleza humana en Cristo no es hipóstasis, porque no
subsiste por sí, sino que es asumida por la hipóstasis divina superior; así,
una sustancia finita, por ejemplo la sustancia del pan, deja de ser sustancia
por el solo hecho y sin otra mutación de sí, de que se sustenta en otro
sobrenaturalmente, de modo que ya no está en sí, sino en otro como en sujeto
primero.
3.
De ahí que la transustanciación o conversión de toda la sustancia del pan en
la sustancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo puede explicarse de la
siguiente manera: El cuerpo de Cristo al hacerse sustancialmente presente en la
Eucaristía, sustenta la naturaleza del pan, que deja de ser sustancia por el
mero hecho, y sin otra mutación de sí, de que ya no está en sí, sino en otro
sustentante; y por tanto, permanece, efectivamente, la naturaleza de pan, pero
en ella cesa la razón formal de sustancia; y, consiguientemente, no son dos
sustancias, sino una sola, a saber, la del cuerpo de Cristo.
4.
Así, pues, en la Eucaristía permanecen la materia y forma de los elementos del
pan; pero existiendo ya en otro sobrenaturalmente, no tienen razón de
sustancia, sino que tienen razón de accidente sobrenatural, no como si
afectaran al cuerpo de Cristo a la manera de los accidentes naturales, sino sólo
en cuanto son sustentados por el cuerpo de Cristo del modo que se ha dicho”.
Se
respondió: “Que la
doctrina de la transustanciación, tal como aquí se expone, no puede ser
tolerada”.
Del
placet regio
[De
la Alocución Luctuosis exagitati, de 12 de marzo de 1877]
...
Nos recientemente nos vimos forzados a declarar que puede tolerarse que las
actas de la institución canónica de los mismos obispos sean presentadas a la
potestad laica, [lo cual declaramos] con el fin de remediar, en cuanto de Nos
dependa, funestísimas circunstancias, en que ya no se trataba de la posesión
de bienes temporales, sino que se ponían en evidente peligro las conciencias de
los fieles, su paz y el cuidado y salvación de las almas, que es para Nos la
suprema ley. Pero en eso que hicimos para evitar gravísimos peligros, queremos
que pública y reiteradamente se reconozca que Nos absolutamente reprobamos y
detestamos aquella injusta ley que se llama placet regio, declarando
abiertamente que por ella se hiere la autoridad divina de la Iglesia y se viola
su libertad [v. 1829].