MENSAJE DE LAS PARABOLAS (2)

 

La mies en vías de crecimiento
(Mc/04/26-29)

«El Reino de Dios es como cuando un hombre arroja la semilla en su tierra. 
Mientras duerme y vela, de noche y de día, la semilla germina y crece sin que él sepa 
cómo. 
Por sí misma la tierra produce su fruto, primero la caña, luego la espiga, por fin el trigo 
que llena la espiga. 
Y cuando está maduro el fruto, mete la hoz porque la mies esta ya en sazón».

En la mirada de Nuestro Señor se funden dos espectáculos. En un primer plano, la 
campiña se cubre, cada año, de mieses; en un segundo plano, está la mies de las almas: 
«Levantad vuestros ojos, y ved los campos ya blancos para la siega» (Jn 4, 35). La mies 
espiritual crece con la mies temporal. Una misma fuente de luz y de calor —porque Dios es 
el sol de las almas y el sol visible le representa— hace madurar las dos cosechas. 
También algunos místicos han recibido el don de esta doble visión. Un san Francisco de 
Asís, una santa Hildegarda de Bingen contemplaban directamente, en la naturaleza, la 
actividad de Dios. El mundo es su ropaje. Las huellas de sus pasos están visibles en todas 
partes y el amante místico sigue así a Dios, en sus rastros. «Las huellas de Dios impresas 
en las cosas permitían a san Francisco seguir por todas partes a su Amado; de todas las 
criaturas hacía una escala para remontarse hasta el trono de Dios» (Tomás de Celano). 
En nuestros días nos sobrecoge el entusiasmo ante los avances de nuestros 
conocimientos del cosmos, de los secretos de la materia, de la vida, de la existencia 
humana, de nuestras técnicas y métodos de investigación científica, a los que se une una 
expansión inaudita de la inteligencia. Tal entusiasmo, como lo reconocían ya los antiguos, 
lleva en sí un carácter esencialmente religioso; depende de nuestra libertad y del don de 
Dios el que se desarrolle como verdadera mística cristiana, preparación de nuestro final 
escatológico. 
En todo caso, desde ahora todos los cristianos tienen a su alcance la santificación 
escatológica de sus esfuerzos. Trátese de la ciencia o de un orden más material, todo 
trabajo es una colaboración con la creación; ningún trabajo aparta de la dirección del Reino 
de Dios. 
El secreto de la fe está en encontrar a Dios, o en introducirlo, en cada momento, en los 
elementos y acontecimientos del mundo que, aparentemente, nada tienen que ver con su 
designio sobrenatural. 
El labrador ha arrojado su semilla en la tierra. Hecho esto, ha concluido su tarea. Y ya 
no piensa más en su tierra, vuelve a ocuparse en sus quehaceres de cada día. El trigo se 
levanta sin que él tenga que intervenir, sin que piense en ello, sin que se dé cuenta de ello. 
La tierra da fruto por sí misma. La lección se encierra en esa despreocupación del labriego. 
El Reino crece, semejante a la mies del campo. Nunca se ha frustrado la esperanza del 
campesino. Así, la esperanza del Reino conducirá a la humanidad hasta la siega. Jesús nos 
revela la certeza que llena su alma y le asegura el éxito de su mensaje. No hay que 
precipitar la hora decisiva. Con toda seguridad llegará, libremente, inevitablemente; en el 
secreto de su actividad, Dios la está preparando. Jesús habría podido repetir esta parábola 
a sus discípulos Santiago y Juan, cuando le propusieron hacer bajar fuego del cielo sobre 
los Samaritanos que le negaron hospedaje (Lc 9, 52-55). Los golpes de fuerza no son 
convenientes para el establecimiento del Reino de Dios. 
Frente a unas leyes de inercia que parecen entorpecer la obra de Dios se yergue en toda 
su majestad la ley de un poder irresistible, que levanta la creación hacia su Creador. 
Una vez que estemos aferrados a una buena postura, ciertos del progreso necesario del 
Reino, en el mundo, en nosotros y por nosotros —todo esto es parecido—, volvemos a 
encontrar a la vez el optimismo y la despreocupación. 
El optimismo se confunde con la alegría y la paz, frutos del Espíritu Santo: «Tengamos 
paz con Dios por Nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5,1). Este es el optimismo de Jesús. La 
victoria de su palabra estaba asegurada, a pesar de la obscuridad aparente que la 
envolvía: no se enciende la lámpara para ponerla debajo del celemín. 
«Nada hay oculto que no deba ser manifestado. No hay nada escondido sino para que 
venga a la luz» (Mc 4, 21-22). 
«Lo que os digo en las tinieblas, decidlo a la luz; lo que escucháis al oído, gritadlo desde 
los tejados» (Mt 10, 27). 
FE/VICTORIOSA: La victoria de la oración es también totalmente segura: «Pedid y 
recibiréis». Están aseguradas la firmeza de su Iglesia y su victoria sobre las fuerzas que se 
le oponen. La fe será siempre victoriosa. El optimismo de Jesús se desarrollaba con alegría: 
«Hay en la vida de Cristo una cosa que él oculta. A veces he pensado que era su alegría» 
(Chesterton). 
San Pablo y todos los grandes santos, los grandes creyentes, participan de este 
optimismo. San Pablo es el gran doctor de la confianza. El derrotismo no encaja con su 
teología de la salvación; el que nos ha elegido es el poder y la fidelidad por esencia. Si nos 
ha elegido, llevará hasta el final su gracia, nos glorificará. Cristianos y santos son títulos 
equivalentes. Para san Pablo, pues, la santidad no es un fenómeno extraordinario. Lo que 
resulta anormal es que haya otras cosas y no haya santos. Lo que es anormal es un 
cristianismo miedoso, exangüe, esperando no sé qué transfusión de sangre de una nueva 
civilización. Cuando nosotros somos la sal de la tierra, la luz del mundo. La santidad es un 
viaje que comienza por el bautismo y que debe terminar un día en el cielo. En el bautismo 
hemos adquirido unos compromisos, y los renovamos al menos una vez; ¿pensamos que 
también Dios, en ese dia, se ha comprometido solemnemente a salvarnos? ¿Y a salvar a 
muchos otros con nosotros? He ahí por qué rezuman gritos de optimismo las cartas del 
Apóstol. 
Indudablemente, él nos ha explicado en la carta a los Romanos lo trágico de la existencia 
humana; nosotros no seremos nunca los santos que hemos soñado; y, sin embargo, san 
Pablo concluye con un alarde de triunfo: «Si Dios está en favor nuestro, ¿quién estará 
contra nosotros? Si ha entregado a su Hijo único por nosotros, ¿qué nos podrá rehusar? 
¿Quién va a hacer de acusador de los elegidos de Dios que somos nosotros? ¿Quién nos 
separará del amor de Cristo, que nos envuelve como los amores juntos de un padre y una 
madre? Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni el tiempo, ni los Principados, ni 
el presente, ni el futuro, absolutamente ninguna criatura podrá arrancarnos del amor de 
Dios que se ha hecho cargo de nosotros en Cristo Jesús Señor Nuestro» (/Rm/08/31-39).
El optimismo y la confianzaa se extienden a la vida temporal. Dios hace que florezcan las 
flores y brote la hierba del campo, y alimenta a los pájaros; ¿cómo iba a desentenderse de 
nuestra vida carnal? «Aprended de los lirios del campo, ved cómo crecen; no trabajan ni 
hilan. Y yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos» (Mt 6, 
2~29).
FE/PREOCUPACION: La despreocupación acompaña 
normalmente a la confianza en Dios. Después de todo, el asegurar el éxito de la Iglesia, 
nuestra santidad, nuestros trabajos, sean los que sean, no es asunto nuestro; es cosa de 
Dios. A nosotros nos basta con cumplir nuestro quehacer de cristianos, con toda sencillez. 
El hombre de la parábola deja que la mies crezca ella sola: es un hombre sin preocupación, 
comenta Maldonado. Así es la despreocupación del Prefecto que ha preparado todo para la 
batalla del día siguiente y sin embargo duerme; la de San Pedro Canisio, que seguiría 
jugando al billar si se le dijera que su muerte está próxima. Se trata de una 
despreocupación que coloca la actividad humana en su verdadero sitio. El trabajo cristiano 
se armoniza perfectamente con esta despreocupación: el trabajo de los buenos labradores 
que «labran todos los años con el mismo cuidado las mismas tierras, a la vista de Dios, y 
las siembran». O hasta el juego de las niñas: «La inocencia de los niños es la gloria más 
grande de Dios. Todo lo que se hace durante la jornada es agradable a Dios, contando, 
naturalmente, con que se haga lo que hay que hacer» (Péguy). 
Según la parábola, estamos asistiendo a un crecimiento de maduración. El mundo 
entero, todas las generaciones, el espacio y el tiempo tienen su lugar en este campo de 
trigo, en esta cosecha que crece y madura en algunos meses, de una vez para siempre. 
Nosotros buscamos el fenómeno de una extensión lineal en el tiempo, las generaciones que 
se suceden, las mieses que se renuevan de año en año. Buscamos el avance y el 
progreso del Reino bajo la presión del tiempo. Con toda seguridad, es Dios el que tiene 
razón. El verdadero progreso se encuentra en lo intemporal, particularmente en la 
multiplicación de los santos y en la madurez de la vida espiritual en el conjunto de los 
cristianos de todos los tiempos.
«La Iglesia alarga con serenidad la lista de sus santos -escribía el P. Rousselot-. Todos 
diferentes y todos admirables, magnánimos y humildes de corazón, austeros y dulces, 
pasan por en medio de los hombres que con frecuencia, los persiguen y casi siempre los 
desprecian. Pero espiritualmente resplandecen, y, como mártires y místicos, siguen siendo 
sobre la tierra los testigos de Dios, los continuadores de Cristo, los héroes del Espíritu».
En el fondo, los santos son siempre iguales. Es como si los produjera una sola 
generación: todos desiguales como las hojas de un gran árbol, como las espigas de un 
campo de trigo, y en el fondo tan parecidos, porque todos ellos reproducen a Cristo. Dios 
los ha visto con esta semejanza. «Porque a los que de antes conoció, a esos los predestinó 
a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos 
hermanos» (Rm 8, 29). 
Siempre será la caridad igual a sí misma, como un latido del gran amor de Dios. Todas 
las maneras de ser santo son dignas. Un único ritmo dirige los esfuerzos de los cristianos 
mejores para llegar a alcanzar a Dios por amor. Después de los fundadores de la santidad 
esos modelos inimitables, que se imponen, como son Jesús, en categoría única, y luego 
Pablo, Juan, los Apóstoles, después de ellos he aquí a sus epígonos: los santos mártires 
como san Ignacio de Antioquía («yo, aunque sea el prisionero de Cristo y pueda contemplar 
las cosas del cielo y las jerarquías de los ángeles, las falanges de los principados, las 
cosas visibles e invisibles, con todo eso yo no soy todavía un verdadero discípulo de Cristo: 
y es que todavía no había sido triturado por los dientes de las bestias del anfiteatro). Vienen 
luego los santos de la mística intelectual y teológica de la escuela de Alejandría (los que 
purifican su inteligencia por la ascesis y, rechazando el «último vestido», ven resplandecer 
como en un espejo el esplendor divino; solamente entonces se es verdaderamente hombre 
y al mismo tiempo imagen perfecta de Dios, templo de la Santisirna Trinidad, Verbo de 
Dios). Luego están los monjes con la abnegación de su propia voluntad, que se resume en 
la obediencia a los superiores. Y después los santos de la «vida apostólica», los de la «vida 
evangélica» que inician el retorno a las fuentes primitivas, los santos de la tradición mística 
más reciente, los santos peregrinos, los santos ermitaños; finalmente, la muchedumbre que 
no pertenece a ninguna escuela... 

Nuestro crecimiento es necesario para los planes de Dios. De manera ordinaria, el 
germen de santidad depositado en nuestras almas irá creciendo hasta la santidad 
consumada, pero se sobrentiende siempre nuestra colaboración a la gracia. Sin duda 
alguna, por esta razón, la parábola que estamos comentando ha inspirado los primeros 
intentos de sistematizar las etapas de una vida espiritual. Escuchemos a 
·Gregorio-Magno-san: «El hombre arroja su semilla en la tierra, cuando pone en su 
corazón una buena intención (un buen deseo). Y hecho esto, debe apoyarse en Dios, 
descansando en la esperanza. Se acuesta al atardecer y se levanta por la mañana, porque 
va progresando en medio de los éxitos y de los fracasos. La simiente germina y crece sin 
que él lo sepa, porque, sin que él pueda recoger todavía el fruto de sus progresos, la virtud, 
una vez puesta en marcha, camina hacia su realización. La tierra da fruto por si misma, 
porque el alma del hombre, ayudada por la gracia, asciende por sí misma hacia el fruto de 
las buenas obras. Y esta misma tierra produce en primer lugar la caña, después la espiga, y 
por último los granos de trigo que llenan la espiga. Producir la caña significa que todavía se 
siente cómo la buena voluntad es débil. Llegar a la espiga quiere decir que la virtud se está 
desarrollando y nos empuja a multiplicar las buenas obras. Y la plenitud de los granos en la 
espiga significa que la virtud ha hecho ya tales progresos, que hemos llegado a la plenitud 
de la acción y de la constancia en el cumplimiento del deber. Cuando el fruto está maduro, 
se mete la hoz, porque todo es cosecha de Dios, una mies que le pertenece». 



CAPITULO II

LA ANTITESIS DEL REINO


Los períodos de la siembra y de la siega no son solamente distintos, sino que se oponen 
por una antítesis fundamental, que es la antítesis del plan divino. Si la siega descubre toda 
la gloria del Reino de Dios, otro tanto subraya la siembra su precariedad terrestre. Para que 
la gloria final del Reino sea toda de Dios, ¿no será conveniente que lo que esta llamado a 
hacerse tan grande, comience aquí en la tierra en el «misterio» y en la «pequeñez»?

El grano de mostaza
(Mt/13/31-32; Mc/04/30-32 y Lc/13/18-19)

«Sucede con el Reino de Dios como con un grano de mostaza que un hombre ha 
sembrado en su jardín. Es la más pequeña de las semillas, pero cuando ha crecido, es un 
árbol grande y los pájaros del cielo vienen a anidar en sus ramas». 

Los botánicos nos enseñan que la mostaza es la mostaza negra. «Esta planta es muy 
conocida en Palestina, donde, en las.tierras cálidas, como por ejemplo en el lago de 
Tiberíades y a lo largo del Jordán, alcanza las dimensiones de un árbol de tres a cuatro 
metros de altura y se hace hasta leñosa en su base. Esta es la mostaza (brassica nigra) de 
nuestros botánicos. Principalmente los jilgueros, que parecen muy aficionados a los granos 
de mostaza, vienen en bandadas a posarse sobre las ramas de este árbol (árbol de 
mostaza, dicen los árabes) y a comer sus granos» (Biever). 
Pero se corre el riesgo de que estas explicaciones científicas nos oculten el sentido 
profundo de la parábola. Por ejemplo, independientemente de los ornitólogos, nosotros 
conocemos ya los pájaros de esta parábola. Son los del sueño de Nabocodonosor: «Y vi un 
árbol en el centro de la tierra, exageradamente alto. El árbol creció, se hizo fuerte; su altura 
tocaba el cielo, y se veía desde los confines de la tierra. Y las aves del cielo anidaban en 
sus ramas» (Dn 4, 7-9). 
El árbol ha nacido en el jardín del Edén, y acompaña la historia de los grandes imperios 
de Oriente, todos ellos más o menos mesiánicos. El árbol sera el Reino del Mesías, y hasta 
representa al mismo Mesías. Lo encontramos en Ezequiel (31, 3-6), en el Libro de Daniel, y 
acaba de aparecer de nuevo en los Salmos del Mar Muerto: «Su sombra cubrirá el mundo 
entero, su cima llegará hasta los cielos y sus raíces llegarán hasta el abismo» (Hymn. VI, 
15-16). Así es también, Dios sabe por qué alquimia poética, la encina de Lafontaine: «La 
que tenía su cabeza cerca del cielo, y los pies tocaban el imperio de los muertos». 
Todo el meollo de la parábola reside en la antítesis entre la pequeñez de la simiente y la 
altura del árbol. Y así manifiesta la ley de síntesis que rige el Reino: la mediocridad de sus 
comienzos promete la floración del Reino escatológico. Nuestro Señor ha debido de alentar 
más de una vez a sus discípulos, asustados por el fracaso de su obra y por las amenazas 
que posaban sobre ella: «No temáis, rebaño pequeñito —les decía—, porque ha sido del 
agrado de vuestro Padre daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). En una de estas 
ocasiones les ha dicho esta parábola. Ellos estaban en las manos de Dios, como un 
comienzo insignificante, como grana, rama cortada del árbol del judaísmo; y en esos 
principios estaba ya toda la fuerza del futuro. Según la lógica de Dios, su debilidad 
condicionaba la futura grandeza del Reino que ellos llevaban consigo. Cualquier alma 
religiosa comprende esta lógica al revés. 
De la debilidad inicial a la grandeza final no hay, según una manera de pensar que 
debemos asimilar, verdadero desarrollo biológico. No se trata de dos realidades que estén 
naturalmente coordinadas; sino al contrario, la simiente y el árbol grande se contraponen. 
Lo mismo que hoy, ahora, se ve la pequeña semilla, un día se verá el árbol. 
La elección misma de una semilla pequeña arrastra la elección de la especie vegetal. Si 
Jesús no hubiera querido precisamente subrayar la debilidad de los comienzos del Reino, 
habría tomado una higuera, o una viña, o una palmera, un árbol de verdad, como lo hacía la 
tradición. 
Esto es lo que causaba escándalo y constituye el secreto inicial del plan divino. 
Tenemos que violentarnos, en nuestras perspectivas modernas, para poner el segundo 
acento de la parábola en la grandeza escatológica, la única con la cual forma en verdad 
una antítesis, dentro de los tiempos que vivimos, una debilidad, un estado de mediocridad, 
prendas de la gloria futura. Desde el Discurso sobre la Historia universal, ha habido muchos 
intentos por identificar el árbol grande con la Iglesia de hoy. «Para nosotros—escribía un 
gran exegeta—la enseñanza tiene el alcance de una profecía realizada. La historia nos 
hace asistir a los humildes comienzos y a los progresos del Reino de Dios, de región en 
región, pasando de los judíos hostiles a los paganos despreciativos. No tenemos más que 
abrir los ojos para ver establecido el Reino en el mundo entero, otorgando un cobijo a 
tantas almas que viven en él para Dios, invitando y esperando a los pueblos que quieran 
practicar su justicia y gustar su palabra» (Lagrange). 
Sería injusto insistir. El P. Lagrange sabía muy bien cuándo se alejaba de la exégesis 
histórica para arribar a las costas de la apologética. Y sabía, tan bien o mejor que nosotros, 
que ese Reino de Dios que él describía recordaba demasiado el mesianismo nacional y 
terrestre del judaísmo tardío. Sólo dentro de esta perspectiva cabe la alegoría de la 
exégesis judía: las aves representan a los paganos, que vienen a refugiarse con sus 
riquezas en una Jerusalén renovada, engrandecida hasta el infinito, glorificada. Para Jesús, 
el reino mesiánico es solamente el comienzo terrestre del «Reino de los cielos» es 
inseparable de su cumplimiento eterno, es ya espiritual. Las aves del cielo están en 
armonía con su dignidad celestial. La grandeza de la Iglesia está en su esencia celestial. La 
Iglesia no se realiza con las grandezas del orden humano. 
Pero ¿hasta qué punto pertenece verdaderamente la gloria a la Iglesia de hoy? ¿Está la 
Iglesia de hoy más cerca de su punto de llegada que de la humildad de las semillas? 
Estamos rozando el misterio de Dios. Pero cuando se piensa lo que será un día el 
cumplimiento final, cuando «pase» la figura de este mundo, todas las «grandezas» 
humanas posibles se evaporan. ¿Cómo iba Nuestro Señor a proponernos como objeto de 
admiración una situación de este mundo, él que sabe lo que será el final, pues viene del 
seno de la majestad divina? Aun suponiendo que fuera más espléndido que lo que nosotros 
podemos imaginar, seguiría siendo algo efímero, inestable, a infinita distancia del futuro 
celestial. ¡Allí es donde está el árbol grande! Y ante el tránsito del tiempo a la eternidad, 
todo lo que es temporal sigue estando en el punto de partida. Nosotros mismos, mientras no 
hayamos llegado, estamos siempre a punto de partir. 
Pequeñez, grandeza en lo secreto; así lo han comprendido los Padres. Ellos definen 
siempre la condición terrestre del Reino de Dios por un principio de humildad aquí abajo. A 
veces, es el mismo Cristo ese comienzo insignificante: «El Señor mismo se ha comparado 
con un grano de mostaza, la más amarga y la más pequeña de las semillas, pero cuya 
fuerza y poder ponen en ebullición los sufrimientos y las persecuciones» (Hilario). A veces 
es la fe, en algunas ocasiones los mártires (Ambrosio), y también la humilde predicación del 
Evangelio (Jerónimo). San Pablo había marcado la pauta: 
«Mirad vuestra vocación, hermanos, pues raros son entre vosotros los sabios según la 
carne, los poderosos, los nobles. Pero lo que es necio en el mundo, eso ha elegido Dios 
para confundir a los sabios. Lo que es débil en este mundo, es lo que Dios ha elegido para 
confundir a los fuertes. Dios ha elegido lo que carece de relieve en el mundo, lo que está 
despreciado, lo que no es, para destruir lo que es» (/1Co/01/26-28). 
La Iglesia seguirá siendo grande en su debilidad. Si fuera preciso elegir entre el 
cristianismo bajo Nerón y Diocleciano, y los tiempos de Constantino, entre la sangre de 
santa Inés y la púrpura de una Teodora, ¿qué cristiano dudaría? El día en que la Iglesia 
conquistó al Imperio romano, quedó vencida por él. ·Agustín-San ha vivido este período 
dramático, cuando los cristianos se convirtieron en masa: «Después de las persecuciones 
tan numerosas y tan crueles, una vez llegada la paz, una riada de paganos, deseosos de 
tomar el nombre de cristianos, encontraban un obstáculo en la costumbre que ellos tenían 
de celebrar las fiestas de sus falsos dioses con buenas tajadas y mucho vino. Y como no 
podían fácilmente privarse de estos placeres perniciosos, enraizados en ellos, nuestros 
pasados idearon como cosa buena sustituir las fiestas paganas con otras fiestas en honor 
de los santos mártires, que se celebraban sin sacrilegios, pero con los mismos excesos. 
Pero éste es el momento en que los que no se atreven a dejar de ser cristianos, se pongan 
a vivir según la voluntad de Cristo. Si quieren ser cristianos, que rechacen las concesiones 
que se les hicieron para llegar a serlo». 
En momentos parecidos, los anacoretas, los monjes vuelven a las fuentes del Evangelio. 
San Benito, en la gruta de Subiaco, es el grano de mostaza. Las reglas monásticas 
reencuentran el ideal de la vida evangélica y vuelven al núcleo de los Doce, al rebaño 
pequeñito, a la primera comunidad de Jerusalén con su pobreza y su caridad. Más tarde, 
las órdenes mendicantes encienden de nuevo la antorcha: «Observar el santo Evangelio». 
Sembrar en sí el grano de mostaza en la humildad. 
·Jerónimo-San ha descrito con complacencia, en un latín inolvidable, la debilidad de 
nuestra doctrina: «Praedicatio evangelii mínima est omnibus disciplinis. La predicación del 
evangelio es la más humilde de las teorías intelectuales. Esta doctrina, desde el comienzo 
mismo, parece absurda, cuando predica que un hombre es Dios, que Dios muere, el 
escándalo de la cruz. Comparad esta doctrina con las enseñanzas de los filósofos y de sus 
libros, con el brillo de su elocuencia y el orden perfecto de sus discursos, y veréis cómo la 
semilla del Evangelio es más pequeña que todas las otras simientes». 
Sustituyamos la filosofía por las sociologías modernas, y la elocuencia por las 
propagandas que arrastran al mundo, y podremos comprobar que la doctrina evangélica 
sigue siendo poca cosa. Pero esta debilidad es la de una doctrina despojada de lo 
accesorio, de los oropeles humanos, y está hecha para lograr la entrega del corazón 
humano a Dios. Para eso hace falta una cruz enhiesta. 
PASTORES/MAGOS: Y el reclutamiento de las personas es digno de la doctrina. «Los 
primeros visitadores del Verbo encarnado fueron los pastores y los magos —observa Mons. 
Benson—. Los pastores de Belén y los magos de Oriente, los más sencillos y los más 
sabios, pueden arrodillarse ante su cuna. Los más sencillos, es decir, los que están 
acostumbrados al silencio, a las estrellas, al nacimiento y a la muerte, los que no poseen 
ninguno de esos conocimientos que tan fácilmente pueden oscurecer las visiones claras. Y 
los más sabios, es decir, los que habían llegado a los límites de la sabiduría de entonces 
(aunque indudablemente tenían sobre el mundo físico infinitamente menos conocimientos 
que el más pequeño de los estudiantes de hoy), los que estaban tan cultivados e instruidos 
como podían estarlo en su época, los que podían abarcar con una mirada los mundos que 
habían explorado con su entendimiento y comprender a qué resaltados tan pobres habían 
llegado. Los individuos que pertenecen a estas dos últimas categorías no sienten de 
ninguna manera la tentación de creer que saben algo. La ciencia que han adquirido los 
lleva sólo a la conclusión de que lo ignoran todo. 
Pero siempre habrá en la Iglesia más pobres que sabios. Y los sabios entran en ella 
solamente por la puerta de la debilidad. ·Pasteur decía: «Cuanto más al fondo voy del 
misterio de la naturaleza, más sencilla se hace mi fe. Se parece ya a la fe del campesino 
bretón. Y tengo mil razones para pensar que, si yo pudiera todavía bajar más 
profundamente, mi fe se volvería semejante a la de la mujer de ese campesino». 
No nos gusta todavía mirar la debilidad de nuestra Iglesia en medio de los poderes de 
este mundo. Es verdad que la Iglesia tiene numerosos amigos en esos poderes, pero sus 
enemigos son temibles. ¿Por qué vamos a conservar aún la ilusión de que, después de la 
conversión de los emperadores romanos al cristianismo, han cesado ya las persecuciones? 
La historia tiene necesidad de una cierta perspectiva, menos tal vez para celebrar a los que 
lo han dado todo por su fe, bien pertenezcan al clero o a los más humildes de entre los 
fieles, que para abstenerse de condenar a los que no han estado a la altura de los tiempos 
heroicos.
¿Podría la Iglesia ser lo suficientemente humilde si no la formáramos con la humildad de 
todos nosotros ? 
DEBILIDAD/FUERZA: Recibamos, pues, la pequeña semilla del Reino en un alma que 
tenga su medida. La vitalidad de nuestra vida espiritual reside en aceptar nuestra flaqueza: 
«Cuando soy débil, soy fuerte» (2Co 12, 10) No tengamos ningún miedo, a pesar de todos 
los ruidos del mundo, de recogernos en el silencio de la vida interior. La oración, a solas 
con Dios, la renuncia a la grandilocuencia humana y la preferencia de la vida interior, he ahí 
la vocación del cristiano. Otorguemos el primer puesto en nuestras preocupaciones a estas 
cosas antiguas, pasadas de moda. Hablar y menearse mucho por el Reino está bien; orar 
es mejor. Los discursos y las obras se salvan únicamente por la oración: «Tú también 
-explica ·Teofilacto - eres el grano de mostaza, que parece tan pequeño. No se trata de 
hacer alarde de actos virtuosos, sino de mostrarse fervoroso, arrastrando a los otros con 
este fervor, siendo su reproche con nuestra austeridad... Es neceserio ser perfecto entre 
los débiles y los imperfectos».
¿Habrá que recordar a los cristianos que el sufrimiento sigue estando siempre en el 
horizonte de toda existencia terrena? El discípulo de Cristo sufre como los demás, pero de 
otra manera, con alegría en la medida de su santidad. Acepta las penas y las 
contrariedades como cosas que se le deben, que le sitúan en su verdadero puesto: «Por 
eso me complazco en mis debilidades, en mis humillaciones, en mis miserias, en mis 
persecuciones, en mis tribulaciones: por Cristo. 
El saber que en el horizonte surge el Reino de Dios, a medida que se despliega la 
debilidad, es aceptar ser el grano de mostaza... Nuestros abuelos criaban ellos mismos su 
mostaza. Las plantas de mostaza negra crecían y se sembraban de nuevo cada año en un 
rincón del jardín. Recogían la grana y la machacaban dentro de un barreño haciendo rodar 
una bala de cañón, que habían recogido en algún campo de batalla. Tengamos el valor de 
imitarlos en lo espiritual, reavivando, por la fe y la valentía en el sufrimiento, la virtud nativa 
del grano de mostaza (S. Hilario). 

La levadura
(Mt/13/33; Lc/13/20-21)

San Mateo une íntimamente la parábola de la levadura con la del grano de mostaza. 
Será, pues, necesario interpretarla de la misma manera por el contraste entre esa poca 
cosa que es el fermento con relación a los panes que con él se obtienen.

«El reino de los cielos es semejante al fermento, que tomó una mujer y lo metió en tres 
medidas de harina, hasta que todo estuvo fermentado».

La levadura de que se habla no es una fuerza «asimiladora». Es únicamente un trozo 
vulgar de masa leuda y agria, que se introduce en la harina. El interés de Nuestro Señor se 
centra no en el procedimiento interno del fenómeno de la fermentación, sino en el cambio 
visible: al principio hay un poco de masa leuda, y al final está toda la masa (esa masa 
extraordinaria de las tres medidas fermentadas es más que una cocción normal: sería 
suficiente para una comida de cien personas). Jeremías subraya con razón la afinidad de 
esta parábola con la del grano de mostaza, en la que la mostaza se convierte en un árbol 
grande: ambas parábolas tienen la misma finalidad, y es mostrarnos que se trata de 
realidades divinas. 
Una palabra sugestiva: la mujer mete -esconde- la levadura en la harina. Este trozo de 
masa es tan pequeño que pasa sin que se note, y sin embargo es suficiente. Es el 
contraste entre la pequeñez de los comienzos y la grandeza final, que ya está como 
promesa en los comienzos. «El rebaño pequeñito» se convertirá en el Reino (Lc 12,32). 
Este comienzo, como el pequeño rebaño del desierto, no lo nota nadie. Pero su pequeñez 
esconde ya su gloria futura, la contiene en germen. 
Al hablar de lo que hace la mujer con la levadura, dice que la «esconde» en las medidas 
de harina. Este término «esconde» contrasta con el «todo se ha fermentado», (es decir, 
concretamente toda la masa leuda, visiblemente «leuda», de la parábola). «Nada hay oculto 
(para Dios) sino para que se manifieste», (Mc 4, 22). «Nadie que haya encendido una 
lámpara, la coloca oculta bajo el celemín, sino que la pone sobre el candelero» (Lc 11, 33). 

Nos encontramos siempre, de manera muy concreta, con el mismo comienzo del Reino: 
un rebaño pequeño, una semilla de mostaza, un poco de levadura, una lamparilla 
encendida (incluso el vino nuevo, que no se encierra en odres viejos). Se trata siempre de 
la obra de Dios, tan humilde en sus comienzos. Y Dios, que «ve en lo secreto», por ese 
mismo «secreto», promete siempre a esta obra, en conformidad con sus comienzos, la 
gloria futura de su Reino, que aparecerá, pero siempre oculta, en todos los progresos de la 
obra de la Iglesia. Los progresos serán visibles en una institución humana, en el Reino 
mesiánico, pero esta institución no tiene verdadero valor más que en cuanto lleva el secreto 
de sus futuras grandezas. 
El evangelio de Tomás, recientemente descubierto en los manuscritos coptos de 
Nag-Hammadi y elevado momentáneamente a una celebridad exagerada, ha comprendido 
bien la idea general de la parábola. Y la propone a su manera: «El Reino del Padre se 
parece a una mujer: ésta ha cogido un poco de levadura, lo ha escondido en la masa y ha 
hecho con ello unos panes grandes». En el punto de partida, un pequeño trozo de levadura; 
al final, unos panes grandes. Es la clásica antítesis de las parábolas del Reino. Por otra 
parte, los grandes panes, en este evangelio, son los inauditos desarrollos prometidos a la 
ciencia secreta de los gnósticos; ya nos estaba advirtiendo la fórmula de introducción, «el 
Reino del Padre», que entrábamos en el terreno esotérico de la gnosis.
Una exégesis corriente en el día de hoy pone el acento en la eficacia que desarrolla la 
levadura: «La parábola del grano de mostaza nos ha revelado la futura expansión del reino; 
la de la levadura nos habla de su misteriosa virtualidad», (Valensin-Huby). «Sucederá con 
el cristianismo en el mundo lo que acontece con la levadura en la masa, fuerza divina oculta 
y silenciosa, pero activa, contagiosa, que gana terreno progresivamente y va asimilando, 
hasta que llega un momento en el cual, bajo su acción, la humanidad entera actúa para el 
servicio y la gloria de Dios. En ese día, lo mismo que la masa se ha hecho sabrosa por su 
fermentación, el mundo entero, transformado por el evangelio, habrá recuperado las 
complacencias de su creador, porque habrá vuelto a encontrar el gusto de las cosas de 
Dios» (Durand). 



CAPITULO III

EL HALLAZGO DEL REINO


El hombre que encuentra el Reino en su camino queda transformado de los pies a la 
cabeza. «Se ha cumplido el tiempo —había dicho Jesús—, y el Reino de Dios está cerca; 
haced penitencia y creed en el evangelio» (Mc 1, 15). El que cree en el evangelio, debe 
saber que ha encontrado un tesoro. En otras palabras, plenamente evangélicas, ese 
hombre ha entrado en el Reino; y deja que el Reino penetre en él, y le conquiste, en cuerpo 
y alma. Lo demás, en lo sucesivo, ya no cuenta: bienes temporales, búsqueda de una 
justicia humana, confianza en sí mismo, en sus méritos... A todo ello renuncia por ese bien 
superior que a todo lo suple ventajosamente.

El tesoro y la perla
(Mt/13/44-45)

«El Reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo 
encuentra, lo esconde, y entusiasmado con la alegría de su hallazgo, marcha a vender todo 
lo que tiene para comprar ese campo. También es el Reino de los cielos como un mercader 
que busca piedras preciosas; y cuando encuentra una de gran valor, marcha y vende todo 
lo que tiene para adquirirla». 

No hay nada que se pueda comparar con este tesoro o esta perla fina. La alegría 
embriaga al hombre que ha logrado tal hallazgo. Para él, lo único que cuenta es la 
adquisición del campo del tesoro o la piedra preciosa, incomparable. 
¿Podemos observar alguna diferencia entre ambas parábolas? El _Talmud nos refiere 
algunos hallazgos casuales de tesoros: «Abba Judan marchó a Antioquía para labrar allí la 
segunda parte de su campo. Cuando lo estaba labrando, se abrió la tierra delante de él, y 
su vaca cayó en el hoyo, rompiéndose una pata en la caída. El bajó para sacar al animal. 
Entonces, Dios le iluminó los ojos y encontró allí un tesoro. Y dijo: Mi vaca se ha roto la 
pata para bien mío». Un tesoro se encuentra como al azar. ¿Sin buscarlo? Están los 
arqueólogos con la mirada bien ejercitada. «Sucede siempre que en Palestina, quizá más 
que en otras partes, la imaginación popular anda siempre obsesionada con la idea de 
descubrir tesoros. ¡Cuántas veces el campesino que labra su campo, o da vueltas a su 
jardín, hace algunos sondeos ansiosamente y a hurtadillas, con la esperanza en el corazón 
de tropezar con unas ánforas llenas de antigüedades!» (Buzy). En Qumrán se habría 
conservado una especie de guía para los buscadores de tesoros. 
En todo caso, el mercader anda a la busca de perlas preciosas. Su oficio es buscar. El 
hallazgo sigue siendo siempre una suerte, pero hace falta habilidad para descubrir una 
perla en un bazar oriental. 
Toda gracia del Reino participa de ambas fórmulas. Siempre es inesperada, incluso 
cuando se la está buscando; nunca puede uno imaginarse lo que va a ser, antes de haberla 
recibido. Y siempre es una gracia buscada, hasta cuando no se sabe que se la está 
buscando, porque en el fondo se tiene una buena voluntad: irriquietum est cor nostrum. 
Lo principal está en «encontrarla». Solamente somos cristianos de verdad el día en que 
nos percatamos de que el Reino lo es «todo» en nuestra vida, más indispensable que el 
pan de cada día, agua de manantial que apaga la sed de una vez para siempre. Toda vida 
religiosa profunda pasa por una o varias experiencias que se parecen a unas 
«conversiones». Esa es la palabra del evangelio, mensajera de alegría: «Se ha cumplido el 
tiempo y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena noticia (el evangelio)». 

Lo que en sentido propio y riguroso llamamos conversiones, lo son tal vez únicamente 
por el elemento dramático que encierran. Estas conversiones nos ayudan a descubrir el 
papel de la gracia y nuestra relación con ella. 
Vale la pena detenernos en Carlos de Foucauld, por la calidad profundamente humana 
de su experiencia, su inquietud, su período de desasosiego, hambre de soledad, búsqueda 
de los grandes problemas de Dios o del más allá; «buscaba la luz y no la encontraba». Y su 
biógrafo continúa: «Pero en el alma de Carlos, la gracia subía como una marea. 
Primeramente no se sabe de dónde viene. Está prometida a los hombres de buena 
voluntad, o más bien esta buena voluntad les viene ya dada y es obra de la gracia. En el 
momento en que parecía estar lejos, ha invadido ya los fondos fangosos del alma. La gracia 
tiene frescura y lozanía. Trae consigo un rumor de pájaros y unas olas que revientan, una 
tras otra, diciendo todas lo mismo: es preciso que creas, que te regocijes con la alegría de 
Dios, que dejes a la luz filtrarse dentro de ti. Carlos de Foucauld sentía dentro de sí, cada 
vez con más fuerza, este impreciso movimiento, este deseo de la luz» (René Bazin). 
En los comienzos de este siglo se han multiplicado las autobiografías de convertidos: 
protestantes, hombres de acción, científicos. Albert von Ruville buscaba en la Iglesia 
católica una libertad amplia; uno se puede acercar a Dios todo lo que quiere, puede 
servirle, hacer penitencia, ofrecer sacrificios a su antojo: es la libertad ilimitada (de 
santificarse). Robert Hug Benson encuentra en el catolicismo la paz absoluta del espíritu. 
Más cerca de nosotros, algunos protestantes han llegado a la Iglesia católica atraídos por 
su liturgia o sus sacramentos. Hoy todavía se repite la aventura de ·Justino-San: «He 
estudiado sucesivamente todas las ciencias, y he terminado por pararme en la doctrina de 
los cristianos, aunque resulte molesta a los que arrastra el error». A estos convertidos 
podría aplicarse la observación de ·Hilario-San: ``Es preciso un largo y penoso esfuerzo 
para llegar a la ciencia de la perla». 
Ernesto Psichari había rehusado toda disciplina moral. Y se impuso la disciplina militar, 
con una mística del desierto, en Mauritania. «Hombre iluminado y transparente, hombre de 
mirada pura, de corazón maravillado, tú que conoces el desierto y el oasis dentro del 
desierto, que sabes lo que es una tierra donde no hay nadie, y en la que no existe nada... 
Latino, Romano, Francés, heredero de las vías romanas, que sabes lo que es abrir un 
camino y asentar un campamento. Hacer un camino y construir un campamento. Tú que 
sabes lo que es el desierto y un viaje a lomo de camello. Y en una soledad de tres o cuatro 
meses. Y que de esa manera has guardado la pureza de tu alma...». Ernesto publica sus 
confesiones: «Las voces que claman en el desierto»; luego, el «Viaje del centurión». 
«En el fondo —dice Majencio (el centurión)—, ahí no se puede hacer nada. Son veinte 
siglos los que le separan de los moros. Este poder, cuya señal él lleva, es el que ha 
reconquistado las arenas a la Media Luna del Islam, y es el que arrastra la inmensa cruz 
sobre sus hombros...». 
El tesoro se le aparece en ocasiones como un espejismo del desierto. Un día, su guía 
Sidia le dice: ``Yo sé que Issa (Jesús) es un gran profeta, pero ¿qué decís vosotros, los 
Nazarenos, sobre este asunto?» «No dudé ni un solo minuto -escribe Psichari- y respondí a 
Sidia: Mi querido amigo, Issa no es un profeta, sino que es con toda verdad el Hijo de 
Dios...». Y he aquí que se detiene, con un nudo en la garganta y los ojos arrasados en 
lágrimas: «Esa admirable historia ¿era la mía? ¿Tenía yo derecho a apoderarme de ella, 
derecho a confesar a Jesucristo, sin creer en él?» 
Ernesto Psichari cae de hinojos. Comprende que no se puede luchar contra la fuerza 
misteriosa de la gracia, y dice «lentamente, como un caminante muy fatigado al terminar el 
día: ¡Dios mío, yo te hablo, escúchame! Ten piedad de mí. Tú sabes que no se me ha 
enseñado a rezar. Pero yo te digo, como tu Hijo nos ha mandado decirte, yo te digo con 
todo mi corazón, como en otro tiempo te lo han dicho mis padres: Padre nuestro que estás 
en los cielos». 
Esta crisis espiritual puede tomar la dirección de una incredulidad total. Desde la sima 
del descorazonamiento o de la desesperación, la fe aparece como el tesoro que no se 
busca, gratuito del todo, tan gratuito que es imposible hasta buscarlo: de lo contrario, no 
habría sido gratuito. La fe aparece como la única razón de vivir. O mejor aún: es la única 
razón de vivir. Estamos pensando en Mounier. Hay en su juventud unas crisis, unas dudas 
de tipo clásico: una religión que ha permanecido en su estadio infantil, y por ello resulta 
insuficiente, mientras el resto de su personalidad ha seguido su camino ascendente. Luego, 
postrado en tierra completamente, inmunizado para la vida por «una reconversión 
intelectual y religiosa... partiendo de cero». Con el fin de vivir, acepta ser lo que es: «En el 
fondo, un hombre de fe, hasta en la constitución y el temperamento... Uno de esos hombres 
que están hechos para creer... Todo les viene bien para construir más lejos el edificio, para 
aumentar la luz interior, no para poner el conjunto en tela de juicio, a cada momento... Esta 
hondura interior, aunque sea sensible, forma en mí una continuidad, una fidelidad interior 
que me ha preservado de la desesperación y de los trastornos continuos en mi contacto 
con el mundo». 
Invadido por la alegría, el hombre que ha dado con el tesoro se ha ido a vender todo lo 
que poseía. 
Los santos constituyen la categoría de los que tienen el valor heroico, el gozo de 
venderlo todo de un golpe. Pedro: «Señor, nosotros lo hemos dejado todo para seguirte». 
Pablo: «Cuando ha sido del agrado de Dios revelarme a su Hijo, yo no he escuchado ni a la 
carne ni a la sangre». Francisco de Asís vende en Foligno las piezas de tela y el caballo de 
su padre, y lo explica así: «Yo he abandonado el siglo». Psichari querrá «volver a coger el 
cáliz arrebatándolo a las manos infieles». Estábamos en 1914. El 22 de agosto, el teniente 
Ernesto Psichari daba su sangre a Francia, en el frente de Rossignol, con el rosario 
enrollado en las manos. 

Los Santos Padres, recogiendo una vieja fórmula judía, han explicado frecuentemente 
que el tesoro o la perla era la inteligencia carismática de la Escritura. Y que había que 
sacrificarlo todo por conseguirla. 

«El hombre vende lo que tiene. Compra el campo, es decir, despreciando las cosas 
temporales, adquiere el tiempo necesario para estudiar la Escritura (los dos Testamentos, 
el tesoro) y hacerse rico en el conocimiento de Dios» (San Agustín). 
«Dando vueltas alrededor del campo y escrutando las Escrituras e intentando 
comprender a Cristo, encuentra el tesoro que hay en él. Y una vez hallado, lo esconde, 
porque sabe que hay peligro de revelar al primero que acaba de llegar los pensamientos 
secretos de las Escrituras o los tesoros de sabiduría y conocimiento que hay en Cristo. Y 
una vez que lo ha escondido, marcha totalmente obsesionado por comprar el campo, es 
decir las Escrituras, para hacer de ellas su propiedad personal, recibiendo de Dios las 
palabras de Dios que habían sido confiadas primeramente a los Judíos. Y una vez que los 
discípulos de Cristo han adquirido el campo, el Reino de Dios les es arrebatado a los 
Judíos y se entrega a un pueblo nuevo que lo hace fructificar» (·Orígenes). 
«Esa perla preciosa que busca el mercader es la Ley y los profetas. Marción, escucha; 
Manes, escucha: las perlas preciosas son la Ley y los profetas y la ciencia del Antiguo 
Testamento. Pero hay una perla, que es la más preciosa entre todas: es la ciencia del 
Salvador y el misterio oculto de su Pasión y de su Resurrección. El mercader que la 
descubre, a ejemplo de san Pablo, desdeña, como barreduras, todos los secretos de la Ley 
y de los profetas. Comparada con el precio de aquella, cualquier otra piedra preciosa queda 
envilecida» (·Jerónimo-San). 
«Es preciso poner la predicación (la explicación de la Escritura) por encima de todo, y 
con alegría» (San Juan Crisóstomo). 

En cambio, la exégesis de ·Gregorio-Magno-san, el antiguo prefecto de Roma, que 
había renunciado a las sedas y a las piedras preciosas para consagrarse a la pobreza y a 
la obediencia bajo la regla de san Benito, está mucho más cerca de la letra del Evangelio. 
«El tesoro es el deseo del cielo; el campo, la disciplina del estudio de las cosas del cielo. 
Compra el campo al precio de todos sus bienes el que renuncia a los placeres de la carne y 
aplasta sus deseos terrenos con la observancia de la regla celestial (una observancia que 
le traerá la paz y la alegría de la vida)». 
Los ejemplos de los santos y las exhortaciones de los Padres pueden ser la ocasión, 
para una juventud generosa, de una gran tentación: la del «todo o nada». Se tiene la 
intención de venderlo todo, y como no se posee el valor extraordinario —o la gracia 
extraordinaria— que hace falta para esa renuncia total e inmediata, no se hace nada. 
Somos parecidos a esos viajeros que lo han preparado todo para una larga expedición, 
desde los abrigos de piel para afrontar los hielos polares hasta el más insignificante de los 
alimentos. Pero nunca acaban de ponerse en camino. Al cabo de veinte años, se 
encuentran con su comida intacta. «El hombre pasa toda su vida delante de la puerta 
abierta. ¿Por qué no entra ? Y lo que es absolutamente trágico es que se queda delante de 
la puerta, y es, en un cierto sentido, hombre de buena fe y buena voluntad. Podría muy bien 
volver la espalda a la puerta y marcharse a correr por el campo. Pero sigue toda su vida 
ante la puerta, y nadie, ni tal vez él mismo, sabrá jamás por qué no ha entrado. Y, sin 
embargo, Dios no es culpable, puesto que él ha abierto la puerta y no se puede hacer pasar 
al hombre a la fuerza» (Lévy). 

MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS 3

 

LUCIEN CERFAUX: MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11.EDICIONES FAX. MADRID-1969
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