MENSAJE DE LAS PARABOLAS (3)

 

SEGUNDA PARTE

La nueva justicia 


El Reino de Dios estaba ya presente en la tierra, en la Palabra de Jesús, en su persona, 
en la pequeña comunidad que él había fundado y en el corazón de los hombres. Sus 
principios eran tan opuestos al legalismo judío que los justos según la Justicia de la Ley ya 
no estaban disponibles para una «justicia» nueva. Si se seguía todavía hablando el viejo 
lenguaje, no se le entendía de la misma manera. 
Era inevitable que los Fariseos tomaran partido contra Jesús. Entre ellos y él hubo 
numerosos conflictos. Sus discípulos, a ejemplo de Jesús, dejaron de observar las reglas 
estériles de la secta. No guardaban ni los ayunos, ni el descanso del sábado. Y a las 
observaciones agridulces de los Fariseos, daba esta respuesta Jesús: «Los amigos del 
esposo ¿van a estar de luto mientras está con ellos el esposo?» (Mt 9, 15). «Nadie echa un 
remiendo de paño recio en un vestido viejo. Nadie pone el vino nuevo en odres viejos» (Mt 
9, 15s.). Los exceptuaba de su misión: «No son los sanos los que necesitan del médico, sino 
los enfermos» (Mt 9,12). Se ponía a la ofensiva: «¿Quién de vosotros, que tenga una 
oveja, si cae en un hoyo en día de sábado, no va a cogerla y sacarla?» (Mt 12,11). 


Capítulo IV 
LA MISERICORDIA DE DIOS


La revelación de la misericordia sella el destino del legalismo. Este se había desarrollado 
como un glotón, que había chupado toda la savia del Antiguo Testamento. En varias 
ocasiones, Jesús recuerda a los Fariseos que su actitud está en contradicción con la 
esencia misma de la religión: «Id a aprender lo que significa esta palabra: quiero la 
misericordia y no el sacrificio» (Mt 9,13; 12, 7). 
Jesús rezuma solamente la paternidad, la bondad, la misericordia, que constituyen el 
fondo de la naturaleza de Dios. Ya se encuentra esto esbozado en unas parábolas, dentro 
del sermón de la montaña: «Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan ni recogen en 
graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26). «Observad los lirios del campo 
cómo crecen: no trabajan ni hilan. Ahora bien, yo os digo que ni el mismo Salomón, en toda 
su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste de esa manera la hierba del campo, 
que hoy es y mañana es arrojada al horno... (Mt 6, 28-30). 
San Lucas dedica un capítulo de su evangelio a una trilogía de parábolas sobre la 
misericordia de Dios. Y lo introduce así: «Los publicanos y los pecadores se acercaban a 
Jesús para escucharle. Y los Fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ¡Este hombre 
acoge bien a los pecadores y come con ellos !» (Lc/15/01-02). 
Acoger a los publicanos y a los pecadores, aprovechar todas las ocasiones para ir a su 
encuentro, no es el comportamiento de un hombre piadoso, ni menos aún el de alguien que 
pretende haber recibido de Dios una misión religiosa. Pero precisamente la misión de Jesús 
explica su conducta. Jesús revela un principio religioso nuevo: Dios es bueno, 
misericordioso; los hombres, todos los hombres, son hijos suyos. Jesús es bueno porque 
ocupa el lugar de Dios; a titulo de tal, descubre en los pecadores unas almas perdidas, las 
que Dios mismo ha perdido, y esa pérdida Dios la siente: un padre no deja nunca de ser 
padre, cualquiera que sea la ingratitud de sus hijos. 


El buen pastor 
(Lc/15/03-07

En el momento en que san Lucas sitúa las tres parábolas de la misericordia, Jesús no ha 
condenado todavía a los justos a la manera antigua, o mejor, porque nunca los condenará, 
sigue creyendo que todavía pueden entender la buena nueva. El guardián de las ovejas no 
abandona el grueso del rebaño cuando va a buscar a la oveja extraviada. El rebaño es su 
rebaño, como Israel es siempre el pueblo de Dios. Pero ha llegado el momento de hacer 
sitio a las ovejas sarnosas, a los apestados. Precisamente estos apestados son los 
privilegiados de Dios, porque son los que tienen necesidad de misericordia. Y sobre la 
misericordia va a fundarse una nueva «justicia», digamos la justicia a secas, la que 
desconocen todos los celadores de la Ley, Fariseos, monjes de Qumrán, sacerdotes y 
levitas del templo. 
Las primeras palabras de esta parábola son un llamamiento al corazón de aquellos que 
se niegan a comprender a Jesús, un llamamiento también al instinto religioso que está 
latente bajo los prejuicios fariseos: 

«¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en 
el desierto para ir detrás de la que se ha perdido?» 

Es muy cómodo responder que sería una imprudencia abandonar el grueso del rebaño en 
el desierto. No se trata de eso, pues Jesús está pensando ya en la aplicación de la 
parábola: las costumbres del pastor son las del cielo. 

«Y cuando la ha encontrado, la pone, lleno de alegría, sobre sus hombros». 

Indudablemente, éste es el gesto clásico de los pastores, pero aquí está estilizado para 
dejar entrever el amor misericordioso. ¿Cómo no iba a pensar Jesús en el pastor de Isaías: 
«Apacienta a su rebaño como un pastor, recoge a los corderos con su brazo, los lleva en 
su seno, y cuida de las ovejas paridas»? (Is 40, 11). 
Todo ello para preparar la conclusión de la parábola, dándole todo su valor: 

«Así os digo, que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente que 
por noventa y nueve justos, que no tienen necesidad de penitencia». 

La alegría en el cielo es la alegría de Dios. O mejor dicho, es la alegría en el misterio de 
Dios, porque es preferible no hablar de su alegría. Es la reserva de un alma profundamente 
religiosa. En la parábola siguiente dirá: «La alegría entre los ángeles de Dios». 
Los gnósticos valentinianos, por medio de un cálculo 
aritmético, demostraban que la oveja perdida era la centésima, aquella por la que empieza 
la centena; por esta razón, esa oveja era de mayor precio que las otras noventa y nueve, y 
representaba al gnóstico. La tradición musulmana atribuye a Mahoma este pensamiento: 
Dios ha creado cien partes de misericordia, de las que se ha reservado noventa y nueve, y 
la otra se la ha dejado al mundo. 
Dentro de la conciencia moderna de una alienación del hombre, el problema está 
solamente en volver a encontrar la fe en Cristo. Esta es la única solución, pero depende de 
la gracia. Los escarceos de la filosofía existencial nos llevan a la exégesis de san 
·Hilario-Poitiers-s: «Por la única oveja, hay que entender al hombre; y en ese hombre 
único hay que ver la totalidad de los hombres. El género humano anda errante desde que 
en Adán se ha equivocado de camino... Cristo es el que busca al hombre; y en él volverá a 
encontrar el hombre perdido la alegría del cielo». 


La mujer y la dracma perdida
(Lc/15/08-10)

Imaginémonos la casa de un campesino, con una habitación 
sola, sin ventana. Esas diez dracmas de la mujer ¿serían quizá, como lo propone Jeremías, 
sus joyas? 
El celo de la mujer es exagerado, imprevisto; es que «representa» otra cosa. Se trata 
en realidad de la preocupación que Dios tiene por un solo pecador. Un solo pecador que se 
arrepiente: diríase que toda la Providencia está en vilo en ese punto del espacio y del 
tiempo, en que un pecador está debatiéndose para escapar a esa capacidad de 
arrepentimiento que Dios ha puesto en su corazón. 


El padre misericordioso
(Lc/15/11-32)

La tercera parábola tiene un aire de anécdota, de redacción 
mucho más libre, donde quizá san Lucas pondrá algo propio, aunque sin faltar a la ley de 
fidelidad a la tradición. Porque para quien relata una anécdota, la fidelidad consiste en 
seguir su línea con flexibilidad. Bajo el velo de esta parábola-alegoría, nos revela Jesús la 
profundidad de la misericordia divina. 
El hijo mayor, el que jamás ha quebrantado una sola de las órdenes del Padre, y tiene la 
idea de que no ha recibido todo el reconocimiento que él espera «en justicia» de sus 
prestaciones, representa muy claramente a los «justos» a la antigua usanza. Si alguno 
vacila en hacer esta identificación, que piense en /Mt/21/28-32, que es como el primer 
boceto, el proyecto de la parábola del hijo pródigo: «Un padre tenía dos hijos...» Jesús 
compara la conducta de los dos hijos: el que se niega a trabajar, y después siente 
remordimiento, y el otro, que hace profesión de obediencia, pero no realiza el trabajo 
esperado. Después de lo cual, concluye Jesús: «En verdad os digo, que los publicanos y 
las rameras irán delante de vosotros en el Reino de Dios». Y el evangelista observa: 
«Los príncipes de los sacerdotes y los Fariseos, al oír sus parábolas, entendieron que se 
refería a ellos» (Mt 21,45). 
El sentido primero y fundamental de estas tres parábolas es la revelación de la 
misericordia de Dios. Su estilo difiere sensiblemente: esto indica que fueron pronunciadas 
en circunstancias diversas. 
La parábola de la dracma es, literariamente, de la misma vena popular y galilea que la de 
la mujer que prepara su pan, o esconde la lámpara bajo un celemín. Una mujer de su casa 
ha perdido una dracma. La casa no tiene ventanas. Sobre el piso, de tierra pisada y 
cubierto de polvo, se han colocado unos muebles rudimentarios. La mujer enciende una 
candela, barre la casa, busca preocupadamente la dracma. La conclusión es su alegría 
infantil, desbordada, fuera de lugar en una aventura tan pequeña: reúne a sus amigas y 
vecinas, y se improvisa una fiesta. El evangelista tiene razón para sacar la lección: esta 
alegría de la mujer representa la alegría de los ángeles de Dios por un pecador que se 
arrepiente. 
El pastor de la parábola es el mismo de Ezequiel o del Deuteronomio. De manera 
particularísima es el de Isaías. Pone sobre sus hombros la oveja cansada. Y lo mismo que 
la mujer de la dracma, reúne a sus amigos y vecinos, para festejarlo. 
El Padre misericordioso se estremece de compasión, y da rienda suelta a su alegría: 

«Pronto, traed el traje más precioso y vestidlo. Traed el novillo cebado, matadlo; 
comamos y hagamos fiesta. Porque mi hijo estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido y 
ha sido hallado».

Tenemos aquí la misma «conclusión» que en las dos anteriores parábolas, pero con 
un drama que ha puesto en carne viva a unos hombres. 



CAPÍTULO V
LOS JUSTOS SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS


Al principio de la misericordia de Dios que va a regular esencialmente el don de la 
salvación corresponde por parte del hombre una nueva actitud que sustituye a la «justicia 
según la Ley». San Pablo designará esta actitud humana como la «justicia de Dios» o 
la «justicia según la fe». Justicia de Dios: por tanto es don. Y justicia según la fe: el 
hombre se rinde al don de Dios aceptándolo con confianza. 
Las parábolas de Jesús son la mejor prueba de la fidelidad de san Pablo a la doctrina 
evangélica. San Pablo no ha inventado la justicia de la fe; la ha recibido de Jesús y de la 
comunidad apostólica. Su reacción contra el legalismo la ha heredado del profeta galileo. Si 
san Pablo lucha por la libertad cristiana, antes que él Jesús ha dado su vida por ese mismo 
ideal. 
El nuevo principio religioso consistirá en que el hombre acepte ser la «creación» de la 
misericordia de Dios. El hombre no se da ya por contento con ritos y «sacrificios» de 
bueyes o de ovejas, o con ayunos, o con observancias, que sean el cumplimiento 
meticuloso de la Ley. El hombre va al fondo de la religión. Sabe que Dios está tan por 
encima de él que, en el fondo de su ser, la única actitud que le conviene es la de aceptarlo 
todo y deberlo todo. 
Tres parábolas de san Lucas están construidas sobre un mismo esquema. Cada una de 
ellas hace representar delante de Dios dos papeles antitéticos. El Padre misericordioso 
debe escoger entre sus dos hijos, el pródigo o el que se ufana de su fidelidad; y elige al 
pródigo. Y le agrada el buen samaritano, porque ha preferido, lo mismo que Dios, la 
misericordia a los sacrificios. Y ha oído la oración del Fariseo y la del publicano, pero ha 
justificado al publicano por su confianza. 
Jesús presenta unos personajes despreciados por el judaísmo: el pecador público, el 
samaritano, el publicano. Hacen falta unos odres nuevos, y los viejos son echados a la 
basura: los justos, al estilo fariseo o sacerdotal, van a desempeñar el papel malo. Lo van a 
desempeñar al natural. Por la misma ingenuidad del juego, el papel cristiano se va a confiar 
a los personajes no comprometidos con la Ley, y hasta despreciados; de repente quedan 
rehabilitados el pecador, el samaritano, el publicano. En espera del gran rehabilitado: el 
pagano. Todos los justos deberán aceptar este papel, hasta llegar a ser definidos por él. Un 
cristiano será el hijo pródigo apoyado sobre los hombros de su padre, el «buen 
samaritano», el publicano en oración. 


El hijo pródigo
(Lc/15/11-32) 

Volvemos a leer la parábola del «Padre misericordioso» bajo un nuevo título. Los dos 
títulos encajan con la anécdota. A decir verdad, habría que reunirlos: el hijo pródigo se 
convierte en el hijo arrepentido, y automáticamente entra, al mismo nivel, en el amor del 
Padre. 
El genio de Rembrandt ha comprendido admirablemente la profunda intención del relato. 
El hijo queda a la sombra, de rodillas, dando la espalda al espectador, con el rostro 
escondido en el seno de su padre. De la sombra emergen sus zapatos y sus harapos. El 
manto del padre se luce ampliamente, y su rostro irradia toda la luz. Rostro de anciano 
venerable, con los ojos apagados de haber llorado, donde la energía de antaño es sólo una 
bondad enternecida. Las manos temblorosas siguen apoyadas sobre los hombros del joven, 
como para retenerlo. De pie, de perfil, otro personaje: el hijo mayor. Todo en su actitud es 
un reproche a la debilidad del padre. El peinado subraya la estrechez de la frente. Las cejas 
enarcadas, los labios con una mueca siniestra y las manos.... esas manos que concentran, 
en su contracción nerviosa, la repulsa de todo el cuerpo ante el espectáculo del padre que 
ha perdido sus derechos. En la penumbra surgen dos criados, personajes secundarios, 
maliciosos. 
Tal es el «padre» de la parábola, que refleja una misericordia que viene de más lejos, 
de más arriba, y que ilumina toda la escena. ¿Puede ser otra luz que la del Padre de las 
misericordias? La misma contrición del hijo será un himno a su bondad: 

«En casa de mi Padre, los criados tienen para comer hasta hartarse, y yo aquí me 
muero de hambre. Volveré a mi Padre». 

Vale la pena mirar más de cerca al hijo, que ha pronunciado esta palabra: «Volveré a mi 
padre». 
A la misericordia del padre corresponde la actitud del hijo, que expresa su 
«penitencia». La desgracia ha herido su corazón rebelde. El sabe ya, antes de partir, 
que encontrará de nuevo a «su padre». La misericordia y el arrepentimiento se 
corresponden. Conocemos demasiado bien la historia del hijo menor educado en el lujo. 
Una vez alcanzada la mayoría de edad, pide la parte de la herencia que le corresponde. 
(Tiene derecho a ello: el hijo mayor queda como propietario del patrimonio en indiviso con 
el padre, y el hijo segundo recibe el tercio del valor de los bienes.) La psicología del pecado 
es la psicología más fácil: se deja deslizar por la pendiente. El milagro reside en que, 
cuando estamos en el fondo del abismo, aparece una mano alargada para sacarnos. 
El P. Buzy ha colocado en la portada de una obra sobre las parábolas al «hijo 
pródigo» de Puvis de Chavannes. Famélico, con un tipo estirado, con el vestido hecho 
jirones, el pequeño calavera está guardando los puercos. Desde el fondo de su miseria, 
sueña con que eso pase pronto, cuando vuelva a la casa paterna. Incluso prepara un 
pequeño discurso: 

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser hijo tuyo. Trátame 
como a uno de tus criados». 

Enfrente de su padre, que ha corrido a su encuentro, comienza la lección que ha 
preparado: 

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo 
tuyo...».

Y ante la inmensa alegría, que embriaga el pecho del padre, no ha podido seguir 
adelante. Se hace una fiesta en la casa paterna: 

«Porque mi hijo había muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 
15,24). 

El hijo mayor vuelve del campo. Se niega a entrar. Pregunta socarronamente a los 
criados. Se enfada, se pone de morros. Ante las súplicas del anciano padre, se enfurruña 
más. Y trata a la misericordia de injusticia: 

«Hace tantos años que te sirvo sin haber quebrantado una sola de tus órdenes, y nunca 
me has dado un becerro para hacer una fiesta con mis amigos. Y en cambio vuelve tu hijo, 
que ha dilapidado tus bienes con mujeres, y mandas matar para él el becerro cebado». 

Pero el padre replica: 

«Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero había que hacer fiesta 
y alegrarse, porque tu hermano había muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha sido 
hallado» (Lc 15, 29-32). 

Es mérito de san Agustín el haber captado la profundidad teológica, casi «existencial», 
de la parábola. «El hijo menor ha marchado a una región lejana, y ha disfrutado de los 
bienes naturales de una manera abusiva, empujado por el deseo de gozar de la creatura, 
abandonando al Creador... La región lejana es, pues, el olvido de Dios. El hambre de 
aquella región es la falta de la palabra de la verdad». En nuestra civilización estamos 
viviendo intensamente el drama de la humanidad. «Pobre y grande mundo moderno: ¡qué 
orgullosos se sienten estos nietos del pitecántropo por estar dominando la energía atómica, 
prepararse para desembarcar en la luna, intentar la síntesis de los ácidos nucleicos, 
secreto de la vida y del pensamiento humano, por asegurarse el dominio de la física y de la 
quImica del cerebro! Todo es posible» (P. Chauchard). Para el hijo pródigo moderno es 
una gran tentación el abandonar, por una región lejana, el hogar familiar de la religión de 
antes. Y sin embargo, Dios ama siempre a su hijo, y espera su retorno. Dios conoce a todos 
los hijos pródigos por su propio nombre, a la muchedumbre de los seres humanos, a los 
que se desesperan en la región lejana, en ese «mundo incoherente y absurdo en que las 
ideologías parecen impotentes para liberarnos del mal». 
Dios los espera, uno por uno. Nuestra misión es alargarle su mano, alargársela a cada 
uno de esos con quienes nos cruzamos en el camino de nuestro retorno a la casa del 
padre.
Tengamos el valor de repetir las palabras de la tradición cristiana, segura de la 
paternidad del Dios de las misericordias: «Nadie es Padre como Dios» (Tertuliano). Y 
Psichari glosa: ``Me han encontrado -dice Dios- los que no me buscaban. Me he mostrado 
a los que no pensaban en mí. Y yo soy, oh joven soldado, el que doy el primer paso. Esta 
sumisión humilde, este deseo de fidelidad me bastan. Yo no pido más. Yo te haré venir de 
lejos y te amaré con mi amor eterno. Te marcaré con la señal de mi elección. En realidad, 
no me hace falta más; tengo suficiente con ese movimiento imperceptible de un corazón 
honrado. ¿No soy yo el Padre? ¿Y quién es capaz de medir la ternura de un Padre? Un 
padre, cuando escucha los balbuceos de su hijo, protesta contra su inteligencia, y la menor 
acción, la interpreta en alabanza de su hijo. Yo soy ese Padre, y lo soy particularmente de 
todas esas almas rectas y pobres, solitarias y miserables. Estos son mis hijos preferidos» 
(Viaje del centurión). 
Y si todavía quedan cristianos que se escandalicen de saber que «hay más alegría en 
el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan 
penitercia», les seguiremos diciendo con toda la tradición: los justos que no tienen 
necesidad de penitencia son una especie fósil. Esos eran «los justos» del tiempo de 
Nuestro Señor, los Fariseos. Esos no sienten la necesidad de hacer penitencia. Esto sí que 
es terrible. No sentir que se tiene necesidad de penitencia, de apartarse de sí con horror, 
con desprecio, es cerrarse a Dios. Es no querer ser creatura, negarse a ser la nada que 
Dios sostiene de su mano poderosa por encima del abismo que nosotros «creamos» a 
nuestro alrededor. Es eximirse de participar en la verdadera justicia, la nueva relación con 
Dios, la única que puede renovar al hombre en lo más recóndito de su ser. Es, por 
mantener un disfraz, rechazar la misericordia.


El buen samaritano 
(Lc/10/29-37)
San Lucas sitúa la escena, que podría evocar un incidente real, en el camino que va de 
Jerusalén a Jericó. Es una pendiente larga (27 kilómetros entre Jerusalén y Jericó), todavía 
hoy famosa por los ataques de los bandidos (Jeremías). Cuando haga su última 
peregrinación, Jesús seguirá ese camino en sentido inverso. 
El héroe de la parábola es un hombre corriente y moliente. Un viajero, que tiene 
justamente lo que se necesita para hacer un viaje: su mula, y dentro del sillín, una 
cantimplora de vino, y algunas vendas de tela. El hombre anda cómodamente por las 
posadas. Por lo demás, es un samaritano, de una región poco recomendable; y baja de 
Jerusalén, donde es seguro que no ha estado para adorar a Dios. El prefiere su monte de 
Garizim, donde han sacrificado los Patriarcas. 
Pero bajo el vestido de ese viajero «corriente» palpita un corazón que no tiene nada 
de vulgar. En un recodo, se espanta la caballería. Allí, en el suelo, está tendido un hombre, 
con el rostro ensangrentado, asesinado tal vez... Respira jadeante, como en el estertor de 
la agonía. El viajero se acerca. Se da cuenta entonces de la maniobra de los dos viajeros 
que han pasado delante de él, un sacerdote judío y un levita. Exactamente en ese sitio, han 
tirado de sus mulas para no pasar demasiado cerca de un muerto y evitar así una impureza 
que habría podido trastornar su liturgia, su oficio del día. 
El Samaritano no tiene esos escrúpulos. Pero tiene compasión. Y acercándose, le venda 
las heridas. Echa en ellas óleo y vino, receta del viejo Hipócrates. Le hace montar sobre su 
propia mula. Y yendo él a pie, sosteniendo fraternalmente al herido, le lleva a la hospedería 
y se encarga de cuidarle. Al día siguiente, saca de su faja dos denarios, y se los da al 
posadero: 

«Cuida de este hombre, y lo que gastes de más, yo te lo pagaré a mi regreso». 

Esto, lo que este buen hombre ha hecho, parece muy sencillo. «La caridad —decía 
Peguy— es, por desgracia, algo natural. La caridad brota por sí sola. Para amar al prójimo, 
no hay más que dejarse llevar, ver un poco de miseria. Para no amar al prójimo, habría que 
violentarse, torturarse, atormentarse, contrariarse. Habría que ir en contra de uno mismo, 
hacerse otro. La caridad fluye naturalmente, brota de manera sencilla, sin esfuerzo, como el 
agua de un manantial. Es el primer movimiento del corazón. El primer latido, que es el 
bueno. La caridad es una madre y una hermana». 
Sin duda alguna, resulta muy sencillo ser «humano» (en el sentido que ha impuesto a 
esta palabra una civilización cristiana). Pero no es ahí donde nos lleva la parábola. Una 
cosa nos pone los pelos de punta: el sacerdote judío, el levita judío no han sacado, de su 
religión, más que razones para dispensarse de la misericordia. Un fariseo los alabaría por 
haber colocado la preocupación por la pureza legal, por encima de la caridad. Y aunque es 
cierto que el samaritano ha vencido su repugnancia para recoger de la orilla del camino al 
moribundo lleno de sangre, y ha «perdido su tiempo» ocupándose de él, y ha gastado 
con él su dinero (¿era tan rico?), y ha venido en socorro de un judío (por lo demás, la 
parábola no nos dice que el agonizante fuese judío), aunque todo esto es verdad, Jesús 
nos lo presenta como ejemplo por esta otra razón: su caridad es un acto religioso que en lo 
sucesivo estará colocado en la base de la santidad. 
El viejo comentario de Bruce dice: «La moral de esta historia es que la caridad es la 
verdadera santidad. Esa es la clave de todo el edificio de la parábola. Esto es lo que explica 
particularmente la elección de los personajes, un sacerdote y un levita, personas santas por 
profesión y ocupación, y un desconocido samaritano, de raza distinta a la del hombre que 
necesitaba el socorro del prójimo. Los dos primeros subrayan la lección de la parábola por 
el contraste que sugieren entre la verdadera santidad del amor y las formas viciadas de la 
santidad; el último pone de relieve, con su buena acción, el valor supremo del amor a los 
ojos de Dios. Nuestra parábola es, de manera enfática, una parábola de la gracia; nos 
revela la naturaleza de Dios y de su Reino». 
La vieja religión era la que hablaba por la boca del escriba, cuando planteaba a Jesús la 
única pregunta: «Maestro, ¿qué haré para conseguir la vida eterna? —¿Qué dice la Ley? 
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas; y 
al prójimo como a ti mismo. —Has respondido bien. Haz esto y vivirás». 
Había que atenerse a eso. Pero el escriba insiste: «¿Quién es mi prójimo?» El escriba 
no había entendido nunca el principio religioso profundo que une, que identifica casi el 
amor de Dios y el amor del prójimo: «El que no ama a todos los hombres, no ama a 
ninguno de ellos como prójimo. Porque el prójimo es una persona hermana, y todos 
nosotros somos hermanos en Dios. Excluir a un hombre de esta comunión, es excluir a 
Dios, y excluir a Dios, es excluir toda relación fraterna» (Sertillanges). Si Dios es 
misericordia, ¿cómo no va a ser todo misericordia el que le ame? «Sed misericordiosos, 
como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). 
Los Padres, de manera unánime, han explicado la parábola como un misterio: «Toda la 
humanidad yace herida en el borde del camino, en la persona de ese hombre, a quien los 
ladrones (el diablo y sus ángeles, dice crudamente san Agustín) han despojado». Cuando 
un hombre se inclina caritativamente sobre esta humanidad, tocando su alma, su espíritu o 
su cuerpo, es siempre Jesús, el buen Samaritano, el que se inclina. Un gesto de caridad 
auténtica se hace un gesto de Cristo, con la profundidad de Cristo, con la anchura de su 
humanidad. 
No podemos abstenernos de evocar los inmensos tesoros de caridad dispensados por 
nuestros hermanos, los hombres. ¿Están todas esas acciones admirables bajo la 
dependencia de Cristo que salva al mundo ? Este angustioso problema se resuelve aún 
fácilmente en nuestras sociedades profundamente impregnadas de cristianismo. La 
caridad, por múltiples caminos, desciende de la Iglesia, y el pueblo tiene razón para hablar, 
a propósito de ella, de los buenos samaritanos. Su altruismo se dirige a Cristo (Mt 25, 40). 
Pero ¿y la caridad de aquellos a quienes no ha llegado la revelación cristiana?, ¿no brota 
también de un alma cristiana, al menos por su destino y su creación ? Para Dios, Creador y 
Salvador, resulta muy sencillo recubrir con el ropaje de Cristo a cualquiera de sus 
creaturas, en el momento mismo en que se desbordan socorriendo a su prójimo. 
CRS-ANONIMOS SV/PAGANOS: Los antiguos habían presentido este 
orden extraordinario de la salvación en sus teorías del Verbo y de la preparación 
evangélica. Guardadas las debidas proporciones, estas teorías son todavía hoy aplicables 
a la humanidad contemporánea. La clarividencia divina de la mirada del Juez descubrirá, en 
el último día, la cualidad religiosa de las acciones en que el hombre renuncia a sí mismo por 
algo que está más allí de sí mismo. 
Una esperanza surge del misterio de la caridad, como el vaho que sube de una tierra 
húmeda. «Vete y haz tú lo mismo», oímos que se dice al escriba. «Con esta palabra 
-dice Leenhardt en una exégesis que llama existencialista- se ve que se abre la perspectiva 
de los tiempos nuevos, en los que Dios hace nuevas las cosas y nuevos a los hombres. La 
palabra de Jesús significa para este hombre la hora de su renovación. Hay una Buena 
Nueva para los corazones arrepentidos, hay un mañana esperanzador para los que han 
soltado las amarras que los uncían al pasado. Cuando el hombre deja de construir sobre sí 
mismo, Dios interviene de manera soberana. Jesús crea para este hombre, con la palabra 
que le dirige, un mañana nuevo; le introduce en una vida nueva. Con la palabra de Jesús, 
en la historia de este fariseo entra la eternidad». 
¡Ojalá Dios, en su misericordia y su misterio, haga presente a Jesús a todas las almas de 
buena voluntad que, pensando que no le conocen, están coincidiendo con él en la 
caridad!
Nos invade también un temor, cuando observamos el egoísmo de nuestras vidas. 
«Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria, escoltado por todos los ángeles, se 
sentará sobre su trono de gloria. Se congregarán delante de él todas las naciones, y 
separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos... 
Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, poseed el Reino 
que está preparado para vosotros desde el comienzo del mundo. Porque tuve hambre, y me 
disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui peregrino, y me ofrecisteis albergue; 
estuve desnudo, y me vestisteis; estaba en la cárcel, y fuisteis a verme... (Mt 25, 31-36). 
Toda la civilización cristiana ha nacido de esta parábola. ¿Tendremos hoy todavía el 
coraje y la lucidez de volver a comenzar este milagro de la gracia ? 


La oración del publicano
(Lc/18/09-14)

PARA/PUBLICANO: Esta parábola va claramente dirigida contra los fariseos. Sus rasgos 
pintorescos y realistas, tomados al vivo de las costumbres palestinenses, el sentido 
inimitable de la verdadera oración, en los antípodas del legalismo, nos garantizan su 
autenticidad. Lo mismo sucede con el estilo. «No hay ninguna otra parábola en san Lucas 
en la que sea tan frecuente el asíndeton semítico (versículos 11.12.14); por otra parte, el 
lenguaje y el contenido demuestran que tenemos en ella una vieja tradición palestinense» 
(Jeremías). 
San Lucas empieza con esta introducción: 

«Propuso también esta parábola para algunos que presumían de sí mismos, apoyados 
en su pretendida justicia, y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9). 

Reconocemos sin vacilar a los fariseos, que multiplican las prácticas de devoción, las 
oraciones, los ayunos, las limosnas, la lectura de la Ley (sobre todo la lectura de la Ley, 
que perdona los pecados y forma a los santos; los monjes de Qumrán lo exageraban). No 
son estas devociones las que hacen a un hombre mejor. Dios no halla en ellas el Amor, y 
los hombres no encuentran en ellas la bondad. 
Desde la altura de su justicia, los fariseos desprecian a «los demás». Estos otros son 
los publicanos, judíos de baja estofa. Sociológicamente, son los conserveros, los 
recaudadores de contribución, al servicio de los Romanos o de Herodes. En lo religioso, no 
se preocupan de esas reglas de piedad de los fariseos, ni se lavan las manos cien veces 
cada día, ni lavan las legumbres que han comprado en el mercado. Son siempre impuros. 
Por lo demás, no son necesariamente unos incrédulos. 
Dos hombres subieron al templo a la hora de la oración, es decir, o a las nueve de la 
mañana, o a las tres de la tarde. De pie, con el tronco arqueado, empapado de sí mismo, el 
fariseo rezaba así: 

«Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, 
adulteros, y en particular como "este" publicano. Ayuno dos veces cada semana y doy el 
diezmo de cuanto poseo». 

En cuanto al publicano, no había rebasado el umbral del patio exterior; ni siquiera se 
atrevía a levantar los ojos al cielo, y golpeándose el pecho, decía: 

«Dios mío, ten compasión de este pecador». 

«Yo os aseguro que éste bajó a su casa justificado». 

Porque este publicano ha sabido rezar. «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas. 
Les gusta orar puestos de pie en las sinagogas, o a la vista de la gente en los sitios 
públicos, para que los hombres los miren. En verdad, os digo que ya recibieron su 
recompensa. Vosotros retiraos a vuestro cuarto, con la puerta cerrada, y orad a vuestro 
Padre en secreto» (Mt 6, 5-6). 
El contraste entre las dos oraciones es el contraste de dos actitudes fundamentales en 
religión. Una actitud queda en el plano del orgullo, la otra es humildad. El orgullo o la 
humildad modelan a las almas. 
El fariseo toma posiciones frente a Dios. Está «de pie». Es cierto que es la postura 
prescrita. Así dice Maimónides, el gran teólogo judío: «Que nadie ore, si no puede tenerse 
de pie. Algunos rabinos precisaban: los pies rectos, porque en Ezequiel (1,7), a propósito 
de los animales que llevan el trono, se dice: «Tienen los pies derechos». Entonces se 
decía «ponerse de pie» (para rezar), como nosotros decimos hoy «arrodillarse». 
De pie o de rodillas, lo único que cuenta es el respeto. Los antiguos eran más formalistas 
que nosotros y daban más importancia a la etiqueta. El fariseo de nuestra parábola, de pie, 
trata de igual a igual con Dios. Simón Mago se hacía llamar el «hestôs», lo cual, en su 
pensamiento, significa una afirmación de divinidad. Dios no es un camarada. Una creatura 
no es su igual. 
La religión griega tenía un sentido innato de la desigualdad entre los dioses y los 
hombres. Los inmortales son felices. Un hombre feliz les resulta sospechoso. La felicidad 
demasiado grande es un exceso, una petulancia para con ellos, mientras que la desgracia 
nos consagra en nuestra condición de hombres. El suplicante es ennoblecido. Así es el 
espectáculo delante del palacio de Edipo, en Tebas: el rey, que condena su felicidad 
petulante, se dirige al coro: ``Ninos, joven descendencia de la antigua Cadmos, ¿por qué 
estáis así de rodillas, con unos ramos suplicantes coronados de cintillas?» Los 
suplicantes tienen el buen papel. 
Nosotros sabemos mejor qué es Dios, su infinita majestad -a la que hay que mirar, con 
todo, como cercana y paternal-, y sabemos que en el orgullo hay una usurpación infinita. No 
es que Dios quiera ensalzarse con nuestro abatimiento. Si él ama al que no es, es para 
poder hacer que sea. Si ama al que sabe que no es nada, es porque el saber que no se es 
nada es el único medio de llegar a ser algo con su ayuda. 
El P. Sertillanges traduce con exactitud el pensamiento de san 
Pablo: «La fuerza de Dios en nosotros se hace precisamente con nuestra debilidad, y el 
ser de Dios en nosotros se hace con nuestra propia inexistencia». 
La oración conoce únicamente dos polos: la majestad de Dios y la nada de la criatura. El 
fariseo conocía solamente otros dos: la estima de sí mismo y el desprecio de los demás. Su 
oración: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres», no es una 
plegaria inventada. Se conserva una oración talmúdica del año 70 aproximadamente, 
atribuida, si no me equivoco, a R. Reconías, y que Jeremías traduce de la siguiente 
manera: «Te doy gracias, Señor Dios mío, por haberme dado parte con los que se sientan 
en la casa de enseñanza y no con los que se sientan en las esquinas de las calles; porque 
yo me pongo en camino como ellos, pero yo voy en seguida hacia la Palabra de la Ley, y 
ellos van pronto hacia las cosas baladíes. Yo me tomo la molestia y ellos también se la 
toman: pero yo me molesto y recibo mi recompensa, mientras que ellos se molestan y no 
reciben recompensa alguna. Yo corro y ellos corren: yo corro hacia la vida del mundo 
futuro, y ellos corren hacia la sima de perdición». 
Ciertamente, hay que agradecer a Dios sus beneficios. Porque él los concede, pero no 
porque nosotros los «poseamos». Los beneficios «poseídos» se vuelven objeto de 
suficiencia y de orgullo. 
Tal vez el fariseo no es ni ladrón, ni injusto, ni adúltero. Pero omite algunas taras de su 
vida; san Pablo, que había sido del gremio, no se hacía muchas ilusiones. En todo caso, si 
el fariseo ha evitado esas faltas, se lo debe a Dios; y si Dios le abandonara, sería un 
criminal. Podemos convencernos de lo que valemos, cuando comprobamos nuestras 
cobardías y nuestras traiciones. 
Es verdad que el fariseo ayuna y paga los diezmos. Pero ¿vale la pena hablar de ello? 
Ayunar, bonita cosa. También la gente que hace deporte, ayuna. Se ayuna para adelgazar. 
No es eso lo que hace grandes a los hombres delante de Dios. Entrega el diezmo de sus 
bienes. También los jugadores del casino dan toda su fortuna en una noche. 
A la estima, infantil o astuta, de sí mismo, corresponde el desprecio de los demás: 
ladrones, adúlteros, como ese publicano. ¿Qué sabemos nosotros del prójimo? Los 
publicanos no son muy observantes, eso es verdad, pero hay excepciones. Y después hay 
que contar con la intención, y con los planes de Dios. Dios se reserva algunas almas, y sus 
caídas son preparaciones. Saulo de Tarso ha sido pecador. San Agustín ha sido pecador. 
Y María Magdalena. Y tantos otros. Dios los perseguía con su amor. Los amaba por lo que 
iban a ser, por lo que iba a hacer de ellos, por los magníficos dones que iba a poner en 
ellos. El barro limpia los metales preciosos. Jesús ha condenado hasta tal punto las críticas, 
que nosotros nos las deberíamos prohibir de una vez para siempre. He aquí una buena 
regla práctica: no hablar de lo malo más que cuando ya no queda nada bueno que 
comentar. En realidad, todo esto no tiene nada que ver con la oración. La mezcla de la 
oración con la vanidad y la crítica es contra la naturaleza. La oración es la gloria de la unión 
con Dios; y no una máscara bajo la cual se sigue llevando una vida vulgar, insustancial, 
hueca. La Regla de san Benito calca su duodécimo grado de humildad en el retrato del 
publicano de esta parábola: «La cabeza siempre inclinada, los ojos fijos en la tierra..., 
repitiendo incesantemente en lo interior lo que dice el publicano del evangelio: Señor, yo 
soy un pecador, no merezco levantar los ojos al cielo». Inclinado, como aparece en el 
mosaico de san Apolinar en Rávena, el publicano recuerda al sacerdote al pie del altar, en 
el «Yo pecador» de la Misa. El peso de nuestros pecados y de los del pueblo cristiano 
es una carga pesada de llevar. Es preferible esconder nuestro rostro, enrojecido de 
vergüenza. La actitud interior responde a la exterior: «Dios mío, ten compasión de mí, que 
soy un pecador». San Francisco de Asís hace esta glosa: «¿Qué eres tú, Dios mio, y 
qué soy yo, gusano miserable de la tierra?» A la nada de la criatura, se añade la nada del 
pecado, lo cual dice bien con la criatura. Eso decían los santos ¡y lo pensaban! Lo 
pensaban y tenían razón para pensarlo, porque la luz de Dios los tornaba lúcidos para 
contemplar su miseria de verdad. Ellos no eran más que unos hombres miserables, 
portadores de una santidad que no llegaba a purificar el fondo de sí mismos. Para quien así 
piensa, la acción de gracias ha perdido su vertiente peligrosa. 
Una hermosa y auténtica acción de gracias es la de la Carta de san Clemente Romano: 
«Que el cuerpo que formamos en Cristo esté todo él en buen estado y que cada uno esté 
sometido a su prójimo siguiendo la gracia que le ha sido dada. Que el fuerte proteja al débil, 
que el débil respete al fuerte; que el rico socorra al pobre; que el pobre dé gracias a Dios, 
que le ha dado con qué suplir su insuficiencia; que el sabio muestre su sabiduría, no en 
palabras, sino en buenas obras; que el humilde no se califique a si mismo, sino que espere 
la aprobación de los otros. Que el que es casto en su carne no se gloríe, sabedor de que es 
otro el que le ha concedido la gracia de la continencia. Reflexionemos, pues, hermanos 
queridos, sobre la materia de que estamos hechos, lo que somos y el estado en que hemos 
llegado al mundo. Pensemos de qué tumba y de qué tinieblas nos ha sacado el que nos ha 
creado para introducirnos en su mundo, después de habernos preparado sus beneficios 
antes de que naciéramos. Todas esas cosas las tenemos por él; por eso debemos darle 
gracias por todo. A él la gloria por los siglos de los siglos, amén». 
El publicano no concreta los detalles de su confesión. La confesión la ha hecho por él el 
fariseo. «Sin temor a equivocarse y si Dios dirige una vida espiritual por este camino el 
hombre puede estar menos pendiente de los exámenes de conciencia que de la postración 
amorosa de todo el ser ante el Creador, gesto de amor que se pierde en el gozoso 
reconocimiento y alabanza de las perfecciones divinas» (Gauthier). Con la condición de 
que este método valga y vaya consumiendo el «Yo». «Al alma se le hace crecer con la 
mirada como crece la planta cuando en ella se fija el sol. Pero no es a sí mismo a quien hay 
que dirigir esa mirada sino a Dios en él» (Sertillanges). Con la condición también de que la 
conciencia individual acepte la ley de la obediencia a Dios y a la Iglesia y en su actuación y 
en su pensamiento, el cristiano de nuestros días en lugar de rendirse a los atractivos y al 
imperio del «mundo» siga siendo «el discípulo de Cristo decidido y austero» como no 
han dejado de definirle los Papas desde san Clemente de Roma. 
«Os digo que éste bajó justificado a su casa y no el otro». La palabra es cruel. Lo que 
constituía su orgullo para los fariseos Jesús se lo aplica a los publicanos: «Porque el que 
se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 
Algunos exegetas sostienen que el uso del verbo «justificar» en esta parábola no se 
debe al influjo de san Pablo. Hemos de observar que la doctrina paulina de la justificación 
extrae su savia del pensamiento de Jesús. La verdadera «justificación», no es el 
resultado de un rito o de unas «obras», sino un don de Dios que responde a la actitud de 
humildad y total confianza de su creatura. 

MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS 4

 

LUCIEN CERFAUX: MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11.EDICIONES FAX. MADRID-1969
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