27 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
1-7

1. EV/GRACIA. LO PRIMERO QUE NOS DICE EL EVANGELIO NO ES QUE DEBEMOS SER BUENOS SINO QUE DIOS ES BUENO PARA TODOS LOS HOMBRES. 

-Dios invita

El mensaje de la Biblia es un mensaje para la esperanza; evangelio significa "buena noticia". Como tal contradice el pesimismo y se opone abiertamente a cualquier actitud negativa ante la vida humana. El evangelio se presenta como invitación de Dios, que tiene para nosotros, para todos los hombres y pueblos de la tierra, las mejores intenciones. El reinado de Dios se compara a un banquete, a unas bodas, a un festín de manjares suculentos. ¡Dios invita! Lo que Dios quiere, su voluntad, no es en primer lugar, lo que nosotros debemos hacer, sino lo que nos cabe esperar y por su gracia podemos recibir, con tal de que no le demos un plante y despreciemos su invitación. El reinado de Dios es un don, una gracia extraordinaria, es vida y alegría de vivir, es felicidad, es... ¡sólo Dios sabe lo que nos tiene preparado! El anuncio del reinado de Dios, la promesa que nos hace, va por delante de todas las obligaciones. Lo primero que nos dice el evangelio no es que debemos ser buenos, sino que Dios es bueno para todos los hombres.

Si los cristianos andamos con las caras largas, sin humor, faltos de alegría y llenos de miedo, si no aprendemos a cantar nuestras pequeñas revoluciones y tomamos más en serio lo que hacemos que lo que nos cabe esperar sin mérito alguno, es porque nuestro cristianismo ha dejado de ser la experiencia del amor que Dios nos tiene y se ha refugiado medrosamente en la repetición de un mensaje que no acabamos de olvidar porque es hermoso y no empezamos a vivir porque en el fondo nos parece increíble. Es porque nuestro espíritu desfallece y nos falta la esperanza y el entusiasmo por el reino de Dios que se avecina. Pues todo está preparado y el banquete se celebrará. Nadie puede aguarle a Dios la fiesta.

El que cree en el Evangelio es un hombre que va de fiesta, que ha aceptado la invitación de Dios y se ha puesto en camino.

Imaginemos la sorpresa de los segundos invitados de la parábola, de los que acuden de las plazas y los caminos, de los pobres y de los hambrientos; imaginemos la alegría tumultuosa de todos estos al entrar en la sala del rey... Pues algo así es la alegría de los que creen y aceptan el evangelio. Es verdad, sin embargo, que el evangelio tiene sus exigencias, pero hay moral para todo.

Cuando se cree de verdad no importa dejarlo todo ante la urgencia del reinado de Dios que se avecina: la casa, las tierras, los negocios..., la conversión que predica Jesús es un vuelco del corazón acompañado de inmensa alegría, y por eso, es y debe ser también un cambio radical de la propia vida y un empeño en la transformación de todas las cosas y en la construcción de la fraternidad entre todos los hombres. Es preciso revestirse de justicia y santidad, pero este traje hay que llevarlo con gozo, como quien lleva un vestido de fiesta. Convertirse es emprender un camino de esperanza.

EUCARISTÍA 1981/48


2. FE/FIESTA: LOS CRISTIANOS DEBIERAN TENER RAZONES SUFICIENTES PARA VIVIR CON ALEGRÍA Y ACEPTAR AGRADECIDOS LA EXISTENCIA.

Parece ser que Jesús utiliza en su parábola del banquete una historieta popular que ha llegado hasta nosotros en la literatura rabínica. Me refiero a lo que se cuenta del publicano Bar Ma'jan: Era éste un hombre rico, uno de esos nuevos-ricos que sienten la necesidad de alternar y quieren introducirse en la "buena sociedad". Para conseguirlo, Bar Ma'jan se propone dar una fiesta por todo lo alto e invitar a ella a los notables de la ciudad. Pero cuando todo estaba preparado, le fallan los invitados: uno a uno se excusan a última hora, como si se hubieran puesto de acuerdo para dar el plante a Bar Ma'jan. Y entonces este hombre, despechado, manda salir a sus criados para que inviten a todos los hambrientos y desharrapados del lugar. Y cuentan que se llenó la sala hasta el tope, que se cerraron las puertas y se celebró el banquete.

La intención polémica de la parábola de Jesús es evidente: Los notables de Israel, sumos sacerdotes, senadores y fariseos, rechazan la invitación de Jesús a entrar en el Reino de Dios; pero Jesús predica el Evangelio a los pobres, a los marginados, a los publicanos y pecadores públicos, y se sienta a comer con ellos en una misma mesa. Cuando sacerdotes y senadores murmuran escandalizados de la conducta de Jesús, éste les dice: Vosotros sois como los primeros invitados que no quisieron acudir al banquete, por eso vais a ser excluidos del banquete que Dios ha preparado en su Reino para los hombres.

El Reino de Dios es un banquete. He ahí la primera noticia, la gran noticia: "El Señor prepara para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. (...) El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros...". En el horizonte de la vida, al fin de todos los caminos, hay una mesa que Dios ha preparado para todos los hombres: un banquete de bodas, una fiesta. Apenas nacidos, estamos ya en camino para esa fiesta universal. Esto es lo que nos dicen los profetas, esto es lo que descubre Jesús en su parábola: Dios invita. Los cristianos debieran tener razones suficientes para vivir con alegría y aceptar agradecidos la existencia. ¡Y las tienen! Pero quizá tengamos solamente razones secas que no hacen saltar el corazón, que no abren nuestras bocas para proclamar convincentemente lo que no debiera cabernos en el pecho: ¡Dios invita! ¡Un banquete de dioses para todos los hombres! ¡Hambrientos de todo el mundo, Dios invita! Más allá de todas nuestras aspiraciones y reivindicaciones, más allá de cuanto pueda soñar la fantasía revolucionaria del más alocado idealista, Dios ha preparado un futuro sorprendente: ¡Dios invita a un banquete, a un banquete universal! El sentido de la vida y de la historia es un banquete que nos espera. Si los cristianos andamos por el mundo con las caras largas, huraños, llenos de miedo y sin la alegría de vivir, es quizá porque nuestro cristianismo ha dejado de ser en nosotros la experiencia del amor de Dios y se ha refugiado medrosamente en el recuerdo de unas palabras, que no acabamos de olvidar porque son hermosas y no acabamos de vivir porque, en el fondo nos parecen increíbles. Sin embargo, todo está ya a punto y el banquete se celebrará, con nosotros o sin nosotros. ¡No podemos dar el plante a Dios! Es posible que también hoy, mientras la duda y la indecisión paraliza la marcha de los cristianos viejos, otros responden al Evangelio y sean los segundos invitados de la parábola, venidos de todos los caminos del mundo y de la esperanza a poblar el futuro de Dios. Hoy es la hora de responder, mañana las puertas se cerrarán y no probaremos bocado. (...).

Vestirse con el traje de ceremonia: en expresión de san Pablo "vestirse de justicia y santidad". Hace falta despojarse de todo egoísmo y estar dispuesto a caminar por el mundo con hambre de justicia, de verdadera justicia.

EUCARISTÍA 1972/57


3.

-Una comida llena de alegría y fiesta

Isaías nos describe el banquete que Dios preparará -en los tiempos mesiánicos- a todos los pueblos. Las imágenes se suceden: comida, alegría, vinos, destierro de todo dolor y tristeza, victoria de la vida, celebración gozosa de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

El banquete ha sido y seguirá siendo una de las categorías que todos entendemos mejor para expresar todo lo que hay de bueno y de celebrativo, tanto en relación con Dios como con los demás hombres. Signo de comunión entre los comensales y con el que invita. Y aquí el que invita es Dios. Signo de solidaridad y alianza, de alegría y felicidad.

Una perspectiva fundamental: el plan de Dios es plan de felicidad; Dios quiere la vida, la alegría. Cuando Xto describe el Reino recurre con frecuencia a este lenguaje: el Reino es como un banquete que Dios prepara... Puede servir de correctivo para tantas presentaciones del cristianismo que insisten en la exigencia, en la ascesis, en el deber: todo eso es verdad, pero fundamentalmente el NT nos presenta el plan de Dios como "buena noticia=evangelio", como algo digno de celebrarse: un banquete festivo. Si la vida es ya algo lleno de valores, si la humanidad puede y debe ser vista desde perspectivas positivas, mucho más el mundo nuevo que Xto nos ha venido a presentar. Por las riquezas de su Palabra y de su verdad, por el don de su amor, por la gracia de su comunidad y sus sacramentos, por la dinámica de novedad y vida que él ha instaurado en el mundo, el cristianismo es en verdad un banquete preparado por Dios para la humanidad.

Vale la pena dar un toque positivo a los valores que tenemos tan cerca y que no apreciamos. (El chiste de Cortés, relativo a la parábola de hoy: Dios que envía billetes de invitación a las bodas a varias personas; le son devueltos; comentario de Dios: tal vez si les hubiera enviado invitaciones a un funeral se las habrían quedado...). La imagen de la comida, y además de una comida de bodas (la alianza-boda entre Dios y la humanidad), nos habla de alegría y celebración. No está mal que lo hagamos notar.

Porque a veces parece que tenemos miedo a presentar nuestra fe como algo alegre. -Los que rechazan la invitación y el plan de universalidad

Los que tenían su nombre cuidadosamente escrito en los platos de la mesa nupcial -los de Israel- rechazaron la invitación. Una vez más el misterio del pueblo elegido. Pero que tenemos que aplicarnos a nosotros mismos: ¿no podemos acusarnos tantas veces de estar distraídos a la invitación de Dios, ocupados en tantos afanes de aquí abajo, o aún quizá suspicaces ante esa gratuita iniciativa de Dios que nos invita a su plan, en vez de seguir con el nuestro? No son sólo los israelitas los que tan clamorosamente perdieron la gran ocasión de su vida. Nosotros también desperdiciamos el banquete. La ejemplificación puede variar según los ambientes: los "oficialmente" buenos y los que de un modo más "seguro" pertenecen a la casa de Dios (los sacerdotes, los religiosos, los católicos de siempre, los que practican cada domingo...) pueden verse acusados hoy de distracción e ingratitud. Otros muchos, con la invitación a este banquete continuo, sabrían sacar mucho mejor provecho y responder con una generosidad mayor a Dios.

Dios nos sigue enviando continuamente mensajeros nuevos (profetas, testigos fenomenales...) y nosotros nos hacemos los sordos. Una cosa es "cumplir" y otra, participar en plenitud del banquete de valores que Dios pone delante de nosotros. ¿Somos de los que aceptan o de los que tienen mil excusas para "defenderse" de la invitación demasiado comprometedora? A veces habrá que decir que los alejados, "la masa", los que están en los caminos, saben responder con mejor talante a la llamada de Dios, cuando se enteran de ella. Y no está mal que sepamos que Dios llama a todos, a buenos y malos. Que nadie tiene la exclusiva ni el privilegio... El único "vestido" que hace falta es la disposición de aceptar la novedad que Dios ofrece: la fe, la renovación de mentalidad, la conversión al plan de Dios.

-La Eucaristía, nuestra comida dominical

En nuestra celebración de cada domingo, Dios nos prepara una mesa abundante: su palabra salvadora, su don eucarístico del Cuerpo y Sangre de Cristo, su "casa" en la comunidad eclesial, la presencia viva de Cristo y de su Espíritu... Aceptar o no en profundidad esta invitación es un símbolo de si aceptamos o no ese otro gran banquete que es toda la vida, sobre todo la vida cristiana, la que dura las 24 horas del día y los 7 días de la semana. La presencia continuada de Dios, de Cristo, entre nosotros. Nuestro mejor motivo de alegría y celebración.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1981/19


4. 

La doble parábola del banquete constituye un aviso para que la comunidad cristiana no rechace la invitación de Dios como hizo el viejo Israel.

Los primeros invitados eran gentes elegidas. Pero no respondieron adecuadamente a la prueba de amistad que el rey les ofrecía. Más aún: manifestaron con violencia sus hostilidad hacia él.

Maltrataron e incluso mataron a quienes transmitían esta invitación en nombre del rey. Jerusalén es la que mata a los profetas. Cabía esperar otra cosa bien distinta, pero la viña sólo dio uvas amargas.

A los invitados en segundo lugar no se les exige ninguna condición previa: son todos los que van por los caminos de la vida, sean buenos o malos. Jesús, ante la extrañeza de los fariseos, come con publicanos y pecadores. Los últimos son los primeros. Los gentiles ocupan ahora lugares de la mesa que estaban reservados a los hijos de Abrahán.

Pero en este punto comienza la segunda parábola. No es suficiente con acudir al banquete: es preciso también llevar el TRAJE DE FIESTA que el mismo rey proporciona.

Hay que estar a la altura de las circunstancias. Los discípulos han de revestirse de una vida que esté en consonancia con el llamamiento recibido. Vestíos de justicia y santidad. Actuad como Dios actúa. El modo de obrar externo de los seguidores de Jesús (positivo y atrayente como un vestido de fiesta) será lo primero que descubran quienes les contemplen, al igual que el traje es lo que más inmediatamente percibimos en los demás. Pablo explica en diversos lugares de sus escritos la metáfora del vestido (entre otros: Ef 6. 14 y Col 3. 12).

La invitación es a un banquete de bodas. También en eso puede haber equivocación por nuestra parte. Es curioso que vayamos predispuestos a participar en un triste y soporífero funeral. A pesar de nuestra tendencia a lo cómodo, aceptamos con más facilidad a un asceta duro como Juan el Bautista que a un Jesús, a quien, al no distinguirse por sus penitencias, llamaban comilón y bebedor. Muchas veces, hasta las palabras "fiesta" o "alegría" parecen perder su capacidad explosiva cuando se pronuncian en nuestras misas. Sacrificio, resignación, mortificación, sufrimiento, cruz y muchos otros giros de similar significación luctuosa son desproporcionadamente frecuentes en la boca de los cristianos.

Ya va siendo hora de que le arranquemos a Satanás la usurpada prerrogativa de haber inventado y monopolizado el gozo y de habernos dejado a nosotros solamente los mendrugos de la renuncia, las cenizas de la cuaresma.

Parafraseando la célebre frase de Bernanos, podemos decir que lo contrario de un cristiano es un cristiano triste. Y, sin embargo, nuestro talante parece manifestar que nos sentimos más oprimidos que queridos por Dios. Vivimos una boda con espíritu de entierro. No llevamos nuestro cristianismo con traje de fiesta, sino con ropa de trabajo. Preferimos la medida exacta del rácano comerciante al derroche festivo sin medida. Pese a las reiteradas exhortaciones de Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres" (/Flp/04/04), nosotros preferimos decir: "alegría sí, pero hasta cierto punto", o montar una fundada exégesis que convierte el "alegres en el Señor" en aburrimiento puro y simple. Con esta funeraria vivencia interior no es extraño que nuestras eucaristías sean plomizas como un trabajo obligatorio y no deseado. Un ambiente así fomenta el alejamiento o el cristiano de cumplimiento mínimo.

La pérdida de la alegría en el cristiano puede tener el mismo sentido que la aparición del dolor respecto a la salud: es un aviso. Creemos que el signo más allá del cual no debe pasar la generosidad imprudente, es la alegría. Uno tiene que seguir dándose mientras el don no le entristezca, mientras su generosidad sea espontánea y dócil, mientras la paz siga siendo el tejido con que teje sus jornadas. La inquietud es la señal de la exageración. De la inquietud nace la desconfianza, el pecado, la muerte. NO IR NUNCA MAS ALLÁ DE LA PROPIA ALEGRÍA. La primera y la última palabra del cristianismo es, por consiguiente, la alegría.

Cantar o aplaudir no presuponen necesariamente que quien lo hace esté alegre. La alegría es algo que nace espontáneo al contacto sentido con otra realidad. Es como la voltereta que da Juan el Bautista en el vientre de su madre al escuchar la noticia de la encarnación de Jesús. Es algo que nace en lo profundo y da tono a lo exterior. Si nuestro talante externo se presenta como gris y plúmbeo, puede ser una señal de que es débil la raíz de nuestra fe.

¡Señor, ayúdanos a seguirte con traje de bodas! ¡Señor, aumenta nuestra fe!

EUCARISTÍA 1990/24


5. 

En las parábolas evangélicas hay siempre un punto central que da significado al conjunto y que no debe pasarle al lector por alto.

En esta tercera parábola, el elemento esencial es muy claro. Para descubrirlo, basta apropiarnos las reacciones y las preguntas que el relato suscitó certeramente en los oyentes del tiempo de Cristo. Un rey invita a sus conciudadanos al banquete de bodas de su hijo. Las imágenes son bíblicas y conocidas: las nupcias y el banquete describen el reino de Dios, aquel reino que los profetas han anunciado y que todo israelita piadoso esperaba con impaciencia. La invitación va dirigida a todos, pero los invitados rehúsan. Es la primera sorpresa del relato. Para muchos de aquellos ciudadanos la invitación al banquete (¡el sueño de todo israelita!) no es una cosa importante; no se preocupan de ella; tienen otras cosas que hacer. Para otros es algo irritante: insultan a los servidores del rey y les dan muerte. ¿Quiénes son estos ciudadanos que rehúsan? La negativa de los invitados irrita al rey -que se muestra severo-, pero no lo desarma. Es el segundo punto inesperado: los servidores salen de nuevo y, esta vez, invitan a cuantos encuentran, buenos y malos. La negativa no detiene el amor de Dios. El ofrecimiento del reino sigue haciéndose. ¿Quiénes son estos nuevos invitados recogidos en las encrucijadas de los caminos? Por fin, la sala se llena; se ha conseguido el objetivo. Pero el relato prosigue y nos reserva una última sorpresa. El rey entra en la sala, ve a un invitado sin el traje de bodas y lo hace expulsar. ¿Qué significa? Para responder a los interrogantes que el relato ha suscitado, es preciso recordar ante todo que Jesús recurrió a la parábola para explicar un hecho (que, además, es una historia que sigue repitiéndose): Vosotros (se trata de los judíos, de Israel) habéis rehusado, no habéis querido; por tanto, la salvación pasa a los paganos. Este es exactamente el hecho que Jesús quiere explicar: Israel, el pueblo de Dios, rechaza al Mesías y su evangelio; en cambio los otros, los lejanos, lo buscan y lo acogen. Es un hecho que suscitó escándalo y maravilla. ¿Por qué maravillarse?, parece decir Jesús. El pueblo de Dios ha insultado siempre y dado muerte (y la historia continúa) a sus profetas; tal es el sentido de la indicación, aparentemente exagerada: "Otros cogieron a los siervos y los insultaron y los mataron". Es historia, no exageración.

Pero la parábola no pretende ser solamente la explicación de un hecho acaecido y de una historia que continúa. Es una invitación a los hombres a que recuerden que la hora es decisiva: no se puede diferir; todo está a punto. Frente a la llamada del evangelio, no es lícito distraerse; no hay cosas más importantes que hacer.

Explicación de un hecho e invitación a la decisión. Pero la parábola, que se presenta sorprendentemente rica, es también una proclamación del juicio de Dios. Un juicio sin duda severo y que puede verificarse ya ahora, en la historia. Al oir contar que el rey envió sus tropas e incendió su ciudad, los cristianos del tiempo de Mateo ciertamente hubieron de pensar en la destrucción de Jerusalén ocurrida por obra de los romanos en la guerra del año 70: un castigo. Pero el juicio no se refiere solamente a los primeros invitados; afecta también a los segundos, a los que han aceptado la invitación y pueden forjarse la ilusión de estar ya acomodados. Es el sentido del cuadro final: todos son llamados, pero no todos son elegidos. El haber entrado en la sala no es aún una garantía; hay que estar en orden, convertidos, vigilantes. El traje nupcial significa todo eso.

Hay una última cosa: la universalidad. Los siervos invitan a los hombres en las encrucijadas de los caminos. La llamada de Dios no pone condiciones preliminares, y ningún hombre es excluido. La invitación se dirige a todos y, en todo caso, la sala debe estar llena. La equivalencia eclesiológica de este universalismo es que la Iglesia debe dirigir a todos, sin distinción, su invitación a la salvación; la comunidad cristiana debe considerarse como un lugar de gran reunión, como la casa de todos -también de los pecadores-, de la cual nadie en principio está excluido.

BRUNO MAGGIONI
EL RELATO DE MATEO
EDIC. PAULINAS/MADRID 1982.Pág. 226 ss.


6.

¡Recoger a la gente que llena las plazas para llenar una sala de bodas! La parábola se sale de lo habitual y cotidiano; está hecha de provocación y escándalo. La parábola habla de Dios. Y para nosotros Dios no es una idea o una doctrina. Para Jesús, Dios "se cuenta": son los gestos de Dios los que hay que proclamar. Como los trovadores de la Edad Media que cantaban las hazañas de los caballeros en interminables canciones de gesta, Jesús recorre la tierra de Israel para cantar la gesta de Dios. "El Reino de Dios es como lo que sucede en esta historia que os cuento..." Dios es como un rey que ha preparado las bodas de su hijo con la fiebre característica de los días que preceden a la fiesta. El rey ha mandado decir: "Todo está preparado para el festín". Pero, aunque el aroma de la cocina es apetitoso, la mesa está impecablemente puesta, las lámparas encendidas y las flores decoran la sala del festín, falta lo esencial en la fiesta: ¡los invitados no han acudido!

¡Imaginaos, la gran mesa sin comensales! Aquellos a quienes se esperaba, las viejas amistades, los amigos y los parientes han hecho oídos sordos a la invitación. Los que se consideraban grandes sacerdotes, han rechazado la invitación de Cristo. Y Dios se encuentra solo con su comida... ¿Va a apagar las lámparas? No, Dios hace acudir a los pobres, a los lisiados, a los ciegos, a los cojos. Nadie estará excluido de la fiesta; en adelante, la mesa en la casa de Dios está puesta para todo el mundo. Ocuparán su sitio en esta mesa los Zaqueo, los Mateo, las María Magdalena, el ciego de Siloé y el paralítico de Cafarnaún, el samaritano curado y la adúltera perdonada. Dios festejará con estas gentes las bodas de sangre de su Hijo con la humanidad.

Hoy, Dios recorre las plazas. Así pues, ¿es verdad que estamos invitados a la comida real de Dios? ¡Ser invitados a las bodas del hijo del rey, a la mesa pascual!, ¿qué os parece?... ¡Más vale encontrar un pretexto adecuado y no acudir!... ¡Ah, si la humanidad supiera la ambición que Dios ha depositado en ella! ¡Si tomásemos en serio en la tierra la invitación que Dios nos hace! La fiesta no tendría fin. Pero ¡qué lejos está aún ese festín de bodas! Todo está preparado y nada está aún dispuesto, puesto que hay que responder a la invitación. ¿Dónde está la humanidad en esta pobre marcha obstinada y dolorosa que va del caos inicial del Génesis, siempre amenazador, hasta la Jerusalén celeste, donde Dios reunirá a todos los pueblos de la tierra para un festín delicioso? Basta con mirar a la Jerusalén terrena para saber que el mundo está todavía en el caos y que la ciudad de Dios, ciudad de paz y de amor, está aún desgarrada por los sufrimientos y los rencores seculares. Humanidad coja, lisiada, ciega: es a esta humanidad, y no a una humanidad idílica, a la que Dios invita a las bodas. La alegría no será una exuberancia ficticia, sin mañana, como la que se experimenta en una comida de negocios, sin alma. La alegría será acorde con el lugar, la sala de bodas, pese a los contratiempos y a las dificultades. La conversación versará sobre la gesta de amor de Dios. Comida de Alianza donde el cuerpo entregado del Señor habla de la gratuidad de nuestra llamada.

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Dios, cuyo amor trasciende todo cuanto nosotros podemos medir, bendito sea tu nombre.

Tú abres de par en par las puertas de la casa, y los pobres, que somos nosotros, ocupamos un lugar en el banquete en el que tu Hijo se nos da como alimento.

Concédenos la gracia de cantar tu benevolencia hasta el día en que nos revistas con el vestido nupcial por los siglos de los siglos.

...................

A Dios le importa que sus fieles tengan un corazón nuevo, un corazón de carne y de amor. Le importa que el traje de bodas se conserve santo, a pesar del roce con la suciedad del mundo. Para reconstruir su pueblo, Dios se dirige a toda clase de gente, pero es preciso que todos acepten ser purificados de arriba abajo. La Eucaristía, en la que cada día se renueva la Iglesia, acoge a buenos y malos, para renovarlos a todos en ese amor creador que transforma los corazones haciéndoles comulgar con el corazón traspasado de Cristo. Así es el pueblo de la Alianza, pequeño pueblo en el que son pocos los elegidos. ¿Cómo una Iglesia, llamada a revelar la santidad de Dios, podría desempeñar su misión si dentro de ella cada uno hiciera lo que le viniera en gana con el pretexto de pertenecer al pueblo de Dios? Una Iglesia santa es una Iglesia en la que cada uno acepta diariamente ser santificado de los pies a la cabeza por el amor de Cristo. ¡Pero qué pocos son, por desgracia, los que tienen tal conciencia de su pobreza...!

DIOS CADA DIA
SIGUIENDO EL LECCIONARIO FERIAL
SEMANAS X-XXI T.O. EVANG.DE MATEO
SAL TERRAE/SANTANDER 1990.Pág. 217 y 384


7. BANQUETE/BN ALEGRIA/RD

-El reino de Dios se parece a un banquete: Para anunciar la salvación, para hablarnos del reino de Dios, Jesús y los profetas recurren frecuentemente a la imagen de un banquete: "un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera" (Isaías, primera lectura), las bodas del príncipe heredero (parábola de Jesús, tercera lectura). Por eso el evangelio es buena noticia, porque es la invitación al banquete de fiesta que Dios ha preparado para todos los hombres y los pueblos de la tierra. Y de ahí sacamos una consecuencia preciosa: el contenido del evangelio no es en primer lugar que los hombres deben ser buenos, sino que Dios es bueno para los hombres; no es un imperativo ético o una ley, sino un indicativo cargado de promesas y un anuncio gozoso.

Es verdad que Jesús nos llama a penitencia y que los invitados al banquete del reino deben acudir vestidos de justicia y santidad, pero lo primero sigue siendo la invitación y ésta es siempre motivo de gozo. La iglesia, lo mismo que hizo Jesús, debe presentarse a los hombres con la invitación en los labios y de ninguna manera con la ley por delante. Alterar este orden es corromper el evangelio y volver a caer en la esclavitud de la ley y en la justicia por las obras que predicaban los fariseos, siendo así que la novedad del mensaje de Jesús consiste en todo lo contrario. Porque Dios es el que salva y él tiene la iniciativa.

-La alegría de los convidados: El creyente es un hombre que va de fiesta, que ha aceptado una invitación y se ha puesto en camino.

CV/ALEGRIA: La conversión que Jesús predica, la penitencia, es un vuelco del corazón ante la sorprendente gracia de Dios que se acuerda de los pecadores y les invita al banquete que ha preparado. No tiene que ver nada con la tristeza del que se ve obligado a abandonar la "buena vida" o con la angustia del que teme un castigo. Podemos imaginarnos la sorpresa de los que fueron invitados en la plaza pública y acudieron al convite desde todos los caminos, la alegría tumultuosa al entrar en la sala del rey..., pues algo así es la alegría de los que creen y aceptan el evangelio. Es verdad que han de posponerlo todo y dejar muchas cosas ante la urgencia del reino: las tierras, la casa, los negocios... pero lo dejan todo para acudir a una fiesta: ¡Dichosos los llamados a esa fiesta!

Los que no entienden tanta alegría no entienden nada, no conocen el auténtico secreto del evangelio. Como no lo comprendieron ni lo aceptaron los primeros convidados de la parábola, los sumos senadores y sacerdotes de Israel, los fariseos que murmuraban porque Jesús se sentaba a beber y comer con los pecadores. No reconocen el despilfarro de la gracia de Dios en Jesucristo.

Todos estos, por su culpa, se quedan sin probar bocado del banquete que les había sido preparado.

-En la eucaristía anticipamos el banquete del reino de Dios: En la eucaristía hacemos lo que Jesús nos ordenó que hiciéramos en su memoria, y en ella anticipamos la gloria que nos ha prometido.

Por eso es una fiesta. En ella nos liberamos de la anécdota y de la carga cotidiana de la existencia, no de la responsabilidad de asumirla. Pero, al celebrar como un hecho lo que todavía es en parte un hecho pendiente, recibimos el aliento de la esperanza y con ella los "aperitivos" del banquete que nos ha sido preparado.

Convertir la eucaristía en una simple obligación es aguar su carácter festivo y desfigurar por completo su sentido. Es volver a las andadas y empezar a recorrer el camino viejo que no conduce a ninguna parte, el camino de la ley y de las obras de la ley.

Entonces el cristianismo aparece como la mortificación de la vida y no como la salvación de la vida. El gozo, la alegría, el placer, el gusto de vivir... se hace sospechoso. Como si Dios hubiera puesto en venta la felicidad de su reino y pidiera a los hombres un precio muy alto, como si no hubiera ya gracia de Dios.

EUCARISTÍA 1978/47