27 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
8-14

8.

Como ya es conocido, cada año leemos, en la misa de los domingos, un evangelio distinto. En este año, por ejemplo, leemos todos los domingos fragmentos del evangelio de san Mateo. El año pasado, leíamos fragmentos de san Lucas; el próximo, los leeremos de san Marcos.

Y como también es conocido, cada evangelista recoge de distinto modo los hechos, las narraciones, las enseñanzas de Jesús. Los recoge de distinto modo porque escribe pensando en los problemas, las preocupaciones, los intereses de los cristianos de su comunidad concreta. Y por ello recoge y explica lo que pueda resultar más importante y de mayor provecho para los que lo habrán de leer.

Los evangelistas, en efecto, no escriben como escribiría ahora un novelista, que hace un libro para que se lo publique una editorial y se lo lea todo el mundo, sino que escriben pensando directamente en los cristianos concretos que tienen a su alrededor. Escriben para ellos, y les presentan el testimonio de la acción y la palabra de Jesucristo, para que progresen en la fe.

Y por eso, no sienten reparo en recortar algunas narraciones, o ampliar otras, o dedicar mucho espacio a una pequeña cuestión, o cargar más las tintas en otra... Porque lo que les importa no es realizar como una crónica periodística de lo que Jesús dijo e hizo (porque eso, en última instancia, no es decisivo para la fe), sino que lo que quieren es que las palabras y las acciones de Jesús, que ahora vive resucitado en medio de la comunidad, ayude realmente a ésta a seguirle.

¿Por qué explico todo esto? Pues lo explico porque en el evangelio de hoy aparecen muy claros dos problemas concretos de la comunidad de san Mateo, y se ve cómo el evangelista relata muy vivamente los aspectos de la enseñanza de Jesús que pueden ayudarles. Fijémonos pues ahora en estos problemas, para acercarnos un poco a la vida del grupo de primeros cristianos que leía este evangelio.

-El primer problema: los judíos

La comunidad de san Mateo es una comunidad que vive en tierra israelita, o por lo menos en un ambiente en el que hay muchos israelitas, muchos judíos. Y entre los practicantes de la religión judía y los cristianos se dan constantes tensiones y peleas: los practicantes del judaísmo afirman ser el pueblo escogido, mientras que los cristianos dicen que no, que aquello terminó ya, que con Jesucristo ha empezado un nuevo pueblo de Dios. Las tensiones y discusiones debían ser muy duras, puesto que a lo largo del evangelio de Mateo aparecen frecuentes pasajes en los que el evangelista quiere demostrar que la época del judaísmo ha terminado, que todo lo que era el antiguo Israel se ha cumplido en Jesucristo, y que el pueblo de Dios es ahora la Iglesia. Y así Mateo carga a menudo las tintas y critica muy duramente el modo de actuar de los judíos (especialmente de los fariseos).

Y, por encima de todo, quiere dejar algo muy claro. Quiere dejar claro lo que comentábamos el domingo anterior a propósito de la parábola de los trabajadores de la viña que no daban el fruto: que lo que cuenta ahora no es pertenecer a un pueblo o a una raza determinadas, sino que lo que cuenta es dar el fruto que Dios espera.

Y eso quiere decirnos también la primera parte del evangelio de hoy: los invitados al banquete no quieren ir, y Dios llama entonces a gente de todo tipo, gente de todas partes. El pueblo israelita no ha seguido la llamada de Dios, y Dios invita ahora a todo el mundo, sea israelita o no.

-El segundo problema: los cristianos satisfechos de sí mismos

Pero no todo termina aquí. Mateo no se limita a decir en su evangelio que ahora los judíos no tienen nada que hacer mientras que los cristianos somos los buenos, los salvados. Porque también a los cristianos puede echarnos Dios de su banquete. En la comunidad de Mateo habría gente así: hombres y mujeres que pensaban que pasándose al cristianismo estaba ya todo resuelto: ya se tenía lugar asegurado en el banquete. Debían ser personas seguras de sí mismas, que al encontrarse con un judío se lo mirarían por encima del hombro y pensarían: "¡Pobre desgraciado! ¿Nosotros sí somos los buenos, los que tenemos el Reino asegurado!" Y ya habéis visto. El pertenecer a la Iglesia, el formar parte de los llamados de todas partes al banquete, el estar convocados al nuevo pueblo de Dios, no asegura nada. Si uno va al banquete sin traje de fiesta -es decir, sin una vida como la que Dios quiere para sus invitados-, también lo echarán fuera. Y ahí no servirá de nada protestar y recordar que fuimos bautizados e íbamos a misa... Porque lo único que vale ante Dios, para los israelitas y para los que no lo son, para los cristianos y para los que no lo son, es el fruto.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1981/19


9. EL BANQUETE DEL SEÑOR

-Los convidados al banquete de bodas (Mt 22, 1-14)

Encontramos también este relato en san Lucas (14, 16-24). Una vez más constataremos cómo transforma san Mateo la parábola en atención a las necesidades de la catequesis. Sin duda, el significado profundo sigue siendo el mismo, pero determinadas añadiduras la vuelven más acomodada y más eficaz para su catequesis, dirigida, como se sabe, a convertidos del judaísmo. Sin querer entrar en detalles, subrayemos únicamente lo que tiene mayor interés para nosotros, reflexionando a continuación en los motivos que han llevado a san Mateo a esas transformaciones o a esas ampliaciones.

En san Lucas, el que invita es un hombre rico. En san Mateo, es un rey el que prepara un banquete de bodas para su hijo.

Retocará la parábola de forma que los invitados que rehúsan acudir, a pesar de la invitación, son los judíos. El rey es, por consiguiente, para san Mateo Dios mismo.

En san Lucas, la invitación se hace a la hora precisa del banquete, y mediante un único servidor. En san Mateo, el rey vuelve dos veces sobre la invitación y envía cada vez a varios criados. San Mateo quiere introducir aquí la imagen de los profetas enviados en repetidas ocasiones por el Señor y que no sólo soportan una negativa, sino que -y esto no aparece en san Marcos- son maltratados. Hay que recordar, también de san Mateo, la parábola de la viña (Mt 21, 33-43), en la que emplea el mismo procedimiento para demostrar la misma cosa: el rechazo del pueblo de Israel. También en la parábola de la viña hay dos envíos sucesivos de mensajeros.

Ese es el motivo de que, en san Mateo, el rey monte en cólera, tome represalias y acabe destruyendo la ciudad. Podemos preguntarnos si san Mateo no está aquí influenciado por Isaías (5, 1-7) y por la historia de los viñadores que no hicieron que produjera frutos la viña, devastada en represalia por el dueño.

La segunda invitación se dirige, en lugar de a los invitados escogidos, a todos los que encuentren en las plazas: pobres, lisiados, ciegos, cojos; habrá todavía invitación para los que pasan por los caminos y para los que están a lo largo de las cunetas. También aquí, como en la parábola de la viña, la invitación pasa a personas que no tienen nada que ver con el rey, igual que la viña pasará a nuevos propietarios. Israel no aceptó la invitación, ni aceptó a los enviados del dueño que venían a percibir los frutos de la viña a ellos confiada; la viña pasa a otros, la invitación al banquete pasa a otros.

Hay, sin embargo, una parte enteramente propia de san Mateo: el rey baja a la sala del banquete y encuentra a un comensal que no llevaba el traje de fiesta. Es echado afuera. ¡Extraña indignación del rey, puesto que ha hecho que se invitara a cualquiera! Pero esto apenas tiene importancia en una parábola. San Mateo quiere llegar a un nuevo punto de catequesis. Una vez más parece querer establecer aquí un cierto paralelismo con la enseñanza de la parábola de la viña. En esta última, san Mateo insistía en la necesidad que tenían los nuevos propietarios de producir frutos. De este modo, su catequesis advertía a sus cristianos que no se dejasen llevar del orgullo fácil por haber sido escogidos en lugar del pueblo judío: tienen que producir frutos. En el caso presente, encontramos la misma preocupación. Por un lado, el pueblo judío no respondió a las invitaciones, y el rey, después de haberse entregado a represalias hasta destruir la ciudad, hizo que se invitara a personas que no tenían ningún derecho. Sin embargo, entrar en la sala del banquete supone un traje de fiesta. Se trata, pues, de cumplir la voluntad de Dios, y la invitación no es título suficiente, como tampoco lo era el hecho de convertirse en los nuevos viñadores.

Parece emparentado con el problema el indagar qué significa exactamente la frase: "Muchos son los llamados y pocos los escogidos". Una vez captado el sentido general de la parábola, así como el procedimiento de san Mateo y su objetivo, esta última conclusión se entiende como la determinación de combatir en sus cristianos una tendencia demasiado acusada a asentarse en la confortable seguridad de un pueblo flamantemente elegido. De esta forma se les exhorta a que tomen conciencia de la dificultad de entrar en la sala del banquete.

-El festín de los salvados (Is 25, 6-9)

Pero no habrá que olvidar que el relato de san Mateo es alentador, a pesar del final un tanto oprimente, para la salvación de todos los que quieren seguir al Señor. Están invitados al festín, a pesar de su situación desgraciada, aun teniendo que pensar en adquirir un traje de fiesta...

La lectura de Isaías nos sitúa en la perspectiva de un banquete escatológico al que somos invitados. El poema se encuentra en Ios capítulos denominados "Apocalipsis de Isaías" (Is 24-27). En el pasaje de hoy se trata de un festín mesiánico. Ya se sabe que el último día y la retribución en el Reino se representan, también en el Nuevo Testamento, mediante un banquete.

Advirtamos que a este festín suntuoso, de manjares suculentos, enjundiosos, y de vinos generosos, de solera, están invitados todos los pueblos. Por espléndido que sea el banquete, supone también unos elementos espirituales: allí desaparece toda tristeza y todo velo de duelo; la muerte queda aniquilada para siempre, el Señor enjuga todas las lágrimas y aleja toda humillación.

Es la nueva Jerusalén, el festín que responde a una larga esperanza, el festín de la salvación: "Aquí esta nuestro Dios...; celebremos y gocemos con su salvación".

Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa (Sal 22, responsorial).

Y es que no hay que olvidar que los cristianos se reúnen el domingo para la celebración de la eucaristía. Tanto el poema de Isaías, como la parábola de san Lucas sobre el banquete tienen una especial resonancia en esta ocasión. Cada cristiano es un llamado, un llamado que efectivamente no tenía ningún privilegio para serlo. Lo ha sido, pero es preciso recordárselo: para participar en el festín, signo del banquete definitivo del Reino, tiene que vestir el traje nupcial. Esto no quiere decir que el cristiano se someta a un examen de conciencia acerca de las faltas graves que haya podido cometer, sino que supone, más bien, que deje de estar demasiado seguro de sí mismo y condescienda a considerar cuál es su apertura en relación con los demás y si, por sus maneras de vivir y de encerrarse en sí mismo, no rehúsa la invitación que le es ofrecida, por más que haya entrado en la sala del banquete para participar en él.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 64 ss.


10

EL BANQUETE DEL REINO

Estamos en el cuarto y último domingo de las parábolas del antiguo y el nuevo Israel. Y hoy, la mirada se dirige hacia el final de todo, al término hacia el cual se dirige la vida de los hombres: Dios quiere invitar a todos los hombres al banquete definitivo de su vida, quiere que todo el mundo pueda vivir su felicidad.

La primera lectura es una de las más conocidas y brillantes proclamaciones proféticas de esta plenitud de Dios: un banquete maravilloso en el que nadie quedará con hambre y al que es llamado todo el mundo; un encuentro de todos y cada uno de los hombres en una vida de la que desaparecerán las lágrimas y, sobre todo, desaparecerá la muerte. El salmo, también muy conocido, juega con una ambigüedad: tanto parece que hable de la plenitud de la vida de Dios como de la experiencia, ya ahora, de la seguridad y la vida en el Señor; y es que las dos cosas van unidas.

El evangelio traslada todo esto al tema del nuevo pueblo de Dios inaugurado por Jesucristo.

El banquete no es un banquete genérico, sino "la boda de su hijo". Y, a este banquete, los invitados iniciales, el pueblo de Israel, han escogido quedarse con lo que tenían (una manera de vivir religiosamente instalada, que no quería aceptar los riesgos del Evangelio), y algunos incluso han llegado hasta el asesinato de los que les invitaban. Y entonces ha venido la llamada universal: se ha cumplido lo que anunciaba Isaias, el banquete se abre "a todos los pueblos". San Pablo dirá que el Evangelio es precisamente esto: "También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio" (Ef 3,6: segunda lectura de la Epifanía).

San Mateo, no obstante, añade a este anuncio de salvación universal un elemento que no se encuentra en los demás evangelistas: para participar en el banquete hay que llevar vestido de fiesta (a la entrada lo facilitaban: el que no lo llevaba no era porque no pudiera, sino porque no quería). San Mateo quiere evitar, con este añadido, que nadie piense que, por el hecho de pertenecer al nuevo pueblo de Dios, a la Iglesia, ya se tiene todo asegurado: es necesario dar una respuesta personal, es necesario querer ponerse el vestido para participar en el banquete de bodas de un hijo de rey. Hay una manera de vivir que es la adecuada de los que son del Reino; y otra que comporta su exclusión.

-ALGUNAS CONCRECIONES PARA LA HOMILÍA

I. La llamada universal de Dios. Este es el tema central de las lecturas de hoy. Dios quiere que la humanidad entera comparta su gozo. Quiere, en primer lugar, que todo el mundo pueda escuchar la Buena Nueva del Evangelio, porque esta Buena Nueva llena de felicidad y de vida (nosotros somos mensajeros de ella con la gente que tenemos a nuestro alrededor, y nos ha de preocupar también el anuncio a países lejanos: dentro de quince días celebraremos el Domund). Y quiere que todo el mundo llegue a compartir también su plenitud por siempre, en la sala del banquete llena de invitados cuando enjugará las lágrimas de todos los hombres y derrotará para siempre a la muerte (y esta llamada definitiva tiene los caminos visibles del Evangelio y de la Iglesia, pero tiene también caminos que sólo él mismo, Dios, conoce). Ser cristiano es, sobre todo, vivir el gozo de haber escuchado esta llamada salvadora.

II. La vida eterna. El banquete al que todo el mundo es llamado, y la liberación definitiva del dolor y de la muerte, son afirmaciones de la vida definitiva de Dios, la vida eterna de Dios. La llamada universal de Dios se realiza cada día, y la felicidad del Evangelio se ofrece cada día, pero su plenitud sera más allá de este mundo. No sabemos nada, ni podemos decir nada tampoco, de esta vida eterna de Dios. Pero creemos en ella, la esperamos. Y debemos repetírnoslo de vez en cuando, para reafirmar nuestra confianza en ella.

III. Dios quiere cumplir todos los nobles anhelos. Las promesas de vida y de salvación que hace Dios están llenas de referencias a los nobles anhelos que los hombres y mujeres tenemos en este mundo, cada día. Participar en la boda de un hijo del rey, ser invitado a un buen banquete en el que no falta de nada... Y, más aún, conseguir una situación en la que desaparezca el dolor y las lágrimas sean enjugadas, sea eliminada incluso la muerte... Esto son nobles anhelos humanos, buenas esperanzas que están latentes en la vida de todos. Y Dios no promete una felicidad abstracta, al margen de estos nobles anhelos: Dios quiere estos anhelos, Dios quiere que cada día podamos ser felices, y Dios promete llevarlos a su plenitud.

IV. La responsabilidad personal, la respuesta a la llamada. Este tema no es el central de las lecturas, pero sí un contrapunto que el evangelista no quiere que olvidemos: los llamados al banquete, pueden negarse a asistir, y quedan al margen de la salvación; pero entre los que sí asisten, también los hay que pueden quedarse al margen, por no llevar el vestido adecuado, por no responder al estilo de vida que Dios quiere entre los suyos: el estilo de Jesús, el estilo del Evangelio. Llamarse cristiano, pertenecer a la Iglesia, no es ninguna garantía de nada si uno no vive según Jesús.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1993/13


11.

1. El banquete mesiánico

La parábola alegorizada de la boda del hijo del rey es la tercera de las tres que Jesús expuso "a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo" sobre el rechazo de Israel, en la última semana de su vida. Responde a la actitud que siguen mostrando los dirigentes religiosos después de oír las dos primeras. Aunque Lucas narra sustancialmente la misma parábola (Lc 14,15-24), lo hace en otras circunstancias -segundo año de la vida pública de Jesús, en casa de uno de los principales fariseos, durante una comida de mediodía-, por lo que podemos considerar este texto como propio de Mateo. Ambos han hecho de ella un compendio alegórico de la historia de la salvación.

En el momento en que Mateo redacta esta parábola, los cristianos están siendo despreciados y perseguidos por los judíos, por lo que es necesario ayudarles a perseverar en la fe, haciéndoles ver cómo sus dificultades actuales son transitorias y preludio del castigo próximo de los judíos perseguidores.

Esta parábola es muy parecida a la de la viña (Mt 21,33-46 y par.). En ambas ocupa el hijo un lugar destacado, es similar la violencia ejercida contra los criados, se da un cambio de destinatarios... La diferencia fundamental estriba en que en ésta se ofrece un banquete -perfectamente actualizado en la eucaristía-, mientras en la de la viña se piden unos frutos; ésta está vinculada a la fiesta, la otra hace hincapié en la finalidad del trabajo. La vida cristiana es, indisolublemente, las dos cosas: fiesta y lucha. Predicar el evangelio es ofrecer a los hombres una fiesta interminable, más segura que cualquier otra fiesta que pueda alegrarnos. Porque toda fiesta, por noble que sea, termina cuando finalizan los días del hombre sobre la tierra; pero la fiesta del Dios de Jesucristo lleva a la comunión plena y para siempre con todo lo que amamos.

Jesús basa también esta parábola en una imagen que sus oyentes conocían bien por hallarse muy presente en el Antiguo Testamento, al igual que la imagen de la viña. Ya Isaías (Is 25,6-10) nos describe el banquete que Dios preparará, en los tiempos mesiánicos, a todos los pueblos. Las imágenes se suceden: comida, alegría, vinos, destierro de todo dolor y tristeza, victoria de la vida sobre la muerte, celebración gozosa de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El banquete sagrado, después de ofrecer un sacrificio a Yavé, constituía para Israel un importante acto de culto, principalmente en las grandes fiestas. La comida sagrada simbolizaba el recuerdo y la confirmación de la alianza entre Dios y su pueblo. El banquete ha sido y seguirá siendo uno de los signos que mejor entendemos los hombres para expresar todo lo que de bueno y de celebrativo nos ofrece la vida, tanto en las relaciones con Dios como con las demás personas; signo de comunión entre los comensales y con el que invita; signo de solidaridad y de alianza, de alegría y de felicidad.

La parábola se refiere directamente al destino de Israel, que desoyó a los profetas y repudió la invitación al banquete mesiánico. Retrata la actitud negativa frente al reino de Dios de todos los que se apoyan en sí mismos y rechazan todo lo que pueda venir de los demás o de Dios. Insiste en la universalidad de la llamada de Dios, a la que es necesario responder con ciertas condiciones y exigencias. Y es una nueva interpelación para nosotros.

2. Los primeros convidados rehúsan conscientemente la invitación

La enseñanza o comparación que pretende darnos la parábola-alegoría está indicada expresamente al comienzo: "El reino de los cielos se parece..." Una forma muy usual de comenzarlas. Un tema -el del reino de Dios- que ha estado inexplicablemente ausente prácticamente de las catequesis cristianas, cuando es esencial para comprender el mensaje de Jesús, hasta el punto de que el evangelio resulta imprescindible sin este eje central. Debemos situarla en el ambiente en que fue pronunciada: el que celebraba una fiesta se distinguía por el número de invitados y por la calidad del servicio. A cada invitado se le comunicaban los nombres del resto de los comensales días antes y se le pedía su conformidad. El mismo día del banquete se les volvía a llamar por medio de criados, independientemente de la invitación anterior, que ya habían aceptado. Detalles que hacen más ingrata la negativa, y más comprensible el que el banquete ya estuviera preparado: se sabía el número exacto de comensales.

Destacan la importancia del que llama: "un rey" -la mentalidad popular pensaba en Dios-, y la fiesta que se celebra: "la boda de su hijo". El banquete describe el reino de Dios; aquel reino que habían anunciado los profetas y que todo israelita piadoso esperaba con impaciencia. Se invita al banquete mesiánico, en primer lugar, al pueblo elegido, que, falto de verdaderos pastores, rechaza la invitación del Mesías, a pesar de sus buenas palabras anteriores. El rechazo, en realidad, proviene de ciertas figuras representativas y pudientes de la sociedad, encabezadas por los dirigentes religiosos. Es como la primera etapa necesaria para llegar al desenlace. Y es que hay personas que, a pesar de las apariencias, no pueden participar del reino de Dios porque otros intereses les preocupan e interesan más, y porque, en el fondo, parecen despreciar los ideales de Dios de Jesús. Todo profeta que nos invita a hacer un futuro mejor para todos hace la subversión sobre el presente, lo pone en entredicho y proclama que lo que vivimos con tanta entrega está llamado a desaparecer; nos anuncia que todo lo humano puede y debe ser superado; nos incita a un legítimo deseo de transformación de la sociedad. ¿De qué puede servir una religión que se limita a unos actos de culto y deja a la humanidad sumida en la más cruel injusticia?

Los convidados rehúsan conscientemente la invitación: "no quisieron ir". Tienen otras cosas más importantes que hacer. La insistencia del rey enviando otros criados muestra el amor y la paciencia de Dios con Israel. Unos reaccionan con total indiferencia; otros, con hostilidad, llegando al asesinato. La situación sigue siendo semejante a la de la parábola de los viñadores asesinos. Al rechazar la invitación y maltratar a los criados, muestran que están en contra de ese rey -del Dios del Mesías-.

Es casi incomprensible que los primeros invitados desoyeran la invitación del rey, sabiendo que ese gesto podría desatar sus iras por la afrenta que significaba y ocasionarles la muerte al tener entonces los reyes orientales tal poder. Negarse era imposible en la práctica: la invitación de un rey oriental era una orden. Todo se explica si tenemos en cuenta que el rey de la parábola -el Dios de Israel- se identifica con el crucificado, con el Mesías de los humildes y de los pobres. ¿Cómo no van a rechazar a este rey los que rechazan a los pobres y a los que vienen a revolucionar los esquemas sociales?

Los que viven en la abundancia tienden a guardar, conservar, retener, defender lo que tienen; frenan la marcha de la historia y se quedan fuera de ella. Lo que tienen les basta. No quieren el mundo nuevo. No quieren que exista otro modo de vivir en la tierra que el que ellos han fabricado y en el que viven tan bien. No pueden tolerar que se incite a alumbrar una situación distinta. Defienden sus privilegios con todos los medios imaginables. Esto es historia constante; no exageración. Ha pasado siempre y seguirá pasando. Como todas las parábolas del reino, tiene un significado que va más allá de su contexto histórico inmediato. Incluido el secuestro de Dios por los que lo niegan con sus obras, que no con sus palabras.

3. El rechazo de los primeros no significa el fracaso del reino

La reacción del rey ante el agravio es doble: terminar" con aquellos asesinos", destruir su "ciudad" y convidar a todos los que encuentren por lo "caminos". ¿Sólo en camino, desinstalado, se puede entender el mensaje? La primera invitación parece que refleja la destrucción de Jerusalén del año 70, ya acaecida cuando Mateo escribe esta parábola. En ella, como castigo, debieron pensar los cristianos del tiempo de Mateo. Se adivina el trágico destino de Israel.

Pero el rechazo de los primeros invitados no significa el fracaso del reino. Es más bien la oportunidad para que el reino pueda deshacerse de ciertos condicionamientos humanos y se abra decididamente hacia todos los hombres. El banquete está preparado y no debe perderse por ellos.

La segunda invitación va dirigida a todos los pueblos. Es el ofrecimiento de una salvación que alcanza a la totalidad de la vida humana y a la totalidad de los hombres, especialmente a los que buscan en "los cruces de los caminos": los que viven a la intemperie de las seguridades humanas, sin propiedades ni negocios; los marginados de la sociedad consumista y conformista. ¿Cómo ofrecer algo al que cree que ya lo tiene todo o piensa conseguirlo con sus solas fuerzas? Representan al nuevo pueblo, al Israel mesiánico. El futuro está al alcance de los que no tienen, de los que padecen explotación, de los que no pueden vivir ni como hombres, de todos los que buscan por los caminos del mundo la nueva humanidad. El futuro es patrimonio del proletariado y de los pueblos subdesarrollados, si son capaces de aceptar la invitación y realizar su destino. No nos podemos engañar. Hay dos tipos de hombres y de pueblos: los satisfechos -los hartos- y los que no tienen nada. Los primeros se conforman y no pueden esperar otra cosa. Los otros lo desean todo. Los satisfechos no quieren más banquete que el organizado por ellos. Los pobres sueñan todos los días con llegar a una situación justa y humana. Esta lucha entre los acaparadores y los que carecen de casi todo es una de las mayores fuerzas transformadoras de la historia. ¿Creéis que Jesús hubiera muerto crucificado si se hubiera limitado a bellas declaraciones o a fastuosas celebraciones litúrgicas? El repudio de los obreros y de los intelectuales y el abandono de los jóvenes, unido al fracaso de las misiones y al desprestigio de la Iglesia, quizá nos ayude a volver la vista a muchas páginas del evangelio demasiado olvidadas. Es esta universalidad una de las mayores dificultades que tuvieron que superar los primeros cristianos salidos del judaísmo, que no estaban dispuestos a ceder sus derechos en igualdad con los incircuncisos. Con el ofrecimiento del banquete mesiánico a todos, Jesús justifica su propio comportamiento: ante el desinterés de los primeros invitados -dirigentes religiosos, pueblo de Israel casi en bloque-, llena la sala con los desconocidos que se encuentran por los caminos. Pero no deben criticarle; toda la responsabilidad la tienen ellos, encerrados en sus propios intereses, en sus conveniencias, en sus tinglados, en sus ceremonias religiosas, en su juego de influencias y de diplomacias, en su ídolo... Los menos preparados han resultado ser los más dispuestos. Fue el resto humilde del pueblo judío, el "resto" de los pobres de Yavé, los primeros que entraron a la mesa del reino, y, tras ellos, los hombres solidarios de los pueblos paganos.

Los deseos del rey se cumplen: "La sala del banquete se llenó de comensales"; de toda clase de gente: "malos y buenos", de marginados y de bien considerados. El nuevo pueblo tampoco está formado por santos. Todos estamos invitados. El que tenga el corazón abierto a la esperanza de un futuro mejor para todos, que entre y emprenda el camino.

4. El traje de fiesta

La entrada del rey en la sala del banquete para saludar a los comensales aparece como un acto judicial, preludio del juicio final.

"Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El rey lo excluye de la fiesta por ser culpable: "no abrió la boca". El banquete cuestionaba una conducta centrada en el egoísmo; exigía entrar en relación de amistad con el rey y con su hijo; subrayaba la primacía de la solidaridad humana, del amor fraterno, por encima de todas las demás cosas. El reino no es un refugio fácil donde todo está hecho. Todos los invitados deben ser conscientes de que entrar en el banquete mesiánico implica revestirse interiormente con el "traje de fiesta". Tanto a los primeros como a los últimos invitados se les exigen ciertas actitudes para entrar en el reino. Con Jesús se acaba toda discriminación: no hay buenos ni malos por nacimiento, por raza, por el tamaño de la cartera, por pertenecer a la Iglesia... Aceptar la invitación quiere decir aceptar el reino con todas sus consecuencias: cumplir las condiciones marcadas por Jesús en el sermón de la montaña (Mt 5-7) -sintetizadas en las bienaventuranzas (Mt 5,3-10)- y que culminó en la última cena (Jn 13-17).

Del hecho de pertenecer a la comunidad eclesial no se sigue automáticamente la entrada en el reino; es necesaria una transformación personal, expresada en la imagen del traje de fiesta, símbolo de la nueva vida a la que debemos ajustarnos: la vida de Jesús. Es verdad que todos somos llamados, pero la elección depende de nuestra respuesta.

La hipotética pertenencia al reino puede ser pretexto de fáciles ganancias y prestigio; tampoco puede ser opio que adormezca para que todo siga igual. Si hemos sido llamados gratis y por amor, algo debemos hacer para que ese amor no quede en bellas palabras. ¿Le preocupaba a Mateo la entrada masiva y fácil de gente en la Iglesia sin pasar por la aceptación plena de las exigencias evangélicas? Si así fuera, ¡pobre de él si viviera ahora! Porque con el paso de los siglos hemos llegado a una situación que parece incurable: nada más fácil que ser cristiano. Basta el deseo de los padres, nunca avalado por sus propias vidas; un bautismo convencional... y todo resuelto. Los resultados no pueden ser más desastrosos: una inmensa masa que se dice cristiana, pero que no ha cambiado su vieja vestidura; sólo la ha cubierto con un manto ritual... y hasta con disfraces. No es rebajando el cristianismo como contribuimos a su universalidad. El celo por extender el mensaje de Jesús debe llevarnos a trabajar seriamente por el cambio profundo de la sociedad. Sin este esfuerzo, el evangelio no deja de ser una palabra más.

"Muchos son los llamados y pocos los escogidos". Con esta sentencia termina el texto. La llamada de Dios es para todos, pero exige una respuesta que no todos dan. ¿Cómo interpretar estos "muchos" y "pocos"? Si tenemos en cuenta el modo hebreo de establecer la comparación, la frase indica una superioridad numérica, sin referirse a las relativas proporciones. Se podría traducir: "Hay más llamados que escogidos o decididos".

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 47-53


12.

1. El banquete del amor

El tema del Reino de Dios se nos está haciendo casi una obsesión, quizá para compensar una catequesis en la cual estuvo prácticamente ausente; y, sin embargo, el Evangelio es incomprensible sin este su eje central.

La parábola de hoy tiene gran similitud con la del domingo anterior, en cuanto se refiere a la actitud de los judíos que orgullosamente se resistieron a la invitación del rey que celebraba la boda de su hijo. Pero como todas las parábolas del Reino, tiene un significado que va más allá de su contexto histórico inmediato.

Esta vez el Reino es comparado a un banquete de bodas al que, en primera instancia, se invita a ciertas figuras representativas de la sociedad. Es como la primera etapa necesaria para llegar al desenlace: hay personas que, a pesar de sus apariencias, no pueden participar del Reino porque otros intereses les preocupan más, y porque, en el fondo, parecen despreciar al rey que los invita.

Esto es lo primero que nos llama la atención. Es casi incomprensible que algunos ciudadanos desoyesen la invitación del rey, sabiendo que ese gesto podría desatar sus iras por la afrenta que significaba.

Sin embargo, todo tiene su explicación: el tal rey era el mismo rey de la cruz, el rey de los humildes y de los pobres. Quienes rechazaban a los pobres no podían sino rechazar a un rey que venía a revolucionar los esquemas sociales. La parábola parece sugerir algo así como si Dios hubiera perdido tiempo en preparar a un pueblo para su entrada en el Reino, pues los menos preparados resultaron los más dispuestos.

Nosotros podemos descubrir cómo Dios mismo se vio en cierta manera condicionado por las circunstancias: aceptó trabajar con un pueblo de dura cerviz y no lo abandonó hasta que el mismo pueblo se alejó de él. El Reino necesitaba una etapa preparatoria que, en realidad, sólo fue fracaso para los duros de corazón. Fue el resto humilde del pueblo judío el primero que entró a la mesa del Reino y tras ellos, los pueblos paganos. Efectivamente, la última parte de la parábola (que en realidad forma como una parábola aparte) habla de cómo, tanto los primeros como los últimos, tienen que cumplir ciertas exigencias para entrar en el Reino.

Mas antes observemos cómo el Reino es comparado a un banquete de bodas, como si este texto nos preparara para la comprensión de la Eucaristía, expresión simbólica del Reino presente entre nosotros.

A la luz de otros textos del Evangelio comprendemos que las bodas no son otras que las que realiza el mismo Jesús con la humanidad. El mismo se presentó como el esposo de un pueblo nuevo. Por ser banquete de bodas, sólo podían entrar quienes de alguna manera sintieran que participar en la cena era penetrar en el círculo del esposo, estableciendo una relación de amor muy bien representada en la comida común.

Por ser un banquete donde el amor era la comida principal, es fácil comprender por qué muchos se negaron a participar en él: eran los que preferían comer el dinero, los negocios o el pan de la violencia. El banquete cuestionaba una conducta centrada en el puro egoísmo; más aún, les exigía entrar en relación con el rey y su hijo no simplemente como súbditos que cumplen las leyes necesarias sino en un gesto de amistad.

Aquí podemos extraer una primera conclusión: el Reino de Dios es incomprensible, y por lo tanto inaceptable, si no se lo mira desde la perspectiva de un amor profundo y total al modo de dos esposos que deciden unirse en amor para siempre.

Quien pretenda entrar en el Reino debe dejar a un lado sus personales intereses y negocios, como si lo único importante en la vida fuese el hecho mismo de compartir con Dios y con los hermanos la misma mesa.

Por eso relacionamos esta parábola con la Eucaristía: porque sentarse a esta mesa común es subrayar en nuestra vida la primacía del amor fraterno por encima de todas las demás cosas, aunque aparentemente parezcan importantes.

Quien da las espaldas al banquete de bodas -donde hay un solo interés, el del Reino- queda inexorablemente afuera.

2. Un amor exigente

El fracaso de esta primera etapa no significa el fracaso del Reino; es más bien la oportunidad para que el Reino pueda deshacerse de ciertos condicionamientos humanos para volcarse decididamente hacia todos los hombres sin distinción alguna: esta vez los invitados son los marginados sociales, los que viven en la calle, sin casa, ni propiedades ni negocios, buenos y malos, como si comenzara una etapa nueva de la humanidad.

La parábola se sitúa en la línea profética tal como expresa la primera lectura de hoy: el banquete de Dios es organizado para todos los pueblos como el signo de una salvación que alcanza la totalidad de la vida humana.

Es esta universalidad la característica que más oposición causó en los judíos nacionalistas, e incluso en los primeros cristianos que no consentían en ceder sus derechos de primogenitura colocándose en pie de igualdad con los incircuncisos.

La Iglesia cristiana nació con esta conciencia, al principio larvada y después plenamente luminosa: es la fe en Jesucristo lo que nos salva a todos por igual.

Sin embargo, con el correr de los siglos volvió a adormecerse esta conciencia, sea porque el cristianismo se nacionalizó más allá de la cuenta, sea porque se casó no con el Cristo pobre sino con las clases sociales de mayor prestigio y dinero. Durante estos últimos siglos no se perdió la conciencia de la universalidad, pero ésta fue entendida más bien en un sentido geográfico, como si la Iglesia tuviese que cubrir la faz de la tierra aboliendo a las demás religiones. Nueva confusión: universalidad visible de la Iglesia (y, por tanto, del poder de los cristianos) con universalidad del Reino (soberanía del Dios del amor) Pero el repudio de las clases obreras y el fracaso de las ilusiones y del prestigio de la Iglesia nos obligaron a volver la vista a muchas páginas del Evangelio harto olvidadas: hoy revive en nosotros una nueva modalidad de universalidad cristiana: nuestra presencia junto a los marginados de las calles. Esperemos que no sea demasiado tarde ni que solamente asumamos esta actitud por oportunismo. No solamente debemos entender la universalidad en un sentido horizontal o geográfico, sino sobre todo en una dimensión vertical: desde abajo hacia arriba.

Aquí parece finalizar el texto de la parábola, pero Mateo agrega una nueva perícopa encaminada a disipar ciertas malas interpretaciones: el Reino no es el refugio fácil donde todo está servido... Todos los invitados deben ser conscientes de que entrar al Reino implica un revestirse interiormente con el traje del banquete.

La parábola no explicita a qué traje se refiere, pero podemos interpretarlo como una actitud interior de cambio: hay que cambiar de ropa, hay que dejar las viejas vestiduras del pecado y del egoísmo para revestirse con una conducta nueva.

Si el Reino no pudo ser para muchos el pretexto de fáciles ganancias y prestigio, tampoco puede ahora significar el opio que nos adormezca para que todo siga igual. Es la otra cara del Reino: la de la exigencia. Si hemos sido llamados gratis y por amor, algo debemos hacer para que ese amor no quede en bellas palabras.

Fácil es comprender la preocupación de Mateo: no hacer de la comunidad cristiana un círculo de "vividores" que se aseguren sin riesgo alguno la salvación. ¿Le preocupaba a Mateo la entrada fácil de muchos miembros a la Iglesia sin pasar por la aceptación plena de los postulados del Evangelio? Es posible... Lo cierto es que, siglos más tarde, esta situación creó en la comunidad cristiana una llaga hasta hoy incurable: nada más fácil que ser cristiano... Basta el deseo de los padres, un bautismo convencional..., y todo resuelto. Los resultados no pudieron ser más desastrosos: una inmensa masa que se dice cristiana pero que no ha cambiado su vieja vestidura; sólo la ha cubierto con un manto ritual...

Esto nos lleva a una conclusión final: no es abaratando el cristianismo como contribuimos a su universalidad; sólo lo prostituimos. El celo por extender el Evangelio debe llevarnos, no a la fácil componenda, sino al cambio profundo de la sociedad. Sin este requisito el Evangelio no deja de ser una palabra más...

Y si esta Eucaristía no nos exige el cambio interior del vestido, es hora de que nos preguntemos para qué sirve. Es cierto que todos hemos sido llamados, pero la elección debemos hacerla nosotros. El evangelio del Reino no admite una vía intermedia.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.3º
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1977.Págs. 281 ss.


13.

SIN OÍDOS PARA LO RELIGIOSO

Uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios...

Son cada vez más los que entre nosotros se confiesan increyentes. Pero si se observa de cerca su postura, quizás haya que decir que su increencia no es tanto fruto de una decisión responsable cuanto resultado de una vida alienada y privada de interioridad. En la vida de muchos hombres y mujeres contemporáneos faltan las condiciones mínimas para tomar una postura seria y responsable ante la fe o la increencia.

Se vive un estilo de vida donde ni siquiera aparece la necesidad de dar un sentido último a la existencia. Como dice un ateo contemporáneo, sencillamente «somos nosotros los que tenemos que dar un sentido a nuestra vida, viviéndola» (F. Jeanson).

Pero cuando uno vive buscando sólo un bienestar material cada vez mayor, interesado únicamente en «tener dinero» y «adquirir símbolos de prestigio», preocupado siempre por ser «algo» y no por ser «alguien», la persona pierde capacidad para escuchar las llamadas más profundas que se encierran en el hombre.

CIEGO/SORDO: Esta persona carece de oídos para cualquier rumor que no sea el que proviene de su mundo de intereses. No tiene ojos para percibir otras dimensiones que no sean las del bienestar material, la posesión y el prestigio social. Como diría M. Weber, son hombres que «carecen de oído para lo religioso».

La parábola de Jesús nos vuelve a recordar a todos que en el fondo de la vida hay una invitación a buscar la libertad y la plenitud por otros caminos. Y nuestra mayor equivocación puede ser desoír ligeramente la llamada de Dios, marchando cada uno a «nuestras tierras y nuestros negocios».

Los hombres seguiremos huyendo de nosotros mismos, perdiéndonos en mil formas de evasión, tratando de olvidarnos de nosotros mismos y de Dios, evitando cuidadosamente tomar en serio la vida. Pero la invitación no cesa.

En el fondo de muchas posturas de increencia, ¿no se esconde un temor al cambio que necesariamente se tendría que producir en nuestra vida si tomáramos en serio a Dios? Sin duda, se encierra una gran verdad en aquella inolvidable invocación de San Juan de la Cruz (·JUAN-DE-LA-CRUZ-SAN): «Señor, Dios mío, tú no eres extraño a quien no se extraña contigo. ¿Cómo dicen que te ausentas tú?»

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 117 s.


14.

1. La invitación del rey.

El rey del evangelio es Dios Padre, que prepara un banquete para celebrar la boda de su Hijo. Esta comida es descrita en la primera lectura como un festín del tiempo mesiánico, porque a él están convidados no solamente Israel sino todos los pueblos. El velo del duelo que cubría a los paganos ha sido arrancado, han desaparecido todos los motivos de tristeza, incluso la muerte. Sobre la imagen veterotestamentaria no planea sombra alguna. La imagen neo-testamentaria, por el contrario, está cubierta con múltiples sombras.

Preguntémonos primero qué tipo de comida prepara Dios Padre para su Hijo: un banquete de bodas; el Apocalipsis lo llama las bodas del Cordero (Ap 19,7; 21,9ss). El Cordero es el Hijo que, por su entrega perfecta, consuma no solamente como Esposo sino también en la Eucaristía su unión nupcial con la Iglesia-Esposa. El Padre es el anfitrión en la celebración eucarística: «Tengo preparado el banquete», y encarga a sus criados que digan a los invitados: «Venid a la boda». En la plegaria eucarística, la Iglesia da las gracias al Padre por su don supremo y más precioso: el Hijo como pan y vino. Y el agradecimiento viene de la Iglesia, que precisamente mediante este banquete se convierte en Esposa. El Padre da lo más precioso, lo mejor que tiene, no tiene nada más; por eso el que menosprecia este don preciosísimo no puede ya esperar nada más: se juzga a sí mismo y se condena.

2. Formas de rechazar la invitación son el desprecio de la invitación a la boda y la participación indigna en ella. Mateo une estas dos formas de ser indigno del don supremo del Padre. La primera es la indiferencia: los invitados no se preocupan de la gracia que se les ofrece, tienen cosas más importantes que hacer, sus tareas terrestres son más urgentes. Pero Dios, que ha pactado una alianza de gracia con el hombre, no puede permitir semejante desprecio de su invitación. Al igual que Jeremías tuvo que anunciar en la Antigua Alianza el fin de Jerusalén, así también el evangelista predice aquí el fin definitivo de la ciudad santa: los romanos «prendieron fuego» a la ciudad. La segunda forma de indignidad es, contrariamente a la indiferencia de los invitados, la indiferencia totalmente distinta del hombre que entra en la fiesta, en la celebración eucarística, como si entrara en un bar. ¿Para qué molestarse en llevar traje de fiesta?: el rey debería estar contento de que yo venga, de que todavía participe, de que me tome la molestia de salir de mi banco para meterme en la boca el trocito de pan. A éste ciertamente se le pedirán cuentas: ¿No te das cuenta de que estás participando en la fiesta suprema del rey del mundo y comiendo el más exquisito de los manjares, un manjar que sólo Dios puede ofrecer? «El otro no abrió la boca». Quizá sólo después de su expulsión del banquete se dé cuenta de lo que ha despreciado con su grosería.

3. Comprender el espíritu de la invitación.

Dios nos da dones inmensos. Pero nos los da en el fondo para que aprendamos de él a dar sin ser tacaños y calculadores. Pablo se alegra en la segunda lectura de que su comunidad lo haya comprendido. Se regocija no tanto por los dones que él ha recibido de ella cuanto porque la comunidad ha aprendido a dar. En este nuestro dar de todo aquello que nos ha sido regalado por el rey, se cumple plenamente el sentido de la Eucaristía. Ciertamente jamás podremos agradecer lo bastante a Dios los dones con que nos colma, pero la mejor forma de agradecérselo, la que a él más le gusta y alegra, es que aprendamos algo de su espíritu de entrega: que lo comprendamos y que lo pongamos en práctica.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 110 s.