43 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIV
CICLO C
17-32

31. DOMINICOS 2004

La gran lección del evangelio de este domingo es la alegría que produce en el cielo la conversión del pecador. El texto evangélico es reiterativo en ello, nos ofrece tres parábolas. La principal de ella es la llamada del hijo pródigo. (Pero esta parábola exige un comentario más amplio. Nos basta hoy quedarnos en las dos primeras). Se ve que Cristo tenía positivo interés en manifestarlo, en hacérselo creer a sus oyentes. Y es que lo que el muestra con ellas pertenece a la esencia de su evangelio

Sus oyentes que eran de dos clases: una, los publicanos y pecadores que le rodeaban; otra la de los fariseos y letrados que se consideraban puros y criticaban esa aproximación de Jesús a “los pecadores”. Lo primero que hemos de hacer en este domingo es situarnos en alguno de esos dos grupos. Sinceramente, tal como nos vemos ante nosotros mismos.

Comentario Bíblico
La generosidad de Dios con los pecadores
Iª Lectura: Éxodo (32,7-14): No nos hagamos un dios inferior a nosotros
I.1. En esta lectura podemos percibir resonancias especiales. Moisés está en la montaña del Sinaí dialogando con Dios y recibiendo instrucciones para desarrollar el código de la Alianza, y esas resonancias son valoradas de forma variada en una lectura crítica del texto. En realidad desde el c. 24 del Éxodo hasta este capítulo 32 que leemos hoy, se nos ofrece un ciclo sobre el culto que deja al pueblo sin el apoyo del profeta Moisés. Entonces el pueblo, alentado por Aarón, se hace un becerro de oro. Ya es significativa esa separación, ese momento de Moisés lejos del pueblo; sin la voz profética que le señale el camino, el pueblo se pierde.

I.2. Dios le reprocha a Moisés la actitud del pueblo, y Moisés, sin bajar a conocer la realidad, intercede ante Dios y éste perdona al pueblo de la Alianza. ¿Qué significa todo esto? Son muchas las corrientes y actitudes que se quiere representar en esta lectura. ¿Quién es el Dios de Israel? ¡Un ser libre, absolutamente libre! El pueblo se hace un dios a su antojo, recurre a un dios tangible, manipulable, como una estatua, para poderlo manejar. Cuando no se escucha la voz de Dios cercana, el hombre se pierde. Se hace un dios, pero un dios que ni siente ni padece. Sin duda que todo esto está presente en esa escena famosa del becerro de oro. Este fue el primer pecado del pueblo de la Alianza, después de ese gran acontecimiento liberador del Éxodo. Pero el Dios de Israel sabe perdonar, aunque exija fidelidad.


IIª Lectura: Iª Timoteo (1,12-17): Apóstol, para predicar la gracia
La segunda lectura es una densa presentación de la vocación apostólica de Pablo, el que persiguió a la Iglesia, por ignorancia de que en Cristo Jesús estaba la salvación del hombre y la suya propia. El autor de esta carta, identificándose con Pablo hasta los tuétanos, resalta una cosa muy particular y que no debemos olvidar nunca en la proclamación del mensaje cristiano: que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores. Es lo que se ha llamado siempre, y muy especialmente en la Orden de Predicadores y de su fundador Santo Domingo, la “predicación de la gracia”. Eso es lo que siempre debe proclamar la Iglesia y tenemos que tener presente continuamente los evangelizadores.


Evangelio: Lucas (15): Jesús habla de Dios
III.1. El evangelio del día nos lleva a lo que se ha llamado, con razón, el corazón del evangelio de Lucas (c. 15). Tres parábolas componen este capítulo. Hoy, a elección, se puede o no leer la última también, sin duda la más famosa y admirada, la parábola conocida como la del “hijo pródigo”. Pero en realidad esa parábola se lee mejor en el tiempo de Cuaresma como preparación a la Pascua. En todo caso queda de manifiesto que Lucas 15 es un capítulo clave en la narración de este evangelista. Como corazón, es el que impulsa la vida, el ardor, la fuerza del evangelio o de la predicación de Jesús. Es un capítulo que se confecciona para responder a las acusaciones críticas de los que escuchan y ven a Jesús actuar de una forma que pone en evidencia su concepción de Dios y de la religión.

III.2. Las dos parábolas “gemelas” (de la oveja y la dracma perdidas, respectivamente), que preceden a la del hijo pródigo (que debería llamarse del padre misericordioso), vienen a introducir el tema de la generosidad y misericordia de Dios con los pecadores y abandonados. En los dos narraciones, la del pastor que busca a su oveja perdida (una frente a noventa y nueva) y la de la mujer que por una moneda perdida (que no vale casi nada), pone patas arriba toda la casa hasta encontrarla, se pone de manifiesto una cosa: la alegría por el encuentro. Estas parábolas, junto a la gran parábola del padre y sus dos hijos, intentan contradecir muchos comportamientos que parecen legales o religiosos, e incluso lógicos, pero que ni siquiera son humanos. El Reino de Dios llega por Jesús a todos, pero muy especialmente a los que no tienen oportunidad de ser algo. Jesús, con su comportamiento, y con este tipo de predicación profética en parábolas, trasmite los criterios de Dios. Los que se escandalizan, pues, no entienden de generosidad y misericordia.

III.3. Comienza todo con esa afirmación: “se acercaba a él todos los publicanos y pecadores”. Es muy propio de Lucas subrayar el “todos”, como en 14,33 cuando decía que quien no se distancia (apotássomai) de todos los bienes… Y también merece la pena tener en cuenta para qué: “para escucharle”. Escuchar a Jesús, para aquellos que todo lo tienen perdido, debe ser una delicia. También se acercaban, como es lógico, los escribas de los fariseos, pero para “espiar”. Serían éstos, según las palabras de Is 6,9-10, los que escuchaban pero no podían entender, porque su corazón estaba cerrado al nuevo acontecimiento del Reino que Jesús anunciaba en nombre de su Dios, el Dios de Israel. Con esas palabras se despide Pablo del judaísmo oficial romano de la sinagoga en Hch 28. No debemos olvidar que en las tres parábolas de Lc 15 se quiere hablar expresamente del Dios de Jesús. Por tanto, no solamente en la parábola del padre de los dos hijos (entre ellos el pródigo), sino también en la del pastor y en la de la pobre mujer que pierde su dracma.

III.4. Así, pues, se acercaban a él, para escucharlo, los publicanos y pecadores, porque Jesús les presentaba a un Dios del que no les hablaban los escribas y doctores de la ley. Un Dios que siente una inmensa alegría cuando recupera a los perdidos es un Dios del que pueden fiarse todos los hombres. Un Dios que se preocupa personalmente de cada uno (como es una oveja o una dracma) es un Dios que merece confianza. El Dios de la religión oficial siempre ha sido un Dios sin corazón, sin entrañas, sin misericordia, sin poder entender las razones por las cuales alguien se ha perdido o se ha desviado. Es curioso que eso lo tengan que hacer ahora las terapias psicológicas y no esté presente en la experiencia religiosa oficial. No se trata de decir que Dios ama más a los malos que a los buenos. Eso sería una infamia del un fundamentalismo religioso irracional. Lo que Dios hace, según Jesús, según el evangelista Lucas, es comprender por qué. La terapia del reino debería ser la clave del cristianismo. Y la mejor manera para abandonar la vida sin sentido no es hablar de un Dios inmisericorde, sino del Dios real de Jesús que espera siempre sentir alegría por la vuelta, por la recomposición de la existencia y de la dignidad personal.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía
Búsqueda de seguridad.

Una búsqueda ineludible del ser humano es la de la seguridad. Queremos tener seguridad de que respeten nuestra vida, nuestros bienes, nuestros derechos, para ello están las fuerzas de seguridad; queremos tener seguridad de que, enfermos, seremos atendidos, y aparecen los seguros médicos; seguridad en nuestro puesto de trabajo, por lo buscamos contratos laborales indefinidos....etc. La seguridad es un gran valor.

Queremos estar seguros también de nuestra salvación. ¿Qué hacer? Las sectas se aprovechan de esta búsqueda de salvación y prometen la salvación si se ajustan a sus ritos y cooperan económicamente con el grupo. Los cristianos también buscamos la salvación. Más aún, nuestra fe se apoya en la existencia de un Salvador, Cristo el Señor.


Dónde encontraban los letrados y fariseos la seguridad de la salvación.

Los fariseos y letrados se encontraban ya salvados porque pertenecían al grupo social religioso de los “buenos”. Conocían la Palabra de Dios, la enseñaban e interpretaban los letrados; conocían los fariseos las leyes judías cuyo cumplimiento aseguraba la salvación y presumían de ser cumplidores fieles de ellas.

Esa seguridad suya era más evidente al compararse con los publicanos, los funcionarios al servicio de Roma que exigían impuestos para el poder imperial, pecadores por esencia, pues se llevaban el dinero judío para la nación colonizadora; y con los oficialmente pecadores, aquellos que no parecían tener preocupación por ajustar su vida a las múltiples prescripciones legales que los fariseos exigían para ser un judío “justo”.


Reacción de Jesús.

Frente a esto reacciona Jesús. La seguridad de la salvación no está en el cumplimiento de las leyes farisaicas, ni en la simple erudición religiosa de los letrados. La salvación es obra de Dios. Tiene que intervenir Dios, porque todos somos pecadores, no existen los justos, los institucionalmente justos. Todos mezclamos en nuestra vida la justicia y el pecado. La gran equivocación, el gran peligro es creerse justo y no necesitados del perdón. Esto es excluirse de la salvación. Creerse salvado por sí miso es condenarse. Entender que no necesita el perdón, implica no solicitarlo, y no obtenerlo. Creer en un Dios puesto sólo para premiar la fidelidad a las leyes y no para perdonar sus pecados es una idolatría, como la de los judíos adorando al toro de metal en el desierto; es creer en un Dios falso.


Dios y nuestro pecado.

Dios quiere que no pequemos; hablando al modo humano, como hace la Escritura, le molesta nuestro pecado. Pero no toma decisiones de una vez para siempre con nosotros. Sabe esperar, esperar pacientemente dice Pablo en la segunda lectura. Es una espera activa, invita, ofrece medios para huir del pecado, a acogernos a su perdón. Eso es lo que quiere, lo que le alegra: ver a sus hijos contando con su perdón. Porque eso le hace ver que le conocen bien, que es para ellos un Dios lleno de ternura, que busca a la oveja descarriada, la pone sobre sus hombros y la lleva a casa. No un simple amo que paga criados. Eso fue lo que hizo con Pablo, según él mismo nos lo cuenta en la primera lectura. Esa actitud de Dios es la que refleja Jesús cuando se rodea de pecadores. No ha venido para los justos, es decir, para los que se creen justos, sino para los pecadores


Fariseos y nosotros ante el pecado

Nuestra actitud ha de ser la de pecadores y publicanos que, conscientes de nuestros pecados, con toda humildad nos acercamos a Cristo. No la actitud de fariseos y letrados que por creerse los justos, quieren a Jesús para ellos, que sea uno de ellos, que no se mezcle con malas compañías que le desprestigian. Sobre todo, cuando entienden que no hay nada que hacer con esa gente de mal vivir: son personas abocadas a la condenación. Ellos proyectan sobre Dios su modo de ser, jueces duros de los demás. Jueces que condenan. La compasión no pertenece a sus sentimientos, ni la quieren ver en Dios.

Al que nada se le perdona nada ama, decía Jesús al fariseo Simón. Si no nos sentimos perdonados, no amaremos y nuestros sentimientos hacia los demás tendrán la dureza de los fariseos. Y lo que es más grave desconoceremos cómo es nuestro Dios –Dios es amor, dice Juan -, y no nos acogeremos a su amor compasivo. Quedaremos al margen del proyecto de salvación de Dios. No ha de ser así: estemos alegres porque el perdón llega a nosotros: Y también porque llega a aquellos que son tenidos por pecadores. Sintámonos acogidos por la compasión de Dios y seamos compasivos con los demás. He ahí la razón para estar alegres.

Fray Juan Jose de León Lastra, O.P.
juanjose-lastra@dominicos.org


32. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO 2004

Comentarios Generales

Éxodo 32, 7-11. 13-14:
Esta narración es un drama en tres actos: Apostasía de Israel – Intercesión de Moisés – Perdón de Dios:
- El pecado de Israel fue contravenir la orden divina de no fabricarse imágenes de Dios. De suyo no era esto acto de idolatría, sino obediencia y camino para la idolatría. El Señor muestra a Moisés cuán irritado está por las veleidades y rebeldías de aquel pueblo. Propone a Moisés el plan de abandonar a aquel pueblo y hacerle a él caudillo de otro pueblo más dócil, con el que más fácilmente y más gloriosamente realizaría su obra salvífica.
- Es ejemplarizante la conducta de Moisés en este momento. La propuesta del Señor no halaga su vanidad. Moisés es fiel a la misión que el Señor le confió, de “Mediador” de su pueblo. Y puesto a prueba, demuestra que es el siervo fiel y el intercesor poderoso. De momento parece que su mediación a favor del pueblo va a fracasar: “Déjame” (10), le dice Dios: “Déjame que mi cólera se encienda contra ellos.” Este antropomorfismo indica cómo la oración es eficaz ante Dios. Con la oración trocamos el castigo en gracia.
- La oración de Moisés-Mediador es una de las más bellas. De verdad Moisés en este momento está a la altura de su función. Dios le ha dicho: “Tu pueblo se ha prostituido, se ha desviado del camino que le tenía Yo trazado”. A este reproche de Dios contra Israel, ¿Qué podrá responder el Mediador? “Y Moisés, acariciando el rostro de Yahvé su Dios, le decía: ¿Por qué, Yahvé, se ha de encender tu ira contra tu pueblo que hiciste salir de Egipto?” (11). La oración es “acariciar” el rostro del Padre. Y Moisés asegura el éxito de su plegaria cuando con tanta confianza como habilidad le dice a Dios: “No, Señor, no es “mi” pueblo; no lo saqué yo de Egipto. Es “tu” pueblo; el que Tú sacaste de Egipto; el que desciende de los Patriarcas por Ti tan amados; el portador de la Promesa y de las bendiciones mesiánicas” (11). ¿Cómo no se va a rendir Dios? ¿Qué otra cosa quiere Dios que la conversión del pecador para poderle perdonar? Moisés gana la partida.


I Timoteo 1,12-17:
Es una página autobiográfica en la que Pablo nos da en síntesis las tres etapas de su vida:
- Etapa de perseguidor: Recarga las tintas al hablarnos de aquel período triste. “Fui blasfemo y perseguidor, y ultrajador”. La sincera humildad de Pablo se trasluce al definirse y clasificarse como “el primero entre los pecadores”.
- Gracia de conversión: Cristo ha mostrado su magnanimidad y bondad en el perdón del gran perseguidor. Pablo será en la Iglesia el monumento viviente de la bondad de Cristo.
- Elección para el ministerio del apostolado: Pablo considera esta elección como una predilección y una especial confianza que deposita en él Cristo: “Considerándome digno de confianza me estableció en el ministerio”. Por lo cual está sumamente agradecido a Jesús. Jesús le ha revestido de poder. Este “poder” es la virtud salvífica de Cristo. Ahora está en manos de los Apóstoles, que prosiguen en nombre de Cristo su obra salvífica: “Como me enviaste Tú al mundo, Yo también los envío al mundo” (Jn 17,18). La plenitud de su virtud salvífica la transmite Jesús a sus Apóstoles, y entre éstos está Pablo, elegido personalmente por el mismo Jesús.


Lucas 15, 1-32:
Lucas, Evangelista de la mansedumbre de Cristo nos deja tres parábolas que dibujan maravillosamente la bondad de Jesús para con los pecadores ¡Y lo somos todos¡
- El pastor que goza por el encuentro de una oveja perdida. Los fariseos que se consideran justos son incapaces de dar a Jesús este gozo: el gozo de echarse contritos a sus brazos” (4-7). En la expresión: “Noventa y nueve justos” queda una intencionada ironía. En el Reino entramos todos por la puerta de la conversión. Quien se sabe “pecador” es preferido a 99 que se creen “justos”.
- La mujer se goza al encontrar la moneda que se le extravió. Quien toma el camino del pecado se extravía; se aleja de Dios. La conversión es la vuelta a Dios. Los fariseos, por considerarse justos, son incapaces de conversión. Y no dan a Dios el gozo del pecador reencontrado.
- La tercera parábola no puede leerse sin lágrimas en los ojos. Jesús no solo acoge a los pecadores (22ª). Va en busca de ellos. Los acosa y persigue hasta rendirlos en su amor. No sólo come con ellos. Los invita y les prepara el banquete. En esta parábola el “Padre” es Dios; y es asimismo Jesús imagen de la bondad infinita del Padre. El “hermano pródigo” representa a todos los pecadores y gentiles. El “hermano mayor” a los fariseos y jefes de Israel. El pródigo consciente de su pecado, de su miseria externa, con humildad y contrición, se arroja a los pies del Padre. Este no solo le perdona, sino que le rehabilita totalmente. Los fariseos, empero, puntillosos y mezquinos, no aceptan entren en el Reino, a nivel de hijos, los gentiles y pecadores. Se desdeñan de tenerlos por hermanos. Incluso acusan al Padre de injusticia (29). Y es tal su arrogancia que ahora son ellos quienes se quedan fuera y huyen del Padre. El Padre ama a los dos hermanos por igual, al mayor (31) y al menor (32). El mayor pecado, el mayor impedimento es el creerse justos. Todos por igual, necesitamos el perdón. Para todos están abiertos los brazos del Padre. Solo hace falta que, con humildad nacida de la verdad, nos convirtamos. Entonces nos gozaremos por el perdón recibido; y haremos fiesta por cada hermano que se convierta y retorne a la casa paterna


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San Agustín


El hijo pródigo

No es necesario detenernos en las cosas ya expuestas. Mas, aunque no es necesario demoramos en ellas, sí conviene recordarlas. No ha olvidado vuestra prudencia que el domingo anterior tomé a mi cargo hablaros en el sermón sobre los dos hijos de que hablaba el Evangelio de hoy, pero no pude terminar. Dios nuestro Señor ha querido que, pasada aquella tribulación, también hoy os pueda hablar. He de saldar la deuda del sermón, puesto que hay que mantener la deuda del amor. Quiera el Señor que mi poquedad llene los deseos de vuestro anhelo.

El hombre que tuvo dos hijos es Dios, que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el menor, el gentil. La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio y todo aquello que Dios nos dio para que le conociésemos y alabásemos. Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta olvidarse de su creador. Disipó su herencia viviendo pródigamente; gastando y no adquiriendo, derrochando lo que poseía y no adquiriendo lo que le faltaba; es decir, consumiendo todo su ingenio en lascivias, en vanidades, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó meretrices. No es de admirar que a este despilfarro siguiese el hambre. Reinaba el hambre en aquella región: no hambre de pan visible, sino hambre de la verdad invisible. Impelido por la necesidad, cayó en manos de cierto príncipe de aquella región. En este príncipe ha de verse el diablo, príncipe de los demonios, en cuyo poder caen todos los curiosos, pues toda curiosidad ilícita no es otra cosa que una pestilente carencia de la verdad. Apartado de Dios por el hambre de su inteligencia, fue reducido a servidumbre y le tocó ponerse a cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e inmunda de que suelen gozarse los demonios. No en vano permitió el Señor a los demonios entrar en la piara de los puercos. Aquí se alimentaba de bellotas, que no le saciaban. Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que alborotan, pero no nutren, digno alimento para puercos, pero no para hombres; es decir, con las que se gozan los demonios e incapaces de justificar a los hombres.

Al fin se dio cuenta en qué estado se encontraba, qué había perdido, a quién había ofendido y en manos de quién había caído. Y volvió en sí; primero el retorno a sí mismo y luego al Padre. Pues quizá se había dicho: Mi corazón donó, por lo cual convenía que ante todo retornase a sí mismo, conociendo de este modo que se hallaba lejos del padre. Esto mismo reprocha la Sagrada Escritura a ciertos hombres diciendo: Volved, prevaricadores, al corazón. Habiendo retornado a sí mismo, se encontró miserable: Encontré la tribulación y el dolor e invoqué el nombre del Señor. ¡Cuántos mercenarios de mi padre, dice, tienen pan de sobra y yo perezco aquí de hambre! ¿Cómo le vino esto a la mente, sino porque ya se anunciaba el nombre de Dios? Ciertamente, algunos tenían pan, pero no como era debido, y buscaban otra cosa. De éstos se dijo: En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. A los tales se les debe considerar como mercenarios, no como hijos, pues a ellos señala el Apóstol cuando escribe: Anúnciese a Cristo, no importa si por oportunismo o por la verdad. Quiere que se vea en ellos a algunos que son mercenarios porque buscan sus intereses y, anunciando a Cristo, abundan en pan.

Se levantó y retornó. Había permanecido o bien en tierra, o bien con caídas continuas. Su padre lo ve de lejos y le sale al encuentro. Su voz esta en el salmo: Conociste de lejos mis pensamientos. ¿Cuáles? Los que tuvo en su interior: Diré a mi padre: pequé contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, hazme como uno de tus mercenarios. Aunque ya pensaba decirlo, no lo decía aún; con todo, el padre lo oía como si lo estuviera diciendo. A veces se halla uno en medio de una tribulación o una tentación y piensa orar; con el mismo pensamiento reflexiona sobre lo que ha de decir a Dios en la oración, como hijo que por serlo solicita la misericordia del padre. Y dice en su corazón: «Diré a mi Dios esto y aquello; no temo que al decirle esto, al gemine así, tapone sus oídos mi Dios». La mayor parte de las veces ya le está oyendo mientras dice esto, pues el mismo pensamiento no se oculta a los ojos de Dios. Cuando él se disponía a orar, estaba ya presente quien iba a estarlo una vez que empezase la oración. Por eso se dice en otro salmo: Dije, declararé al Señor mi delito. Ved cómo llegó a decir algo en su interior; ved su propósito. Y al momento añadió: Y tú perdonaste la impiedad de mi corazón. ¡Cuán cerca está la misericordia de Dios de quien se confiesa! No está lejos Dios de los contritos de corazón. Así lo tienes escrito: Cerca está el Señor de los que atribularon su corazón. Este ya había atribulado su corazón en la región de la miseria; a él había retornado para quebrantarle. Por soberbia había abandonado su corazón y lleno de ira había retornado a él. Se airó para castigar su propia maldad; había retornado para merecer la bondad del padre. Habló airado conforme a aquellas palabras: Airaos y no pequéis. Todo penitente que se aíra contra sí mismo, precisamente porque está airado, se castiga. De aquí proceden todos aquellos movimientos propios del penitente que se arrepiente y se duele de verdad. De aquí el tirarse de los cabellos, el ceñirse los cilicios y los golpes de pecho. Todas estas cosas son, sin duda, indicio de que el hombre se ensaña y se aíra contra sí mismo. Lo que hace externamente la mano, lo hace internamente la conciencia; se golpea en el pensamiento, se hiere y, para decirlo con verdad, se da muerte. Y dándose muerte ofrece a Dios el sacrificio del espíritu atribulado. Y Dios no desprecia el corazón contrito y humillado. Por tanto, angustiando, humillando e hiriendo su corazón le da muerte.

Aunque aún estaba en preparativos para hablar así a su padre, diciendo en su interior: Me levantaré, iré y le diré, éste, conociendo de lejos su pensamiento, salió a su encuentro. ¿Qué quiere decir salir a su encuentro sino anticiparse con su misericordia? Estando todavía lejos, dice, le salió al encuentro su padre movido por la misericordia. ¿Por qué se conmovió de misericordia? Porque el hijo había confesado ya su miseria. Y corriendo hacia él se le echó al cuello. Es decir, puso su brazo sobre el cuello de su hijo. El brazo del Padre es el Hijo; diole, por tanto, el llevar a Cristo, carga que no pesa, sino que alivia. Mi yugo es suave, dijo, y mi carga ligera. Se apoyaba sobre el erguido y apoyándose en él no le permitía caer de nuevo. Tan ligera es la carga de Cristo, que no sólo no oprime, sino que alivia. Y no como las cargas que se llaman ligeras: aunque ciertamente son menos pesadas, con todo, tienen su peso. Una cosa es llevar una carga pesada, otra llevarla ligera y otra no llevar carga alguna. A quién lleva una carga pesada se le ve oprimido; quien lleva una ligera, se siente menos oprimido, pero siempre oprimido; a quien, en cambio, no lleva carga alguna se le ve que anda con los hombros desembarazados. No es de este estilo la carga de Cristo. Conviene que la lleves, para sentirte aligerado; si te la quitas de encima te encontrarás oprimido. Y, hermanos, no os parezca esto cosa imposible. Quizá encontremos algún ejemplo que haga palpable lo dicho. Tiene las dos cosas: maravilloso e increíble. Vedlo en las aves. Toda ave lleva sus alas. Mirad y ved cómo las pliega cuando desciende para descansar y cómo en cierto modo las coloca sobre los costados. ¿Crees que le son un peso? Quítaselo y caerán; cuanto menos peso de ese lleve el ave, tanto menos volará. Tú, pensando ser misericordioso, le quitas ese peso; pero si verdaderamente quieres ser misericordioso con ella, ahórrale tal cosa; o si ya le quitaste las alas, aliméntala para que crezca esa su carga y vuele sobre la tierra. Carga como ésta deseaba tener quien decía: ¿Quién me dará alas como de paloma y así volaré y descansaré? El haber echado el padre el brazo sobre el cuello del hijo le sirvió de alivio, no de opresión; le honró, no le abrumó. ¿Cómo, pues, es el hombre capaz de llevar a Dios, a no ser porque le lleva Dios, que es a su vez llevado?

El padre manda que se le ponga el primer vestido, el que había perdido Adán al pecar. Tras haber recibido en paz al hijo y haberlo besado, ordena que se le dé un vestido: la esperanza de la inmortalidad que confiere el bautismo. Manda asimismo que se le ponga anillo, prenda del Espíritu Santo, y calzado para los pies como preparación para el Evangelio de la paz, para que sean hermosos los pies del anunciador del bien. Todo esto lo hace Dios mediante sus siervos, es decir, a través de los ministros de la Iglesia. Pues ¿acaso dan los ministros el vestido, el anillo y los zapatos de su propio haber? Ellos cumplen su ministerio, se entregan a su oficio, pero quien otorga es aquel de cuya despensa y tesoro se toman estas cosas. También mandó matar un becerro bien cebado, es decir, se le admitió a la mesa en la que el alimento es Cristo muerto. A todo el que viene a parar a la Iglesia desde una región lejana se le mata el becerro cuando se le predica la muerte de Jesús y se le admite a participar de su cuerpo. Se mata un becerro bien cebado porque quien había perecido ha sido hallado.

El hermano mayor, cuando vuelve del campo, no quiere entrar, airado como está. Simboliza al pueblo judío que mostró esa animadversión incluso contra los que ya habían creído en Cristo. Porque los judíos se indignaban de que viniesen los gentiles desde tanta simplicidad, sin la imposición de las cargas de la ley, sin el dolor de la circuncisión carnal, a recibir en pecado el bautismo salvador y, por lo mismo, se negaron a comer del becerro cebado. Ciertamente, ya ellos habían creído, y explicándoseles el motivo, se tranquilizaron. Pensad ahora en cualquier judío que haya guardado en su corazón la ley de Dios y vivido sin tacha en el judaísmo, como dijo que había vivido Saulo, Pablo para nosotros, tanto mayor cuanto más pequeño se hizo y tanto más ensalzado cuanto en menos se tuvo—Pablo, en efecto, significa poco, pequeño; de aquí que digamos: «Poco después te hablaré o poco antes». Ved lo que significa paulo ante: un poco antes. ¿Qué significa, pues, Pablo? El mismo lo dijo: Yo soy el menor de los apóstoles—. Este judío, pues, quienquiera que sea, que se tenga por tal y sea consciente de ello, que haya adorado desde su juventud al único Dios, al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Al Dios anunciado por la ley y los profetas, y que haya observado los preceptos de la ley, comienza a pasar en la Iglesia al ver que el género humano corre tras el nombre de Cristo. el pensar en la Iglesia equivale a acercarse a casa desde el campo. Así está escrito: Al venir el hermano mayor del campo y acercarse a casa. Del mismo modo que el hijo menor aumenta diariamente entre los paganos que creen, así el hijo mayor, aunque raramente, vuelve a casa entre los judíos. Piensan en la Iglesia y se llenan de admiración ante ella: ven que la ley es suya y nuestra; que los profetas son suyos y nuestros; que ellos carecen de sacrificios, y entre nosotros se ofrece el sacrificio cotidiano; ven que estuvieron en el campo del padre y, sin embargo, no comieron del becerro cebado.

Oyen asimismo la sinfonía y el coro que suena y canta en la casa. ¿Qué es la sinfonía? La concordia de las voces. Quienes no tocan el unísono, disuenan; los que concuerdan, tocan a la vez. Esta es la sinfonía que enseñaba el Apóstol cuando decía: Os ruego, hermanos, que digáis todos lo mismo y que no haya entre vosotros divisiones. ¿A quién no deleita esta sinfonía santa, es decir, el ir de acuerdo las voces, no cada una por su lado, sin nada inadecuado o fuera de tono que pueda ofender el oído de un entendido? La concordia pertenece a la esencia del coro. En el coro lo que agrada es la única voz que es el resultado de muchas otras, que, procediendo de todas, guarda la unidad, sin disonancias ni tonalidades discordantes.

iFrase digna de Agustín! Sobre todo en la concisión del original latino.

El hijo mayor, al oír esa música en casa, enojado, no quería entrar. ¿No es frecuente que un judío, benemérito entre los suyos, se pregunte como pueden tanto los cristianos? «Nosotros tenemos las leyes paternas; Dios habló a Abraham, de quien hemos nacido. Y la ley la recibió Moisés, quien nos libró de la tierra de Egipto, conduciéndonos a través del mar Rojo. Y he aquí que éstos, con nuestras Escrituras, cantan nuestros salmos por todo el mundo y ofrecen a diario un sacrificio, mientras que nosotros perdimos no sólo el sacrificio, sino también el templo». Pregunta a un siervo: «¿Qué sucede aquí?» Pregunte el judío a cualquier siervo, abra los profetas, abra al Apóstol, pregunte a quien quiera: ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento callaron sobre la vocación de los gentiles. Veamos en el siervo al que pregunta el libro examinado. Ahí encontráis la Escritura que te dice: Tu hermano volvió y tu padre mató un becerro bien cebado, porque lo recobró sano. Dígale esto el siervo. ¿A quién recibió con salud el padre? A quien había muerto y revivió: a éste recibió para salvarle. Se debía la matanza de un becerro cebado a quien se marchó a una región lejana, pues habiéndose apartado de Dios se había convertido en un impío. Responde al siervo, el apóstol Pablo: En efecto, Cristo murió por los impíos. Malhumorado y airado, no entra; pero ante la invitación del padre entra quien no quiso hacerlo ante la respuesta del siervo. En verdad, hermanos míos, también ahora acontece esto. Con frecuencia, sirviéndonos de las Escrituras, convencemos de error a los judíos, pero quien habla es todavía el siervo; se enoja el hijo, y de esta forma, a pesar de estar vencidos, no quieren entrar. «¿Qué es todo esto?» Las voces de la sinfonía te han afectado, el coro te toca el corazón, la fiesta de la casa, el banquete y el becerro cebado te han conmovido. Nadie te excluye. Más ¿a quién dices esto? Mientras el siervo habla, se enfada el hijo y no quiere entrar.

Vuelve al Señor, que dice: Nadie viene a mí sino aquel a quien el Padre lo atrayere. Sale, pues, el padre y suplica al hijo; esto significa atraer. El superior puede mas suplicando que obligando. Esto es lo que sucede, amadísimos, cuando algunos hombres, entregados al estudio de las Escrituras, oyen esto y, teniendo conciencia de sus buenas obras, llegan a decir al padre: Padre, no traspasé tu mandato. Entonces, al quedar convictos por las Escrituras y no teniendo qué responder, se aíran y oponen resistencia como queriendo vencer. Luego les dejas solos con sus pensamientos, y Dios comienza a hablarles interiormente. Esto es salir el padre y decir al hijo: «Entra y come».

Con todo, el hijo le responde: Mira, tantos años ha que te sirvo y jamás traspasé tu mandato y nunca me diste un cabrito para comerlo con mis amigos. Mas he aquí que viene este hijo tuyo que malgastó su patrimonio con meretrices y le mataste un becerro cebado. Son pensamientos interiores en los que ya Dios habla de ocultas maneras; él reacciona y en su interior responde, no ya contestando al siervo, sino la súplica del padre que le amonesta con dulzura: «¿Qué es esto? Nosotros poseemos las Escrituras de Dios y no nos hemos apartado del único Dios; a ningún dios extraño hemos elevado nuestras manos. Siempre le hemos reconocido como el único, siempre hemos adorado al mismo: al que hizo el cielo y la tierra, y, sin embargo, no hemos recibido el cabrito». ¿Dónde encontramos el cabrito? Entre los pecadores. ¿Por qué se queja este hijo mayor de que no se le dio un cabrito? Buscaba pecar y tomar el pecado como alimento; de aquí su amargura. Esto es lo que duele a los judíos: que volviendo en sí comprenden que no se les dio a Cristo porque le juzgaron cabrito. Reconocen su propia voz en el Evangelio, en la de los judíos sus antepasados, que decían: Sabemos que éste es pecador. Era becerro, pero al tomarle por cabrito, te quedaste sin ese alimento. Jamás me diste un cabrito: porque el padre no tenía por cabrito a quien sabía que era un becerro. Te hallas fuera; y dado que no has recibido el cabrito, entra ya al festín del becerro. ¿Qué le responde el padre? Hijo, tú siempre estás conmigo. El padre atestiguó que los judíos siempre estuvieron con él, ya que siempre adoraron al único Dios. Tenemos el testimonio del Apóstol, que dice que los judíos estaban cerca y los gentiles lejos. Pues hablando a los gentiles, dice: Al venir Cristo os anunció la paz a vosotros que estabais lejos y también a los que estaban cerca. A los que estaban lejos como si fuera al hijo menor, mostrando que los judíos, puesto que no huyeron lejos a cuidar puercos, no abandonaron al único Dios, no adoraron a los ídolos ni sirvieron a los demonios. No hablo de la totalidad de los judíos; no penséis, pues, en los perdidos y sediciosos, Sino en aquellos que son reprendidos por estos otros que guardan los preceptos de la ley y, aunque todavía no han entrado al festín del becerro cebado, ya pueden decir: No traspasé tu precepto; aquel a quien, cuando comience a entrar, dirá el padre:

«Tú estás siempre conmigo. Ciertamente estás conmigo, ya que no marchaste lejos, pero, sin embargo, para tu mal, estás fuera de casa. No quiero que estés ausente de mi festín, No envidies al hermano menor. Tú estás siempre conmigo». Dios no confirmó lo que, quizá con más jactancia que prudencia, aseguró: Nunca traspasé tu precepto, sino que le dijo: Tú estás siempre conmigo. No le dice: «Tú jamás traspasaste mi precepto». Lo que Dios le dijo es verdad; no, en cambio, aquello de lo que él temerariamente se jactó. Pues, aunque quizá traspasó algunos de los mandamientos, no se apartó del único Dios. Es, por tanto, verdad lo dicho por el padre: Tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. ¿Acaso porque es tuyo no es también de tu hermano? ¿Cómo es tuyo? Poseyéndolo en unión con él y no dividiéndolo con disputas. Todo lo mío, dijo, es tuyo. Al decir que es suyo, parece indicar como que se lo dio en posesión. ¿Acaso le sometió el cielo y la tierra o las excelencias angélicas? No conviene entenderlo así, pues nunca se nos someterán los ángeles a cuya igualdad hemos de llegar, según promesa de la generosidad del Señor: Serán, dijo, iguales a los ángeles de Dios. Hay, sin embargo, otros ángeles a quienes juzgarán los santos. ¿No sabéis, dice el Apóstol, que juzgaremos a los ángeles? Hay ángeles santos desde siempre, pero también los hay pecadores. Seremos iguales a los ángeles buenos y juzgaremos a los malos. ¿Cómo puede decir todo lo mío es tuyo? Ciertamente, todo lo de Dios es nuestro, pero no todo nos está sometido. Una cosa es decir: «Mi siervo» y otra diferente decir: «Mi hermano». Al decir «mío» afirmas algo verdadero, puesto que aquello de lo que lo dices es tuyo, pero no puedes decirlo de la misma forma aplicado al hermano que al siervo. Una cosa es decir: «Mi casa» y otra «Mi mujer», como una cosa es decir: «Mi hijo», otra decir «Mi padre» o «Mi madre». Excluido yo, oigo decir todo es tuyo. «Dios mío», dices. Pero ¿es lo mismo decir «Dios mío» que decir «Siervo mío»? Digo «Dios mío» igual que «Señor mío». Tenemos, pues, a alguien superior: nuestro Señor, de quien podemos gozar, y tenemos las cosas inferiores, de las que somos dueños, Todo, por tanto, es nuestro si nosotros somos de él.

Todo lo mío, dijo, es tuyo. Si fueres obrador de paz, si te calmas, si gozas del regreso del hermano, si nuestro festín no te entristece, si no permaneces fuera de casa, aunque vengas del campo, todo lo mío es tuyo. Nos conviene, pues, festejarlo y alegramos, ya que Cristo ha muerto por los impíos y ha resucitado. Este es el significado de: Pues tu hermano estaba muerto y revivió; se había perdido y fue recuperado.

(San Agustín, Obras Completas, X-2º, Sermones, BAC, Madrid, 1983, Pág. 805-817)

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Cardenal Gomá



Misericordia de Dios para con los pecadores:

La oveja y la dracma perdidas

Explicación

Este capítulo 15 de Lc. es llamado con razón el capítulo de la misericordia de Jesús para con los pecadores. Contiene tres parábolas delicadísimas en que se concreta esta idea consoladora. Las dos primeras, objeto de este fragmento, la oveja descarriada (1-7) y la dracma extraviada (8-10), nos ofrecen en símbolos graciosos y populares la imagen de Dios buscando por sí mismo al pecador, independientemente de la voluntad de éste.

La oveja perdida (1-7)

Y se acercaban a él los publicanos y los pecadores para oírle, sea que fuese ello cosa frecuente, sea que lo señale el Evangelista caso singular. Y los fariseos y los escribas, que tenían falsísima idea del reino mesiánico, uno de cuyos fundamentales aspectos es la reconciliación de los pecadores con Dios, murmuraban, quejándose indignados, diciendo: Este recibe a los pecadores, y come con ellos, cosa indecorosa para quien se estima.

Del escándalo de los fariseos toma pie Jesús para hacerles ver lo irracional e inhumano de su queja, aduciendo dos conocidísimos ejemplos de la vida ordinaria para convencerles: Y les propuso esta parábola, diciendo, interpelando directamente a sus contradictores: ¿Quién de vosotros es el hombre que tiene cien ovejas, número redondo de cierta cuantía que se pone en contraste con una única oveja, y si perdiere una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, en los parajes incultos y deshabitados donde se acostumbra llevar los ganados, y que tan frecuentes son en la Palestina, y va a buscar la que se había perdido, hasta que la halle? Y cuando la hallare, la pone sobre sus hombros gozoso, porque la recobró y porque la ama. Y viniendo a casa, como el gozo es comunicativo y difícilmente se contiene, llama a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Dadme el parabién, porque he hallado mi oveja que había perdido. Todo ser humano conoce el gozo de hallar las cosas perdidas.

Os digo, añade Jesús haciendo aplicación de la parábola, que así habrá más gozo en el cielo sobre un pecador que hiciere penitencia, que sobre noventa y nueve justos, que no han menester penitencia. El sentido es, no que prefiera Dios un pecador arrepentido a muchos justos que no han pecado, o que ame más a aquél que a éstos, sino que en la conversión del pecador hay una razón especial de gozarse que no ofrecen los justos, como se goza el padre de una manera particular por la salud recobrada del hijo enfermo, o de su retorno de un viaje que los demás no han hecho.

La dracma perdida (8.10)

Y para que se grabe más profundamente la consoladora idea, y se confundan más los escribas y fariseos murmuradores, y aprendan también ellos una lección que tanto les cuadra, repite el mismo pensamiento con otra parábola, que adquiere más relieve de la costumbre oriental en que se inspira. Suelen las mujeres de la Palestina llevar en sartas —tres o cuatro a veces—, que circuyen su frente, las monedas de plata y oro que constituyen su dote. Las hemos visto llevando un verdadero capital, cubriendo con ellas sus cabellos de azabache. Ni en su extrema miseria se desprende la mujer de aquellos raros joyeles, que quiere como lo mejor de sus bienes. Se comprende la pena y la solicitud de la mujer de esta parábola, que había perdido una dracma, una de las escasas monedas de su pobre diadema.

O ¿qué mujer que tiene diez dracmas, dice, llevando la imaginación de sus oyentes desde las solitarias praderías a la humilde mansión de una pobre vecina, si perdiere un dracma (0,70 pesetas), la décima parte de su caudal, no enciende la lámpara, para que no haya rincón sin luz, y barre la casa, y busca con cuidado hasta hallarlo?, en lo que se retrata admirablemente la diligencia de la mujer casera. Y después que lo ha hallado, junta las amigas y vecinas, y dice: Dadme el parabién, alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido. La aplicación, que al repetirse resulta enfática y grave, es la misma: Así os digo, que habrá gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que hace penitencia. Los ángeles se alegran; los fariseos murmuran: no se parecen a los ángeles, si no es a los malos.

Lecciones morales

A) v.1 — Y se acercaban a él los publicanos y los pecadores... — Se ejercitaba en aquello por lo que había venido al mundo, dice Teofilacto: salvar pecadores. Los admitía y quería junto a sí, como el médico a los enfermos. Los fariseos pagaban esta piedad de Jesús con sus murmuraciones: es que su espíritu era diametralmente opuesto al de Jesús. Aprendamos a huir del ejemplo de aquellos que, fundados en su falsa justicia, desprecian sin compasión a quienes estiman como pecadores; y sigamos el ejemplo del misericordioso Jesús, sobre todo si participamos de sus ministerios, recibiendo a los pecadores con amplísimo espíritu de misericordia, aunque sin condescender con sus pecados. Personalmente, debe conmovernos y animarnos esta misericordia de Jesús para con los pecadores, no menor hoy que en los días de su vida mortal.

B) v.4 — Y va a buscar la que se había perdido... — Pondera aquí, dice San Cirilo, la amplitud y grandeza del reino de nuestro divino Salvador; porque en el número cien viene indicada la totalidad de las criaturas racionales, millones de ángeles y millones de hombres. ¡Rico pastor, exclama San Ambrosio, de cuya inmensa riqueza todo el género humano no representa más que la centésima parte! Riquísimo y misericordiosísimo, podemos añadir, porque desertó del reino de la justicia, que es el cielo, una sola oveja, que son los hombres, y dejó Él el cielo de los cielos para ir en pos de la ovejuela descarriada, ingrata y criminal, para volverla a su redil, a costa de su propia vida. Aplícate también a ti la dulcísima parábola, oveja cien veces descarriada, que has experimentado otras cien la caridad inmensa de tu Pastor Jesús que viene a buscarte, cuando tiene infinito número de justos en quienes se complace y descansa.

C) v.5 —La pone sobre sus hombros gozoso— Halló el pastor la oveja, y no la castigó, dice el Niceno; no la empujó, forzándola, hacia el redil, sino que la cargó delicadamente sobre sus hombros. Es Jesús que nos cargó a todos cuando tomó sobre sí la carga de todos nuestros pecados; que vuelve a su casa del cielo cuando ha hallado a sus ovejas perdidas de la tierra; y lo dice a sus amigos y vecinos, los ángeles del cielo, que gozan de su compañía, y que se alegran de la grande obra de la redención.

D) v.8 — ¿No enciende la lámpara, y barre la casa...? —Esta mujer que enciende la luz es el símbolo de la Luz del Verbo, que apareció en la humanidad de Jesús, dice San Gregorio: encendióse la luz y se hizo claridad en las conciencias, y se conocieron los pecados y se barrió la casa por la penitencia. Es la obra de Dios, de iluminación, de contrición, de purificación: cuando ello tiene lugar en el alma, se restaura en ella la imagen del Criador, figurada en la dracma.

E) v.9 — Dadme el parabién, porque he hallado el dracma... — Como la moneda lleva la imagen del rey, el alma lleva la imagen de Dios, y en cuanto está adornada de la gracia, lleva la imagen de Jesucristo. El mayor gozo del hombre debe cifrarlo en conservar la imagen de Dios en su espíritu, en el que, como dice el Profeta, está impreso el resplandor de la cara de Dios (Sal. 4,7); como su mayor desgracia es degenerar de la noble prosapia, haciéndose por su miseria moral semejante a las bestias, que no tienen inteligencia (Sal. 31,9). Como cristianos, debemos llevar orgullosos la imagen de nuestro Rey Jesús en nuestra alma, el sello del Espíritu Santo, que es la gracia, pensando que ésta es la ley de nuestra vida, de nuestro honor cristiano y condición indispensable del logro de nuestros destinos: «Conformarnos según la imagen del Hijo de Dios» (Rom. 8, 29).

F) v.10 — Por un pecador que hace penitencia. — Los ángeles del cielo se alegran de que un pecador haga penitencia, con tal sea verdadera. Porque la verdadera penitencia, dice San Gregorio, es llorar los pecados pasados, y no cometer lo digno de ser llorado; porque si uno llora unos pecados y comete otros, o no sabe lo que es penitencia, o la finge. Debe además la penitencia ser una satisfacción a Dios, en el sentido de que, ya que hemos perpetrado lo prohibido, sepamos abstenemos de lo lícito; y sepamos corregimos en lo pequeño, ya que hemos delinquido en lo máximo.

El Hijo Prodigo

Explicación

El fondo de esta delicadísima parábola es el mismo de las dos anteriores: demostrar la misericordia de Dios para con el pecador. Difiere de las mismas, en que aquí es el pecador quien busca a Dios. Allí es la gracia que previene; aquí el hombre coopera. Allí hay alegría de los ángeles del cielo; aquí se demuestran injustas las quejas del justo por los dones que el pecador recibe. Cuanto a la parábola en sí misma, es tal vez la más bella de todas las del Evangelio. En ella se pinta en forma dramática el verdadero proceso psicológico del pecador, desde las alturas de la gracia hasta la miseria de la caída, hasta el arrepentimiento y la reconciliación. Más que en ninguna otra, se manifiesta en ella el sentido profundo, delicadísimo, de la paternidad de Dios. Puede dividirse en dos partes, conducta del hermano menor (11-24) y del hermano mayor (25-32).

El pródigo (11-24)

Dijo también Jesús: Un hombre, Dios como de la narración se deduce, tuvo dos hijos: en el menor vienen simbolizados los pecadores; en el mayor, los justos: otros, con menos razón, quieren que se signifiquen los gentiles y judíos, o los publicanos y fariseos. Y dijo el menor de ellos a su padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me toca: le tocaba la tercera parte, debiendo el mayorazgo tener doble (Deut. 21, 17); solía el mayor quedarse con casa y tierras, y los demás recibían una cantidad en dinero. Y les repartió la hacienda: nada hay hasta aquí pecaminoso: pudo el menor pedir lo suyo para casar, negociar, etc.

Y no muchos días después, empujado ya por el ansia de placeres, junto todo lo suyo el hijo menor, para tenerlo todo a disposición de sus antojos, se marchó a un país muy distante, huyendo de toda tutela y vigilancia, para dar rienda suelta a su vida. Y allí malbarató todo su haber, dilapidó todo el caudal de que disponía, viviendo disolutamente, una vida intemperante y perdida. Son dos trazos que convienen a un joven temerario, irreflexivo, lascivo, indómito.

El vicio no es previsor: Y cuando todo lo hubo gastados vino una grande hambre sobre aquella tierra: a la miseria particular, juntóse una crisis pública de hambre, que el antes rico debió sentir pronto: y él comenzó a padecer necesidad. Y, empujado por ella, fue, quizá después de vagar hambriento de aquí para allá, y púsose a servir, con la adulación y servilismo con que suelen hacerlo estos hombres miserables con los ricos, a uno de los ciudadanos de aquella tierra, con el fin de que lo ocupase en algo de qué vivir: piensa salir del apuro con sus propias fuerzas. Suelen ser desentrañados los ricos, y más para un extranjero pobre: El cual, no queriéndolo tener a su lado, a su servicio, lo envió a su cortijo a guardar puercos: el hijo de un padre judío, noble y rico, se ve reducido al villano oficio de guardar animales que para los judíos son inmundos. Es la figura de quien, prodigando los dones de Dios y abusando de sus gracias, cae en la vil servidumbre del demonio y del pecado.

Es suma la miseria del pródigo: en la miseria que atraviesa el país, ni siquiera se acuerda el señor de mandarle que comer; un oficio degradante retribuido con hambre canina: Y deseaba henchir su vientre, con cualquier cosa, como apetecen los estómagos roídos del hambre, de las algarrobas que los puercos comían: trátase de las algarrobas que la servidumbre llevaba a los puercos, sin acordarse de su infeliz custodio: y ninguno se las daba.

El castigo abre los ojos del alma; en la suma miseria comienza el pródigo a ponderar su lamentable estado: Mas, volviendo sobre sí, y evocando en su memoria el recuerdo de su dulce casa, dijo: ¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen el pan de sobra, y yo, hijo de mi padre, me estoy muriendo de hambre! El recuerdo de las bondades de su padre es para el mísero fuerza de voluntad: Me levantaré, e iré a mi padre; y es luz de pensamiento que le descubre la maldad de su proceder: Y le diré: padre, pequé contra el cielo, contra Dios, con mi vida crapulosa y con la dilapidación de mis bienes, y delante de ti, porque huí de tu presencia para pecar con más libertad. La idea de la bondad del padre abre su corazón a la esperanza; se lo hará propicio humillándose profundamente en su presencia: Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; con mi proceder indigno he perdido los derechos de hijo: Hazme como a uno de tus jornaleros: con este título a lo menos espera ser recibido.

No se quedó el pródigo en sus propósitos: Y levantándose se fue a encontrar a su padre. Nada se dice del viaje de retorno, y sigue la minuciosa y delicadísima descripción del padre benignísimo y misericordioso: Estando él todavía lejos, le vio su padre, que miraba con frecuencia al horizonte, como Ana, madre de Tobías, lo hacía desde un lugar prominente, con el ansia de ver al hijo regresar a su hogar (Tob. 11, 5): y se movió a misericordia: el estado miserable del hijo, escuálido, semidesnudo, hizo estremecer su corazón de piedad profunda. Y corriendo a él, tan vehemente era el impulso de su amor y gozo que no puede esperar al hijo, le echó los brazos al cuello, y, sin decir una palabra, porque el amor vehemente es callado, sin echarle en cara su falta, le besó reiterada y entrañablemente, según el griego.

Y el hijo, vaciando en el corazón del padre la confesión que tenía preparada, sin inventar excusas de mala fortuna o ladrones que le hubiesen reducido a aquel estado, le dijo: ¡ Padre!, he pecado contra el cielo, y delante de ti: ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. No añade la petición de ser considerado como un jornalero, porque en el amor del padre, comprendió que acababa de ser ya recibido como hijo.

Y así es: porque el padre no sólo lo siente en su corazón y lo manifiesta con palabras y actitudes, sino que quiere que a los ojos de todos aparezca así, ordenando una serie de acciones simbólicas reveladoras de que le restituye en absoluto a su condición primera: Mas el padre dijo a sus criados: Traed aquí prontamente, porque no sufren sus ojos la visión del hijo en aquel estado, la ropa más preciosa, un vestido talar, rico, como conviene a hijo de noble rico, y vestidle, como siervos que sois de él, porque lo sois de la casa, y ponedle anillo en su mano, probablemente el anillo con sello, señal de autoridad, y calzado en sus pies: es vestido completo, de hombre libre y rico; así honró el Faraón a José (Gen. 41, 42). Un banquete suculento, señal de la alegría llena y comunicativa, completará la ceremonia de la reintegración del hijo a su puesto de honor en la casa. Y traed un ternero cebado, como acostumbran tenerlo los propietarios de oriente de repuesto para las ocasiones faustas, y matadlo, y comamos, y celebremos un banquete en que se refunda Y manifieste la alegría de todos. La razón de ello es: Porque este mi hijo estaba muerto, Y ha revivido: se había perdido, y ha sido hallado; el lenguaje del padre es rítmico y solemne, expresivo de un alma conmovida: muerto por sus pecados, ha revivido por la penitencia; o bien, porque los judíos llamaban muerte a la servidumbre, aflicción, destierro, etc. (Gen. 45, 27; Os. 6, 3; Ez. c. 37), el que estaba oprimido por toda suerte de miserias físicas y morales, ha revivido para mí al reingresar salvo en casa y en su lugar. Y comenzaron a celebrar el banquete.

El hermano mayor (25-32)

Y, mientras ocurría todo esto, su hijo mayor estaba en el campo, ignorándolo todo, cuidando el cultivo de la hacienda de la casa. Y cuando vino, después del trabajo del día, y se acercó a la casa, oyó la sintonía y la danza, la música y las danzas que solían acompañar los festines (Eccli. 32, 5; 49, 2; Mt. 14, 6); y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello, por qué razón tanta fiesta. Y éste le dijo: Tu hermano ha venido y tu padre ha hecho matar un ternero cebado, porque le ha recobrado sano y salvo, respuesta sobria y discreta. Montó en cólera el hermano: El entonces se indignó, y no quería entrar, por los motivos, poco laudables, que luego dará a su padre.

Mas saliendo el padre, sabedor de lo que ocurría fuera, comenzó a rogarle, aplacando su cólera con palabras suaves: se trataba de otro extraviado de sentimientos, que el padre volverá a razón. Cuéstale de ceder al mayorazgo, y expone sus razones en un paralelo que traza, duro y realista, entre su conducta y la del hermano pródigo: Y él respondió a su padre, y dijo, con palabras de ira que contrastaban con la dulzura de las del padre: He aquí que tantos años ha que te sirvo, trabajando para aumentar tu hacienda, y jamás he traspasado tus mandamientos, cumpliendo siempre con escrúpulo tu voluntad, y nunca me has dado un cabrito, la menor de las bestezuelas de nuestro ganado, para comerlo alegremente con mis amigos. Mas cuando vino este tu hijo, despectivamente ni le llama hermano, que, lejos de acrecer honradamente tus bienes, ha gastado su hacienda con rameras, has hecho matar para él un ternero cebado, lo más selecto del ganado, demostrando así una alegría que jamás me manifestaste a mí. En este hijo mayor vienen representados escribas y fariseos, que se indignaban de que Jesús se acompañara de pecadores y publicanos; aunque fuesen ellos justos, no debieran llevar a mal que fueran recibidos los pecadores, porque Dios es Padre de todos.

Ni quiere ello decir que ame Dios más a los pecadores que se han arrepentido que a los justos, sino que es preciso sean animados y consolados para que no se descorazonen y se alienten a seguir por la senda del bien.

No se aíra el padre de la diatriba del hijo, ni redarguye su arrogancia, sino que, en el mismo dulce tono, entonces el padre le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, gozando de mi compañía, y de todos los derechos y privilegios que te confiere tu carácter de hijo mayor: Y todos mis bienes son tuyos: aventajas en todo a tu hermano. Pero hay en éste un motivo justo de excepción en su favor por unas horas: Pero razón era celebrar un banquete y regocijarnos; lo expresa el padre repitiendo, como un estribillo, y en forma cadenciosa, la idea que le embarga y domina: Porque este tu hermano estaba muerto, y revivió: se había perdido, y ha sido hallado. Bruscamente termina así la parábola: la suspensión de la narración la hace más sugestiva, y adquieren vigoroso relieve los últimos trazos.

Lecciones morales

A) v. 12. — Padre, dame la parte de la hacienda que me toca. — La substancia del hombre, dice Teofilacto, es su racionalidad, a la que acompaña la libertad de albedrío. Y como si se deleitase el alma de la amplitud y grandeza de su poder, dice San Agustín, pide todo lo que para ella es vivir, entender, acordarse, sobresalir por el ingenio; todo ello son dones de Dios, nuestro Padre, que los puso en nuestro poder al darnos la libertad, que de todos ellos dispone. ¡Tremenda responsabilidad la del hombre, que ha recibido dones excelsos, que le levantan a la categoría de semidiós, y debe administrarlos mediante el uso de la libertad, de la flaca y movediza libertad! En este problema de la vida están los factores del definitivo problema de nuestros destinos. La libertad, con todos los dones que tiene en administración, nos llevará a ser pródigos o justos, al cielo o al infierno.

B) v. 14. — Cuando todo lo hubo gastado, vino una grande hambre sobre aquella tierra... — Con razón hay grande hambre en el corazón de aquellos que han abandonado y malgastado los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios, y la inmensidad de las riquezas celestiales, dice San Ambrosio. Dios es lo único capaz de llenar esta inmensa capacidad de nuestro espíritu, el único pábulo que sosiega el hambre infinita, porque es hambre de Dios, que siente nuestro corazón. Esta verdad nos explica todas las aberraciones del hombre, en el orden personal y social: fuerza imponderable como es la de su alma, capaz de ir a la conquista de Dios mismo, cuando se desvía se lanza frenética a devorar todas las pequeñeces humanas; las devora, y queda aún con hambre mayor, porque no son un sedante, sino un excitante de este prurito de infinidad que sentimos.

C) v. 15. — Lo envió a su cortijo a guardar puercos. — Es terrible imagen de lo que le ocurre a quien, desligado de la ley de Dios, corre desalado por todo campo de lujurias, buscando con que apacentar su vida miserable. Destituido de sus riquezas espirituales, la Prudencia y la inteligencia, dice el Crisóstomo, se dice que apacienta Puercos, es decir, nutre en su alma sórdidos e inmundos pensamientos; mastica la irracional comida de conversaciones perversas; dulces para quien no tiene las verdaderas riquezas, porque a los corrompidos les parece suave cuanto se refiere al placer de la carne, que enerva y mata toda fuerza del espíritu. Estos son los vicios figurados por los puercos de la parábola, que se gozan con mentida dulzura, representada por la miseria de la algarroba.

D) v. 18. — Padre, pequé. — ¡Cuán misericordioso es Dios, quien, aun después que ha sido ofendido, consiente que se le diga: ¡Padre! Y añade el pródigo: «Pequé»; es ésta la primera confesión ante el autor de la naturaleza, el pontífice de la misericordia. Mas, aunque Dios lo sabe todo, espera no obstante la voz de tu confesión. Con la boca se hace la confesión para lograr la salud, porque ella alivia a quien a sí mismo se cargó con la culpa; y frustra el deseo de los otros de acusarle, quien confesándose previene la acusación. En vano querrás ocultar algo a quien nadie engaña, y revelarás sin peligro lo que sabes es ya conocido. Confiesa, a fin de que Cristo interceda por ti, ruegue por ti la Iglesia y llore el pueblo. Ni temas no ser perdonado: el Abogado promete el perdón; el patrón, la gracia; la piedad paternal, la reconciliación, dice San Ambrosio.

E) v. 20. — Y corriendo a él, le echó los brazos al cuello, y le besó. Corre más Dios que nosotros, viene a decir el Crisóstomo, cuando se trata de reconciliarnos con El. Si nosotros nos movemos a compunción, es El quien nos ha prevenido; y si andamos lentos para echarnos a sus pies, es El quien corre, conmovidas sus entrañas, para abrazarnos y besarnos. ¿Qué más quiere Dios sino que el pecador se convierta y viva? (Ez. 33, 11).

F) v. 23. — Traed un ternero cebado, y matadlo, y comamos... — En este becerro cebado y en este banquete, han visto muchísimos intérpretes simbolizado el cuerpo de Cristo, muerto por nuestros pecados, y el banquete eucarístico. Tal vez no fuese esta la intención de Jesús al proponer la parábola; pero la aplicación, en el hecho de la vida del pecador, se presta a dulcísimos comentarios. Porque Jesús es un padre tal, que no sólo no rechaza al hijo arrepentido; ni le cubre sólo con su mejor vestido, que es la gracia; ni se satisface en reintegrarle a su condición primera, de amor, de comunicación de bienes, de prestigio: sino que le ofrece el opíparo festín de su propio Cuerpo y Sangre, uniéndose con él en unión entrañable, refocilando su espíritu, alegrándole, robusteciéndole, dándole una prenda del festín eterno de la gloria. Cuerpo santísimo de Cristo, que recibimos en el nuestro, para que nuestra alma «quede harta de Dios», en frase enérgica de Tertuliano.

G) v. 29. — He aquí que tantos años ha que te sirvo... — Lejos de alegrarse con el padre por el retorno del hermano, el hijo mayor apela a sus propios méritos para argüir la generosidad del autor de sus días. Es mezquindad espiritual mirar con envidia o con encono el bien que a veces hace Dios a sus nuevos servidores, que antes le habían abandonado siguiendo la mala vida de la incredulidad, de la irreligión, del vicio. Para estos pobres extraviados tiene Dios especiales regalos, para que no caigan en la desesperación o cobardía y para que se arraiguen en el bien. Este proceder de Dios debe admirar y consolar a los buenos: admirarles, porque es una revelación de las entrañas de misericordia que tiene Dios para su pobre criatura; consolarles, porque nadie está firme en su virtud, y pueden esperar haga lo mismo con ellos, si tienen la desgracia de caer; a más de que es acto de caridad alegrarse siempre del bien ajeno, porque se trata del bien de un hermano.

H)v. 31.— Hijo, tú siempre estás conmigo... — Está el justo en Dios por la ley, porque tiene su voluntad como cosida con la voluntad de Dios, como le pedía el Profeta clavara sus carnes con su temor (Sal. 118, 120); y está con Dios, porque Dios ha prometido hacer su morada en el alma del justo: «Vendremos a él y haremos su morada en él» (Jn. 14, 23); por esto todos los bienes del Padre son del hijo, porque el hijo no quiere más que lo que le da el Padre, porque la generosidad del Padre es siempre mayor que el deseo del hijo; porque después que le haya colmado de dones en esta vida, se le dará a Sí mismo, el Bien Sumo y esencial, en posesión eterna y bienaventurada.

(Cardenal Gomá, El Evangelio Explicado, Ed. Acervo, Tomo II, Barcelona 1967; p.235-245)

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Manuel de Tuya



Censura de los fariseos.

En estos dos versículos, y con una hipérbole manifiesta «todos los publicanos...», ya que la «totalidad» es término usual de Lc—, plantea el tema de este capítulo: la misericordia. Estos publicanos y pecadores—gentes que no se preocupaban de la pureza «legal» farisaica—acudían a Cristo para oírle. Esto levantó, una vez más, la censura de los fariseos y escribas para murmurar de El, porque comía y acogía a los pecadores. Pero la respuesta de Cristo la articula Lc en tres parábolas. Las tres, con desarrollo distinto, tienen la misma finalidad: la misión y el gozo de Cristo por salvar a los pecadores.

Parábola de la oveja perdida.

Mt trae esta parábola. Aunque el contexto en que la inserta es distinto, la finalidad es la misma. Evocada por el «escándalo a los pequeñuelos» —gentes sencillas—, Mt pone esta parábola. Las pequeñas diferencias redaccionales en Mt, más que efecto de una adaptación de la parábola primitiva, no pasan de simples efectos de redacción o de diversa fuente. Mt sólo saca la consecuencia de la finalidad a que la trae: así como el pastor busca la oveja perdida y Dios al pecador, es la prueba clara de que es Voluntad de Dios que no se pierda uno de esos «pequeñuelos»

En Lc el tema directamente es la misericordia de Dios sobre el pecador. Esta es tal, que Dios no sólo le ofrece estático el perdón, sino que tiene sobre él una misericordia dinámica: lo «busca, de mil maneras, «hasta» (héos) que halle a esta oveja perdida.

El dejar las noventa y nueve en el «desierto» posiblemente alude a la situación topográfica de la parábola en el desierto de Judá (Lagrange) El traerla sobre sus hombros es un detalle más del gozo de Dios por el pecador convertido. El rasgo de convocar a «amigos y vecinos», para que se «alegren» con él por el hallazgo, es un rasgo parabólicamente irreal, pero que en su mismo uso indica una finalidad superior. Y ésta es la solicitud y gozo de Dios en la busca y conversión del pecador. Como en los grandes éxitos familiares se convida, para celebrarlos, a la vecindad.

Y aun este gozo por la conversión del pecador cobra un nuevo rasgo y una nueva perspectiva su eco en el cielo. La frase que en el dejo «será mayor la alegría» por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesita conversión, es una paradoja oriental. «Sin duda, Dios no ama menos a los justos que al pecador arrepentido; pero a este pecador Dios lo ha buscado, perseguido con su gracia, como el pastor ha hecho con su oveja, y el resultado, la conversión, da a Dios una ocasión de alegría que no le ofrecen los justos». Hasta se diría que, usándose aquí de un antropomorfismo «la fidelidad de los justos produce una alegría discreta, completamente íntima; pero la conversión de los pecadores causa transportes de alegría».

Parábola de la dracma perdida.

Con la misma finalidad de la solicitud y gozo de Dios por la conversión de un pecador se expone por Cristo esta parábola. Sólo Lc la trae. La descripción es minuciosa, viva. La dracma, si se trata de la dracma ática, tenía un valor equivalente, al denario. La mujer barre para encontrarla, porque, en las casas pobres, el suelo era de tierra pisada. Tal es el gozo de esta pobre mujer por aquella dracma que para ella le era cosa tan preciada—como para Dios el pecador convertido—, que convoca a la vecindad para que la feliciten y se alegren con ella.

Así habrá alegría «entre los ángeles de Dios» por un pecador que se convierta. Los ángeles de Dios» es una forma sinónima de la «alegría que hay en el cielo» de la parábola anterior. El pecador convertido pertenece a la familia del cielo, y hay gozo cuando el pecador vuelve a esta familia.

Parábola del hijo pródigo.

La parábola del hijo pródigo es una de las más bellas del Evangelio y que expresa más tiernamente la misericordia de Dios sobre el pecador arrepentido.

Literariamente es una parábola, aunque con algunos elementos alegorizantes. Todos los elementos de su desarrollo están mostrando esta solicitud de Dios por el pecador para perdonarlo. Los detalles de esta solicitud cargada de ternura son acusadísimos.

Es evidente que este «padre de la parábola es Dios. Pero ¿a quiénes representan los hijos mayor y menor?

Es seguro que el «hijo menor» estaba alegóricamente por los «publicanos y pecadores», ya que éstos eran gentes que no se preocupaba gran cosa de no incurrir en la impureza «legal», o acaso, máxime en la proyección de Lc, que mira a la gentilidad, a los pecadores en general, sin estas especificaciones judías.

Pero el hijo mayor», ¿a quién representa? Algunos piensan que a los fariseos, como contrapuestos en la parábola a los publicanos y pecadores, con cuyos grupos se plantea el problema y la situación temática de estas tres parábolas. Pero, si esto se admite, ¿cómo justificar la conducta farisaica, tan terriblemente estigmatizada por Cristo, hasta decirle que «ni entráis vosotros en el reino de los cielos ni permitís entrar a los que querían»? (Mt 23,13). Es imposible que en esta parábola el «hijo mayor», que está siempre en la casa de su padre y en todo le obedece, se pueda identificar con los fariseos, desobedientes a Dios y hostiles al reino.

En cambio, resulta más lógico identificarlo con «los justos». Podrá extrañar que éstos protesten, personificados en el «hijo mayor», de la conducta misericordiosa de Dios con el pecador. No se olvide que es un rasgo pedagógico de la parábola para más resaltar estos planes de Dios. El «hijo mayor» está «por los justos que, al modo humano, muestran no comprender los misterios de la divina miseicordia.

Aunque en la proyección de Lc. para étnico-cristianos, los dos hijos acaso puedan estar, sin más matices de ambiente judío, por justos y pecadores.

Algunos elementos descriptivos de la narración u otros que se alegorizan, son:

V. 12. La parte que correspondía al hijo menor, siendo sólo dos, de la hacienda de su padre, era una tercera parte (Dt21, 15, 17).

V.15. El judío que apacentase puercos era maldito, por ser éste animal impuro.

V.20. «Cuando estaba lejos, sale su padre, y, compadecido, corrió a él» llenándole de cariño, es alegoría de la providencia misericordiosa de Dios.

V.22. El mandar ponerle el vestido (estola), el anillo las sandalias expresa, probablemente y globalmente, su restitución al estado del hijo en la casa.

V.26. El «haber muerto» y «volver a la vida» es por haberle perdido de su casa como hijo y recuperarlo ahora.



(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 868-871)

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Juan Pablo II



AUDIENCIA

Miércoles 8 de septiembre de 1999



1. Continuando la profundización en el sentido de la conversión, hoy trataremos de comprender también el significado del perdón de los pecados que nos ofrece Cristo a través de la mediación sacramental de la Iglesia.

Y en primer lugar queremos tomar conciencia del mensaje bíblico sobre el perdón de Dios: mensaje ampliamente desarrollado en el Antiguo Testamento y que encuentra su plenitud en el Nuevo. La Iglesia ha insertado este contenido de su fe en el Credo mismo, donde precisamente profesa el perdón de los pecados: «Credo in remissionem peccatorum».

2. El Antiguo Testamento nos habla, de diversas maneras, del perdón de los pecados. A este respecto, encontramos una terminología muy variada: el pecado es «perdonado», «borrado» (Ex 32, 32), «expiado» (Is 6, 7), «echado a la espalda» (Is 38, 17). Por ejemplo, el Salmo 103 dice: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades» (v. 3); «no nos trata como merecen nuestros pecados; ni nos paga según nuestras culpas» (v. 10); «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (v. 13).

Esta disponibilidad de Dios al perdón no atenúa la responsabilidad del hombre ni la necesidad de su esfuerzo por convertirse. Pero, como subraya el profeta Ezequiel, si el malvado se aparta de su conducta perversa, su pecado ya no será recordado, y vivirá (cf. Ez 18, espec. vv. 19-22).

3. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1443).

Culmen de esta revelación puede considerarse la sublime parábola normalmente llamada «del hijo pródigo», pero que debería denominarse «del padre misericordioso» (cf. Lc 15, 11-32). Aquí la actitud de Dios se presenta con rasgos realmente conmovedores frente a los criterios y las expectativas del hombre. Para comprender en toda su originalidad el comportamiento del padre en la parábola es preciso tener presente que, en el marco social del tiempo de Jesús, era normal que los hijos trabajaran en la casa paterna, como los dos hijos del dueño de la viña, de la que nos habla en otra parábola (cf. Mt 21, 28-31). Este régimen debía durar hasta la muerte del padre, y sólo entonces los hijos se repartían los bienes que les correspondían como herencia. En cambio, en nuestro caso, el padre accede a la petición del hijo menor, que quiere su parte de patrimonio, y reparte sus haberes entre él y su hijo mayor (cf. Lc 15, 12).

4. La decisión del hijo menor de emanciparse, dilapidando los bienes recibidos del padre y viviendo disolutamente (cf. Lc 15, 13), es una descarada renuncia a la comunión familiar. El hecho de alejarse de la casa paterna indica claramente el sentido del pecado, con su carácter de ingrata rebelión y sus consecuencias, incluso humanamente, penosas. Frente a la opción de este hijo, la racionalidad humana, expresada de alguna manera en la protesta del hermano mayor, hubiera aconsejado la severidad de un castigo adecuado, antes que una plena reintegración en la familia.

El padre, por el contrario, al verlo llegar de lejos, le sale al encuentro, conmovido, (o, mejor, «conmoviéndose en sus entrañas», como dice literalmente el texto griego: Lc 15, 20), lo abraza con amor y quiere que todos lo festejen.

La misericordia paterna resalta aún más cuando este padre, con un tierno reproche al hermano mayor, que reivindica sus propios derechos (cf. Lc 15, 29 ss), lo invita al banquete común de alegría. La pura legalidad queda superada por el generoso y gratuito amor paterno, que va más allá de la justicia humana, e invita a ambos hermanos a sentarse una vez más a la mesa del padre.

El perdón no consiste sólo en recibir nuevamente en el hogar paterno al hijo que se había alejado, sino también en acogerlo en la alegría de una comunión restablecida, llevándolo de la muerte a la vida. Por eso, «convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (Lc 15, 32).

El Padre misericordioso que abraza al hijo perdido es el icono definitivo del Dios revelado por Cristo. Dios es, ante todo y sobre todo, Padre. Es el Dios Padre que extiende sus brazos misericordiosos para bendecir, esperando siempre, sin forzar nunca a ninguno de sus hijos. Sus manos sostienen, estrechan, dan fuerza y al mismo tiempo confortan, consuelan y acarician. Son manos de padre y madre a la vez.

El padre misericordioso de la parábola contiene en sí, trascendiéndolos, todos los rasgos de la paternidad y la maternidad. Al arrojarse al cuello de su hijo, muestra la actitud de una madre que acaricia al hijo y lo rodea con su calor. A la luz de esta revelación del rostro y del corazón de Dios Padre se comprenden las palabras de Jesús, desconcertantes para la lógica humana: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Así mismo: «Se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» (Lc 15, 10).

5. El misterio de la «vuelta a casa» expresa admirablemente el encuentro entre el Padre y la humanidad, entre la misericordia y la miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo al hijo perdido, sino que se extiende a todos.

La invitación al banquete, que el padre dirige al hijo mayor, implica la exhortación del Padre celestial a todos los miembros de la familia humana para que también ellos sean misericordiosos.

La experiencia de la paternidad de Dios conlleva la aceptación de la «fraternidad», precisamente porque Dios es Padre de todos, incluso del hermano que yerra.

Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla del Padre; también deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente a los fariseos y escribas, que lo acusan de recibir a los pecadores y comer con ellos (cf. Lc 15, 2), demuestra que prefiere a los pecadores y publicanos que se acercan a él con confianza (cf. Lc 15, 1) y así revela que fue enviado a manifestar la misericordia del Padre. Es la misericordia que resplandece sobre todo en el Gólgota, en el sacrificio que Cristo ofrece para el perdón de los pecados (cf. Mt 26, 28).

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Mons. Lucien Cerfaux



La misericordia de Dios

San Lucas dedica un capítulo de su evangelio a una trilogía de parábolas sobre la misericordia de Dios. Y lo introduce así: Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Y los Fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ¡Este hombre acoge bien a los pecadores y come con ellos!» (Lc15, 1-2).

Acoger a los publicanos y a los pecadores, aprovechar todas las ocasiones para ir a su encuentro, no es el comportamiento de un hombre piadoso, ni menos aún el de alguien que pretende haber recibido de Dios una misión religiosa. Pero precisamente la misión de Jesús explica su conducta. Jesús revela un principio religioso nuevo: Dios es bueno, misericordioso; los hombres, todos los hombres, son hijos suyos. Jesús es bueno porque ocupa el lugar de Dios; a título de tal, descubre en los pecadores unas almas (perdidas), las que Dios mismo ha perdido, y esa pérdida Dios la siente: un padre no deja nunca de ser padre, cualquiera que sea la ingratitud de sus hijos.

El buen pastor

En el momento en que san Lucas sitúa las tres parábolas de la misericordia, Jesús no ha condenado todavía a los justos a la manera antigua, o mejor, porque nunca los condenará, sigue creyendo que todavía pueden entender la buena nueva. El guardián de las ovejas no abandona el grueso del rebaño cuando va a buscar a la oveja extraviada. El rebaño es su rebaño, como Israel es siempre el pueblo de Dios. Pero ha llegado el momento de hacer sitio a las ovejas sarnosas, a los apestados. Precisamente estos apestados son los privilegiados de Dios, porque son los que tienen necesidad de misericordia. Y sobre la misericordia va a fundarse una nueva (justicia), digamos la justicia a secas, la que desconocen todos los celadores de la Ley, Fariseos, monjes de Qumrán, sacerdotes y levitas del templo.

Las primeras palabras de esta parábola son un llamamiento al corazón de aquellos que se niegan a comprender a Jesús, un llamamiento también al instinto religioso que está latente bajo los prejuicios fariseos:

(¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el desierto para ir detrás de la que se ha perdido?»

Es muy cómodo responder que sería una imprudencia abandonar el grueso del rebaño en el desierto. No se trata de eso, pues Jesús está pensando ya en la aplicación de la parábola: las costumbres del pastor son las del cielo.

«Y cuando la ha encontrado, la pone, lleno de alegría, sobre sus hombros.»

Indudablemente, éste es el gesto clásico de los pastores, pero aquí está estilizado para dejar entrever el amor misericordioso. ¿Cómo no iba a pensar Jesús en el pastor de Isaías: «Apacienta a su rebaño como un pastor, recoge a los corderos con su brazo, los lleva en su seno, y cuida de las ovejas paridas»? (Is 40, 11).

Todo ello para preparar la conclusión de la parábola, dándole todo su valor: «Así os digo, que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos, que no tienen necesidad de penitencia.»

La alegría en el cielo es la alegría de Dios. O mejor dicho, es la alegría en el misterio de Dios, porque es preferible entablar de su alegría. Es la reserva de un alma profundamente religiosa. En la parábola siguiente dirá: (La alegría entre los ángeles de Dios.)

Los gnósticos valentinianos, por medio de un cálculo aritmético, demostraban que la oveja perdida era la centésima, aquella por la que empieza la centena; por esta razón, esa oveja era de mayor precio que las otras noventa y nueve, y representaba al gnóstico. La tradición musulmana atribuye a Mahoma este pensamiento: Dios ha creado cien partes de misericordia, de las que se ha reservado noventa y nueve, y la otra se la ha dejado al mundo.

Dentro de la conciencia moderna de una alienación del hombre, el problema está solamente en volver a encontrar la fe en Cristo. Esta es la única solución, pero depende de la gracia. Los escarceos de la filosofía existencial nos llevan a la exégesis de san Hilario de Poitiers: «Por la única oveja, hay que entender al hombre; y en ese hombre único hay que ver la totalidad de los hombres. El género humano anda errante desde que en Adán se ha equivocado de camino... Cristo es el que busca al hombre; y en él volverá a encontrar el hombre perdido la alegría del cielo.»

La mujer y la dracma perdida

Imaginémonos la casa de un campesino, con una habitación sola, sin ventana. Esas diez dracmas de la mujer ¿serían quizá, como lo propone Jeremías, sus joyas?

El celo de la mujer es exagerado, imprevisto; es que (representa» otra cosa. Se trata en realidad de la preocupación que Dios tiene por un solo pecador. Un solo pecador que se arrepiente: diríase que toda la Providencia está en vilo en ese punto del espacio y del tiempo, en que un pecador está debatiéndose para escapar a esa capacidad de arrepentimiento que Dios ha puesto en su corazón.

El padre misericordioso

La tercera parábola tiene un aire de anécdota, de redacción mucho más libre, donde quizá san Lucas pondrá algo propio, aunque sin faltar a la ley de fidelidad a la tradición. Porque para quien relata una anécdota, la fidelidad consiste en seguir su línea con flexibilidad. Bajo el velo de esta parábola-alegoría, nos revela Jesús la profundidad de la misericordia divina.

El hijo mayor, el que jamás ha quebrantado una sola de las órdenes del Padre, y tiene la idea de que no ha recibido todo el reconocimiento que él espera (justicia) de sus prestaciones, representa muy claramente a los (justos) a la antigua usanza. Si alguno vacila en hacer esta identificación, que piense en Mt 21, 28-32, que es como el primer boceto, el proyecto de la parábola del hijo pródigo: «Un padre tenía dos hijos...» Jesús compara la conducta de los dos hijos: el que se niega a trabajar, y después siente remordimiento, y el otro, que hace profesión de obediencia, pero no realiza el trabajo esperado. Después de lo cual, concluye Jesús:

«En verdad os digo, que los publicanos y las rameras irán delante de vosotros en el Reino de Dios.» Y el evangelista observa: «Los príncipes de los sacerdotes y los Fariseos, al oír sus parábolas, entendieron que se refería a ellos».

(Mt 21, 45).

El sentido primero y fundamental de estas tres parábolas es la revelación de la misericordia de Dios. Su estilo difiere sensiblemente: esto indica que fueron pronunciadas en circunstancias diversas.

La parábola de la dracma es, literariamente, de la misma vena popular y galilea que la de la mujer que prepara su pan, o esconde la lámpara bajo un celemín. Una mujer de su casa ha perdido una dracma. La casa no tiene ventanas. Sobre el piso, de tierra pisada y cubierto de polvo, se han colocado unos muebles rudimentarios. La mujer enciende una candela, barre la casa, busca preocupadamente la dracma. La conclusión es su alegría infantil, desbordada, fuera de lugar en una aventura tan pequeña: reúne a sus amigas y vecinas, y se improvisa una fiesta. El evangelista tiene razón para sacar la lección: esta alegría de la mujer representa la alegría de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.

El pastor de la parábola es el mismo de Ezequiel o del Deuteronomio. De manera particularísima es el de Isaías. Pone sobre sus hombros la oveja cansada. Y lo mismo que la mujer de la dracma, reúne a sus amigos y vecinos, para festejarlo.

El Padre misericordioso se estremece de compasión, y da rienda suelta a su alegría: «Pronto, traed el traje más precioso y vestidlo. Traed el novillo cebado, matadlo; comamos y hagamos fiesta. Porque mi hijo estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha sido hallado.»

Tenemos aquí la misma «conclusión» que en las dos anteriores parábolas, pero con un drama que ha puesto en carne viva a unos hombres.

(Mons. Lucien Cerfaux, Mensaje de las parábolas, Ediciones FAX, Madrid, España, 1969, pág. 112-119)

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Giovanni Papini



El hijo pródigo

Un hombre tenía dos hijos. Se le había muerto la esposa, pero le habían quedado estos dos hijos. Dos solos. Pero dos son siempre mejor que uno. Si el pri­mero está fuera, queda en casa el segundo; si el más pequeño se enferma, el mayor trabaja por dos, y si uno llegara a morir —también los hijos mueren, también los jóvenes mueren y, a veces, antes que los viejos— queda al menos uno que pensará por el pobre padre.

Este hombre amaba a sus hijos, no solamente porque eran sangre de su sangre, sino porque era de tempera­mento amoroso. Quería a ambos, al más grande y al más pequeño; acaso un tantico más al menor que al mayor, tan poco empero, que ni él mismo lo advertía. Es que por el último hijo todos los papás y todas las mamás sienten una debilidad, una preferencia; porque es el más chi­quito, el más bonito de todos y el menos contemplado por la ley. Además es el último que se ha tenido y des­pués del suyo no ha habido en casa otro nacimiento; (de suerte que su niñez, todavía tan reciente, se alarga, se prolonga, se extiende casi hasta los umbrales de la ju­ventud, como un halcón obstinadamente hambriento de caricias. ¿No parece, acaso, que era ayer que mamaba todavía, que daba los primeros pasitos con su pollerita corta, que se lanzaba al cuello del padre y que cabalga­ba sobre su rodilla?

Pero este hombre no era parcial. Tenía a sus hijos como los dos ojos y las dos manos: igualmente caros, uno a su diestra y el otro a la siniestra. Y cuidaba de que el uno y el otro estuvieran contentos y nada faltase a nin­guno de los dos.

Empero sucede que también entre los hijos de un mismo padre hay quien tiene una idea, quien otra. Casi nunca se da el caso de que dos hermanos sean de los mismos gustos. O por lo menos de parecidos.

El mayor era un joven serio, reposado; ya hombre hecho, maduro, un marido, un jefe de familia. Respe­taba al padre pero más como a patrón que como a padre, sin una palabra, sin una señal de afecto; trabajaba pun­tualmente, pero era hosco y descontentadizo con los suyos; practicaba las devociones impuestas, con tal que los pobres no se le acercaran; según él, aunque la casa estuviera llena de toda gracia de Dios, para ellos nunca había nada. Fingía querer a su hermano, pero en su interior rumiaba el veneno del hastío. Cuando se dice “amarse como hermanos”, se dice lo contrario de lo que se entiende decir. Raramente los hermanos se quieren de veras. La historia hebrea, para no hablar de otras, empieza con Caín, prosigue con Jacob que embrolla a Esaú, con José, vendido por sus hermanos, con Absalón que mata a Amón, con Salomón, que hace degollar a Adonias. Es todo un gotear de sangre sobre un largo sendero de celos, de contrastes, de traiciones. Dígase en lugar de amor fraternal, amor paternal y serán menores las equivocaciones.

El segundo hijo parecía de otra raza. Era más joven y no se avergonzaba de su juventud. Nadaba en ella como en las aguas de un lago. Tenía todos los antojos, los ardores, las gracias (y las desgracias) de su edad. Con el padre iba según las lunas: un día lo hubiera atra­vesado de parte a parte, otro lo hubiera llevado al cie­lo; era capaz de hacer el mohíno durante semanas en­teras y después, de repente, le echaba los brazos al cuello, rebosante de alegría. Más que el trabajar le gustaban las diversiones con los amigos y no se negaba si le invi­taban a beber; miraba a las mujeres y deseaba vestir bien y aparecer mejor que los otros. Pero era de co­razón; pagaba por el que no podía, hacía caridad a escondidas del hermano mayor y no despachaba a na­die sin un consuelo. Se le veía raras veces en la sina­goga; por esto y por otras actitudes raras los burgueses del barrio, las personas honestas y de importancia, las personas de reconocida probidad y timoratas, religiosas e interesadas, no lo veían de buen ojo y pedían a los propios hijos que no se juntaran con él. Tanto más que ese joven quería figurar más de lo que le permitían los recursos del padre —buen hombre, decían, pero débil y ciego— y se despachaba con ciertas conversa­ciones que no estaban bien en un hijo de familia, educa­do como es debido. La vida pequeña de aquel villorrio lo nauseaba; decía que era mejor buscar aventuras en los países ricos, poblados, lejanos, al otro lado de los montes y del mar, donde hay grandes ciudades con pór­ticos de mármol, y los vinos de las islas, y las tiendas llenas de seda y platería y las mujeres vestidas de gala, como maceradas en aromas, que daban toda su carne tendida por una pieza de plata.

Allá en la campaña, en cambio, había que llevar una vida ordenada y no había manera de dar rienda suelta a los humores tornadizos. El padre, si bien era rico, si bien era bueno, contaba los dracmas como si fueran talentos; el hermano abría tamaños ojos si él cambiaba de traje o regresaba a casa un poco chirlo mirlo; en la familia no se conocía más que el campo, el surco, el pasturaje, las bestias: una vida que no era vida sino una consunción.

Y un día —había pensado en ello más de una vez, pero nunca había tenido el valor de decirlo— endure­ció su corazón y su cara y dijo al padre: —“Dame mi parte, lo que me corresponde (Lc. 15, 12) y no te pediré nada más”.

El viejo, al oír eso sintió como si le estrujaran el co­razón, mas no contestó y se encaminó a la alcoba para que no se le viera llorar. Y ninguno de los dos habló más del asunto por un tiempo.

Pero aquel hijo sufría, estaba siempre amohinado y había perdido el ardor, el brío y hasta los colores del rostro. El padre, al verle sufrir, se acongojaba y más aún al pensar que lo iba a perder. Pero al fin pudo más en él el amor paternal que el amor propio. Se estimaron las cosas, se contaron los dineros y el padre dio a sus dos hijos la legítima, guardando lo restante para sí. El joven no perdió tiempo. Vendió lo que no podía llevar consigo y, reunida una vistosa suma, sin decir nada a nadie, una noche, montó un hermoso ju­mento y partió. Al hermano mayor aquella partida no le causó pena alguna. “Así ese holgazán no tendrá más el valor de volver, y ahora soy hijo único. Mando yo solo; y el resto de la herencia nadie me lo quita.”

Pero el padre lloró en secreto todas sus lágrimas, todas las lágrimas de sus pestañas rugosas y cada arru­ga de su viejo rostro fue lavada por sus lágrimas; todo el viejo rostro fue mojado, empapado por el llanto. Des­de ese día ya no fue más él y se necesitó todo el amor al hijo que le quedaba para vencer la tristeza de aque­lla separación.

Pero una voz interior le decía que, tal vez no lo ha­bía perdido para siempre a su segundogénito y que ha­bría tenido, el consuelo de volverlo a besar antes de mo­rir. Esa voz le ayudaba a soportar más resignadamente lo acerbo de aquella ausencia.

Entre tanto el joven libertino se aproximaba a gran­des jornadas al país opulento y alegre donde había re­suelto establecerse. A cada vuelta del camino tanteaba las alforjas llenas de monedas que colgaban a ambos lados de la silla. Llegó pronto al país de sus anhelos y empezó la fiesta. Parecíale que aquellos miles que ha­bía llevado consigo no habían de tener fin. Se alojó en una hermosa casa, compró cinco o seis esclavos, se vis­tió como un príncipe, pronto tuvo amigos y amigas que se quedaban a almorzar y a comer con él y bebían su vino hasta que el vientre decía ¡basta! No mezquinó con las mujeres y eligió las más hermosas que caían a la ciudad: que supieran bailar y tocar y vestirse con magnificencia y desnudarse con gracia. Nunca le pare­cían demasiado ricos los regalos para gozar de aquellas carnes que se abandonaban con tan voluptuosa molicie y le hacían saborear las más disparatadas torturas del placer. El pequeño señor de provincia, venido de la campaña que carecía de sitios de esparcimiento, tenido a rienda corta en la época de la sensualidad prepotente, hambriento de figuración, desahogaba ahora la lujuria sofrenada y el amor al fausto en esa vida de holgorio, peligrosa como un puente sin barreras.

Una vida que no podía durar. “Quita y no repongas y no hay monte que no baje”, dicen los agricultores cuando van al granero para llevar las cargas al molino. Los sacos del Pródigo tenían un fondo, como todas has bolsas; y llegó el día en que no hubo más en ellos oro ni plata. Ni un cobre; sólo trozos de tela y de cuero que se deshacían, fofos, sobre los ladrillos del pavimen­to. Desaparecieron los amigos y desaparecieron las mu­jeres; esclavos, lechos y mesas fueron vendidos y con su producido hubo que comer, así a la buena, pero poco. Para colmo de desgracias, se dejó sentir en aquel país la carestía y el Pródigo se halló hambriento en medio de un pueblo de hambrientos. Ya nadie le mira­ba. Las mujeres habían partido para otras ciudades donde se vivía mejor; los amigos de las noches y de las borracheras a duras penas vivían ellos mismos.

El infeliz, gusano desnudo, dejó la ciudad, y se aso­ció a un señor que iba al campo donde poseía una buena granja. Y tanto le suplicó que al fin le aceptó como porquero, porque era joven y sano, y los porque­ros no abundan, pues el que lo era, apenas podía de­jaba ese oficio. Para un hebreo no podía haber castigo peor. Hasta en Egipto, donde las bestias eran adoradas, solamente a los porqueros les estaba vedado el penetrar en el templo y ningún padre les daba sus hijas por esposas y nadie se hubiera casado, ni por todo el oro del mundo, con la hija de un porquero.

Pero el Pródigo no tenía donde elegir y tuvo que su­jetarse a conducir una piara de cerdos al pasturaje. No le daban salario; y la comida era escasa, porque ha­bía poca para todos. Mas para los cerdos no hay ca­restía, puesto que ellos comen de todo y en la región aquella tenían bellotas a discreción y se hartaban. El pobrecito hambriento miraba con envidia a los animalazos negros y rojos que hociqueaban en tierra y agramaban las vai­nas y las raíces; ansiaba llenarse el vientre con todo aquello, y lloraba recordando la discreta abundancia de su casa y los festines de la gran ciudad. A veces, venci­do por el hambre, arrebataba de debajo del hocico gañidero de los marranos una vaina obscura de algarrobo, amortiguando la amargura del arrepentimiento con esa dulzura acre y leñosa. ¡Y guay de él como lo viera el patrón!

Su vestido era una rotosa túnica de esclavo, que hedía a establo; su calzado, un par de sandalias sin calcañar y sujetadas de la mejor manera posible con juncos; cu­bría su cabeza un harapo descolorido. Su hermoso ros­tro de joven, bien tostado ahora por el sol de los colla­dos, era enjuto y alargado, tomando un color entre el plomo y el lodo.

¿Quién usará, ahora, sus limpias capas, hiladas y te­jidas en casa, que dejó en el arca para el hermano? ¿Dónde estarán las hermosas túnicas de seda teñida de púrpura que tuvo que vender por pocos centavos a los ropavejeros? Los sirvientes de su padre vestían mejor que él. ¡Y comían más que él!

Y vuelto en sí, dijo:

¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan que les sobra, y yo me muero de hambre!

Hasta aquel entonces, siempre que asomaba la idea del regreso, la rechazaba resueltamente. ¡Regresar en aquel estado, después de haber despreciado el hogar, después de haber hecho llorar al padre, después de ha­ber cedido el campo al hermano! ¡Regresar sin un vesti­do, sin calzado, sin un dracma, sin el anillo —símbolo de libertad— desfigurado y afeado por aquella esclavi­tud famélica, hediondo y contaminado por aquel ofi­cio abominable y tener que dar razón a los prudentes vecinos y al sensato hermano, humillarse a los pies del viejo al que abandonó sin despedirse siquiera! ¡Regresar como un andrajo de oprobio allá de donde había parti­do como un rey! Regresar a la escudilla en la cual ha­bía escupido... A una casa donde ya no había más nada suyo...

No. Siempre había algo suyo. El padre. Si él pertene­cía al padre, el padre, a su vez, le pertenecía a él. Era su engendro, hechura de su carne, brotada de su semilla en un momento de amor. El padre, por más ofen­dido que estuviera, ¡no podría rechazar su propia san­gre! Si no lo admite como hijo, por lo menos lo tendrá como sirviente. En lugar de un extraño, de un hom­bre nacido de otro hombre. “Voy a levantarme, voy a ir a mi padre y le diré: —Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, recíbeme como uno de tus jornaleros”. No regreso como hijo sino como siervo; como trabajador; no te pido amor, al que no tengo ya derecho, sino un trozo de pan en tu cocina.

Y el joven, entregada la piara a su dueño, se encaminó hacia su pueblo. Pedía un mendrugo de pan a los cam­pesinos, que se lo daban, y ese pan de misericordia y de limosna lo mojaba con la salmuera de sus lágrimas, a la sombra de los sicómoros. Los pies, despellejados y excoriados, apenas lo llevaban; ya estaba completamen­te descalzo, pero su fe en el perdón lo conducía paso a paso, hacia su casa.

Finalmente, un día, cuando el sol estaba en el cenit, llegó a la vista de la granja de su padre. Mas no se atre­vía a llamar, ni menos a entrar. Vagaba alrededor de ella, espiando para ver si salía alguno. Cuando he ahí a su padre que se asoma a la puerta y de lejos lo reconoce — el hijo no es el mismo, está muy cambiado, pero los ojos de un padre, aunque gastados de tanto llorar, no pueden menos que reconocerlo— y corre a su encuentro y se le echa al cuello, lo besa y vuelve a besar y no se cansa de poner sus viejos y pálidos labios sobre ese ros­tro consumido, sobre esos ojos que han cambiado de expresión, pero siempre hermosos, sobre esos cabellos polvorientos, pero siempre ondulados y suaves, sobre esa carne que es carne suya.

El hijo, confundido y enternecido, no sabe responder a los besos. Y apenas libre de los brazos paternos, se arro­ja al suelo y repite, temblando, el discurso preparado:

“¡Padre! He pecado contra el cielo y contra de ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo...”

Pero si el joven se humilla hasta rechazar el nombre de hijo, el viejo, en ese momento se siente más padre todavía: le parece que vuelve a ser padre por una se­gunda vez. Y sin replicarle siquiera, con los ojos nublados y humedecidos, pero con la voz penetrante de sus buenos tiempos, llama a sus siervos: —“iPronto! ¡Traed la mejor ropa y vestidle, ponedle un anillo en su mano y calzados en sus pies!”.

El hijo del patrón no debe entrar en su casa tan mal trajeado como un mendigo. El vestido más hermoso, los borceguíes nuevos, el anillo al dedo. Y los siervos deben servirlo, porque él también es un patrón.

—“iY traed el becerro cebado y matadlo! y comamos y tengamos festín; porque este hijo mío, estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido hallado”.

El becerro cebado se guardaba para la fiesta; pero, ¿qué fiesta más bella que ésta para mí? Había llorado a mi hijo como muerto y helo aquí vivo y conmigo; lo había perdido en el mundo, y el mundo me lo ha restitui­do. Estaba lejos y ahora está con nosotros; era un mendicante de puerta en puerta, en las casas extranjeras y ahora es patrón en su casa; estaba hambriento y ahora banqueteará en su propia mesa.

Los siervos obedecieron y el ternero fue degollado, cue­reado, descuartizado y puesto al fuego. En la bodega se buscó el vino más viejo. Y fue aparejada la sala más her­mosa para la cena del regreso. Y algunos siervos fueron por los amigos del padre y otros por los músicos, a fin de que acudieran prestamente con sus instrumentos.

Y cuando todo estuvo alistado y el hijo hubo termina­do su baño y el padre le hubo besado repetidas veces — como para comprobar con la boca que realmente el hijo estaba ahí con él y que no era la visión de un sue­ño — comenzaron el festín. Se escanciaron los vinos y los músicos acompañaron los cánticos de alegría.

El hermano mayor estaba en el campo, trabajando. Al regresar, a la hora de oración, y cuando se aproximaba a la casa oyó música y algarabía y el castañetear de los dedos y el zapatear de los bailarines. Y no sabía a qué atenerse. ¿Qué habrá acontecido? ¿Se habrá enloqueci­do mi padre? ¿O un cortejo nupcial ha llegado inespe­radamente a nuestra casa?

Enemigo de los ruidos y de las caras nuevas, no quiso entrar para ver con sus propios ojos de qué se trataba; sino que, llamando a un muchacho que salía, le pre­guntó el porqué de tanta batahola.

—Tu hermano ha regresado. Y tu padre mató el bece­rro cebado, porque ha vuelto a hacerse con él sano y salvo.

Al oír estas palabras le dio un soponcio y palideció. No de placer, sino de rabia y de celos. El antiguo hastío rebulló en su interior, como que le parecía que toda la razón estaba de su parte. Y no quiso entrar; y quedó fuera amohinado.

Entonces salió el padre y lo llamó: — ¡Ven, que tu hermano ha regresado y ha preguntado por ti y estará contento de verte y haremos fiestas juntos!

Pero el juicioso no pudo reprimir las palabras y, por primera vez en su vida, osó condenar al padre en su propia cara.

“¡Aquí estoy sirviéndote hace tantos años, y jamás he faltado a tu mandato; y nunca me has dado un cabrito para festejar con mis amigos. En cambio cuando este hijo tuyo, que se ha comido tu hacienda con meretrices, ha venido, has matado el becerro cebado!”

Con estas pocas palabras descubre toda la villanía de su alma, escondida hasta entonces bajo el manto farisaico de la sensatez. Echa en cara al padre la propia obedien­cia y le reprocha su avaricia — ¡no me has dado ni un cabrito!— y le reconviene él, hijo desamorado, de ser un padre demasiado amoroso. “Este hijo tuyo”. No dice “hermano”. Que el padre lo reconozca como hijo si quie­re, pero como hermano él no lo quiere reconocer. “Ha consumido tu hacienda con meretrices”. La hacienda no suya con mujeres no suyas; mientras yo he estado conti­go, sudando en tus tierras, sin recompensa alguna.

Mas el padre, así como ha perdonado al otro hijo, perdona también a éste: —“Pero, ¡muchacho! Tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; ¡pero ahora era preciso celebrar un ban­quete y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y ha sido hallado!”.

El padre se siente seguro de que esas palabras bastan para taparle la boca. “Estaba muerto y ha revivido, esta­ba perdido y ha sido hallado”. ¿Hay necesidad de otras razones? ¿Y qué otras razones podrían ser más podero­sas que éstas? Haya hecho en hora buena lo que haya hecho. Ha consumido mi hacienda con mujeres; ha pro­digado hasta no poder más. Me abandonó sin una pala­bra de despedida, me dejó sumido en el llanto. Y bien, aunque hubiera hecho cosas peores, es siempre un hijo mío. Aunque hubiera robado en los caminos, aunque hu­biera asesinado inocentes, aunque me hubiera ofendido más no puedo olvidar que es un hijo mío, sangre mía. Había partido y ha regresado; había desaparecido y ha vuelto a aparecer; estaba perdido y se lo ha hallado, estaba muerto y ha revivido. No pido más. Y para feste­jar tamaño milagro paréceme poco un becerro cebado. Tú no me has dejado; he gozado siempre de tu presen­cia; todos mis cabritos son tuyos, basta que me los pi­das; has comido todos los días a mi mesa. Pero éste hacía tantos días que estaba lejos, tantas semanas, tantos me­ses. No lo veía más que en sueños; hacía tanto tiempo que no comía un bocado de pan conmigo. ¿No tengo por ventura el derecho de gozar al menos este día?.

Jesús se detuvo aquí. No siguió la narración. No había necesidad. El significado de la parábola no exigía agre­gado alguno. Pero, después de la de José el Hebreo, nin­guna historia más bella que ésta, y que se adueñe tan pro­fundamente del corazón de los hombres, ha sido narrada por labios humanos.

Los intérpretes pueden fantasear y divertirse cuanto quieran. El Pródigo es el hombre nuevo, purificado por la prueba del dolor; y Juicioso el Fariseo que observa la ley vieja, pero que no conoce el amor. O bien, el Jui­cioso es el pueblo judío que no comprende el amor del Padre, quien acogerá al pagano por más que se haya re­volcado en los sucios amores del gentilismo y haya vi­vido en compañía de los cerdos.

Jesús no era un planteador de enigmas. El mismo ha dicho, al final de la parábola, que hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por millares de justos que se glorían de su justicia espuria; que por to­dos los puros que se enorgullecen de su pureza exterior; que por todos los celantes que disimulan la dureza de su corazón bajo el aparente respeto a la ley.

Los verdaderos justos serán acogidos en el Reino; pe­ro de ellos se estaba seguro. No nos han hecho trepidar y sufrir y, por lo mismo, no hay razón de alegría espe­cial. Mas por aquel que estuvo en un hilo de perderse, que ha sufrido más para rehacerse un alma nueva, para vencer la bestialidad que existía en él, que más ha me­recido su lugar porque ha tenido que renegar todo su pasado para conseguirlo, por éste resonarán los cánticos de regocijo.

“¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el campo y va por la que se perdió hasta que la encuentra? Y en cuan­to la encuentra se la pone sobre sus hombros, lleno de gozo y, apenas llegado a casa, convoca a todos los amigos y vecinos, diciéndoles: ¡Dadme la enhorabuena, porque he hallado mi oveja que se había perdido!”

“¿O qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende un candil y barre la casa y busca con afán hasta que la halla? Y en cuanto la halla, llama a las amigas y vecinas, diciendo: Dadme el parabién, porque he hallado la dracma que había perdido”.

¿Y qué es una oveja comparada con un hijo resucita­do, con un hombre salvado? ¿Y qué vale una dracma frente a un hombre perdido que vuelve a encontrar la santidad?

(Giovanni Papini, “Vida de Cristo”, Ed. Mundo Moderno, pp. 288-298)

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P. Leonardo Castellani

Parábolas de la Oveja y de la Dracma perdidas, y del Hijo Pródigo

El evangelio de hoy da las dos primeras de las tres parábolas de la Misericordia que llenan el Capítulo XV de San Lucas. San Lucas es llamado por San Jerónimo “scriba mansuetudinis Christi”, el escribano de la dulzura de Cristo. La tercera parábola es la del Hijo Pródigo, el trozo literario más estupendo del mundo, mirado solamente desde el ángulo artístico: nadie ha hecho una narración más concisa, enérgica, viva y plena que ésa. Mirando desde el ángulo religioso, es más estupendo todavía. Las otras dos son la parábola de la Oveja y de la Dracma perdidas.

En estas parábolas Cristo atribuye a Dios para con el hombre los sentimientos de un Padre: de un padrazo: y ésta es según Adolfo Harnack la médula y la esencia de la revelación cristiana. En el Viejo Testamento Dios no aparece como un padre de cada uno de los hombres; aparece a lo más como un amante, el Esposo del Pueblo de Israel, celoso, exigente e irritable- o irritado por lo menos- continuamente, contra la Adúltera. Cristo no solamente llamó a Dios “el Padre, mi Padre, vuestro Padre”, sino que lo describió como un corazón enormemente paterno. Eso sí, no nos hagamos ilusiones, solamente hacia el hijo que vuelve, hacia el pecador arrepentido. Todos somos pecadores con respecto a Dios, ése es nuestro primer nombre; y todos necesitamos volver a Él primero de todo. Somos nosotros los que tenemos que movernos. Él es inmutable inmóvil; aunque Cristo lo pinte buscando la oveja perdida; pero el padre del Hijo Pródigo se queda en su casa. El sentimentalismo moderno se finge otra cosa: “Dios no me puede condenar al infierno porque es padre”, dicen. Cuentos. Su ira es tan inmensa como su misericordia. No es Él quien te condenará al infierno si no vuelves: eres tú mismo. Él te irá a buscar en todo caso, como el Pastor a la Oveja Perdida, y te traerá sobre los hombros si no te resistes; pero no forzará tu voluntad. No puede forzar tu voluntad; como ningún padre la de sus hijos; pues no sería en ese caso padre, sino tirano.

Cristo era seguido por pecadores, y por los pobretes y desastrados, que los fariseos tenían a priori por pecadores, “esa plebe maldita que no conoce la Ley”. Cristo aceptaba invitaciones a comer, conforme a la costumbre de su pueblo- y a su pobreza de maestro ambulante- en donde fuese, incluso de los Publicanos, como Zaqueo, de los fariseos, como Simón el Leproso, no menos que de sus amigos fieles, como Lázaro y Marta. Uno de los reproches que tenían contra él los fariseos era éste: “Anda comiendo y bebiendo por todos lados, incluso con los pecadores y los publicanos”. Cuando uno no puede invitar a su vez no debe aceptar invitaciones de nadie; es deprimente. Pero Él sí podía invitar a su vez, al convite de la Palabra Divina. Y en los convites, Él prometía el Gran Convite del Reino de los Cielos; no incondicionalmente, por cierto.

Se lo echaron en cara paladinamente; estos judíos eran más descarados que el negro Raúl. “Perro de muchas bodas, come mal en todas...”. “¿Por qué tú comes con los pecadores y los publicanos?”. Jesús sonrió.

“- Vosotros parecéis esos chicos que juegan en la calle y cantan:


“Hemos tocado la flauta, la flauta
Y no habéis bailado.
Hemos tocado la quena,
Y no habéis llorado,


porque vino Juan el Bautista que no comía ni bebía, y habéis dicho:

“Ese es un rústico y un salvaje; y vino el Hijo del Hombre que come y bebe y decís: “Ese es un endemoniado. ¿Qué haré? ¿Y quién me librará de esta generación ignorante y adúltera?””.

Pero esta vez tomó ocasión del reproche para exaltar la misericordia de Dios hacia los pecadores: hacia todos. “No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos; no tienen necesidad de Dios los justos sino los pecadores”, dijo, con divina ironía: porque esos “sanos” y esos que se “tenían por justos y depreciaban a los demás”, esos eran los más enfermos de todos, y todos tenemos necesidad de Dios y del Salvador. Y entonces les dijo: “Palabra de honor, yo os digo que hay más gozo en el cielo por un pecador que se convierta a penitencia, que por cien justos que [creen] no tienen necesidad de penitencia”. El “cielo” era Él; ese era su gozo: recibir de nuevo en su casa con grandes fiestas al hijo que vuelve. Y aunque nunca salió de su casa, como el Padre del Pródigo, allí anda sin embargo por los caminos polvorientos de Galilea, en busca de ovejas y dracmas perdidas. Dios no se mueve; y sin embargo Cristo ¡cuánto se movió!

“¿Qué pastor hay que teniendo cien ovejas y hallando que una se le ha descarriado, no deja las otras 99 en el redil, y se va al monte a buscar la Perdida; y habiéndola hallado, como si fuera un corderito recién nacido, la pone sobre sus hombros [la cruz] y vuelve al redil? Y lleno de alegría le dice a los otros: “Espléndido. Me fue bien. La encontré. Ahí está. Se me había perdido y la encontré. Estaba a tiro de lobo y la salvé. Vamos a brindar todos”. Así hay gozo entre los ángeles del cielo por un pecador que se convierte, más que por muchos justos”. ¿Qué les importa a los ángeles? Le importa a los ángeles, porque le importa al Rey de los Ángeles. La Reina de los Ángeles, que estaba allí presente, se cubrió con el embozo, y lloró unas lagrimitas.

La parábola de la Dracma repite el mismo concepto en forma tierna y humorosa; los recuerdos de Nazareth están allí: su madre, una mujer pobre y hacendosa. Una dracma (moneda griega) es un poco menos que un denario (moneda romana) digamos unos veinte pesos de ahora. “¿Qué mujeruca hay que habiendo ahorrado diez dracmas, si nota que le falta una, no se sobrecoge y se aflige; y armándose de escoba y linterna, se pone a barrer la casa por todos los rincones, escudriña las rendijas del suelo y aparta los muebles, hasta que la encuentra? Y encontrada, la pone en su lugar, y les dice a las comadres: “¿Saben? La dracma que había perdido la he encontrado, qué suerte. ¿Saben ustedes dónde se había ido a meter?...”. Así hacen los ángeles de Dios. ¡Los ángeles de Dios! Sí señor, los ángeles de Dios: no por amor de ellos, sino por amor de Dios, cuando un hombre perdido es encontrado por Dios. He aquí a Dios convertido en una vieja nazaretana. ¿Qué importa? Dios es peor que una vieja nazaretana.”

La Conversión es el fenómeno fundamental de la vida religiosa; es más importante que el nacimiento y el casamiento y hasta que el “nombramiento”: el famoso acomodo de los argentinos; porque es acomodarse con Dios. Todo hombre debe convertirse, no hay más remedio: “nacer de nuevo”, como le dijo Cristo a Nicodemus, de lo cual se espantó el fariseo. Convertirse, como el nombre lo dice significa volverse y con significa todo; darse vuelta del todo, embocar en otra dirección, mudar camino; pero es un camino interior, una evolución interior. De golpe me doy cuenta que voy mal, de golpe veo la nueva ruta, de golpe veo la verdadera meta, de golpe veo que el mundo es perro y malvado, de golpe el corazón no quiere más porquerías. De golpe... o despacio: algunos tardan largos años, como Newman o el mismo Nicodemus, mientras otros se convierten de golpe, como Paul Claudel o San Pablo: de hecho los teólogos dicen que hay en la vida dos conversiones. La primera conversión a Dios debería ser al recibir el sacramento de la Confirmación; pero aquí les dan la confirmación a los chicos mamando, contra el sentido de la Iglesia; con lo cual, prácticamente suprimen ese sacramento, que debería darse en la pubertad. Bien, paciencia, ésta es una nación más atrasada que la baticola, por lo menos en algunas cosas. En religión, cuando menos.

La conversión es la reordenación interior con respecto al Último Fin. Muchos psicólogos modernos dicen que se trata de una emoción, de un fenómeno sentimental: el mundo de hoy está podrido en sentimentalismo. Muchos psicólogos han escrito hoy sobre la conversión religiosa, de los cuales el más serio que conozco es Sante De Sanctis, rector de la Universidad de Roma. Y la conversión es realmente una emoción, o suele acompañarse de ordinario de fuertes emociones -véase San Agustín- porque consiste en una nueva economía del amor; pero es una emoción nacida de un conocimiento. De golpe me doy cuenta que voy mal, de golpe veo la nueva ruta, de golpe veo la verdadera meta.

A veces, no de golpe. El poeta inglés Francis Thompson describió la conversión como una cacería y comparó a Dios, no con un pastor o una vieja, sino como “El Lebrel del Cielo” (“The Hound of Heaven”). Es una parábola, más excéntrica que las de Cristo, pero con el mismo sentido: uno de los poemas más grandes de la lengua inglesa. El pecador huye de Dios; y Dios lo sigue, con la perseverancia de un lebrel. La liebre se cree segura; pero oye de nuevo los ladridos lejanos, y corre de nuevo. Los pasos se aproximan implacables, haga lo que haga: el Lebrel no abandona la presa, su olfato infalible lo dirige. La presa no es presa: ella huye inconscientemente de su propio bien, de su propia felicidad, el Lebrel que ladra y ríe...

(P. Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Ed. Dictio, Bs. As., 1977, pp. 250-254)

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Mons. Fulton J. Sheen

Todas las culpas son nuestras

Podríamos llamar a la política un arrepentimiento aplazado. Es como limpiar el exterior de una taza para no tener que limpiar lo de dentro. A lo que hacen caso del comunismo les interesa convertir todos los males del mundo en económicos, con lo que evitan a sus víctimas la necesidad de una mejora moral. Todos preferimos buscar la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Las épocas que muestran un anormal interés por la reforma de la sociedad son con frecuencia las que menos se preocupan de la reforma del individuo. Los educadores que dicen que el mal no existe y que no hay más que estados complejos, son como los que opinan que el cuerpo no tiene más enfermedades que las imaginarias.

El hecho es que el egoísta piensa que todos son censurables, excepto él mismo. No es un deseo económico o de seguridad lo que hace a una persona antisocial, sino generalmente su deseo de imponerse a los otros. Hillair Belloc habló del hombre que llevaba un enorme tonel en un carro, de aldea en aldea, pidiendo a los compradores posibles lo que él pensaba que debía pedir. Al final dio la bebida a todos por nada. No tanto quería su ganancia como imponer a otros su deseo.

En la parábola del hijo pródigo, el menor riñe moralmente con su padre y luego desea la división de bienes. La división económica era una simple consecuencia de que su corazón había quedado al margen de su familia. La vida económica no debe ser una barrera que se oponga a la tradición del hogar, de la patria y de la religión. A veces la abundancia de lo material hace a los hombres creer que la felicidad puede encontrarse fuera más bien que dentro.

El hijo pródigo, después de sufrir hambre en un país extranjero, llegó a comprender el sentido de los valores cuando volvió a sí mismo. La realidad se impuso, y vio que nada le perturbaba sino su propio ser. Es esto se halla un hecho psicológico absorbente. Cuando un ególatra comienza a ver que merece censura, puede llegar a un momento de abierta rebelión. En esa fase no es inmoral en su proceder, mas sí antimoral y antirreligioso en sus actitudes, palabras y pensamientos. La vergüenza y un falso remordimiento le han enloquecido y siente el vívido martirio de las serpientes que anidan en su pecho. Mucha parte del fanatismo y los ataques que dirigen contra el decoro los agotados libertinos, parten de la primera apasionada reacción del alma contra la criminalidad observada, el vicio descubierto o el honor mancillado. La intolerable angustia de un egoísta herido es que no se siente azotado por látigos, sino por escorpiones. Ello le hace atacar a la moral, cosa ante la que, sin acusarle la conciencia, habría retrocedido horrorizado. De comprender mejor la naturaleza humana, veríamos que su odio a la bondad y a la decencia, por violento que sea, sólo indica que se odia a sí mismo. Espera durante algún tiempo una reforma interior y, si cree compensar con ello sus ultrajes a la verdad, se niega a admitirlo. Por la misma razón el comunismo, que significa odio a Dios, puede estar más cerca de la auténtica piedad que de la indiferencia del mundo occidental, al cual todo esto no le da frío ni calor y, por tanto, será rechazado del seno de Dios. Pocos infiernos son más profundos que aquellos que produce una egolatría decepcionada y una conciencia demasiado cargada cuando hierven juntos en la misma caldera.

Una de las clásicas historias de la antigüedad habla de Circe, que transformaba a los hombres en cerdos, o rebajaba la masculinidad al nivel de los brutos. Circe se muestra actualmente bajo el nombre de una psicología que reduce al hombre al nivel de un animal. Pero hubo un Ulises que obligó a la encantadora a devolver a sus compañeros su forma anterior. Nuestro mundo pedagógico y psicológico necesita de alguien que haga lo mismo, para devolver al hombre la conciencia de su identidad, convirtiendo el egoísmo en sensatez. La gracia de Cristo llevará a los pródigos desde la zahúrda a la casa del Padre.

(Fulton J. Sheen, Paz interior, Ed. Planeta, Madrid, 1966, cap. 18, pp. 72-74)


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San Ambrosio

«Un poco más arriba has aprendido cómo es necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también adquirir la devoción y a no a entregarte a los quehaceres de este mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo tan corrompido, ese buen médico te ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y hallada después, la de la dracma que se había extraviado y fue encontrada, y el hijo que se había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues “una cuerda triple no se rompe” (Eclo 4,12).

«¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso representan a Dios Padre, a Cristo y la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como madre, sin cesar te busca y el Padre te vuelve a vestir. El primero por obra de misericordia; la segunda cuidándote, y el tercero, reconciliándote con Él. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: El Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varíe según nuestros méritos. El Pastor llama a la oveja cansada, es hallada la dracma que se había perdido, y el hijo, por sus propios pasos, vuelve al Padre y vuelve arrepentido del error que le acusa sin cesar».

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VII, 207-208).


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Juan Pablo II

Homilía de Juan Pablo II en la Misa presidida en Frosinone (Italia), el Domingo 16 de septiembre de 2001

1. "Danos, Padre, la alegría del perdón" (cf. Salmo responsorial).

La alegría del perdón: esta es la "buena nueva" que hoy la liturgia hace resonar con vigor entre nosotros. El perdón es alegría de Dios, antes que alegría del hombre. Dios se alegra al acoger al pecador arrepentido; más aún, él mismo, que es Padre de infinita misericordia, "dives in misericordia", suscita en el corazón humano la esperanza del perdón y la alegría de la reconciliación.
(…)
2. "Dios es más grande que nuestro corazón". Así hemos cantado en el Aleluya. En la primera lectura Moisés demuestra conocer el corazón de Dios, invocando su perdón para el pueblo infiel (cf. Ex 32, 11-13), pero es la página evangélica de hoy la que nos introduce plenamente en el misterio de la misericordia de Dios: Jesús nos revela a todos el rostro de Dios, haciéndonos penetrar en su corazón de Padre, dispuesto a alegrarse por la vuelta del hijo perdido.

También es testigo privilegiado de la misericordia divina el apóstol san Pablo, que, como hemos proclamado en la segunda lectura, al escribir a su fiel colaborador Timoteo, aduce su propia conversión como prueba de que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores (cf. 1 Tm 1, 15-16).

Esta es la verdad que la Iglesia no se cansa de proclamar: Dios nos ama con un amor infinito. Dio a la humanidad a su Hijo unigénito, muerto en la cruz para el perdón de nuestros pecados. Así, creer en Jesús significa reconocer en él al Salvador, a quien podemos decir desde lo más profundo de nuestro corazón: "Tú eres mi esperanza" y, juntamente con todos nuestros hermanos, "tú eres nuestra esperanza".

3. Jesús, nuestra esperanza. Queridos hermanos, sé que esta expresión ya os resulta familiar. En efecto, es el tema del proyecto pastoral que vuestra diócesis ha elaborado para los próximos años. Ojalá que mi visita contribuya a imprimir aún más esta certeza en vuestro corazón. El compromiso, las iniciativas, el trabajo de cada uno y de todas las comunidades deben convertirse en testimonio evangélico, arraigado en la experiencia gozosa del amor y del perdón de Dios.

¡El perdón de Dios! Que este anuncio de felicidad, que el mundo necesita hoy particularmente, esté de modo especial en el centro de vuestra vida, queridos sacerdotes, llamados a ser ministros de la misericordia divina, que se manifiesta en su grado supremo en el perdón de los pecados. Precisamente al sacramento de la reconciliación quise dedicar la Carta a los sacerdotes del pasado Jueves santo. Y por eso, queridos hermanos en el sacerdocio, hoy vuelvo a entregaros idealmente este mensaje, invocando para cada uno de vosotros y para todo el presbiterio la sobreabundancia de gracia de la que nos ha hablado el apóstol san Pablo (cf. 1 Tm 1, 14).

Y vosotros, religiosos y religiosas, irradiad con vuestro ejemplo la alegría de quien ha experimentado el misterio del amor de Dios, expresado muy bien en el Aleluya: "Hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él" (1 Jn 4, 16).

4. En nuestro tiempo, es urgente proclamar a Cristo, Redentor del hombre, para que su amor sea conocido por todos y se difunda por doquier. El gran jubileo del año 2000 fue un vehículo providencial de este anuncio. Pero es preciso seguir recorriendo este camino. Por eso, en la clausura del Año santo, volví a dirigir a la Iglesia y al mundo la invitación que Cristo hizo a Pedro: "Duc in altum, Rema mar adentro" (Lc 5, 4).

A ti, querida diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino, te renuevo esta invitación, para que te impulse a una valiente renovación espiritual, traducida en una concreta programación pastoral. Construye tu presente y tu futuro teniendo fija tu mirada en Jesús. Él es todo: todo para la Iglesia, todo para la salvación del hombre. A partir del jubileo, la Iglesia universal busca el rostro de Cristo. Ahora debe percibir cada vez más esta exigencia, el deseo de contemplar la luz que irradia ese Rostro, para reflejarla en su camino diario: Jesús-Hijo de Dios; Jesús-Eucaristía; Jesús-caridad. ¡Jesús, nuestra esperanza! Jesús, todo para nosotros.

Ojalá que se multipliquen en las comunidades parroquiales los momentos fuertes de estudio y reflexión sobre la palabra de Dios. Meditar, profundizar y amar la sagrada Escritura quiere decir ponerse a la escucha humilde y atenta del Señor, para que la comunidad crezca en torno a la mesa de esta Palabra: ella ilumina las orientaciones y las opciones, muestra los objetivos que hay que alcanzar, pero, ante todo, hace arder la fe en los corazones, alimenta la esperanza, y da vigor al deseo de anunciar a todos la buena nueva. Esta es la nueva evangelización, para la cual vuestra comunidad diocesana ha instituido un "Centro pastoral" específico.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, que la Eucaristía sea el centro y la guía de vuestro itinerario espiritual y apostólico. En efecto, la vida sacramental es fuente de gracia y salvación para la Iglesia. Todo parte de Cristo-Eucaristía y todo vuelve a Cristo vivo, corazón del mundo, corazón de la comunidad diocesana y parroquial. Si, como os deseo, lográis poner a Cristo en el centro de vuestra vida, descubriréis que no sólo os pide a cada uno acogerlo personalmente, sino también ofrecerlo, darlo, transmitirlo, comunicarlo a los demás. Así, en su nombre os convertiréis en "buenos samaritanos" para las personas necesitadas, para los pobres, para los últimos y para tantos inmigrantes que han venido a esta región desde países lejanos. Experimentaréis que toda la actividad pastoral de los centros diocesanos "para el culto y la santificación" y "para el servicio y el testimonio de la caridad" brota de la fuente sobreabundante de santidad que es el misterio eucarístico, y a todos llama a tender a la santidad.

Tras la huellas de los santos y santas de esta tierra de Ciociaria, también vosotros tened como objetivo fundamental llegar a ser santos, como es santo el Padre celestial, como es santo el Hijo Jesucristo y como es santo el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón. Y se llega a ser santo con la oración, con la participación en la Eucaristía, con las obras de caridad y con el testimonio de una vida humilde y generosa en el bien.

6. Quiero dirigir ahora mi palabra en particular a los padres. Queridas madres y queridos padres, con vuestra entrega mostrad a vuestros hijos que Dios es bueno y grande en el amor. Indicadles con una vida honrada y laboriosa que la santidad es el camino "normal" de los cristianos.
(…)
Diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino, ¡sé una familia de santos! En esta amada tierra de Ciociaria, patria de ilustres personajes y generosos servidores del Evangelio, sé "sal de la tierra" y "luz del mundo" (Mt 5, 13-14).

Que María, Madre de la Iglesia, te acompañe con su intercesión para que, así como has orado intensamente preparando mi visita pastoral, así también sigas siendo una comunidad viva, firme en la fe, unida en la esperanza y perseverante en la caridad. Amén.


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La parábola del hijo pródigo

Ya en los umbrales del Nuevo Testamento resuena en el Evangelio de San Lucas una correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición veterotestamentaria. Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos vinculados a la terminología diferenciada de los Libros Antiguos. He ahí a María que, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor "por su misericordia", de la que "de generación en generación" se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios. Poco después, recordando la elección de Israel, ella proclama la misericordia, de la que "se recuerda" desde siempre el que la escogió a ella. Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma casa su Padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia que ha concedido "a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza".

En las enseñanzas de Cristo mismo, esta imagen heredada del Antiguo Testamento se simplifica a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo pródigo, donde la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra "misericordia" no se encuentre allí, es expresada de manera particularmente límpida. A ello contribuye no sólo la terminología, como en los libros veterotestamentarios, sino la analogía que permite comprender más plenamente el misterio mismo de la misericordia en cuanto drama profundo, que se desarrolla entre el amor del padre y la prodigalidad y el pecado del hijo.

Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, "viviendo disolutamente", es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado. En esta analogía se pone menos de relieve la infidelidad del pueblo de Israel, respecto a cuanto ocurría en la tradición profética, aunque también a esa infidelidad se puede aplicar la analogía del hijo pródigo. Aquel hijo, "cuando hubo gastado todo..., comenzó a sentir necesidad", tanto más cuanto que sobrevino una gran carestía "en el país", al que había emigrado después de abandonar la casa paterna. En este estado de cosas "hubiera querido saciarse" con algo, incluso "con las bellotas que comían los puercos" que él mismo pastoreaba por cuenta de "uno de los habitantes de aquella región". Pero también esto le estaba prohibido.

La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes materiales, le había hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. EL no había pensado en ello anteriormente, cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio que le correspondía, con el fin de marcharse. Y parece que el tampoco sea consciente ahora, cuando se dice a sí mismo: "¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre!". El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya "no posee", mientras que los asalariados en casa de su padre los "poseen". Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde al drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.

Es entonces cuando toma la decisión: "Me levantaré e iré a mi padre y le diré : Padre, he pecado, contra el cielo y contra tí; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros". Palabras, éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la compleja situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que lo acoja - no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario - parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino.

En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el término "justicia" ; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra "misericordia"; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia está inscrito con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas de su padre, merece - a su vuelta - ganarse al vida trabajando como jornalero en la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta provisión de bienes materiales; pero quizás nunca en tanta cantidad como había malgastado. Tales serían las exigencias del orden de la justicia; tanto más cuanto que aquel hijo no sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su padre con su conducta. Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial, no podía ser indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y en algún modo incluso implicarlo. Pero en fin de cuantas se trataba del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El hijo pródigo era consciente de ello y es precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padre.

6. Reflexión particular sobre la dignidad humana

Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a dudas de que en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor nos revela a Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola, su modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos permite hallar cada uno de los hilos de la visión veterotestamentaria de la misericordia, en una síntesis completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad , fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal infidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador, después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre, ni había abandonado la casa.

La fidelidad en sí mismo por parte del padre - un comportamiento ya conocido por el término veterotestamentario "besed"- es expresada al mismo tiempo de manera singularmente impregnada de amor. leemos en efecto que cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, "le salió conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó". Está obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas más en profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo. Si bien está había malgastado el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido de algún modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre al hijo mayor: "Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado". En el mismo capítulo XV del evangelio de san Lucas, leemos la parábola de la oveja extraviada y sucesivamente de la dracma perdida. Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica ante todo la alegre conmoción por su vuelta a casa.

Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor que brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al padre a tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de su amor, como escribirá san Pablo: "La caridad es paciente, es benigna..., no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad..., todo lo espera, todo lo tolera" y "no pasa jamás". La misericordia - tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo - tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y "revalorizado". El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido "hallado de nuevo" y por "haber resucitado". Esta alegría indica un bien inviolado; un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo.

Lo que ha ocurrido en la relación del padre con el hijo en la parábola de Cristo, no se puede valorar "desde fuera". Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior. ocurre a veces que, siguiendo tal sistema de valoración, percibimos principalmente en la misericordia una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien la recibe y ofende al dignidad del hombre. la parábola del hijo pródigo demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de misericordia se funda en la común experiencia de la dignidad que le es propia. Esta experiencia común hace que el hijo pródigo comience a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad (semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en cambio para el padre, y precisamente por esto, el hijo se convierte en un bien particular: el padre ve el bien que se ha realizado con una claridad tan límpida, gracias a una irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que parece olvidarse de todo el mal que el hijo había cometido.

la parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de la obra del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas del mal existentes en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión.

Así entendían también y practicaban la misericordia sus discípulos y seguidores. Ella no cesó nunca de revelarse en sus corazones y en sus acciones, como una prueba singularmente creadora del amor que no se deja "vencer por el mal", sino que "vence con el bien al mal".

Es necesario que el rostro genuino de la misericordia se siempre desvelado de nuevo. No obstante múltiples prejuicios, ella se presenta particularmente necesaria en nuestros tiempos.

(Dives in misericordia, IV)


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Catecismo de la Iglesia Católica

El Hijo Pródigo

1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos éstos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

1700 La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios (artículo 1); se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina (artículo 2). Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización (artículo 3). Por sus actos deliberados (artículo 4), la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral (artículo 5). Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo 6). Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el pecado y, si lo han cometido recurren como el hijo pródigo a la misericordia de nuestro Padre del cielo (artículo 8). Así acceden a la perfección de la caridad.

2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a El, como el hijo pródigo, y nos reconocemos pecadores ante El como el publicano. Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1,14; Ef 1,7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia.


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EJEMPLOS PREDICABLES

I- San Juan busca y persigue a un descarriado.

Un rasgo de quien fue cultor de la caridad, porque reclinó su cabeza sobre el corazón de Jesús. Juan, el discípulo amado, halló un joven de noble y hermoso proceder. Aunque, pagano, le amó por Cristo.

En Éfeso le habló del Redentor, ganándole para su causa. Con alegría derramó en su frente agua bautismal. Debió viajar y le confió a un obispo: “Hermano, cuidad esta alma; es la mitad de la mía; tesoro de Dios; joya de la Iglesia”...

Unos años, y Juan ya frisaba en los cien años, cuando volvió a Éfeso. Inquirió al obispo: “Hermano ¿dónde está aquel joven?” Calló el prelado; insistió el apóstol: “¿Qué fue de aquel tesoro de la Iglesia... de mi apostolado?” Silencio...

Casi saca al apóstol de sus casillas: “Hermano; ¿qué fue del joven que bauticé?” El obispo soltó su boca para decir, bajando la cabeza: “Buen Apóstol, murió”. “¿Murió?”... “Sí; murió a la verdad y al amor de Dios. Con malas compañías, pronto dejó la vida cristiana. Se convirtió en ladrón; es capitán de bandoleros. Anda por esos montes, al frente de una gavilla. Nos hizo pasar la pena negra; es el terror de la comarca”...

“Hermano, replicó el apóstol centenario; venga una cabalgadura”. “Pero, mi querido Padre...” “Venga un caballo”. “Padre; contáis cien años...”. “He dicho y mando; traigan un caballo”. Montó, desapareciendo al poco rato en las escabrosidades de la sierra. No tardaron en aparecer los ladrones; por allí tenían su madriguera.

Se quedó como si tal cosa cuando le prendieron. Con fineza y caridad dijo: “Hermanos; ¿Dónde está vuestro capitán?” “Te conduciremos a él”...En lo recóndito del bosque, en la puerta de una cabaña estaba. Miró y reconoció al instante al apóstol Juan; avergonzándose de si mismo, huyó.

Juan le llamó: “Hijo, no escapes; vengo a buscarte en nombre de Jesucristo”. El apóstata, huía como alma que lleva el diablo. Juan clamaba: “Hijo; si has pecado, ten confianza, te obtendré el perdón”... El otro escapaba más y más. Siguióle a caballo; con las pocas energías de su vejez gritó: “Hijo ven a mis brazos; te llevaré a los del Redentor”...

Escena patética; conmovióse el ladrón. Se detuvo; y cayó, deshecho en lágrimas, en los brazos de Juan. Este llorando de alegría, dijo: “Hijo; dame tu mano; quiero besarla”. “Jamás; está manchada de sangre y traición”, dijo apartándola el malvado.

Juan replicó: “No importa, quiero purificarla con mis lágrimas. Pero antes lo hará nuestro Señor con su sangre redentora”... Dice la historia que, estando los fieles en el templo volvió el apóstol de su excursión por la sierra, radiante de gozo. Llevaba de su mano, al capitán convertido en manso cordero...

Los fieles daban gracias a Dios, por la caridad depositada en el corazón del apóstol, tan sacrificado. Admiran, las hazañas de caridad de los santos; ¿qué será la caridad del Divino Pastor, del cual los santos más fervientes, solo fueron imperfectos imitadores? Ponderar algunas frases: “Tuvo vergüenza de sí mismo... Quiero purificar tus manos, con mis lágrimas”. Conquistar almas, una a una; hablar más del Redentor: “Predicamos a Cristo crucificado”...


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II- Perdón a enemigos; un sacerdote absuelve al estrangulador.

En julio de 1905 el abate Blandier Pierre, iba a decir Misa en las Hermanas de la Misericordia. Le llamaron de urgencia para un moribundo. Trató de dar ánimo al paciente confiando en el perdón divino. Mas este repuso: “Dios, sí me perdonará; pero ¿y el otro? Objetó el abate: “¿Qué otro?: cuando Dios perdona, nadie puede impedirlo””.

Breve pausa; el enfermo explicó: “Soy antiguo miembro de la Comune; hice degollar a docenas de sacerdotes. Quedaba uno muy joven que no sabía defenderse, ni huir. Iba a matarle, pero llegó una patrulla. Rápido clavé en el mi espada, diciendo: “Te encontraré algún día, y entonces morirás”. Un chorro de su sangre salpicó mi mano; apenas alcancé a huir de los soldados” .

Se detuvo fatigado y continuó: “Aquel cuya sangre manchó mis manos, ¿sabéis lo que me dijo?” El capellán puso un dedo en la frente como para recordar y respondió: “Sí, lo sé; os dijo: En vuestro lecho de muerte, quizá me encontréis”... Se agitó el paciente, exclamando: “¿Cómo sabéis esto?”. Aclaró el sacerdote: “Amigo mío, aquel joven era yo. Y el buen Dios me envía a deciros que el otro, también os perdona”...

Ronco sollozo y sangre, salieron por los labios del perdonado; mirando sus manos gritó: “Ah, esta es vuestra sangre que me ahogaba por cuarenta años. Pero, ¿es verdad que me otorgáis perdón?” “Yo os perdoné hace mucho; siempre rogaba por vos. Ahora Dios me da alegría, manteniendo mi perdón” E inclinado, besó al verdugo, que se quedó como quien ve visiones.

Blandier le indicó rezar con él un acto de dolor para luego impartirle la absolución. El enfermo dijo bajo voz: “Lo mismo me dijeron en vísperas de mi Primera Comunión; qué alegre estoy”. Fueron sus últimas palabras. Instantes después el sacerdote cerraba los ojos del antiguo miembro de la Comune, doblemente absuelto. Al volver explicó a las Hermanas el motivo de llegar tarde para la Misa.

(Rosalio Rey Garrido, Anécdotas y reflexiones, Ed. Don Bosco, Bs. As., 1962, nn° 28 y 100)

 

De la cárcel al lecho de muerte de su madre

En una misión dada en Aquisgrán en el año 1868, el misionero contó una historia que impresionó profundamente al auditorio. Dijo así: «Hace algunos años estaba una pobre madre en el lecho de muerte rodeada de todos sus hijos, excepto uno solo, que se hallaba en el fondo de un castillo condenado a cinco años de prisión por un delito que había apresurado, sin duda, la muerte de su madre. Habiendo sido vanas todas las tentativas para reclamar al preso, quiso la piadosa madre hacer un último esfuerzo y pidió que su hijo viniese a su lecho de muerte. Transmitido el ruego de la moribunda al Comandante de la fortaleza, permitió éste que el desventurado hijo, acompañado de guardias, fuese conducido al lecho de muerte de su madre. No podía ésta pronunciar palabra alguna, pero recogió sus últimas fuerzas y dio a su hijo una profunda mirada. Esta mirada materna produjo el milagro. Vuelto el hijo a su celda, cayó de rodillas y derramó abundantes lágrimas, después de lo cual borró sus pecados con una dolorosa confesión. Pero fue más lo que con él hizo la gracia de Dios: una vez cumplida la condena, se hizo sacerdote. Pues bien, este hijo soy yo. Cobrad, pues, queridos hermanos, ánimo y confianza: pueden ser enormes los pecados, pero la bondad y misericordia de Dios es mayor todavía.» Estas palabras del predicador conmovieron a todos los oyentes, que concibieron una gran confianza en la misericordia de Dios y confesaron con gran dolor sus pecados.

Falta sólo una piedra

Un pecador no quería convertirse, a pesar de los reproches de su conciencia, antes bien daba rienda suelta a sus pasiones. Una noche soñó que había muerto y que era arrojado al infierno. Al mirar lleno de angustia en torno suyo, vio que en medio de las llamas se construía una casa nueva, para cuyo remate faltaba muy poco. Con gran curiosidad preguntó para quién se construía aquella casa, y obtuvo la siguiente respuesta: «Falta sólo una piedra (es decir, un pecado mortal) para que ésta sea tu habitación.» Cuando despertó de este sueño, aquel pecador estaba enteramente cambiado. Dirigióse con presura a la iglesia, confesó sus pecados y mudó de vida. Unos dos meses después enfermó gravemente y contó en el lecho de muerte aquel sueño al sacerdote, diciendo: «Reverendo, cuente usted por todas partes, siempre que se dé la ocasión, la historia de mi conversión, tal vez podrá contribuir a que algún otro pecador se convierta a Dios.» Contiénese en esta historia una profunda verdad, a saber: aun cuando es muy grande la longanimidad de Dios, tiene, no obstante, sus límites. En cuanto se llena la medida, sucede al pecador lo que a la higuera infructuosa del Evangelio (Lc XIII).

(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. I, Ed. Políglota, 5ª Ed., Barcelona, 1941, p. 119-121)