43 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIV
CICLO C
33-43


33.- EL DIOS QUE SE ARREPIENTE

Por Antonio Díaz Tortajada

1. Dios le dice a Moisés: “Tu pueblo ha pecado. Hay un pecado en el pueblo. El pueblo se ha desviado del camino que yo le tracé. Voy a destruir este pueblo”. Y es la intervención de Moisés, verdadero libertador ante Dios: “No, Señor, ten compasión de este pueblo. Tú lo sacaste de Egipto. Por tu nombre, perdónalo“. Y hermosamente termina el relato: “El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”. La Biblia se expresa en esa forma antropomórfica, haciendo a Dios como un hombre que se arrepiente. Dios no se arrepiente, pero para decir la expresión del perdón divino, se expresa en una forma de alguien que ha amenazado y que retira esa amenaza: Dios ha perdonado.

La segunda lectura es el ejemplo de un pecador que confiesa. No se avergüenza de su pecado, que queda como una cicatriz gloriosa cuando se ha convertido. Este ejemplo de Pablo puede ser el ejemplo de todos nosotros pecadores

2.- Y el evangelio es la joya preciosa de la misericordia de Dios. Hay tres fases en la parábola: Primero, el alejamiento del todo; Dios es todo, Dios es la felicidad. Aquel hijo que le pide al padre: “Dame la herencia porque me voy“. Y se quiere ir y se retira. Nadie respeta tanto la libertad del hombre como Dios. Sólo Dios, que me ha hecho libre y respeta mi libertad. Y va el pobre hijo pródigo, feliz porque lleva dinero. Se aleja de aquel que es todo, de aquel que llena las aspiraciones más profundas del hombre.

El hombre ha sido hecho para Dios –decía san Agustín– y su corazón está inquieto mientras no descansa en Dios. Cuando descansa en Dios. Dichoso el inocente que jamás ha traicionado la ley de Dios, qué pocos son, pero los hay. Dios me ha hecho para él y toda mi razón de ser, el cultivo de mis cualidades, el desarrollo de mis facultades, toda mi vida será feliz desarrollándose, si tiene como centro la gloria de Dios.

Pero muchos, la mayoría, se han ido, y comienza la segunda fase del hijo pródigo, una parte que la podemos dividir en dos modos: El primero, mientras tenía dinero; el segundo, cuando tuvo hambre y vino la desgracia. Este es el mundo actual, un mundo de desigualdades sociales, donde las riquezas hacen que muchos sientan la euforia del hijo pródigo. No hacía falta el padre, no hacía falta la casa paterna. Aquí hay amigos, aquí hay banquetes, aquí hay fiestas, todas las puertas se abren al dinero.

Por eso Cristo decía sus amonestaciones más severas contra las riquezas, no porque las riquezas sean malas, sino porque el hombre, a imitación del hijo pródigo, pone todo su placer, todo su poder, toda su alegría en el dinero, y está como Dios le dijo a Moisés –fijémonos qué bien ha definido el Señor en la primera lectura de hoy la posición de una riqueza que se convierte en idolatría–: “Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un toro de metal”.

¿Qué otra cosa es la riqueza cuando no se piensa en Dios? Un ídolo de oro, un becerro de oro, y lo están adorando, se postran ante él; le ofrecen sacrificios. Qué sacrificios enormes se hacen ante está idolatría del dinero; no sólo sacrificios sino iniquidades. Se paga para matar, se paga el pecado y se vende, todo se comercializa, todo es lícito ante el dinero. Y proclaman: “Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto”. No le debes nada a esa religión falsa. Esa nos turba nuestra tranquilidad. He aquí la idolatría del dinero denunciada por la misma palabra de Dios, que se irrita porque Dios es celoso: “No quiero otros Dioses fuera de mí“.

3. La Iglesia quiere permanecer fiel a su único Dios, y habla como Moisés contra los falsos dioses que los hombres están idolatrando. Su misión profética es dolorosa, pero es necesaria. Reza como Moisés a Dios: “Señor, compadécete de este pueblo. Hazle sentir la vanidad de sus cosas. No le condenes, Señor“.

El hijo pródigo, cuando tenía dinero, era engañosa su felicidad. Lo demostró la segunda manera de vivir lejos del padre. Cuando se acabó todo su dinero, comenzó a sentir hambre, tanta hambre que tuvo que buscar trabajo y no lo encontró más que como guardián de cerdos, y tanta era su hambre que envidiaba la comida de los cerdos y quería llenar su estómago con las bellotas que le daban a los cerdos, y hasta ésas se las quitaba el patrón. No se podría describir con pinceladas más amargas la situación del pecador, cuidador de cerdos, alimentándose con alimento de cerdos.

El Evangelio es duro. Y ojalá no hubiéramos tenido la triste, amarga, agria experiencia de haber saboreado que las bellotas de los cerdos no llenan la felicidad del hombre.

Cuando la Iglesia se llama la Iglesia de los pobres, no es porque esté consintiendo en esa pobreza pecadora. La Iglesia se acerca al pecador pobre para decirle: “Conviértete, promuévete, no te adormezcas. Tienes que comprender tu propia dignidad“. Y esta misión de promoción que la Iglesia está llevando a cabo también estorba.

La Iglesia no está de acuerdo con esa pobreza pecadora. Sí, quiere la pobreza, pero la pobreza digna, la pobreza que es fruto de una injusticia y que lucha por superarse, la pobreza digna del hogar de Nazaret. José y María eran pobres, pero qué pobreza más santa, qué pobreza más digna. Desde esa pobreza clama Cristo: “Bienaventurados los que tienen hambre, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que tienen sed de justicia“. Desde allí clama la Iglesia también, siguiendo el ejemplo de Cristo, que es esa pobreza la que va a salvar al mundo; porque ricos y pobres tienen que hacerse pobres desde la pobreza evangélica, no desde la pobreza que es fruto del desorden y del vicio, sino desde la pobreza que es desprendimiento, que es esperarlo todo de Dios, que es voltearle la espalda al becerro de oro para adorar al único Dios, que es compartir la felicidad de tener con todos los que no tienen, que es la alegría de amar. Aquel pobre pecador, en la profundidad de su miseria, siente el reclamo del amor.

4. La Iglesia grita a la conversión, que cuando proclama contra el pecado, contra el atropello, contra tantas formas de pecado en nuestro ambiente, no lo hace con triunfalismo, como sintiéndose ella superior; sino que lo hace ella también pecadora, pero sintiendo el llamamiento del amor, la conversión, la casa del padre que me espera. Oyeron el grito de angustia del hijo, pero al mismo tiempo lleno de confianza: “Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo“. Esta es la hora de la conversión.

“¡Es mi hijo!” y el padre corre al encuentro.

“Cuándo todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Esta es la venganza de Dios. Y cuando el hijo quiso excusarse: “Padre he pecado”, no lo dejó hablar. Llama a sus sirvientes que lo vengan a vestir de nuevo. Es su hijo que había muerto y ha resucitado. Y hay alegría, porque dice Cristo en las parábolas de este capítulo: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia“. Y Cristo ha venido por los pecadores, por mí el primero, decía san Pablo.


34.- VOLVIENDO DE NUEVO A LA CASA DEL PADRE

Por Javier Leoz

1.- Cada vez que celebramos unas exequias en mi parroquia me gusta sugerir al coro que, al recibir el cuerpo sin vida de aquel ser querido, se entone uno de los cantos que mejor armoniza con el Evangelio del hijo pródigo: “Hoy vuelvo de lejos”.

Es un canto que centraliza perfectamente lo que se vive en ese momento cuando regresamos, quien quiera que seamos, de ese largo viaje emprendido y pateado palmo a palmo en la tierra con diversas actitudes a la casa del Padre:

-Aquel que ha llevado, por diversas circunstancias, una vida tortuosa y alejada de Dios es recibido en la casa de Dios para quelo acoja con lo que más a Dios gusta emplear: su misericordia

--Aquel otro, que gastó inútilmente sus talentos, se pone de rodillas en el cenit de su vida esperandolo que sólo Dios es capaz de dar con creces: olvido de sus pecados porno haber estado a altura de las circunstancias o haber sido un simple cántaro agrietado en su vida loca y vacía.

--Aquel otro que intentó cumplir con unos mínimos o aquel otro vanidoso por haber cumplido al cien por cien con su cometido de hijo…es puesto a los pies de la cruz para que Dios perdone también su orgullo, soberbia o su egocentrismo.

2.- Es la figura del Padre la que, tal vez, no resuena con excesiva fuerza en muchos momentos de nuestra vida.

**Cuando nos sentimos dueños y señores de lo que acontece.

**Al pensar que es más fácil vivir sin referencia a El y nos perdemos en una huída sin ton ni son con mucho ruido, errantes, pesarosos y sin horizonte.

** Si creemos que el destino depende exclusivamente de los hilos humanos y nos revelamos cuando, ese mismo destino, nos devuelve mil y una bofetadas cruentas en el rostro de la felicidad que profesábamos.

3.- Es la figura del Padre la que, tal vez, tiene vigencia especial:

--Cuando en el atardecer de nuestras locuras sentimos que una vida sin Dios son años sin vida.

--Al rebobinar la película de nuestras correrías y ver las secuencias que nos han producido cicatrices y soledades, lágrimas y sufrimientos, desgarro y hasta divorcio con nuestra propia dignidad humana

--Cuando echamos una mirada atrás y vemos humear la casa del Padre donde Él sigue esperando, cociendo y tostando en el horno de su misericordia el pan del perdón y de la generosidad, del encuentro deseado o de unas faltas que (para el Padre) nunca existieron en el hijo.

--Cuando en el roce con el mundo somos testigos de ingratitudes y de menosprecios y añoramos las caricias de la casa paterna, la palabra oportuna, el consejo certero o el abrazo de consuelo.

--Cuando nos sentimos incomprendidos por aquellos de los cuales esperábamos tanto y nos dejaron enterrados, crucificados con el recuento y el recuerdo de nuestros defectos.

4.- Siempre pensamos que la felicidad la podemos alcanzar fuera y lejos de nuestra propia casa. No somos unos impuros y otros puros ni, otros, plantas venenosas; y otros,plantas perfumadas. Eso sí… Dios a todos trata por igual. ¡Qué matemática tan rara la de Dios!

Dios respeta nuestra libertad. Sufre, estoy convencido,al sentir y contemplar a este mundo nuestro tan de espaldas a El. No me cuesta esfuerzo imaginar a un Dios, con lágrimas en sus ojos,al comprobar cómo la vieja Europa va alejándose montada en el Euro o muriendo en trenes de muerte, amenazada por la inseguridad o la ansiedad de los que tienen sed de sangre.

Sufre Dios, pero deja que actuemos en libertad, e incluso a pesar de que muchos hagan dentellada o lancen pedradas contra la casa del Padre. Hoy el hombre, que escapa lejos de Dios, que vive embelesado en su propio rigor y sistema, siente de momento pocas ganas de volver hacia atrás.

** ¿Qué ocurrirá cuando el capital vacíe de falsas alegrías el corazón del hombre?

** ¿Qué ocurrirá cuando el hombre sienta que está arruinado porque gastó lo que aparentemente ganó?

** ¿Se acostumbrará el ser humano a cambiar el traje de señor por el de esclavo?

4.- Esta tierra nuestra, será hija pródiga, el día en que le fallen sus esquemas, en el instante en que explote su arrogancia. Tarde o temprano su pensamiento será ocupado por lo que perdió y, cuando estuvo lejos, valoró y pidió: DIOS

En nuestros colegios y comunidades, parroquias y grupos se va a iniciar un nuevo curso apostólico. Todas iniciativas que se retoman sonun buen “buscador” para encontrar esas sendas de vuelta atrás y dar con los caminos que van derechos a la casa donde se vive más y mejor: la casa del Padre

Acaba el verano y nos adentramos en el otoño; ojalá nos despojemos de tanta hojarasca y vuelva a resurgir, con la ayuda del Señor, nuestro aprecio por las cosas de Dios.


35. - HIJOS ÚNICOS DE DIOS

Por José María Maruri, SJ

1. - Creo que la conmovedora enseñanza de estas tres parábolas es que a nuestro Padre Dios su casa le parece vacía si faltamos sólo de nosotros. Como al pastor al que le quedan 99 ovejas pero le falta una muy querida. Como a la pobre mujer a la que le quedan la gran mayoría de sus monedas pero necesita esa una. Como al Padre que tiene un hijo fiel en casa, pero no puede dormir pensando en el que anda lejos.

Es como si para nuestro Padre Dios cada uno fuésemos sus hijos únicos. Cada uno de nosotros tenemos un hueco en el corazón de Dios y ningún otro hijo por bueno y cariñoso que sea puede ocupar ese sitio que quedará siempre vacío mientras que yo no vuelva.

Quizá el hombre puedahuir, pueda prescindir de Dios, pueda ocupar su mente sin pensar en el buen Padre que le espera, pero Dios no pueda pasarse sin ese hijo que le falta. La casa podrá estar llena de otros hijos alegres y alborotadores que la llenan con su alegría a pesar de su cariño a ellos Dios siente su casa triste y vacía.

No conocemos el corazón de Dios cuando al ver gente que deja la Iglesia, o sacerdotes o religiosos abandonan escandalosamente su fe o su vocación, pensamos que son ramas podridas que es mejor que sean arrancadas. Cada arranque le cuesta una herida al corazón de Padre Dios, que ya nunca podrá dejar de pensar en el hijo perdido.

Cuando regresamos a la Casa del Padre la mayor alegría no es la nuestra, la mayor alegría es la del Padre que nos recibe y abraza. Y dice a todos “felicitadme”. No dice “felicitad a mi hijo”, no. Dice: felicitadme a mí porque la alegría es mía.

No conocemos a Dios los que creemos estar en la casa del Padre y negamos nuestra misericordia y la de Dios a los que llamamos pecadores. Si ellos se alejaron de la Casa paterna, nosotros, quedándonos en Casa, estamos distantes de Dios.

2. - El más perdido, el más alejado del Padre podría decir esta oración al encontrarse definitivamente con Él: “Señor, soy uno de esos trastos que anda con un pie en tu Iglesia y otro fuera. Los que tu Iglesia margina, porque nos hemos marginado nosotros. Ahora me doy cuenta de que mi alforja está vacía y mis flores mustias y marchitas. Me espanta mi pobreza, y sólo me anima tu bondad de la que siempre he oído hablar bien y sólo me anima tu bondadde la que siempre he oído hablar bien.

Me siento ante Ti como un canastillo roto, pero con mi barro puedes hacer otro a tu gusto.

Señor, si me pides cuentas te diré que mi vida fue un fracaso. Que he volado muy bajo. Mi vida es como una flauta: está llena de agujeros. Tómala en tus manos y que la música de tu amor al pasar por ella lleve a esos hombres y mujeres, que tú llamas mis hermanos la melodía festiva de que aún personas como yo no somos anónimos para Ti y que tenemos en tu corazón un hueco que llenar y que de otra manera quedará siempre vacío.


36.- EL AMOR MISERICORDIOSO DE DIOS PADRE

Por José María Martín OSA

1.- ElSalmo Penitencial y el Evangelio de la Misericordia son los textos fundamentales de este domingo. En el fragmento del salmo 50 se expresan dos sentimientos: el reconocimiento de nuestro pecado ante Dios, como hizo el rey David, y la seguridad de ser renovados por su Espíritu en lo más íntimo de nuestro ser. El pecado es una infidelidad al amor que Dios nos tiene, y no una mera infracción de un código externo. El pecado nos separa de Dios, principio de vida. El perdón que Dios nos regalaes una nueva creación, una renovación interior expresada mediante la imagen de "un corazón nuevo". La purificación profunda que el salmista pide a Diosproduce la restauración de las relacionescon Dios. El pecador arrepentido se siente perdonado por Diosy quiere que todos los conozcan: "Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza"

Quiere que todo el mundo experimente la misericordia de Dios y se hace pregonero de su amor. Dios acepta como única ofrenda "un corazón quebrantado y humillado".

2.- En evangelio de Lucas se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En los tres relatos se repiten los binomios, perdido-encontrado y tristeza-alegría. La lejanía de Dios es lo que produce la pérdida y su cercanía la posibilidad del encuentro. La tristeza por la soledad experimentada lejos de Dios se transforma en alegría tras el encuentro. Es Dios quien toma la iniciativa de buscar al extraviado, simbolizado en la oveja perdida, la moneda o el hijo pródigo. Es Dios el auténtico protagonista de las tres parábolas. Por eso, el título que deberían recibir es el de parábolas de "El padre que busca y que perdona".

3.- La actitud de Dios es la acogida, la comprensión y el perdón. Es semejante a lo queme contó hace unos días un joven: "Una mañana cuando me dirigía al trabajo en mi coche recién estrenado fui golpeado levemente en el parachoques por otro automóvil. Los dos vehículos se detuvieron y el chico que conducía el otro coche bajó para ver los daños. Yo estaba asustado, reconocía que la culpa había sido mía. Me daba terror tener que contarle a mi padre lo que me había sucedido, sabiendo que sólo hacía dos días que mi padre lo había comprado. El otro chico se mostró muy comprensivo tras intercambiar los datos relativos a las licencias y el número de matrícula de ambos vehículos. Cuando abrí la guantera para sacar los documentos me encontré que con un sobre donde vi una nota de puño y letra de mi padre, que decía: "hijo, en caso de accidente, recuerda que a quien quiero es a ti, no al coche".

Yo pensé al escuchar este relato: si esto lo hacen los padres y los amigos, cuánto más Dios que es Padre misericordioso. Pensé además, que Dios nos da siempre una nueva oportunidad y comprendí qué entrañables eran las palabras que escribió San Agustín tras su conversión. "Ahora te amo a ti sólo, a ti sólo sigo y busco, a ti sólo estoy dispuesto a servir, porque tú sólo justamente señoreas. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz". Comprendíqué es la auténtica conversión y lo que significa el amor misericordioso de Dios.


37. - DIOS ES PADRE

Por Ángel Gómez Escorial

1. - Casi siempre, cuando pedimos algo a Dios Padre, le exigimos que ejerza su poder y no su cariño. Si rogamos por la salud de un enfermo vamos a solicitar su curación rápida --y milagrosa-- y no pedimos que ese Dios que es Padre envíe todo su amor al entorno difícil del enfermo. Han pasado diez mil años desde los inicios de los conocimientos históricos del Viejo Testamento y acabamos de cumplir los dos mil años de la llegada del Hombre Dios a la tierra y, sin embargo, seguimos igual. Nuestra imagen de Dios rezuma poder, no amor. Y es ahí donde más nos equivocamos.

Las historias que se cuentan en el Antiguo Testamento son maravillosamente repetitivas. Dios Padre ruega a su pueblo elegido que vuelva. Ese pueblo es díscolo, olvidadizo y malvado. Pero Dios espera su arrepentimiento. Duplica sus alianzas y olvida el incumplimiento para tener cerca a sus hijos. Es todo una historia amor sublime. Jesús, su Hijo, será el rostro visible del Dios invisible. Y además mostrará esa condición entrañable del Dios poderoso. Es para Él y para nosotros Abba --papá, papaíto--, pendiente de sus hijos y dispuestos a perdonarlos siempre. La Redención significa, sobre todo, el conocimiento exacto de Dios --tras haber asumido la carne humana-- del pecado de los hombres. El sufrimiento existió y Jesús experimentó la tortura física y psicológica de los pecados de todos los hombres.

2. - La historia de Jesús en la tierra fue muy dramática. Él acudía hecho hombre para incluir en la existencia humana de todos los tiempos una presencia divina en, precisamente, las experiencias humanas. Y, sin embargo, los contemporáneos de Cristo decidieron darle la espalda, odiarle e instrumentar la muerte más dura y afrentosa que podía darse: la crucifixión, reservada a los delincuentes de más baja estofa. Nuestra aproximación argumental a la Pasión de Cristo nos lleva a descubrir que el mal del Malo está presente, que es activo y que, por supuesto, no es una invención. Dios quiso --mediante la Encarnación de su hijo-- acercar al hombre a la naturaleza divina. Y el demonio quiso evitar con todo su poder tal camino. Luego, ciertamente, el gran amor de Dios por la humanidad generó el enorme poder de la Resurrección de Jesús y la glorificación de su cuerpo humano. La herencia --primogénito entre los muertos-- iba a ser para todos los hombres, que fehacientemente eran ya, "poco inferior a los ángeles". Se había producido la más grande derrota del Maligno.

3. - Hemos de acoger con sosiego y esperanza las lecturas de este Domingo Vigésimocuarto del Tiempo Ordinario. Los textos están elegidos muy bien, dentro de la sorprendente maestría "ideológica" que tiene la Liturgia. Por un lado tenemos el fragmento del Éxodo. En varias ocasiones el pueblo liberado se rebela contra Dios por la dureza del camino en el desierto. A veces es Moisés quien ruega al Señor piedad, pero otras en el mismo Dios Padre quien envía a su colaborador Moisés a que los anime. En este relato se demuestra que, en muchas ocasiones, el hombre prefiere la esclavitud cómoda que la libertad sin pan. El Éxodo iba a ser a su vez un camino de liberación y de reencuentro con Dios. Sin duda, Egipto --la estancia allí-- corrompió religiosamente al Pueblo de Israel. Hacia falta ese peregrinaje duro, para volver a encontrar a Dios. Pero el camino no fue imposible. No faltó el agua, ni el alimento. Algunas veces, nosotros mismos hoy debemos desear ir al Desierto para encontrar a Dios. El mundo cómodo actual, su tendencia a la paganización, su ausencia de amor por los demás, nos debe llevar al Desierto. A la mayoría nos falta un tiempo de reflexión en soledad, solo en presencia de Dios, para abandonar muchos de los contrasentidos que encadenan nuestra vida. Y de ahí ha de surgir un arrepentimiento jubiloso que haga más objetiva nuestra vida, alejada de los pertinaces engaños del Maligno.

4.- San Pablo, con su estilo directo, refleja la misión más importante de Jesús: su capacidad para reconciliar a los hombres con Dios Padre. El perdón de los pecados, ejercido en proximidad existencial, fue --sin duda-- una gran novedad para esos tiempos. Era, por supuesto, Dios quien perdonaba los pecados. Cristo lo hizo de manera material y dejó como herencia a la Iglesia esa facultad. "Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores...". Y esa novedad permanece en nosotros gracias al Sacramento de la Reconciliación.

5. - El texto del Evangelio de esta semana es largo. En las acotaciones del Misal Romano indica que se puede prescindir de la lectura de la parábola del Hijo Pródigo. Es posible que se quiera dar más "posición" a la "primera parte", a la búsqueda de la oveja perdida para que no se diluya con uno de los relatos más bellos de toda la Biblia: el Regreso del Hijo Pródigo. Pero sea como sea, se complementa muy bien y merece alargar la lectura y la reflexión al respecto. Va ser San Lucas quien mejor nos presente siempre esa idea de Dios como Padre amoroso. Y como decíamos antes la globalidad del relato bíblico es la búsqueda cariñosa del Dios Poderoso de su pueblo díscolo. Lo que da una profundidad impresionante a nuestra fe es el conocimiento de que Dios es amor. Y a partir de ahí el amor es un ingrediente fundamental para la existencia humana. Lo contrario, el desamor, el odio, es la personificación del Mal.

Una de nuestras mayores obligaciones solidarias como seguidores de Cristo es lograr la conversión de los otros hombres para que reine la alegría en nosotros y en el Cielo. El ejercicio del apostolado es insoslayable y cada uno deberá encontrar como mejor hacerlo. En la mayoría de las ocasiones Dios llama mediante "segundas personas". La conversión siempre necesita de una mano amiga. Dios puede hacerlo de otra manera y ahí está la caída del caballo de San Pablo o la cancioncilla misteriosa --toma y lee-- que escuchó Agustín en el jardín. Pero la mayoría de las veces es un voz amiga la que te acerca a Dios. O un libro. Siempre hay alguien cercano que te pone en la vía más cercana para tomar el tren de Dios. No podemos, pues, obviar nuestra dedicación a la conversión de los demás, aunque como parafraseando a San Pablo no podemos olvidar la nuestra propia. Nunca terminamos de estar convertidos del todo y ese es un camino constante.

Lo importante para la reflexión de este domingo será el amor grande que el Padre nos tiene y, de hecho, el hace posible nuestra vuelta. Lo que ocurre es que dentro del uso de nuestra libertad nosotros debemos avanzar voluntariamente a su encuentro y recibir su abrazo aún en el camino, cuando El nos ha divisado a lo lejos. Reiteramos lo dicho al principio: las lecturas de esta semana deben de ser meditadas y contempladas de manera muy especial, porque en ellas se expresa esa realidad, a veces no entendida, ni admitida y que es la ternura de Dios hacía nosotros.


38. SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO 2004

Los cristianos en las circunstancias actuales andamos desconcertados. Una ola creciente de materialismo nos invade, han muerto casi todas las viejas utopías, una política monetarista y de realismo a ultranza se impone a todos los niveles; la sociedad se seculariza a marchas forzadas, parece como si en ella la barca de Pedro –la iglesia, comunidad de comunidades- fuera a hundirse. Y ante esto, los que todavía nos encontramos en el redil tenemos la tendencia a replegarnos para formar un círculo cerrado. Muchos se han ido, y los hemos despedido con tristeza y resignación. Otros no entran en el aprisco, porque el panorama no les atrae. Quedamos unos pocos que, replegados sobre nosotros mismos, nos dedicamos a salvar-conservar lo que nos queda, ya que mucho se ha perdido. Da la impresión de que se han ido las noventa y nueve ovejas, quedando sólo una, a cuya atención y conservación estamos dedicados por entero.

Dos parábolas del evangelio de Lucas, la de la oveja perdida y la de la mujer que perdió la moneda, y una tercera, la del hijo pródigo, invitan a un cambio de táctica y de estrategia pastoral.

Por muy malos tiempos que corran, por mucha adversidad que nos rodee, por muy grande que sea la ola de secularismo que nos invada, los cristianos no podemos dedicarnos a conservar lo que tenemos, pues cada vez iremos a menos. La actitud cristiana tiene que ser arriesgada, aunque no insensata: hay que dejar a buen recaudo lo que ya tenemos y salir del aprisco para buscar la oveja perdida; hay que barrer la casa para encontrar la moneda que se escondió entre las ranuras de las piedras del suelo; hay que recibir con brazos abiertos al hijo que se fue y, cuando esto suceda, hay que hacer una fiesta grande.

Lo que sucede es que, con frecuencia, no estamos dispuestos a esto. Nos resulta incómodo salir a buscar la oveja perdida o barrer toda la casa para hallar una sola moneda. Nos parecemos al hijo mayor de la parábola que prefería la ausencia de su hermano y no vio con buenos ojos la acogida del padre. Aquel hijo mayor no aprendió lo fundamental. Mientras en una familia falta un hermano, la familia está rota. No es posible ni la alegría ni la fiesta, o éstas son pasajeras e incompletas. El plan de Dios de restaurar la familia humana, dividida desde Caín, exige una capacidad inmensa de olvido y de perdón. Y él no estaba dispuesto a perdonar, porque tampoco había aprendido a amar. Quien ama, perdona siempre, excusa siempre, olvida siempre. Por eso necesitó la lección magistral del padre, imagen de Dios, que acogió al hermano menor, mandó vestirlo de las mejores ropas, y organizó una fiesta por su vuelta.

Tal vez por esto nuestras comunidades no tengan mucha alegría: hay tantos hermanos que faltan... Falta tanto interés por ir a su búsqueda y acogerlos a su vuelta... No es extraño que, con esa estrategia de conservar y cuidar lo que tenemos, antes o después lo perdamos todo.

La promesa de Dios a Abrahán, recordada en la primera lectura de este domingo, sigue vigente: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo…” Dios habla de multiplicar y no de dividir o venir a menos. Ese Dios –que está dispuesto incluso a perdonar a su pueblo, que mientras Moisés subió al monte, se olvidó de Dios- mantiene su palabra. Pero esta promesa requiere –para que se haga realidad- nuestra participación activa, buscando la oveja y la moneda perdidas y acogiendo al hermano que se ha ido, pero vuelve arrepentido. Nuestra comunidad tiene que ser extrovertida por naturaleza. Pablo, en la segunda lectura, da gracias a Dios, porque ha experimentado en él mismo su compasión y perdón, confiándole el ministerio de anunciar el evangelio a los paganos, esos que no es que se hayan ido, sino que no han pertenecido nunca a la comunidad, y a los que hay que anunciar el evangelio. No podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos, tenemos que salir a buscar a quienes se han ido o a los que nunca han oído el mensaje del Señor para invitarlos a la fiesta de la comunidad.

Para la revisión de vida

¿Cómo puedo vivir yo la misericordia de Dios, de la que nos hablan estas parábolas?

¿Y cómo puedo yo vivir esa misericordia a escala histórica, en la construcción de la historia, es decir, ejerciendo la misericordia con los pueblos crucificados, tomando posición en el drama histórico que los crucifica?

Para la reunión de grupo

- Jesús, que en estas parábolas nos habla de la misericordia de Dios Padre, fue él mismo reflejo y revelación de esa misericordia. Enumerar los gestos de Jesús que nos evocan su misericordia.

- Orígenes decía: "Dios es aquello que una persona pone por encima de todo lo demás". ¿Cuál puede ser hoy la idolatría más común?

- Estudiar y comentar el artículo de Jon Sobrino sobre "la Iglesia Samaritana y el principio misericordia" (http://servicioskoinonia.org/relat/192.htm)

Para la oración de los fieles

- -Para que nuestra comunidad cristiana no excluya ni margine a nadie, sino que viva profundamente la actitud misericordiosa que Jesús propone, roguemos al Señor...

- -Por todos lo que no tienen trabajo, que viven desempleados, que han sido excluidos del mundo laboral... para que no se resignen a la pasividad, sino que pongan sus energías al servicio de la transformación de esta sociedad que les excluye...

- -Para que no caigamos en la idolatría de adorar el becerro de oro, la idolatría de poner la consecución del dinero y la riqueza por encima de todo otro valor...

Oración comunitaria
Dios Padre y Madre de misericordia, que dejas a las noventa y nueve ovejas y te vas a buscar a la oveja extraviada: danos la gracia de imitarte con entrañas de verdadera misericordia en nuestra vida. Por Jesucristo nuestro Señor.


39. Comentario: Rev. D. Alfonso Riobó Serván (Madrid, España)

«Habrá (...) alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»

Hoy consideramos una de las parábolas más conocidas del Evangelio: la del hijo pródigo, que, advirtiendo la gravedad de la ofensa hecha a su padre, regresa a él y es acogido con enorme alegría.

Podemos remontarnos hasta el comienzo del pasaje, para encontrar la ocasión que permite a Jesucristo exponer esta parábola. Sucedía, según nos dice la Escritura, que «todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Él para oírle» (Lc 15,1), y esto sorprendía a fariseos y escribas, que murmuraban: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2). Les parece que el Señor no debería compartir su tiempo y su amistad con personas de vida poco recta. Se cierran ante quien, lejos de Dios, necesita conversión.

Pero, si la parábola enseña que nadie está perdido para Dios, y anima a todo pecador llenándole de confianza y haciéndole conocer su bondad, encierra también una importante enseñanza para quien, aparentemente, no necesita convertirse: no juzgue que alguien es “malo” ni excluya a nadie, procure actuar en todo momento con la generosidad del padre que acepta a su hijo. El recelo del mayor de los hijos, relatado al final de la parábola, coincide con el escándalo inicial de los fariseos.

En esta parábola no solamente es invitado a la conversión quien patentemente la necesita, sino también quien no cree necesitarla. Sus destinatarios no son solamente los publicanos y pecadores, sino igualmente los fariseos y escribas; no son solamente los que viven de espaldas a Dios, sino quizá nosotros, que hemos recibido tanto de Él y que, sin embargo, nos conformamos con lo que le damos a cambio y no somos generosos en el trato con los otros. Introducidos en el misterio del amor de Dios —nos dice el Concilio Vaticano II— hemos recibido una llamada a entablar una relación personal con Él mismo, a emprender un camino espiritual para pasar del hombre viejo al nuevo hombre perfecto según Cristo.

La conversión que necesitamos podría ser menos llamativa, pero quizá ha de ser más radical y profunda, y más constante y mantenida: Dios nos pide que nos convirtamos al amor.


40. Reflexión:

Las Lecturas de este Domingo nos hablan del perdón del Señor. En la Primera Lectura (Ex. 32, 7-11. 13-14) vemos a Moisés intercediendo por el Pueblo de Israel, al cual había sacado de la esclavitud en Egipto y poco después se había desviado del camino, yéndose a la idolatría, pues estaban adorando una estatua de metal. Dios deseaba castigar a ese pueblo “cabeza dura”, nos dice la Lectura. Pero Moisés pide al Señor que no lo destruyera, y el Señor perdonó al Pueblo pervertido.

En la Segunda Lectura (1 Tim. 1, 12-17) tenemos la confesión de San Pablo a su discípulo Timoteo. En esa Carta San Pablo reconoce haber sido blasfemo y perseguidor de la Iglesia de Cristo. Y habla de cómo el Señor -a pesar de todo eso- le había tenido confianza para ponerlo a su servicio. San Pablo le asegura a Timoteo que “Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores”. Recordemos eso nosotros: el propósito de la venida de Cristo al mundo fue para buscar y salvar a los pecadores. Como hizo con Pablo, quien, en palabras de su Carta, se confiesa el más grande pecador.

El Evangelio (Lc. 15, 1-32) nos habla de tres parábolas de Nuestro Señor Jesucristo sobre el perdón a los pecadores. Son parábolas que muestran gráficamente cómo es la Misericordia Divina.

La primera: la de la oveja perdida. El Señor es el Pastor preocupado por una ovejita que forma parte de un rebaño de cien ovejas. Y el Pastor no descansa hasta que la busca, la encuentra herida, la cura, la monta sobre sus hombros y vuelve alegre a casa.

Esa es la actitud del Señor con cada pecador que se aleja -como se alejó del rebaño la oveja perdida. Lo busca, lo sana -es decir, lo perdona- y lo vuelve al redil. Eso hace el Señor cada vez que cada uno de nosotros se aleja por el pecado. Y -además- se alegra y hay gran celebración en el Cielo por cada pecador que se arrepiente y vuelve al camino ... por cada oveja que vuelve al redil.

La segunda es la de la moneda perdida, cuya dueña, a pesar de tener otras nueve monedas en su poder, mueve toda la casa hasta encontrar la moneda que se le había desaparecido. No falta el toque femenino: la mujer debe haber informado a todo el vecindario sobre su problema. De allí que, al encontrar su décima moneda reúne a amigas y vecinas para celebrar.

Por último el Evangelio narra esa bellísima parábola del hijo pródigo.

Ya oímos la historia: el hijo menor pide su herencia, se va de la casa del padre y malbarata todo el dinero. Queda sin siquiera que comer: no podía ni comer la comida de los cerdos. Y ante esa situación decide volver casa de su padre, arrepentido, ya no en calidad de hijo, sino de obrero. El padre -lejos de reprenderlo- (ya el hijo había recibido su lección) lo recibe con una gran fiesta para celebrar la vuelta del hijo perdido.

Por eso, recordando las palabras del hijo pródigo, hemos cantado en el Salmo: “Iré a la casa de mi Padre”. Todos somos hijos pródigos cuando nos alejamos de Dios.

Y Nuestro Señor Jesucristo nos quiere hacer ver con esas parábolas de la oveja perdida y del hijo perdido, cómo es el perdón y la misericordia de Dios Padre. Son ¡tan grandes! ¡tan grandes! que los hombres no somos capaces de comprenderlas. Como no la comprendía el hermano mayor del hijo pródigo, el cual quería justicia, no misericordia.

¡Claro! Son tan grandes el Amor y la Misericordia de Dios porque son ¡infinitas! ... como lo son todas las cualidades de Dios. A los ojos humanos esas actitudes divinas resultan hasta ilógicas.

El hijo mayor, que siempre estuvo en la casa, no entendía la actitud del padre. Los seres humanos tenemos esa misma visión corta sobre las fallas de los demás que tiene el hermano del muchacho que regresa.

Pero el Amor de Dios no tiene límites: perdona siempre. Pero sí tiene una condición: que estemos arrepentidos; es decir, que reconozcamos nuestra culpa.

A veces el Señor nos induce y nos ayuda a reconocer nuestras faltas. Nos busca como buscó a la oveja perdida, por montes y valles, hasta que nos encuentra y nos regresa. A veces nos deja la cuerda bien larga como al hijo pródigo. Con ése esperó que las circunstancias de la vida que había escogido lo hiciera ver su errores. A veces tiene que usar formas diferentes.

Las parábolas del Evangelio, nos recuerdan nuestra propia historia de rebeldía o de rebeldías contra Dios. Siempre queremos disponer nosotros cómo ha de ser nuestra vida. Y esa actitud de independencia ante Dios nos puede llevar al pecado y a irnos alejando de Dios, quizá sin darnos mucha cuenta.

Y Dios -en su Amor y en su Misericordia infinitos- nos llama y nos busca, de muchas maneras, para que le respondamos, para que nos arrepintamos, para El podernos perdonar. Dios siempre nos quiere perdonar. No nos busca para reprendernos, ni para castigarnos. Nos busca para perdonarnos.

En este Domingo dedicado a meditar sobre el perdón de Dios, pensemos en nuestras rebeldías, pensemos en nuestras faltas, pensemos en nuestros vicios y pecados. Y acerquémonos a Dios en el Sacramento de la Confesión, donde Cristo nos espera, para darnos su perdón de boca y de manos del Sacerdote.

Homilía.org


41. FLUVIUM 2004

Un Dios que perdona

Es muy oportuno meditar esta página de san Lucas en todo tiempo. Jesús muestra, no sólo a los escribas y fariseos que murmuraban de Él entonces, sino a la humanidad de ahora y de siempre, qué significan los Mandamientos y cómo es el corazón de Dios. De la mano del Santo Padre, Juan Pablo II, meditemos brevemente esta parábola. Asistidos por el Espíritu Santo, concluiremos con el Papa, que Dios es un Padre amantísimo de sus hijos los hombres y que nuestro único verdadero mal es apartarnos de Él.

"El hombre, todo hombre –afirma Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Reconciliación y Penitencia–, es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado –incluso–, desde el fondo de la propia miseria, por el deseo de volver a la casa del Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación".

Sin embargo, parece que necesitamos reconvencernos una y otra vez de que nuestro Creador y Señor es verdaderamente bueno y digno de toda confianza. Será preciso comprender que si no lo vemos lleno de bondad es posiblemente porque vivimos apegados a nuestras apetencncias, fijos los ojos en esos otros bienes que tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen. Por el contrario, "hechizados" –según dice gráficamente el Santo Padre– por unos deleites pasajeros, nos desviamos del camino que ha dispuesto nuestro Padre Dios para llegar a Él. Por eso, es muy conveniente que nos sintamos protagonistas de la parábola evangélica encarnando la figura del hijo menor. Es preciso sentirnos aludidos, reconocer que más de una vez nos importó poco el ambiente acogedor de la vida cristiana –que por momentos se nos hacía odioso– y las costumbres de la Iglesia: el hogar en la tierra de nuestro Padre del Cielo.

A veces, en efecto, nos sucede como al hijo menor de la parábola: soñamos con ideales de vida que son ajenos al querer de Quien nos pensó, y nos dio la existencia y todos nuestros talentos. Nos consta su bondad al vernos en el lugar de privilegio que, según su voluntad, ocupamos en este mundo frente al resto de la creación. Estamos convencidos también, como aquel hijo menor, de que nunca nos faltará lo necesario para ser felices si somos fieles, porque vivimos con un Padre muy bueno. Sin embargo, de cuando en cuando nos ciegan las pasiones y se apodera de nosotros el orgullo: desconfiamos de Dios para hacer nuestro antojo –comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama, riquezas, sensualidad, honores, poder, orgullo, etc.–, que en ese momento preferimos a su voluntad.

Al poco tiempo –muchos años es también poco tiempo en la historia del mundo– vamos a experimentar necesariamente el hastío. Sucede siempre –sólo nos puede saciar Dios–, que cualquier otro ideal logrado, distinto de Él mismo, nos acaba pareciendo pequeño. Y no es raro que la injusticia propia de las obras sin Dios, se vuelva contra el injusto y acabemos pagando en propia carne las consecuencias de nuestros desvaríos. Así sucede a los egoístas, que son tristes; a los que mienten, que pierden credibilidad; a los orgullosos, que se quedan solos... Como a aquel hijo menor, las consecuencias de los propios pecados nos harán sufrir.

Que la experiencia de la poquedad la personal, con la tristeza que le acompaña, nos hagan recapacitar, como recapacitó aquel hijo, y que volvamos arrepentidos cada vez que sea preciso al sacramento de la Penitencia. Nuestro Padre Dios nos espera siempre y nuestra Madre se alegra lo indecible con nuestro regreso.


42.

Reflexión

Cuenta la famosa leyenda de la guerra de Troya que el héroe de los griegos, Aquiles, era hijo de una diosa y, por tanto, era inmortal. Pero sólo tenía un punto débil, que era el talón. Y fue precisamente allí donde fue herido, por una flecha, y murió. Perdóneseme la analogía, pero yo creo que podríamos aplicar un poco este símil a Dios nuestro Señor. Sabemos que Él es Todopoderoso, pero también tiene Él –si podemos hablar de un modo humano— su punto débil.

El ya fallecido cardenal vietnamita Francois Nguyen van Thuan solía decir que, aunque pareciera herejía, él amaba a Jesús por sus defectos. Y el primer defecto –decía— es que Nuestro Señor no tiene buena memoria. ¿Cómo era posible, si no, que sobre la cruz, perdonara todos los crímenes a aquel ladrón que estaba crucificado con él a su derecha, y de un plumazo le cancelara toda su deuda? “En verdad te digo –le dijo al ladrón— hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Y lo mismo hizo el Señor con la pecadora pública, con Zaqueo, con la adúltera, con la samaritana y con tanta gente pecadora que se encontró a lo largo de la vida. Si Jesús fuera como nosotros, les hubiéramos dicho: “Sí, te perdono, pero antes tienes que expiar todas tus culpas con 20 años de purgatorio”…

Efectivamente, Dios nuestro Señor también tiene su punto débil. Y es su infinito amor y su misericordia. Nadie que haya acudido a Él con sinceridad y con el corazón arrepentido, y le haya pedido perdón, ha quedado jamás defraudado. Todo el Antiguo Testamento está lleno de gestos de misericordia de parte de Dios. Accede a las súplicas de Abraham y de Moisés, cuando interceden por su pueblo y le piden perdón por sus pecados; los profetas –sobre todo Isaías, Jeremías y Oseas— fueron fieles transmisores de la bondad y de la ternura de Dios hacia el pueblo de Israel. Pero es sobre todo con Jesús en donde aparece mucho más patente el corazón infinitamente amoroso y misericordioso de nuestro Padre celestial.

Todo el Evangelio es una prueba constante del perdón generoso que Jesús nos alcanza de parte de Dios. Toda su vida pública fue un acto ininterrumpido de misericordia: la predicación del amor del Padre, los milagros y curaciones sin número que obraba por doquier, movido sólo por su gran bondad y compasión hacia toda clase de gentes; y, al final de su vida, la entrega más total y desinteresada en su pasión y en su cruz para salvarnos, para redimirnos del pecado y alcanzarnos el premio del paraíso por medio de su muerte y su resurrección.

En el pasaje evangélico de hoy, Jesús nos narra tres hermosas parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, también perdido y luego encontrado.
Nosotros, los seres humanos, nos perdemos muchas veces a lo largo de nuestra vida: perdemos el camino, la ruta, nos escondemos de Dios y lo ofrendemos, tal vez gravemente. Y quizá en ocasiones no hemos querido saber nada de Él, a pesar de haber sido Él nuestro gran bienhechor.

Él nos ha dado todo: la vida, el ser, la fe, la familia, la educación, los sacramentos, la felicidad… TODO, absolutamente todo. Y nosotros, como hijos malcriados y caprichosos, le hemos echado en cara, con gran despecho e ingratitud, nuestros mismos errores y maldades, culpándolo a Él de nuestra desgracia y ceguera voluntaria.

Ese hijo ingrato de la parábola somos, definitivamente, cada uno de nosotros. También tú y yo, como aquel hijo, hemos pedido al padre la herencia y nos hemos “largado” de casa para vivir a nuestras anchas, libres de la “esclavitud” del padre, para derrochar sus bienes con malas compañías llevando una vida libertina y disoluta. Pero todo lo material es caduco y se acaba. Y, en poco tiempo, el hijo aquel se encontró en la miseria, sin dinero y, obviamente, sin amigos.

Llegó tan bajo en su prostración que se puso, en un país extraño, a cuidar cerdos, en una pocilga; hubiese querido llenar su vientre con las algarrobas que comían las bestias, pero nadie se las daba. ¡Hasta dónde había llegado la miseria de aquel que era un hijo de rey! Es eso lo que nosotros, hijos amados de Dios, hemos hecho con nuestra dignidad a causa de nuestro pecado.

El hijo, entonces, comienza a pensar con inmensa nostalgia en la casa de su padre. Y, para poder llenar su vientre –motivos no del todo nobles, pero Dios se vale también de eso para hacernos volver a Él—, se decide regresar a la casa paterna. Seguramente sentiría una profunda vergüenza y confusión. ¿Con qué cara se presentaría ahora a su padre, después de todo lo que había hecho? Pero su hambre y su necesidad fue más fuerte que su vergüenza. Y se puso en camino.

Pero lo mejor de todo viene a continuación. Todos los días –continúa la narración— el padre aquel se subía a la terraza del palacio para ver si volvía su hijo. ¿Qué padre, aquí en la tierra, sigue esperando el regreso de un hijo que se ha comportado como un sinvergüenza y como un ingrato, y que ha derrochado toda la herencia? Y, si acaso volviera, con rostro adusto, seguro que le daría una buena reprimenda y un castigo severo para que aprendiera a comportarse como se debe y que todo hay que pagarlo a su debido precio.
Sin embargo, cuando, después de meses y de años de espera, por fin ve venir a lo lejos a su hijo, a aquel bondadoso anciano se le conmueven las entrañas y le da mil vuelcos el corazón; los ojos se le convierten en un mar de lágrimas por la alegría y el alma se le derrite en infinita ternura. Y enseguida, como puede, aquel padre sale corriendo al encuentro de su hijo y se le echa al cuello, lo abraza, lo acaricia y lo cubre de besos. Y enseguida manda que lo laven y le perfumen, le pongan el vestido más rico y espléndido, calcen sus pies con sandalias y le pongan un anillo en su mano, signos todos de su dignidad y nobleza recuperada…

El hijo no se esperaba nada de esto, ni soñó jamás con aquel recibimiento. Él sólo quería un poco de pan y un techo donde cobijarse del invierno, aunque el resto de sus días fuera como el “último de los jornaleros”. Al fin y al cabo, él se lo había buscado y se lo había merecido. Y bien sabía que no era digno de nada más que eso. ¡Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse con el corazón inmensamente tierno y cariñoso de su padre, que lo perdonaba y lo seguía amando como siempre lo había amado, a pesar de todo!

Así de maravilloso es nuestro Padre Dios con nosotros. Él siempre nos ama y nos acoge, aunque nosotros nos hayamos comportado como aquel hijo pródigo. Él nos perdona todo, absolutamente todo, con infinita ternura, incondicionalmente, e incluso nos ahorra la vergüenza de tener que humillarnos. Su comprensión es tan gigantesca y tan misericordiosa que nos hace más fácil el camino del retorno; y cuando, al fin, nos postramos para reconciliarnos, Él nos levanta, nos recibe con un fuerte y tierno abrazo, y nos cubre de besos y de caricias.

Ojalá que nunca le tengamos miedo a Dios y nos acerquemos con inmensa confianza al sacramento de la reconciliación. Él siempre nos acogerá, infinitamente mejor que el padre de la parábola. Sólo así descubriremos el corazón dulce y bondadoso de Dios, nos daremos cuenta de que es incapaz de resistirse a la misericordia y conoceremos, por propia experiencia, ¡¡que Dios es Amor!!


43.

ROMA, viernes, 14 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia del próximo domingo, XXIV del tiempo ordinario.

* * *

XXIV Domingo del tiempo ordinario [C]
Exodo 32, 7-11.13-14; I Timoteo 1, 12-17; Lucas 15, 1-32

El padre corrió a su encuentro

En la liturgia de este domingo se lee íntegramente el capítulo decimoquinto del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas llamadas «de la misericordia»: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. «Un padre tenía dos hijos...». Basta con oír estas palabras para que quien tenga una mínima familiaridad con el Evangelio exclame enseguida: ¡la parábola del hijo pródigo! En otras ocasiones he subrayado el significado espiritual de parábola: esta vez desearía subrayar en ella un aspecto poco desarrollado, pero extremadamente actual y cercano a la vida. En su fondo la parábola no es sino la historia de una reconciliación entre padre e hijo, y todos sabemos qué vital es una reconciliación así para la felicidad tanto de padres como de hijos.

Quién sabe por qué la literatura, el arte, el espectáculo, la publicidad, se aprovechan de una sola relación humana: la de trasfondo erótico entre el hombre y la mujer, entre esposo y esposa. Publicidad y espectáculo no hacen más que cocinar este plato de mil maneras. Dejamos en cambio sin explorar otra relación humana igualmente universal y vital, otra de las grandes fuentes de alegría de la vida: la relación padre-hijo, el gozo de la paternidad. En literatura la única obra que trata de verdad este tema es la «Carta al padre», de F. Kafka (la famosa novela «Padres e hijos» de Turgenev no trata en realidad de la relación entre padres e hijos, sino entre generaciones distintas).

Si en cambio se ahonda con serenidad y objetividad en el corazón del hombre se descubre que, en la mayoría de los casos, una relación conseguida, intensa y serena con los hijos es, para un hombre adulto y maduro, no menos importante y satisfactoria que la relación hombre-mujer. Sabemos cuán importante es esta relación también para el hijo o la hija y el tremendo vacío que deja su ruptura.

Igual que el cáncer ataca, habitualmente, los órganos más delicados del hombre y de la mujer, la potencia destructora del pecado y del mal ataca los núcleos vitales de la existencia humana. No hay nada que se someta al abuso, a la explotación y a la violencia como la relación hombre-mujer, y no hay nada que esté tan expuesto a la deformación como la relación padre-hijo: autoritarismo, paternalismo, rebelión, rechazo, incomunicación.

No hay que generalizar. Existen casos de relaciones bellísimas entre padre e hijo y yo mismo he conocido varias de ellas. Pero sabemos que hay también, y más numerosos, casos negativos de relaciones difíciles entre padres e hijos. En el profeta Isaías se lee esta exclamación de Dios: «Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (Is 1, 2). Creo que muchos padres hoy en día saben, por experiencia, qué quieren decir estas palabras.

El sufrimiento es recíproco; no es como en la parábola, donde la culpa es única y exclusivamente del hijo... Hay padres cuyo sufrimiento más profundo en la vida es ser rechazados o hasta despreciados por los hijos. Y hay hijos cuyo sufrimiento más profundo e inconfesado es sentirse incomprendidos, no estimados o incluso rechazados por el padre.

He insistido en el aspecto humano y existencial de la parábola del hijo pródigo. Pero no se trata sólo de esto, o sea, de mejorar la calidad de vida en este mundo. Entra en el esfuerzo de una nueva evangelización la iniciativa de una gran reconciliación entre padres e hijos y la necesidad de una sanación profunda de su relación. Se sabe lo mucho que la relación con el padre terreno puede influir, positiva o negativamente, en la propia relación con el Padre celestial y por lo tanto la misma vida cristiana. Cuando nació el precursor Juan Bautista el ángel dijo que una de sus tareas sería la de «hacer volver los corazones de los padres a los hijos y los corazones de los hijos hacia los padres» [Cf. Lc 1,17. Ndr], una misión más actual que nunca.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


44.

Ciclo C – Textos: Ex 32, 7-11.13-14; 1 Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32.

P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México).

Idea principal: El rostro de la misericordia es Jesús (Papa Francisco).

Síntesis del mensaje: la liturgia de este domingo viene a reforzar el mensaje de este año de la misericordia. En las tres lecturas el corazón de Dios rebosa de amor misericordioso. Tanto Yahvé, que perdona a su pueblo por intercesión de Moisés (1ª lectura), como Pablo, que se siente personalmente objeto del perdón de Cristo (2ª lectura), como las tres parábolas de Jesús en el evangelio –el reencuentro de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo perdido-, nos invitan hoy, no sólo a meditar y experimentar en la misericordia de Dios, sino también a ser misericordiosos con nuestros hermanos.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, Moisés paró la ira de Yahvé y Yahvé tuvo misericordia de su pueblo (1ª lectura). El pueblo de Israel cometió el gravísimo pecado de la idolatría, con el becerro de oro que se fabricaron y en torno al cual cantaron y bailaron, adorándole como el “dios” que les había liberado de Egipto, y rompiendo la Alianza que hacía poco había hecho Dios con ese pueblo. Pecado éste que merece de por sí un castigo divino muy severo, tanto que hace indignar al mismo Dios y quiere encender su ira contra ese pueblo infiel hasta consumirlos, y le pide a Moisés que destruya este pueblo y forme otro. Entonces, Moisés no acepta esta propuesta, e intercede por su pueblo, suplicando misericordia. Comienza a pleitear con Dios con toda confianza para que se apiade de su pueblo. ¿Qué argumentos le da Moisés para persuadir a Dios? “Señor, es tu pueblo, no mío…Fuiste tú quien los libraste de la esclavitud, no yo…Hiciste una promesa con Abrahán, Isaac y Jacob, y tienes que cumplirla”. Y Moisés convenció a Dios. Y Dios se arrepintió de la amenaza.

En segundo lugar, Pablo hace hoy una especie de confesión general para agradecer a Cristo su gran misericordia con él (2ª lectura). Se confiesa de que fue un blasfemo, un perseguidor y un violento. Confiesa que no es digno de ser apóstol y pregonero de la Buena Nueva de Jesús. Y como se siente perdonado, se abre totalmente al Señor. Termina su confesión con una profesión cristológica de su fe. El perdón de Dios provocó en él una grande alegría, gratitud y un deseo inmenso de ir por todo el mundo pregonando la gran noticia: “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero”. Pablo se benefició de esta misericordia de un modo particular. Además, su ejemplo debe infundir ánimo a todos: “si a mí me perdonó, mucho más a vosotros”. Y no todo fue fácil para Pablo, lo sabemos. Él mismo confesó: “No hago lo que quiero sino lo que no quiero” (Rom 7, 15). Esto mismo dijo el poeta Ovidio, pagano del siglo I y II y desterrado de Roma a la desembocadura del Danubio por un lío de faldas imperiales: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor”. ¡Gran misterio esto del pecado! Pero mayor y más lúcida es la misericordia de Dios.

Finalmente, Cristo, narrando las parábolas de la misericordia, está sintetizando el núcleo de todo el evangelio: la misericordia de Dios. Pero la misericordia de Dios pide estas condiciones: reconocerse pecador, pedir perdón y abrirse a la misericordia divina. Primero, todos somos pecadores. Hemos idolatrado tantas cosas: dinero, trabajo, personas. Halagados por los incentivos de este mundo y ansiosos de libertad sin frenos ni límites, nos fuimos de casa, y nos pusimos a las órdenes de tantos porquerizos que nos contrataron por un puñado de plata, pero nos quitaron la dignidad; y hasta sentimos envidia de los gruñones cerdos que se revolcaban ahí libremente. Como ovejas aventureras, dejamos el redil para probar suerte en otros rebaños y recorrer caminos de muerte, llenos de zarzas y lobos, y nos quedamos balando día y noche en busca de nuestro auténtico Pastor. Dilapidamos, no una moneda sino muchas joyas del alma de manera superficial y pecaminosa, por estar jugando en tantos casinos cuyo resplandor nos atrajo. Segundo, pero tenemos que pedir perdón, pues nuestro pecado ofende a Dios Padre, a Cristo nuestro Hermano mayor, al Espíritu Santo, nuestro Huésped del alma, a la Iglesia de la que formamos parte, y a nuestros hermanos, pues todos formamos el Cuerpo místico de Cristo. Y, tercero, debemos abrirnos con confianza a los brazos misericordiosos del Padre Dios, lleno de ternura y comprensión, que no sólo nos espera en casa, sino que nos busca, y al encontrarnos alegre nos limpia, nos sube a su cuello y nos besa y acaricia. ¡Qué grande y misericordioso es Dios! También nosotros, como dice el Papa Francisco forzando neologismos, una vez “misericordiados”, debemos ser “misericordiosos” para con nuestros hermanos, y no duros e implacables como esos fariseos criticones y soberbios del evangelio.

Para reflexionar: ¿Adoro otros dioses? ¿Me reconozco pecador? ¿Me arrepiento de mis pecados? ¿Acudo con frecuencia al sacramento de la confesión? ¿He experimentado la alegría del perdón de Dios? ¿Me he alegrado al ver tan feliz a Dios perdonándome? ¿Soy misericordioso con mis hermanos? ¿O soy duro e implacable con ellos?

Para rezar:

Padre,
me declaro culpable, pido clemencia, perdón por mis pecados.
Me acerco a ti con absoluta confianza
porque sé que tú prefieres la penitencia a la muerte del pecador (cfr. Ezequiel 33,11)
A ti no te gusta ni la venganza ni el rencor, tu corazón es compasivo y misericordioso,
y sé que sólo estás esperando a que tenga la humildad de reconocer mi pecado, arrepentirme y pedir perdón
para desbordar la abundancia de tu misericordia.
“Cuando confesamos nuestros pecados, Dios, fiel y justo, nos los perdona” (1 Jn 1,9)
Miro al horizonte: veo tus brazos abiertos y un corazón de Padre
queriendo atraerme con lazos de un amor infinito.
Padre, perdóname, quiero recibir el abrazo eterno.