43 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIV
CICLO C
17-30

17.

1. El testimonio del Padre 

Siendo el tema de hoy uno de los más repetidos en la pastoral, trataremos de centrarnos  en algunos puntos de mayor interés para la maduración de nuestra fe. Lo que más resalta en la parábola es la figura de Dios Padre y la relación que mantiene  con sus hijos.

Jesús nos presenta una típica familia de campo: todos trabajan para lo mismo; la tierra es  patrimonio familiar, por lo que es grave pecado pretender dividirla... Sin embargo, para aquel padre lo importante no era todo eso sino la relación con sus  hijos. Respeta su libertad, sabe esperar y callar. Ante la petición del menor, accede. Sabe que su hijo ya no es un niño: quiere hacer su vida y el padre comprende, no sin  gran dolor.

Después, la larga y confiada espera. Es que conoce a fondo el corazón de su hijo: sabe  de su debilidad, pero también de las posibilidades que hay en él. Sabe que tiene que  hacerse hombre en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus bienes a cambio de la  madurez de su hijo. Su testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para  el hijo en desgracia.

Así ve Jesús a Dios, el «Padre» por excelencia. No impone su voluntad ni mendiga el  cariño de nadie. Le dio la libertad al hombre y acepta el riesgo de su desobediencia y el  desafío del pecado... sin resentimiento.

Es un Dios que cree en el amor; y que el amor es más fuerte que el pecado más  tremendo. Cree que el amor puede transformar al hombre; por eso espera. Es un amor que  se adelanta a todo gesto de arrepentimiento; un amor -gran paradoja- que hace vivir al  pecador.

Un Dios que no tiene más ley que el amor ni más justicia que el perdón; sin tribunales, ni  fiscales ni cárceles. Sólo tiene casa que quiere llenar con la alegría de sus hijos. Ya  bastante tribunal y juez tiene cada uno con su conciencia; ya bastante cárcel es la vida de  todos los días con sus heridas y limitaciones.

Un Dios que no castiga ni aplasta sino que espera en silencio el proceso de liberación  interior de cada hombre: duro y trabajoso parto hacia la luz...

Y es una pena que los cristianos, a lo largo de los siglos, hayamos fabricado otro Dios,  otro modelo de «padre». El Padre de la severidad y del miedo, del premio y del castigo. El  de la ley y del código; el de la obediencia ciega y el del cumplimiento frío e interesado de su  voluntad. Es el padre que oprime a sus hijos con una larga lista de «no se debe hacer»,  «eso está mal», «si no cumples esto, tendrás tu merecido...». Es el Dios-padre que fabricó  una sociedad que tenía necesidad de oprimir a los hombres y de mantenerlos en perpetuo  infantilismo.

Y es una pena que Ia misma Iglesia haya fabricado una religión que muchas veces tiene  más de derecho romano que del Evangelio de Lucas; iglesia llena de tribunales, jueces y  acusadores; una iglesia sin segundas ni terceras oportunidades... ¿No será ésta la iglesia  del hijo mayor de la parábola? 

2. El camino del pecado 

Otro concepto que se clarifica mucho desde la luz de esta parábola es el pecado. El pecado aparece como una decisión personal, como algo que define a uno mismo. Más  que un acto malo, es una actitud en la que el hombre pretende encontrarse consigo mismo,  si bien acabará en un frágil espejismo.

El hijo menor -también aquí se contrasta la cómoda postura del mayor- quiso hacer su  vida y tener nombre propio. En eso tenía plena razón; solamente que se equivocó de  camino. Acostumbrado al solícito amor protector del padre, creyó que la vida era cosa muy  fácil. Nunca había reparado en el sacrificio que le había costado al padre levantar su casa y  su hacienda; por eso no le dio importancia y se fue...

El pecado aparece, pues, como la fuga de la condición humana, como un evadirse de la  responsabilidad de todos los días, como un negarse a construir algo en un proceso lento y  un tanto duro. El pecado es -como dirá Jesús- «un camino ancho y fácil...».

De ahí que el pecado aparezca como la tentación permanente del hombre, un ser en  constante construcción de sí mismo. La vida no está hecha ni acabada. Pero la pereza se  filtra en el proceso, como el pecado esencial del hombre: negarse a trabajar en la  construcción de uno mismo y en la construcción de la propia comunidad o familia. En el inconsciente del hombre yace la tentación de Adán que quiso muy pronto hacerse  dios para escapar a su situación de hombre: trabajador y luchador. Es la tentación que nos  llega en oleadas sucesivas: ¿Para qué trabajar si puedo vivir a costa de otros? ¿Para qué  ser fiel en mi matrimonio si puedo aprovechar esta fácil oportunidad? ¿Para qué sacrificar  mis horas por la comunidad.... para qué..., para qué...? 

Y el pecado llega, llama y golpea a la puerta con fuerza. Bastan pocos minutos para  destrozar una familia; pocas horas para destruir un país levantado en años o siglos de  esfuerzo. Nada importante. Porque el pecado es egoísmo ciego y totalitario. La esencia del  pecado -thánatos, muerte- es destruir y levantar la bandera del «yo» y «solamente yo». Pecadores, muy despacio comprendemos que el yo se construye sobre el no-yo, sobre el  vaciamiento de nuestro instinto de muerte. Entonces surge la vida del «nosotros», difícil  palabra que la humanidad aún no aprendió a pronunciar; todavía está en la etapa del niño  pequeño que grita: «Esto es mío..., mi juguete..., mi torta..., mi mamá . . . » 

Y el hijo menor parte de la casa, abandona el hogar; da las espaldas al padre. No  podemos comprender el pecado si antes no comprendemos que formamos una comunidad,  la familia de los hombres. El pecado nos vuelve contra esa comunidad.

Por eso, el pecado «no es cosa mía», como a veces decimos; porque esa cosa mía atenta  contra muchos, contra el bien de otros, contra la «cosa nuestra» de la comunidad. Así,  quien odia, deja de aportar amor; quien miente, deja de aportar verdad. No hay, entonces,  término medio: o aportamos en la construcción de la comunidad o colaboramos en su  debilitamiento y destrucción.

El famoso slogan: «Yo y mi Dios», fórmula tan típica del mundo «occidental y cristiano»,  no tiene nada que ver con el mensaje de Jesucristo.

Ahora el hijo está lejos de su casa y libre de toda responsabilidad. A veces, se mantiene la  ilusión de libertad y felicidad; después, la cruda y cruel realidad lo vuelve en sí. Está solo;  tremendamente solo. Vacío, desnudo, hambriento. Es el último eslabón del egoísmo: sólo  yo...

Y, por primera vez en su vida, comprende que ha perdido su dignidad de hombre y de  hijo. Y siente envidia de los puercos... El pecado, en efecto, nos prostituye, y esa prostitución es su peor castigo. Una íntima  vergüenza nos invade, prisioneros de una ilusión suicida. «Soy un pobre-hombre»,  concluimos.

Es la sensación que todos, alguna vez, hemos vivido: esa rara mezcla de amargura,  desazón, vergüenza y lástima de nosotros mismos. Son los momentos en que tocamos con  nuestras propias manos nuestro límite, para reconocer al fin que nos hemos equivocado.  Pero aún no sabemos si ese sentimiento es orgullo herido o sincero arrepentimiento. Sin embargo -esto es lo maravilloso de la vida-, esa amarga y humillante experiencia  puede ser el punto de partida de un nuevo y largo camino: el camino de la reconstrucción de  la vida. Nunca la partida está totalmente perdida; nunca la debilidad es tan grande; nunca el  egoísmo es tan ciego... En el fondo de uno mismo -fondo misterioso e insondable- hay una  fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga, una fuerza sobrehumana.

Descubrir que en ese fondo está Dios esperándonos pacientemente para iniciar la nueva  etapa de nuestra liberación es, quizá, la experiencia más rica y densa del ser humano. Al  sentirnos pecadores descubrimos, en efecto, que cada uno es sujeto y actor de su propio  destino...

Fue lo que no supo hacer el hijo mayor; no porque no fuera pecador, sino porque ni  siquiera había descubierto que era un hombre.

3. El proceso de la conversión CV/PROCESO:

La parábola describe tres momentos en la conversión del hombre: «Recapacitando  entonces se dijo... me pondré en camino... adonde está mi padre.» 

Lo primero: pensar y reflexionar... Cada día cometemos errores y nos desviamos. Pero  eso es parte de nuestra condición de hombres. Si queremos ser hombres auténticos,  enfrentémonos con los hechos, juzguemos nuestra propia conducta y avancemos. Mirar nuestro pasado, reconocer nuestros errores, aceptar nuestro pecado... Todo eso  supone sinceridad y valentía. Y también es un acto de esperanza: creer en nosotros  mismos; confiar en el amor del Padre.

El hijo menor cree, pero aún no lo suficiente. El amor del padre fue mucho más allá de lo  que él había imaginado.

No hay conversión sin fe en uno mismo. He ahí una seria secuela del pecado: socava  nuestra confianza; nos vuelve esclavos de una vieja situación que suponemos irreparable. Después viene el momento más crítico: levantarse...

Y partir, desandar el camino, corregir un rumbo, volver a la comunidad.

En ese «levantarse» del hijo hay todo un sentido de resurrección y de re-generación:  nacer de nuevo a otro estilo de vida. Hay que sepultar el pasado y enterrar una vida vieja y  absurda. Pero el hombre no muere: renace.

Y el hijo vuelve a la casa. Es un paso inevitable: lo llamamos «reparación». Si antes se ha  destruido algo, ahora hay que volverlo a construir. Si antes se rompió con la comunidad,  ahora hay que reconciliarse. Sin esto, la conversión es una simple palabra vacía.

Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los  pecados, convirtiendo el perdón en un acto individualista, frío y cerrado: «Yo me las arreglo  con Dios», decimos. Y, por eso mismo, hemos hecho de la confesión sacramental un rito  incongruente, hueco, desprovisto de calor y de vida. Un acto infantil en el que el  hijo-pecador se somete a la reprimenda del padre-malo a quien se promete el oro y el moro,  para volver a repetir la misma historia una y otra vez...

Quisiéramos concluir con otra reflexión acerca del perdón de los pecados. En la parábola  no se dice que el padre perdonó al hijo; al contrario, la parábola supera ese concepto  demasiado enmarcado en un contexto de infantilismo. Pero sí dice el padre: «Este hijo mío  estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.» 

El perdón no es algo que se otorga o que se recibe, sino algo que se construye, porque  es la vuelta al amor, a un amor más profundo y duradero. Perdonar y ser perdonado  significa volver a amar; el perdón es la síntesis de dos amores: un amor muerto que resucita  y un amor fiel que recibe.

Primero fue el abrazo del padre con el hijo. Después vino la fiesta: la familia se ha  reencontrado. Sólo faltó a la cita el hijo mayor -expresión de los fariseos-, que reprocha a su  padre porque no le dio un cabrito para premiar su obediencia...

Insistimos: debemos superar un concepto infantil de perdón de los pecados. No puede ser  que sigamos creyendo que, por ir al confesonario o arrepentirnos interiormente, «recibimos  el perdón de Dios». Así obra el niño pequeño que, después de haber roto una copa de  cristal, se presenta a la madre para que le perdone... Aún no ha entendido -por su propia  inmadurez- que es uno mismo quien debe saber darse cuenta cuándo ha obrado mal y que  lo que corresponde después es reparar, reconstruyendo de alguna forma lo destruido. La parábola -una página evangélica que refleja una madurez religiosa y psicológica- nos  obliga a cambiar nuestro concepto de Dios-padre, del pecado y del perdón de los pecados.  Todo es mucho más dinámico y personal que lo enseñado en estos últimos siglos de  individualismo moralizante.

El perdón de los pecados, aunque se haga en un sacramento en nombre de Dios, es algo  vacío e inútil si no expresa todo un proceso de cambio de mentalidad y de vida. Debemos  superar esa imagen minimalista de un Dios que da su perdón al final de un rito humillante.  Más que hablar de perdón de los pecados, debemos hablar de reconciliación del hombre  consigo mismo y con la comunidad; de reconstrucción de la vida; de reparación de un  pasado estéril. Es vergonzoso que en cinco minutos de confesonario pretendamos quedar  con la «conciencia tranquila» cuando sabemos positivamente que, en realidad, todo sigue  igual y nada ha cambiado. Como también es vergonzoso el concepto de misericordia infinita  de Dios, basado en una absolución semanal de las mismas faltas que esconden la misma  pereza de toda una vida.

Aunque Lucas sólo hubiera descrito esta parábola, tendríamos motivos para cambiar todo  un esquema religioso.

Y si el siglo moderno ha descubierto la palabra «terapia» para expresar la superación del  hombre de sus conflictos, es porque los cristianos nos hemos olvidado de que siempre,  tanto en el Evangelio como en los primeros escritos cristianos, el proceso de conversión fue  descrito como una auténtica «curación o terapia» del pecador. Bien lo dijo el criado al  hermano mayor, que preguntaba qué estaba pasando en la casa: «Ha vuelto tu hermano, y  tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». 

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 252 ss.


18. D/BUSQUEDA 

CAMINOS

Son cada vez más las personas que, habiendo abandonado la práctica religiosa  tradicional, sienten sin embargo la nostalgia de Dios. Hay algo que desde lo más hondo de  su ser les invita a buscar el Misterio último de la vida.

Desearían encontrarse con un Dios Amigo, verdadera fuente de vida y alegría. Pero,  ¿dónde encontrar signos de su presencia? ¿Qué caminos seguir para iniciar su búsqueda?  ¿Qué novedad introducir en una vida superficial tan alejada de cualquier experiencia  religiosa? 

El primer camino puede ser la naturaleza. A pesar de los estragos que se han cometido  contra ella, el hombre puede vislumbrar todavía en el cosmos a su Creador. Ese universo  que nos rodea, escenario fascinante donde se refleja de mil formas la belleza, la fuerza y el  misterio de la vida, puede ser una invitación callada para orientar el corazón hacia aquel que  es el origen de todo ser. La llegada del otoño con sus colores teñidos de nostalgia y su  invitación al recogimiento, ¿no será para nadie presencia humilde del Misterio insondable? 

Otro camino para elevar nuestro espíritu hacia Dios puede ser la experiencia estética. El  disfrute de la belleza artística invita y remite hacia la absoluta belleza y gloria de Dios. En  medio de una vida tan agitada y dispersa que nos impide escuchar nuestros deseos y  aspiraciones más nobles, ¿no puede ser el goce musical una experiencia que cree en  nosotros un espacio interior nuevo e inicie un movimiento regenerador y una actitud más  abierta hacia el Misterio de Dios? 

Otro camino es, sin duda, el encuentro amoroso entre las personas. La amistad  entrañable, el disfrute íntimo del amor, el perdón mutuo, la confianza compartida son  experiencias que nos hacen saborear la existencia de una manera más honda, nos liberan  de la inseguridad, la soledad y la tristeza, y nos invitan a vislumbrar la ternura y acogida  incondicional de Dios. ¿No pueden nunca unos esposos disfrutar sus encuentros amorosos  presintiendo la plenitud insondable del que es sólo Amor? 

Para los cristianos, el primer camino es Jesucristo. Estoy convencido de que para muchos  que se han alejado de la Iglesia, conocer mejor a Jesús, leer sin prejuicios su mensaje,  dejarse ganar por su Espíritu y sintonizar con su estilo de vivir, puede ser el camino más  seguro para descubrir el verdadero rostro de Dios.

La parábola del hijo pródigo nos recuerda que todos vivimos demasiado olvidados de  Dios, estropeando nuestra vida de muchas maneras, lejos de aquel que podría introducir  una alegría nueva en nuestra existencia. Pero Dios está ahí, en el interior mismo de la vida,  nos espera y nos busca.

Más aún. Dios se deja encontrar hasta por quienes no se interesan por él. Recordemos  aquellas palabras sorprendentes del profeta Isaías. Así dice Dios: "Yo me he dejado  encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me  buscaban. Dije: Aquí estoy, aquí estoy".

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 105 s.


19. SFT/ESCANDALO  D/MAL 

¿DONDE ESTA DIOS? 

Jesús ha insistido, de muchas maneras, en la idea de que Dios es un Padre cuya bondad  no llegamos los hombres a sospechar. Ha utilizado toda clase de gestos, parábolas y  recursos para despertar en los hombres una confianza radical en Dios Padre.

Las parábolas que hoy escuchamos nos lo recuerdan de nuevo. Dios no puede «sufrir»  que el hombre se pierda. Y su mayor alegría es la vida, la felicidad y plenitud de los  hombres.

Pero, ¿es esto verdad? Probablemente, durante estos días de tragedia, han sido  bastantes los creyentes a los que ha atormentado una pregunta inevitable en lo secreto de  su corazón: ¿Dónde está ahora Dios? 

¿Cómo puede Dios «respirar» tranquilo, mientras sus hijos se ahogan en el agua, el barro  y la impotencia? Si Dios es realmente nuestro Padre y, al mismo tiempo, Señor del mundo,  ¿por qué no evita desgracias? ¿por qué se calla? ¿dónde se oculta? 

Quizás algunos han encontrado una respuesta y sospechan que todo esto no es sino un  castigo que Dios nos envía por nuestros pecados. Pero el Dios del que nos habla Jesús no  es un tirano que se lanza sobre los hombres para destruirlos a causa de sus pecados, sino  un Padre que sale al camino de todo hombre perdido para abrazarlo y celebrar su vuelta a  la vida.

Pero, entonces, ¿dónde está Dios? Precisamente en el corazón mismo de nuestro  sufrimiento. Dios no solamente ha sufrido por nosotros. Dios ha sufrido y sufre con  nosotros.

Dios no nos salva a los hombres arrancándonos del mundo y de los riesgos de esta vida  terrestre. Dios nos salva en el mundo, encarnándose en nuestra impotencia, nuestros  miedos y nuestro dolor.

Dios está en todo hombre que sufre. Ese silencio incomprensible de Dios no es el silencio  de alguien lejano e indiferente. Es el silencio de un Dios que sufre junto a nosotros y habita  desde dentro nuestro dolor.

La escena ha sido muy divulgada. Un niño judío se estremece con los estertores de la  muerte, colgado de una horca en un patio del campo de concentración de Auschwitz. De  pronto, se escucha el grito desesperado de un presidiario: «¿Dónde está Dios?~. Y otro  compañero de prisión responde casi susurrando: "Ahí, en la horca". Esta es la fe de los que  creemos en un Dios crucificado.

Esta cercanía de Dios no es algo inútil y estéril. No es tampoco una intervención poderosa  que rompe las leyes de la naturaleza para ahorrarnos riesgos y sufrimiento. Es la presencia  humilde, respetuosa y solidaria de un Padre que conduce misteriosamente la historia  dolorosa de los hombres hacia la Vida definitiva.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 345 s.


20. P/QUÉ-ES:

Siempre hay salida 

Tomás de Aquino decía que «a Dios no podemos ofenderlo a menos que  actuemos contra nuestro bien». Es una frase poco citada y que, sin embargo, constituye una  espléndida formulación de lo que es esa palabra, «pecado», que aparece en tantas páginas  de la Biblia. En la misma línea, un gran exegeta, S. Lyonnet, afirma que para la Biblia el  pecado aparece como la negativa del hombre a dejarse amar por Dios.

Hoy hemos escuchado un evangelio excepcionalmente largo. Las normas litúrgicas  permiten que sólo se lean las dos primeras parábolas y que se pueda omitir la del «padre  bueno» -y no tanto del hijo pródigo o de los dos hermanos-, que hemos escuchado otra vez  durante la cuaresma. Pero, ¿quién se atreve a recortar este texto impresionante que es la  mejor definición del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo Jesús? 

Un comentarista de estas parábolas afirma que constituyen la quintaesencia del evangelio  o «el evangelio del evangelio»; la buena noticia dentro de un relato que es todo él, a su vez,  una buena y feliz noticia. Porque Jesús no nos da grandes definiciones sobre quién es Dios,  sino que nos lo presenta actuando, en esas parábolas que nos acercan más al misterio de  Dios que los conceptos intelectuales.

Después de leer estas parábolas se entiende mejor por qué Jesús llama a Dios con ese  nombre sorprendente -tan impresionante que ha sido conservado en la propia lengua de  Jesús- Abba, «papaíto», la expresión familiar e infantil usada por los niños al dirigirse a su  padre.

Las tres parábolas vienen precedidas por una introducción: el escándalo de los fariseos y  letrados porque «ese acoge a los pecadores y come con ellos». Y ese aprovecha esta  ocasión para darles y darnos una lección sobre quién es Dios. La parábola de la oveja  perdida aparece también en el evangelio de Mateo, pero en un contexto distinto: mientras  Mateo subraya la idea de ir a buscar la oveja perdida, Lucas pone en primer plano la alegría  de haberla encontrado. La parábola de la dracma perdida está únicamente en Lucas: es la  mujer que sólo tiene diez moneditas de plata para la sarta de su tocado. Barre la habitación  oscura, que sólo tiene una apertura -la puerta- con la esperanza de oír el tintinear de la  moneda en el suelo.

Las dos parábolas acaban con una formulación similar: «¡Felicitadme! He encontrado a la  oveja o a la moneda que se me había perdido». No dice felicitad a la oveja que ha vuelto a  la seguridad del redil, cargada sobre los hombros del pastor, sino que Dios dice: felicitadme  a mí, compartid mi alegría porque yo he encontrado lo que amaba y se me había perdido. Y  el relato del Padre bueno expresa la alegría del que ha recuperado a este hijo suyo que  había muerto y ha vuelto a vivir, que se había perdido y se le ha encontrado. Por eso hay  que hacer fiesta y alegrarse, porque «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que  se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».

Hace pocos días un joven me cuestionaba durante una confesión qué es lo que significa  realmente la reconciliación con Dios. Es algo que tenemos como asumido y quizá poco  rumiado y meditado. Recuerdo una vieja canción infantil, cuyo texto decía así: «Vamos,  niños, al sagrario, que Jesús llorando está». Creo que ese texto refleja algo de lo que  seguimos sintiendo sobre nuestro pecado.

En aquellos viejos ejercicios predicados del pasado se nos decía que nuestros pecados  descargaban sobre el cuerpo de Jesús en su flagelación o se convertían en las espinas de  la corona, sobre la que los soldados del pretorio descargaban sus golpes. En los días de  carnaval se exponía el Santísimo y se organizaban «horas santas», porque el Señor estaba  triste por los pecados de los hombres, y nosotros acudíamos a repararle. Hay que decir, con  contundencia, que este planteamiento no es correcto: que Cristo resucitado está junto a  Dios y participa del gozo del cielo definitivo que todos esperamos.

Romano Guardini afirmaba que cuando Jesús dice que ha venido a buscar no a los justos  sino a los pecadores, en realidad significa que ha venido a buscar a todos, ya que nadie  puede presumir de ser justo. Y esta es la experiencia de nuestro pecado personal: esa  vivencia interior, que todos debemos tener, si somos honestos y no nos engañamos a  nosotros mismos, de que no vivimos como debiéramos, de que no respondemos a las  verdaderas exigencias que brotan de nuestro ser, de que estamos muy lejos de llegar al  nivel que nos manifiesta el evangelio; de que hemos recibido muchos talentos y no les  sacamos partido.

Es la misma experiencia personal que san Pablo reflejaba en la segunda lectura: «Yo era  un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y, si queréis, podemos también repetir las  mismas palabras de justificación que usaba el Apóstol: «Yo no era creyente y no sabía lo  que hacía», curiosamente las mismas palabras que Jesús pronuncia en la cruz.

Y, sin embargo, el Dios revelado por Jesús no reacciona como el Dios que dialoga con  Moisés, amenazando con descargar su cólera contra un pueblo idólatra. Precisamente el  texto de Pablo es la misma experiencia que tuvo aquel hijo pródigo al regresar a la casa  paterna: «Dios tuvo compasión de mí..., derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor  cristiano». Y si de Pablo, blasfemo, perseguidor y violento, Dios tuvo compasión, también  «podéis fiaros -dice- y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para  salvar a los pecadores y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí; para que en mí,  el primero, mostrara Cristo toda su paciencia».

Por todo ello, Pablo da gracias a Cristo, «que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este  ministerio». Es lo que también sintió el hijo pródigo al volver de sus caminos errados: recibió  el mejor traje, el anillo de hijo, las sandalias en los pies, la fiesta con el ternero cebado. Para  Dios, aquel hombre que había vivido disolutamente y había dilapidado sus bienes y talentos,  volvía a ser otra vez hijo y había que organizar una gran fiesta... Es lo que podemos sentir  todos al ponernos en paz con Dios.

Volvemos a Tomás de Aquino: «A Dios no podemos ofenderlo a menos que actuemos  contra nuestro bien». Dios no es alguien que se enoja por nuestros pecados porque son  una desobediencia a sus leyes y normas o violan su santísima y omnipotente voluntad. Dios  es el Padre que nos quiere y que se llena de alegría cuando actuamos en nuestro bien y,  porque nos quiere, no es indiferente a nuestro propio mal.

Nadie como los padres -y quizá más aún las madres- pueden entenderlo mejor: ante el  hijo que se droga o va por malos caminos, lo primero no es la apelación. al  desagradecimiento o a las normas de conducta violadas... Lo primario es el mal que ese hijo  se está haciendo a sí mismo. Así es también, e infinitamente más, Dios. Por eso también,  nadie mejor que los padres para comprender la gran alegría del hijo perdido y encontrado,  del que estaba muerto y ha vuelto a la vida; sin duda mayor que por los otros hijos que no  transitan por malos caminos.

Así es también Dios, así es el Abba que Jesús nos ha revelado: alguien que siempre nos  busca, alguien que siempre nos espera, alguien que dice: «¡Felicitadme, porque este hijo  estaba muerto y ha vuelto a la vida!». Cuando nos reconciliamos con Dios, cuando  reconocemos ante él el mal uso que hacemos de nuestros talentos, solemos hablar de  nuestra paz recuperada. ¿No deberíamos pensar también en la alegría de un Padre que  exclama: «¡Felicitadme, porque este hijo estaba perdido y ha sido encontrado!»?  El mismo Tomás de Aquino decía que «no hay que esperar de Dios algo menor que él  mismo». Es lo que dice también un texto de J. A. Pagola: «Por muy perdidos que nos  encontremos, por muy fracasados que nos sintamos, por muy culpables que nos veamos,  siempre hay salida. Cuando nos encontramos perdidos, una cosa es segura: Dios nos está  buscando». Dios me está buscando: siempre me espera un Dios que es Padre, un Dios del  que no debo esperar algo menor que él mismo: su perdón y su amor.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 313 ss.


21. COMER CON LOS PECADORES 

Hace muchos años vi MONSIEUR VINCENT. Era una película sobre San Vicente de Paúl,  protagonizada por Pierre Fresnay, aquel gran actor francés. Una escena me impresionó  sobre todas. Presentaba a Monsieur Vincent en su confesonario, escuchando con paciencia  la retahíla «pietista» de un grupo de «damas de postín». Ya su actitud de chismorreo  mientras «hacían cola», denotaba que, más que una reforma de su propia vida, lo que  buscaban era «presumir de director espiritual»: ¡la moda de la época! Pues, bien; llegaba un  momento en que el santo, decidida y ostensiblemente, abandonaba a las «beatas», para  correr tras los desheredados y miserables, que pululaban como moscas por los barrios de  París.

Me he acordado de esta escena ante el Jesús del evangelio de hoy, a quien los fariseos  acusaban de «sentarse a comer con los publicanos y pecadores». Fue entonces cuando  Jesús contó la historia del «pastor que dejó las noventa y nueve, para ir tras la oveja  perdida».

Y ése es el tema. No cabe duda que resulta reconfortante atender los fervores espirituales  de los elegidos y cultivados. El mismo Jesús vivió horas muy placenteras en Betania, oasis  de paz. Todos hemos disfrutado alimentando grupos, más o menos selectos, en los que no  existía el rechazo, sino que vibraban a un mismo compás.

Pero se imponen nuevos campos. El pastor ha visto que, por una larga cadena de  razones, no una, sino muchas ovejas, se han ido del rebaño, se han alejado, como el  pródigo, de la casa paterna. De una época triunfal, en la que la voz del Papa y los pastores,  al menos externamente, era seguida por la mayoría y las vocaciones proliferaban y los  jóvenes querían ser formados en «cristiano», hemos pasado a una sociedad desacralizada  en la que la «increencia» y «los alejados» no son «rara avis», sino «el pan de cada día». La  GAUDIUM ET SPES nos advirtió claramente que el ateísmo no es ya un fenómeno aislado,  sino que ha invadido el campo del arte, la literatura, la ciencia y las legislaciones. Los libros  se han multiplicado desde entonces. Ahí están las exhaustivas pastorales de nuestro obispo  «ante el reto de la increencia». Y nuestros ojos, por otra parte, lo constatan cada día, ya  que la increencia ha tocado de ala a todos: a nuestras familias, a nuestros amigos, quizá a  nosotros mismos.

¿Que hacer? Hay tres tentaciones, en todo caso, que convendría evitar:  1º.-Atrincherarnos y aislarnos: «Si ellos se han ido, allá ellos, ¡es su problema!». ¡Eso hacía  el hermano mayor, negándose a aceptar la vuelta del pródigo! 2°.-«Jugar a  escandalizarnos» de la Iglesia, cuando nos invita a «sentarnos con los pecadores y comer  con ellos». Y 3°.-«Subirnos a las almenas de nuestro castillo, para «lanzar dardos de  anatema» contra todos los que se han alejado. «No podemos subirnos al podio de una  pretendida perfección y desde allí, juzgar, condenar o reprobar a los extraños», dice  certeramente uno de los documentos de nuestro Sínodo.

Al contrario, ante esta innegable realidad, habrá que ir asimilando la doctrina del Vaticano  II, cuando dice que «los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los hombres, lo son  también de los discípulos de Cristo». Ese es igualmente el claro mensaje de la «Ecclesiam  suam», cuando nos invita a «entrar en diálogo» con todos: «los cercanos y los alejados», es  decir, con ésos que solemos llamar «la oveja descarriada». 

ELVIRA-1.Págs. 261 s.


22.

La gente de "mala fama" es amiga de Jesús. A él mismo lo tildaron de glotón, borracho y  persona poco recomendable. Sin embargo, la acción de Jesús en medio de proscritos,  enfermos y gente de mala fama, muestra la acción redentora de Dios. 

La salvación que Jesús ofrece, no consiste simplemente en una recuperación de los  marginados a la sociedad que los había rechazado. La salvación significa, ante todo, un  restablecimiento de la dignidad de la persona y una nueva consciencia. Importa más la  persona en su valor humano y no el que sea muy piadosa. Por esto, la obra de Jesús  consiste en recuperar la dignidad de la persona ante sí misma y ante una comunidad que  por ningún motivo discrimina. La persona redimida adquiere con el gesto de Jesús una  nueva consciencia que le permite ponerse en camino para llegara a ser una nuevo sujeto,  libre y solidario. 

Este comportamiento enfureció a escribas y fariseos que estaban llenos de complejos  sectarios y de superioridad. Por esto, Jesús propone tres narraciones que ilustran la actitud  que toma Dios ante los pecadores.

La primera, narra cómo noventa y nueve ovejas permanecen el corral mientras una se  pierde. El pastor sale a buscarla y cuando la encuentra, no la reprende por su falta, sino  que se alegra de que esté viva. Se regocija con amigos y vecinos porque la unidad, la  totalidad de la comunidad, se ha mantenido. Esta comparación cuestiona la errada actitud  de los fariseos que se consideraban a si mismo justos y excluyen del pueblo de Dios a los  pecadores. Jesús con su actitud demuestra que Dios no está interesado en los que se  justifican a sí mismos, sino en los que están peligrando en su extravío.

La segunda comparación, muestra la actitud de una mujer que ve incompleta la colección  de monedas que había recibido como regalo de bodas. Su interés es preservar el valor del  grupo. Las diez monedas valen porque están juntas, son símbolo de buena suerte. Por esto,  prende la luz y barre hasta encontrarla. Esa moneda perdida tiene tanto valor como las otras  nueve y por eso es motivo de alegría. 

La tercera, la parábola del hijo pródigo, muestra la actitud de un padre frente a sus dos  únicos hijos. El hijo menor se comporta de manera absurda. Pide la herencia al padre, lo  que era igual a desear la muerte del progenitor. La malgasta en tonterías y termina  postrado, víctima de su propia incompetencia. El hermano mayor, por el contrario, es el  modelo de la persona correcta. Trabaja en la casa y se porta como un servidor más (v. 29).  Sin embargo, el padre anhela la presencia del hijo ausente. Su corazón se alegra cuando lo  ve regresar. El menor, arruinado y arrepentido, trata de ponerse a nivel de los sirvientes,  pero el padre lo coloca en el lugar más alto y hace fiesta por su presencia. Mientras tanto, el  mayor se queda fuera y no comprende desde su lógica sectaria y exclusivista por qué razón  hay fiesta por un pecador. El padre lo invita a cambiar su actitud y a comportarse como  verdadero hijo y hermano, alegrándose porque se ha salvado la vida del descarriado.

Nosotros muchas veces, sin una visión misericordiosa, tratamos de convertir el espacio de  la comunidad en un lugar de exclusión. Nos autoerigimos como grupo inmaculado y  cerramos la puerta a los que por negligencia, ignorancia o cualquier otro motivo, no llevan  una vida correcta. De este modo, el grupo se convierte en una secta fanática, como lo eran  los fariseos. Jesús, con su actitud y palabra nos llama a convertir nuestra mentalidad y a no  jugar con las mismas reglas de los grupos cerrados. La comunidad cristiana debe ser un  espacio de acogida, donde se valore la dignidad de las personas y se tenga en cuenta sus  iniciativas de cambio. 

Preguntémonos ahora: ¿Son nuestras comunidades espacios donde se acoge a los seres  humanos en problemas? ¿Tenemos una mentalidad abierta que nos permita ver la obra de  Dios en medio de la perdición y el abandono? ¿Cultivamos personal y comunitariamente una  actitud misericordiosa con todos los hermanos que han caído en desgracia?

Para la conversión personal

¿Cómo puedo vivir yo la misericordia de Dios, de la que nos hablan estas parábolas?  ¿Y cómo puedo yo vivir esa misericordia a escala histórica, en la construcción de la  historia, es decir, ejerciendo la misericordia con los pueblos crucificados, tomando posición  en el drama histórico que los crucifica? 

Para la reunión de la comunidad o del círculo bíblico

Jesús, que en estas parábolas nos habla de la misericordia de Dios Padre, fue él mismo  reflejo y revelación de esa misericordia. Enumerar los gestos de Jesús que nos evocan su  misericordia.

Orígenes decía: "Dios es aquello que una persona pone por encima de todo lo demás".  ¿Cuál puede ser hoy la idolatría más común? 

Estudiar y comentar el artículo de Jon Sobrino sobre "la Iglesia Samaritana y el principio  misericordia" 

Para la oración de los fieles

-Para que nuestra comunidad cristiana no excluya ni margine a nadie, sino que viva  profundamente la actitud misericordiosa que Jesús propone, roguemos al Señor...

-Por todos lo que no tienen trabajo, que viven desempleados, que han sido excluidos del  mundo laboral... para que no se resignen a la pasividad, sino que pongan sus energías al  servicio de la transformación de esta sociedad que les excluye...

-Para que no caigamos en la idolatría de adorar el becerro de oro, la idolatría de poner la  consecución del dinero y la riqueza por encima de todo otro valor...

Oración comunitaria

Dios Padre y Madre de misericordia, que dejas a las noventa y nueve ovejas y te vas a  buscar a la oveja extraviada: danos la gracia de imitarte con entrañas de verdadera  misericordia en nuestra vida. Por Jesucristo nuestro Señor. 

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


23.

Los razones del hijo mayor 

Sinceramente, cuando escuchamos este evangelio, quizá más de una vez hemos pensado  que realmente el padre es injusto con su hijo mayor. Y que el hijo mayor tiene razón al  quejarse. 

Porque él ha hecho todo lo que tenía que hacer, ha trabajado al servicio de la casa, no ha  creado ningún conflicto, ha ayudado en todo, buena parte de la riqueza familiar es fruto de  su esfuerzo... ¡y nunca ha recibido ninguna compensación, ningún premio! Y aunque sea  verdad lo que dice su padre de que todo lo que hay en la casa puede considerarlo como si  fuera suyo, la realidad es que el que decide cómo se gasta el dinero es el padre, y nunca ha  tenido el detalle de darle un cabrito para montar una fiesta con sus amigos. 

Desde luego, no es nada raro que al hijo mayor, que precisamente volvía del trabajo,  cansado de la dura jornada, no le hiciera ninguna gracia encontrarse con aquella fiestecilla  en casa. 

Los razones del corazón de Dios 

Sí, quizá todo eso es verdad. Pero hoy en el evangelio, Jesús, al explicarnos esta historia,  lo que quiere es que nos demos cuenta, precisamente, de que por muy comprensibles que  puedan ser las razones de aquel hijo enfadado, hay algo más importante que las razones. Y  ese algo es el corazón. 

Jesús nos está explicando, con esta parábola, como es el corazón de Dios. Y como  debería ser también nuestro corazón. 

Jesús nos está diciendo que Dios no pasa cuentas, que Dios no hace preguntas, que Dios  perdona siempre. Que a Dios, podríamos incluso decir, no le importa que le tomen el pelo.  Porque aquel padre del evangelio, que acoge con tanto amor al hijo que se ha ido de casa,  ¿qué garantías tiene de que el hijo no volverá a marcharse cualquier otro día, o que le  organizará cualquier otro lío? No, no tiene ninguna garantía. Pero lo que sí sabe aquel  padre con toda certeza (y lo sabe no por ningún razonamiento ni estrategia sino porque se  lo dice el corazón) es que lo único que puede salvar al hijo libertino es su amor, su perdón,  su acogida sin condiciones. Quizá no servirá de nada, quizá aquel hijo terminará siendo un  desgraciado. Pero si el padre no lo acoge y no le ofrece su amor incondicional, entonces sí  es seguro que el hijo se perderá irremisiblemente. 

Así es el corazón de Dios. Y así quiere Jesús que sea también nuestro corazón. El hijo  mayor quizá tenía razón en sus quejas. Pero en el momento del retorno del hijo perdido, la  última palabra tiene que decirla el corazón, un corazón capaz de alegrarse y de acoger sin  reservas. El hijo mayor no fue capaz de actuar así. El corazón del hijo mayor no era como el  corazón de Dios. 

Un cristianismo misericordioso para nuestro mundo 

Sin duda que una causa importante del éxito del mensaje de Jesús cuando se empezó a  predicar por todo el mundo hace dos mil años, fue que mostraba a un Dios lleno de  misericordia, y que invitaba a todo el mundo a extender a la vida de cada día y para toda  situación esos mismos sentimientos de misericordia, de cariño y amor, de perdón sin  condiciones. 

En aquellas civilizaciones paganas tan llenas de dureza, en las que la compasión a  menudo era considerada un sentimiento propio de gente floja, y en las que se daba culto a  la ley del más fuerte, predicar a un Dios que no condena sino que consuela y enjuga las  lágrimas fue una gran novedad y, para muchos, una gran alegría. Invitar a todo el mundo a  vivir según esos criterios, fue una revolución. 

Quizá ahora, en ese final del siglo veinte, a las puertas del tercer milenio, habrá que  volver a decirlo en voz muy alta: que nuestro Dios, el Dios de los cristianos, es el Dios de la  ternura, de la misericordia, de la acogida del que se equivoca o fracasa. Porque en esa  nuestra civilización, tristemente, podemos ver como por todas partes se cultivan y  promocionas las actitudes que invitan a mirar siempre por uno mismo, a buscar siempre lo  que a mi me conviene sin preocuparse por los demás... llegando a considerar como algo sin  ningún valor, e incluso como algo ridículo, todo lo que sea compasión, perdón, ponerse en  la piel del otro, buscar el bien de los débiles y de los que se pierden... En definitiva, que  parece que tener corazón, tener un corazón como el de Dios, es una tontería, algo propio de  personas que no triunfarán en la vida. 

Preguntémonos hoy, cuando nos acerquemos a recibir la Eucaristía, si nuestras actitudes  son las actitudes de Jesús, las actitudes de Dios. Preguntémonos con qué ojos miramos a  los que no han sido capaces de salir adelante en la vida, a los que están hundidos en el  mal, a los que han seguido caminos que llevaban al fracaso... Preguntémonos con qué ojos  miramos las debilidades y las miserias que hay a nuestro alrededor. Y pidamos ser capaces  de amar tan hondamente y con tanto desprendimiento como nuestro Dios. 

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998,12, 17-18


24.

En el capítulo 15 de san Lucas, que se ha llamado "el corazón del evangelio", describe  Jesús cómo es el corazón de su Padre, un corazón lleno de misericordia. 

Es la perspectiva que deberá impregnar toda la celebración de hoy.  Recomendamos que se lea el evangelio entero: las tres parábolas. A pesar de que ya el  domingo cuarto de Cuaresma se haya proclamado este año la del hijo pródigo, y en la fiesta  del Sagrado Corazón la de la oveja perdida. Pero es un mensaje tan revelador del Padre,  tan consolador y a la vez tan interpelante, que sería lástima que no se proclamara por  entero. Si luego la homilía se acorta un par de minutos, nadie se enfadará, porque la  Palabra misma ya transmite el mensaje con gran fuerza. Si parece conveniente, podrían  sentarse todos, por ejemplo después de la primera parábola. 

Durante siete domingos leeremos fragmentos de las dos cartas de Pablo a Timoteo.  También se podría seguir su línea, aunque aquí proponemos la del evangelio, preparado  por la lectura del Antiguo Testamento y el salmo. Se puede poner, como ejemplo de una  persona perdonada por Dios, a san Pablo, tal como se presenta en este pasaje de hoy. 

DIOS, RICO EN MISERICORDIA 

Las lecturas de hoy nos presentan a Dios con un corazón lleno de amor, capaz de  comprender y perdonar. 

La lectura del Éxodo describe el pecado del pueblo elegido -un pecado grave, contra el  primer mandamiento: la idolatría- pero, sobre todo, la actitud de Dios que se deja convencer  por la intercesión de Moisés, se "arrepiente de la amenaza" y perdona al pueblo. Así  aparece Dios: lo suyo es perdonar. 

Pero, sobre todo, Jesús, en las tres parábolas de hoy nos "retrata" a su Padre como el  pastor que recupera gozosamente a la oveja, como la mujer que celebra el hallazgo de la  moneda y como el padre que perdona y hace fácil la vuelta al hijo que se había marchado.  Aunque el mejor retrato de Dios no está en las parábolas: está en Cristo mismo, que actuó  siempre como el Buen Pastor, acogiendo, siendo tolerante, perdonando. 

Todos somos pecadores. De alguna manera, todos somos un poco el pueblo idólatra, la  oveja aventurera, la moneda que se pierde, el hijo que escapa de casa. Ahora, a mediados  de septiembre, al final del verano y las vacaciones, y antes de reemprender el nuevo curso,  podemos tomar conciencia de esta situación y, sobre todo, podemos alegrarnos de que  nuestro Dios es un Dios lleno de misericordia, que nos comprende y nos perdona cuando,  como el hijo pródigo, nos ponemos en camino hacia él. 

El evangelio de hoy quiere convencernos de que es posible la vuelta, la conversión, y que  Dios nos espera; y, por tanto, quiere alegrarnos de la reconciliación que él nos ofrece, sobre  todo en el sacramento de la Reconciliación. Jesús nos dice algo que podría extrañarnos: con  nuestra vuelta, le damos una gran alegría a Dios. (Dentro de pocos días, el 5 de octubre,  tenemos la ocasión de celebrar este sacramento, junto con la acción de gracias, en las  Témporas concentradas en ese día). 

NOSOTROS, ¿RICOS EN MISERICORDIA? 

La segunda lección que recibimos hoy es la capacidad que deberíamos tener también  nosotros de perdonar, igual que perdona Dios. 

Moisés, en la la lectura, aparece como un hombre de gran corazón. Ante la queja de Dios  ("se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto"), inteligentemente vuelve la idea  del revés ("¿por qué se va a encender tu ira sobre tu pueblo, que tú sacaste de Egipto?") y  consigue el perdón de Dios para los suyos. El pastor no abandona a la oveja, sino que toma  la iniciativa y la busca y se alegra al encontrarla. La mujer no ceja hasta encontrar la  moneda y comparte su alegría con las vecinas. El padre del hijo pródigo no le echa en cara  su conducta: le perdona y le organiza una fiesta. 

Tenemos muchas ocasiones, en la vida de familia o de comunidad, en las relaciones  sociales y laborales, de imitar o no esta actitud de Dios. ¿Tenemos un corazón magnánimo,  fácil para perdonar? ¿somos capaces de interceder por los demás, como Moisés? ¿o  actuamos como los fariseos, que se creen santos, o como el hermano mayor, que no acepta  que se perdone a su hermano? Si el hijo pródigo se hubiera encontrado con nosotros, al  volver a casa, ¿hubiera terminado igual la historia? ¿nos alegramos del bien ajeno?  ¿hacemos fácil la rehabilitación del que ha pecado, o le echamos continuamente en cara  sus fallos? ¿somos capaces de adelantarnos, de dar pasos de reconciliación antes que  nadie? 

Cuando celebramos la Eucaristía, nos preparamos a la comunión diciendo en el  Padrenuestro: "perdónanos", porque todos somos indignos de acudir a su mesa, y a la vez  "como nosotros perdonamos", porque no podemos acercarnos juntos a comulgar si no  estamos en actitud de reconciliación. Y nos damos la paz con los más cercanos. Son las dos  lecciones de hoy, plásticamente traducidas en el momento culminante de la Eucaristía: nos  alegramos del perdón de Dios y manifestamos nuestro propósito de imitar tu corazón  misericordioso, perdonando también nosotros. 

J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 1998, 12, 13-14


25. 12 de septiembre de 2004

HIJO, DEBERÍAS ALEGRARTE

1. "Señor, da paz a tus fieles" Eclesiástico 36,18. Con esta invocación se abre la misa de hoy. La paz es un don de Dios por Cristo a los hombres. El creador y dueño de todas las cosas no hizo a los hombres para que se maten entre sí, como estamos viendo horrorizados que ocurre hoy, pues Dios no se recrea en la destrucción de los vivientes.

2. Dios quiere que los hombres vivan en paz, la paz que nos ha ganado Cristo con la sangre de su cruz, y nos dio por sus discípulos a todos. También los hombres deben ser sembradores de paz, para lo cual han de estar en paz con Dios.

3. Por eso al ofrecerle la Eucaristía al Padre le pedimos que "traiga la paz y la salvación al mundo entero" y, cuando participamos del cáliz y del pan que partimos, renovamos nuestras energías para servir a la justicia y a la paz, ya que Cristo se apodera de nuestras vidas para penetrarlas de su caridad.

4. El pueblo hebreo se ha construído un becerro de metal, representando al dios cananeo de la fecundidad, seha postrado a sus pies y le han ofrececido sacrificios Exodo 32,7. Se han hecho un Dios a la medida de sus deseos, como dirá Nitche: "Si es verdad que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, le salió bien, porque el hombre ha hecho a Dios a su imagen y semejanza". Hoy, como entonces, los hombres hacen Dios lo que desean que sea su dios, el becerro de oro, o el dinero de plástico, o el sexo, o el poder, o todo a la vez. Después de la idolatría, el Señor dijo a Moisés: "Mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos".

5. Dios quiere disociarse de su pueblo. Moisés intercede y hace recordar al Señor a sus siervos Abraham, Isaac y Jacob, a quienes había prometido una descendencia como las estrellas del cielo. Y el Señor se arrepintió de la amenaza. Moisés se ha convertido en el Intercesor. El Pueblo de Dios, formado a veces integrado por una sola persona, queda constituído en el pueblo con función salvadora en la familia humana. Hoy Moisés, después Jesús y la Iglesia, su proyección. El pueblo descubre a Dios abierto a la intercesión y dispuesto a la misericordia y al perdón. Y conoce la garantía de la continuidad de su Pueblo como pueblo suyo en Dios que perdona.

6. Los fariseos están escandalizados viendo cómo los pecadores y publicanos acuden a Jesús y él les acoge. Para que comprendan la misericordia del Padre, Jesús les cuenta tres parábolas: De entre cien ovejas, una se ha perdido; una mujer ha perdido una moneda, de las diez que tenía; y el hijo menor se ha ido de casa Lucas 15,1.

Cuando hemos perdido la cartera, el carnet, o el pasaporte, Los buscamos con desespero y cuando al fin lo encontramos: ¡QUE ALEGRIA! Necesitamos compartirla. Una madre grita llamando a su niño, que se le ha perdido. ¡Qué inmensa alegría cuando lo encuentra! Con demasiada frecuencia conocemos casos de personas, niños, adultos, mujeres, secuestrados, desaparecidos y a padres angustiados y atormentados y a todo un pueblo movilizado en su búsqueda un día y otro día, con zozobra multiplicada. Si al final aparece viva la persona buscada, la alegría de los padres es monumental, emocionadísima e indescriptible. Todos participan en la fiesta.

Las dos primeras parábolas del evangelio son las de búsqueda. De la moneda, cosa inanimada. De la oveja, animal desprovisto del instinto de orientación. La tercera es la de la conversión. El padre no busca al hijo, sino espera que actue su razón y su amor. El hijo es una persona libre. La libertad es la que puede hacer fracasar la voluntad y el amor de Dios. Dios tiene recursos infinitos para conseguir que nadie arranque de su mano a una sola de sus ovejas. Pero el hombre, abusando de su libertad, tiene capacidad de romper el lazo del amor. Dios ofrece al hijo su casa y su amor. Amor que busca, que perdona, que crea. Esa es su alegría. La alegría del encuentro y de la recuperación, que es evidente en las tres, es mayor sin comparación con el paso de la muerte a la vida, con la resurrección. Pensemos en hija de Jairo, el jefe de la sinagoga, o en el hijo de la vida de Naim, o la de Lázaro. Y la vida que ha perdido el pecador es la vida eterna, la pérdida sin fin de un hijo de Dios.

7. Jesús, encarnación del Amor del Padre, lleva clavada una espina, que constantemente le lacera. Es la actitud de los fariseos y los letrados, que nunca vieron bien el trato que Jesús dispensa a los pecadores públicos.

8. Cuando el hijo menor pide la herencia, el padre, con el corazón roto, accede a los deseos de su hijo, que malgasta su vida y su fortuna lejos de su casa.

9. Llega un momento en que piensa en su padre, en su casa, en sus criados que comen pan y él ni siquiera puede comer bellotas. Y dice: "Me pondré en camino a donde está mi padre, reconoceré que he pecado" y le diré que dispoga de mí como de un criado en su casa, a su lado, junto a él. Para llegar a descubrir la verdadera revelación de la MISERICORDIA DE DIOS hace falta una larga evolución espiritual, a través de muchos acontecimientos dolorosos y muchas desilusiones.

11. A esta altura de la narración, Jesús ya los tiene cogidos en la magia de sus palabras. ¿Hace falta ya que les diga la reacción del padre ante el hijo humillado y arrepentido? Sin embargo, Jesús sigue, porque está revelando el corazón del Padre. Con toda intención, pero con gran mansedumbre, dibuja con su maestría inimitable, una parábola inmortal. La desarrolla con grandes rasgos de intuición, imaginación y nudo interesante. Estaban cogidos en las redes de sus labios todos, mientras él narraba la historia del hombre y el corazón de su Padre.Toda la narración venía siendo un crescendo hacia el clímax del desenlace enigmático del encuentro del hijo con el padre. Ahí quería llegar Jesús: A poner de manifiesto el Corazón de su Padre. Momento crítico. Estaba revelando su Amor total, fiel e infinito."Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo". Profundos sollozos de alegría, vestido nuevo y anillo de bodas en el dedo, sandalias sin estrenar, sacrificio del ternero más gordo, y el banquete.

12. ¿Y el hijo mayor? ¿El cumplidor observante del trabajo y de la ley, el que no se fue de casa? Los fariseos eran los escrupulosos cumplidores de la Ley. Cuando el hijo mayor oyó la música y el baile, no quería entrar.

13. Jesús ha retratado al hijo menor disoluto, pero mejor, al Padre bueno. Había llorado a un hijo muerto y ahora su corazón brincaba con la música de júbilo porque aquél hijo había vuelto a vivir, se había perdido y lo ha encontrado. Pero ha querido, sobre todo, poner el espejo ante el rostro de los fariseos y letrados que, como el hijo mayor, observante y cumplidor, viviendo en constante contacto con su padre, no han sabido penetrar su corazón, y no han atisbado la amargura que aquel hijo que se fué, le roía el alma. Ni han sabido nunca, y menos hoy, reconocer a su hermano como hermano. Se les comen los celos y no pueden tolerar la alegría de su vuelta a casa. No habían sufrido con la fuga de su hermano. “deberíais alegraros de que hemos recuperado a mi hijo y vuestro hermano sintonizando con la alegría enorme que inunda el corazón de vuestro padre”.

14. Dios tiene el corazón estremecido cuando a alguno de sus hijos le envuelve el pecado. Es como el Pastor que cuenta las ovejas, 96,97,98,99, ¿y la 100? Sufre porque sabe que ella sufre. Dios sufre porque sabe que el pecador es ese hijo que pasa hambre, que lo ha perdido todo, menos su dignidad de hombre y de hijo. Y el Padre es fiel. Lo busca. Envía a sus profetas, a sus sacerdotes, en busca de la oveja perdida.

15. Busca a Adán, ¿dónde estás? Busca a Caín, ¿qué has hecho con tu hermano? Por fin hace fiesta, y nos ha invitado a todos al Banquete de la Eucaristía.

16. ¡Alegría, hermanos, si nos hemos convertido! Convertido del pecado a la gracia, de la tibieza, a la intimidad con Dios.

¡Cuánto más vivas en tí,

Menos vivirás en Dios!

A cada conversión corresponde una invasión de Dios, a cada abnegación, te inundará una oleada de vida divina. Llamados a vivir la vida trinitaria de Dios, no nos quedemos ni nos satisfagamos con nuestra pobreza miserable, si queremos vivir la alegría y la paz verdaderas y completas.

17. Dios nos invita a su Banquete cada domingo; acudimos. Pero pide de nosotros mayor intimidad, una amistad que se manifiesta en un recuerdo más asíduo, en un corazón más enamorado. Démosle esta alegría.

J. MARTI BALLESTER


26.

NEXO entre las LECTURAS

 La misericordia de Dios Padre resuena en el conjunto de la liturgia. Tiene su nota más elevada en el evangelio, que recoge tres magníficas parábolas de la misericordia divina para con los pecadores. En la primera lectura escuchamos la música de la misericordia de Dios para con su pueblo, gracias a la intervención intercesora de Moisés. Por último, en la primera carta de Pablo a Timoteo sentimos una cierta conmoción al oír la confesión que Pablo hace de la misericordia de Jesucristo hacia él: “Jesucristo ha querido demostrar en mí, en primer lugar toda su magnanimidad” (Segunda lectura).

 

 MENSAJE DOCTRINAL

 Amor y perdón: las dos caras de la misericordia. El Dios que Jesucristo nos “pinta” en las tres parábolas evangélicas es el Dios del amor. Dios ama a los pecadores, y por eso los busca como el buen pastor va en busca de las ovejas descarriadas; o como un ama de casa busca un cheque que no sabe dónde lo ha puesto, hasta que lo encuentra. Dios ama al pecador, como un padre ama a sus hijos: al “frescales” que se le va de casa pidiéndole por adelantado su herencia, y al que se queda en casa, pero se comporta con él de modo distante y tal vez huraño. Y porque ama, no puede hacer otra cosa que mostrar su amor: perdonando, comunicando el amor, celebrando fiesta, invitando a todos a compartir su alegría. Este retrato de Dios, pintado por Jesucristo, nos conmueve  y nos infunde ánimos para vivir dignamente como hijos. Este retrato resalta todavía más si lo ponemos al lado del retrato que nos ofrece la primera lectura, tomada de la historia del Éxodo. El autor nos narra lo que se podría denominar “el pecado original” del pueblo de Israel: Apenas acaba de “firmar” el pacto de alianza con Yavéh, cuando la rompen, se construyen un toro de metal fundido y lo convierten en su “dios” en lugar de Yavéh. Dios se llena de ira y quiere exterminarlo. Sólo la intercesión de Moisés logra que Dios se “arrepienta” y abra la puerta de su corazón a la misericordia. ¡Indudablemente hay un progreso en la revelación del corazón de Dios! Con Pablo nos damos cuenta de que ahora la misericordia de Dios lleva por nombre “Jesucristo”. En efecto, no sólo se le ha mostrado misericordioso, sacándole de su obcecación en el camino de Damasco, sino que además le ha tenido tanta confianza que le ha llamado a predicar el evangelio de la misericordia en el mundo entero. ¡Cómo no sentir profundo agradecimiento ante tanta magnanimidad de Jesucristo!

 Características de la misericordia divina. 1) Ante todo habrá que subrayar que la misericordia de Dios no está sometida a las leyes del tiempo. Y esto en un doble sentido: primero, cualquier momento es bueno para que el Buen Pastor busque la oveja perdida, como también lo es para que el hijo se ponga en camino hacia la casa del padre; en segundo lugar, la puerta del corazón del Padre está abierta las veinticuatro horas del día, no tiene horarios. Nadie podrá decir a Dios: “Cuando te busqué, tú no estabas”. 2) La misericordia divina no se agota jamás, está marcada por la eternidad que Él es y en la que Él vive. Mientras exista la vida, siempre habrá la posibilidad de acudir a Él y ser acogido en sus brazos de Padre. No mira Dios el comportamiento indigno que se haya tenido, ni el número de veces que se le ha abandonado y despreciado; mira únicamente los movimientos interiores del alma que anhela el perdón y el abrazo paterno, mira los ojos húmedos como una esmeralda en la que brilla el arrepentimiento, mira los pasos indecisos de quien se acerca a Él para decirle: “He pecado. Perdóname. ¿Qué quieres que haga?”. Dios no se fija en la categoría del pecado, sino en la categoría del alma.  3) La misericordia de Dios transforma a la gente, revoluciona en cierta manera la vida del hombre. El pueblo de Israel, en medio de tantas dificultades y a pesar de sus caídas e infidelidades, llevó siempre la bandera del Dios fiel y redentor de su pueblo bien alta. El caso de Pablo es luminoso: puso todas sus cualidades al servicio del Evangelio de Jesucristo y por Él se gastó y desgastó hasta dar la vida. De los dos hijos no sabemos cómo continuaría la historia, pero... ¿por qué no hemos de pensar que se comportarían en el futuro como hijos fieles y cariñosos?

 

 SUGERENCIAS PASTORALES

 La “difícil” ciencia del perdón cristiano. La Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, es la cátedra desde la que Dios enseña a los cristianos, y a todos los hombres, la ciencia de la misericordia, del amor y del perdón. Es una ciencia cuyo aprendizaje dura la entera existencia, porque en cualquier momento de la vida nos puede acechar la garra del odio o de la desesperación en el dolor. ¿Cómo amar a quien te ha difamado o calumniado, sea privada o públicamente? ¿Cómo perdonar a quien, en tu ausencia, ha entrado en tu casa y te ha saqueado? ¿Cómo amar a un pedófilo, que ha querido abusar de tus hijos o de los de tus vecinos y amigos? ¿Cómo perdonar a quien ha metido a tu hija por el negro túnel de la drogadicción, destruyéndola así junto con tu familia? Estas preguntas, y otras semejantes, muestran cuán difícil es la ciencia del perdón cristiano. Pero el ideal está claro. Si hemos conseguido el aprobado en esta dura y extraña ciencia, seamos gratos al Señor y continuemos buscando superar nuestra calificación. Sin embargo, no nos desalentemos, si todavía estamos lejos de él. Mantengamos en primer lugar la decisión y la voluntad de aprender esta misteriosa ciencia, a pesar de todos los obstáculos que encontremos. Luego, tratemos de ejercitarnos en el perdonar a otros las pequeñas faltas de respeto o de atención, las bromas pesadas que alguien nos pueda hacer, etc., para ir creciendo y ensanchando nuestra capacidad mediante el ejercicio. Leamos, también, con frecuencia la Biblia, sobre todo estas parábolas de la misericordia, los salmos en los que reluce de modo admirable la misericordia divina, y tantos otros textos en los que aparece la misericordia de Dios en acción. En último término, levantemos nuestra mirada y nuestro corazón hacia Jesucristo, hacia toda su vida desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección, para que en el contacto asiduo y orante con la vida, y en el misterio de Jesucristo vayamos asimilando poco a poco, paso a paso, la maravillosa ciencia del perdón cristiano. ¡Difícil ciencia! Todo nuestro ser se rebela ante ciertos casos y situaciones. ¡Maravillosa ciencia! Con el perdón de la ofensa, toda la humanidad en cierto modo se mejora y dignifica, y Dios podrá decir: “Sólo por esto vale la pena haber creado al hombre”.

 El poder de la intercesión. La intercesión es otro de los nombres del amor. Quien intercede se sitúa como un puente de amor entre el ofensor y la persona ofendida. Ama al ofendido, y por ello comparte su pena, pero tiene la confianza suficiente para suplicarle en favor del ofensor. Ama al ofensor, trata de acercarle al arrepentimiento de lo que ha hecho, e incluso le induce a pedir perdón a la persona ofendida. Y así, mediante la intercesión, se logra la reconciliación y se establece incluso la amistad. La intercesión cristiana no excluye ningún ámbito de la vida: interceder por un familiar ante otro que ha sido ofendido; interceder por un condenado a muerte para que no sea ejecutado; interceder por los presos políticos para que sean liberados, etc. Pero la intercesión cristiana es eminentemente religiosa: interceder ante Dios por los pecadores. Es lo que hace Moisés ante el pecado de los israelitas, como nos narra la primera lectura. Es sobre todo lo que hace Jesucristo, pues toda su vida se puede resumir como una constante intercesión ante el Padre para lograr la redención de la humanidad pecadora. En el catecismo se nos enseña que “la intercesión es una oración de petición que nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús, el único intercesor ante el Padre” (CIC 2634).

P. Antonio Izquierdo, L.C
 Profesor de Sagrada Escritura
Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Roma


27. COMENTARIO 1

CAMBIO DE TACTICA

Los cristianos, en las circunstancias actuales, andamos desconcertados. Una ola de materialismo nos invade, han muerto casi todas las utopías, una política de realismo a ultranza y a todos los niveles se impone; la sociedad se seculariza a marchas forzadas, parece como si la barca de Pedro fuera a hundirse. Y ante esto nos hemos replegado para formar un círculo cerrado los que todavía nos encontramos cerca del redil. Muchos se han ido, y los hemos despedido con tristeza y resignación. Otros no entran porque el panorama no les atrae. Quedamos unos pocos, que, replegados sobre nosotros mismos, nos dedicamos a salvar-conservar lo que queda, ya que mucho se ha perdido. Da la impresión de que se han ido las noventa y nueve ovejas y queda sólo una, a cuya atención y conservación estamos dedicados por entero.

Dos parábolas del evangelio de Lucas, la de la oveja perdida y la de la mujer que perdió la moneda, y una tercera, la del hijo pródigo, invitan a un cambio de táctica y de estrategia pastoral.

Por muy malos tiempos que corran, por mucha adversidad que nos rodee, por muy grande que sea la ola de secularismo que nos invada, los cristianos no podemos dedicarnos a conservar lo que tenemos, pues cada vez más iremos a menos. La actitud cristiana tiene que ser arriesgada: hay que salir del redil para buscar la oveja perdida, hay que barrer la casa para encontrar la moneda que se escondió entre las ranuras de las piedras del suelo, hay que recibir con los brazos abiertos al hijo que se fue; y cuando esto suceda hay que hacer una fiesta grande invitando a todos para anunciar el éxito de la búsqueda.

Lo que sucede es que no estamos dispuestos a esto. Nos resulta incómodo salir a buscar a la oveja perdida, o barrer toda la casa para buscar la moneda. Nos parecemos al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que prefería la ausencia de su hermano y no vio con buenos ojos la acogida del padre.

Aquel hijo mayor no aprendió lo fundamental. Mientras en una familia falta un hermano, la familia está rota. No es posible ni la alegría ni la fiesta, o éstas son pasajeras e incompletas.

El plan de Dios de restaurar la familia humana, dividida desde Caín, exige una capacidad inmensa de olvido y de perdón. Y él no estaba dispuesto a perdonar, porque tampoco había aprendido a amar. Quien ama, perdona siempre, excusa siempre, olvida siempre. Por eso necesitó la lección magistral del padre, imagen de Dios: «Hijo, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo! Por otra parte, había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado. »

Tal vez por esto nuestras comunidades no tengan mucha alegría: hay tantos hermanos que faltan... Falta tanto interés por ir a su búsqueda y acogerlos a su vuelta...

No es extraño que con esta estrategia de conservar y cuidar lo que tenemos, antes o después lo perdamos todo.


28. COMENTARIO 2

LA ALEGRÍA DE DIOS

Lo que los fariseos no han entendido jamás es que Dios, en lugar de preocuparse por ser obedecido y respetado, está preocupado por la felicidad de los seres humanos. Por eso, los fariseos, si no cambian, nunca podrán conocer la alegría de Dios.


A PESAR DE TODO

A pesar de lo duras que son las condiciones que Jesús pone a quien quiere ser su discípulo, son muchos los que se sienten interesados por sus palabras y se acercan a él. No se trata de las personas religiosas, ni de los sacerdotes o los expertos en el estudio de la ley. Los que se interesan por sus palabras son los que éstos despreciaban: «Todos los recaudadores y descreídos se le iban acercando para escucharlo». Los recaudadores y los descreídos: «los malos». Ya había dicho Jesús en otra ocasión que sólo los que se encuentran mal sienten necesidad de médico (Lc 5,31). Y éste era el caso de los que se dirigen a Jesús. Cierto que no cumplían la ley -los descreídos-, y que colaboraban con la opresión de los romanos -los recaudadores-, y seguro que, con su actuación, hacían daño a otras personas. Pero en realidad, y ése era su mal, ellos eran, por dos veces, víctimas de la injusticia establecida: lo eran porque el pecado, que los poderosos habían hecho parte esencial de la organización social, les estaba pudriendo el corazón y se habían convertido en sus cómplices, y lo eran porque los auténticos responsables y los verdaderos beneficiarios de la injusticia se las habían arreglado para que estos desgraciados aparecieran como «los pecadores», teniendo también que soportar, junto a la injusticia de los grandes, el desprecio de los santos. Santos que, además, no les ofrecían solución, sino sólo condena.

Por eso se sienten mal, y sienten necesidad de médico. Un médico que los cure a ellos y que sane también a la sociedad humana. Y no les da miedo el saber que, para acceder a la salud, quizá tengan que someterse a una cura dolorosa y difícil: ¿que hay que jugarse la vida? ¿Pero es que era vida la que llevaban?

Los «buenos», los fariseos y los letrados lo criticaban por tratar con aquella «gentuza»: «Este acoge a los descreídos y come con ellos». Jesús no podía hablar en nombre de Dios.

Su doctrina, ya de por sí contraria a las sagradas tradiciones que ellos defendían, quedaba totalmente desautorizada sólo con ver los elementos que se interesaban por ella y por quien la proclamaba. No era serio, según ellos, pretender ser el portavoz de Dios y, al mismo tiempo, sentarse a la mesa con los pecadores.


LA ALEGRIA DE DIOS

Les propuso Jesús esta parábola:

Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una... Y cuando la encuentra, se la carga a los hombros, muy contento; al llegar a casa, reúna los amigos y a los vecinos para decirles:

¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la oveja que se me había perdido.


A ellos, a «los buenos», se dirige Jesús para decirles que su Dios no es el Dios de ellos. Y no porque los letrados y fariseos no creyeran en el Dios verdadero, sino porque no conocían de verdad al Dios en el que decían creer. Porque creían que Dios era justo; pero confundían la justicia con el castigo y la venganza. Creían en un Dios grande, y confundían la grandeza con la lejanía. Y estaban convencidos de que era serio y aburrido, preocupado sólo de salvaguardar su honor, siempre en peligro de ser mancillado por las maldades de los hombres.

A ellos se dirige Jesús para decirles que Dios no es así: que la justicia de Dios se manifiesta en que siempre está de la parte de los pequeños, de los humillados, de los despreciados, y que la grandeza de Dios no es otra cosa que su amor, su inmenso amor, que no puede soportar la desgracia de sus hijos y, sobre todo, es inútil sufrimiento que los hombres se causan unos a otros y que es lo único que pone verdaderamente serio a Dios.

Y les dice que Dios no está aburrido; al contrario, vive ilusionado, porque él sí que tiene fe en el ser humano. Y confía en que los hombres se irán dando cuenta de que con El, haciéndole caso a El, encontrarán la salvación ya en esta vida, antes incluso de la muerte. Por eso, sigue diciendo Jesús, Dios se alegra cuando alguien, aunque sea uno solo, abre los ojos y se da cuenta de que de espaldas a Dios será siempre un desgraciado que sólo podrá ofrecer desgracias a los demás.

A Dios le preocupa poco su honor (y muy poca cosa somos nosotros para ponerlo en peligro); a Dios lo que le duele y lo que le alegra es el dolor y la alegría de los hombres. Por eso Dios está de enhorabuena cuando alguien, uno solo, se da cuenta de que está en pecado (esto es, que no cumple la voluntad de Dios porque hace daño a los demás) y decide cambiar de vida.

¿Por qué no le damos una alegría a Dios? Podemos hacerlo todos, ¡hasta los fariseos!


29. COMENTARIO 3

RESPUESTA EN MASA DE LOS MARGINADOS

«¡Quien tenga oídos para oír, que escuche!» (14,35a): así concluía el primer cuadro, una invitación a aceptar sin condiciones el magisterio de Jesús. En el segundo cuadro (15,1-32) se constata la reacción del auditorio: «Se le iban acercando todos los recaudadores y descreídos para escucharlo; por eso tanto los fariseos como los letrados se pusieron a murmurar diciendo: "Este acoge a los descreídos y come con ellos"» (15,1-2). Los proscritos por la sociedad teocrática, atraídos por los planteamientos radicales de Jesús, reaccionan en masa y aceptan sus condiciones. Son los que han hecho ya la experiencia de la marginación..., insatisfechos por la vida que llevaban dentro de aquella sociedad religiosa. Jesús habla un lenguaje distinto y, sobre todo, muestra hacia ellos una actitud abierta, compartiendo su situación. La flor y nata de la religiosidad judía reacciona haciendo aspavientos, porque «acoge a los descreídos», rompiendo con el apartheid religioso, y «come» con ellos, sin importarle su mentalidad arreligiosa. «Comer» comporta participar de una misma manera de pensar, crea comunidad.

Como toda respuesta, Jesús les propone una parábola, precedida de dos analogías en forma de dos preguntas retóricas, una basada en el mundo cultural del hombre (vv. 3-7) y la otra en el de la mujer (vv. 8-10).

COMO SE APRENDE A HACER FIESTA

La parábola propiamente dicha es la del hijo pródigo. Ahora bien: sin las analogías anteriores se podría entender que el núcleo de la parábola la constituye la conversión del hijo pródigo. Si eso fuese así, bastaría el encabezamiento: «Un hombre tenía un hijo; éste le dijo a su padre: "Padre, dame la herencia que me corresponde", etc.» La parábola, en cambio, empieza así: «Un hombre tenía dos hijos...» (15,11a). A la luz de lo que acabamos de ver, el hijo menor representa a los "recaudadores y descreídos", mientras que el hijo mayor personifica a los "fariseos y letrados". El primero es el prototipo de los marginados, de los descreídos, de aquellos que, si se enmiendan, tienen gran capacidad de hacer fiesta y de mostrarse agradecidos por el don que han recibido, conscientes de que todos los placeres juntos, que desgraciadamente ya han experimentado y que tanta vaciedad han dejado en ellos, no tienen sentido en comparación con la alegría que sienten en la casa del Padre. El hijo mayor, en cambio, es el prototipo del hombre religioso y observante, quien a pesar de ser hijo, se comporta como un sirviente/esclavo en la casa de su padre ("Mira: a mí, en tantos años como te sirvo sin saltarme nunca un mandato tuyo..., 15,29), sin que nunca se haya atrevido a pedirle... lo que era suyo. No ha experimentado jamás confianza alguna, preocupado únicamente por cumplir, obedecer, observar órdenes y mandatos. No sabe qué significa ser "hijo", y cuando lo descubre en su hermano, "se indigna y se niega a entrar" en la nueva relación afectiva con su padre, en vez de alegrarse y hacer fiesta por la vida recuperada y redescubierta en la persona de su hermano.


30. COMENTARIO 4

El capítulo 15 del evangelio según S. Lucas inicia con una amplia serie de parábolas denominadas tradicionalmente: las parábolas de la misericordia: La oveja perdida (vv. 1-7), el dracma perdido (vv. 8-10) y el hijo pródigo (o mejor el padre misericordioso (vv.11-32). Las dos primeras están construidas sobre el mismo esquema. Ya desde el verso 1 se nos presenta una nota que habla de los destinatarios. Jesús se dirige a "publicanos y pecadores", pero están presentes también los fariseos con los maestros de la Ley, que murmuran porque Jesús acoge a los pecadores y come con ellos.

Desde el inicio se nota un fuerte contraste en el que se resalta este disgusto de los fariseos, presentados como tipo, y que reaparecerán en la figura del hermano mayor. La oveja perdida, el dracma perdido, el hijo pródigo, son a su vez tipo de los publicanos y pecadores, que Dios busca con insistencia y acoge. Estas parábolas se convierten en denuncia y crítica social por parte de Jesús a las autoridades del pueblo que desprecian a "este tipo de personas". Una denuncia mordaz, en la que Jesús expone la preferencia de Dios por esos marginados de la sociedad.

Al final, en cada parábola se insiste en uno de los temas más queridos de S. Lucas: la alegría. En este caso la alegría del cielo por el pecador arrepentido. Jesús no tapa el sol con un dedo negando la situación moral de los publicanos y pecadores. Lo que interesa es salvar al que estaba perdido, sea como sea, disponerse a la dificil misión de resucitar y dar vida al que parece que está muerto y sin esperanza. Y esto es una opción radical personificada en la persona de Jesús, que vino a buscar y salvar lo que estaba perdido. Jesús es en su persona la opción de Dios por los pecadores. Opción no por su pecado sino por su situación de extravío.

En este sentido éstas parábolas que tienen un tono penitencial nos dejan entrever a su vez el caracter festivo del sacramento de la reconciliación o cualquier acto que implique el cambio positivo de una persona, la vuelta a casa, el retorno a la vida.

Veamos el texto en dos partes fundamentales y examinémoslo más en detalle: Lc 15, 1-7 y 15, 8-10.

En la primera parte: Lc 15, 1-7 encontramos una imagen típicamente bíblica. Se trata de la figura del rey pastor que sale al rescate de una oveja (1 Sm 17, 34-36; Ez 34, 11-16). Las noventa y nueve quedan en un segundo lugar, mientras la perdida la lleva a hombros (como en Is 40,11). Se trata del uno por ciento de su propiedad; sin embargo se alegra con un gozo comunicativo e incontenible, como si tuviera una relación personal con la oveja y no sólo económica (2 Sm 12,1-4). Es la alegría que salta al cielo. La expresión es audaz: hay más alegría (fiesta) en el cielo por un pecador que se arrepiente...

La segunda parte: 15,8-10 nos presenta un segundo caso. Una mujer pobre ha perdido una décima parte de sus haberes. Aunque esta parábola es más sobria y modesta que la primera, la alegría viene siendo proporcionalmente la misma. En ésta, más que hablar de "alegría del cielo" se habla de la "alegría de los ángeles de Dios".

En ambas parábolas se subraya fuertemente los detalles de un drama de búqueda y encuentro gozoso. Véase todo este drama en su conjunto. El autor intenta subrayar los cuidados que tiene el dueño o propietario (de la oveja o del dracma): "deja las noventa y nueve, va en busca de la perdida hasta encontrarla, al encontrarla; muy feliz, la pone en sus hombros y reúne amigos y vecinos y les invita a alegrarse y hacer fiesta". "La mujer que pierde el dracma: enciende una luz, barre la casa, la busca cuidadosamente, hasta hallarla; luego reúne a sus amigas y vecinas y las invita a alegrarse y hacer fiesta.

Ambas parábolas, incluida la del Padre misericordioso (= el hijo pródigo), presentan como tema central el empeño que Dios tiene por las minorías marginadas. Ciertamente que El Padre de las misericordias ama a todos, sin excluir a nadie. Pero no menos cierto es su opción preferencial (no exclusiva ni excluyente) por los necesitados, marginados, pecadores. Es por eso que la misión de la Iglesia, como continuación de la misión de Jesús debe enmarcarse y revisarse en la misma línea, para que sea auténtica misión que empalma y prolonga las palabras y las acciones de Jesús en el tiempo y en el espacio. La alegría en los logros obtenidos es una nota característica de los misioneros. El sacramento mismo de la reconciliación debe convertirse en fiesta para todos cuantos formamos parte de esta comunidad que comparte las alegrías del cielo.

COMENTARIOS

1. Jesús Peláez, La otra lectura de los evangelios II, Ciclo C, Ediciones El Almendro, Córdoba

2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Para que seáis hijos". Ciclo C. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

3. J. Mateos, Nuevo Testamento (Notas al evangelio de Juan). Ediciones Cristiandad Madrid.

4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).