21 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO
9-17

9.

EL SUFRIMIENTO NECESARIO DEL DISCÍPULO

-Renunciar a si mismo para seguir al Señor (Mt 16, 21-27)

El episodio sigue a la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo. Ahora que los discípulos han manifestado por boca de Pedro su fe en Jesús, no teme ya este anunciar su pasión. San Mateo nos hace escuchar por tres veces a Cristo anunciando su pasión (Mt 16, 21; 17, 22-23; 20, 17-19). Se trata, evidentemente, del momento más importante del evangelio y hacia el que conduce todo el texto. Cristo anuncia ahí su misterio pascual de muerte y de resurrección. No es comprendido, a pesar de haber hablado en términos bien claros. No se contentaba con anunciar lo que iba a suceder, sino que anunciaba lo que "debía" suceder; una misión a la que él no podía sustraerse. En el momento de su bautismo en el Jordán, Jesús había sido designado como el Hijo único amado, el que es amado porque cumple la voluntad del Padre; es el Hijo-Siervo-Sacerdote que ofrece su vida para cumplir la voluntad del Padre y salvar a los hombres. No puede, en consecuencia, evadir su misión, dolorosa pero presentada a la vez como gloriosa.

Pedro, aunque ha reconocido en Jesús al Hijo de Dios y al Mesías, no llega hasta las últimas consecuencias de su fe; todavía no alcanza todo su contenido. Piensa como hombre y no entiende el plan de salvación de Dios. Es lo que constituye el misterio de su doble personalidad: por un lado su fe viva, y por otro su debilidad. Cuando Lucas y Juan ponen de relieve esta paradoja (Lc 22; Jn 21), subrayan, a la vez, que la cualidad de "piedra", fundamento sólido y roca, es un don de Dios, independiente de la debilidad del apóstol que ha de afianzar a los demás en su fe.

Pasa entonces Jesús a su enseñanza sobre la actitud del verdadero discípulo. Sus palabras son de todos conocidas; ¡se repiten con tanta frecuencia... y con tanta frecuencia se las desdeña expresamente! Tal vez las haya reunido aquí san Mateo, aunque históricamente pudieran ser pronunciadas en momentos diferentes. De todos modos, producen un efecto mucho más vivo por su insistencia.

"Renunciarse, tomar su cruz, seguir", tales son las tres actitudes fundamentales. "Renunciarse" no ha de entenderse únicamente como una actitud moral, cambio de vida en superficie. Implica una conversión total, un vuelco de valores que no se sitúa sólo a nivel de conceptos, sino que compromete a toda la persona. "Nuestros pensamientos no son los de Dios". Habrá, pues, que llegar hasta cambiar nuestra manera de considerar los caminos de la salvación, para emprender los que Dios nos destine. Hasta nuestra forma de entender la persona misma de Cristo habrá de modificarse para verla tal cual es y no como nosotros la vemos. Y lo mismo ocurre, en nuestros días, con la Iglesia; para comprenderla uno tiene que renunciar a sí mismo y dejar de verla como nosotros quisiéramos que fuera, para verla como es según el plan de Dios. "Tomar su cruz" se entiende también a menudo en un sentido demasiado estrecho de aceptación de las dificultades de salud, de vida moral o social. El significado de la palabra parece ser más positivo y más amplio: se trata de pensar en participar con Cristo en la salvación del mundo. Tenemos que adoptar una actitud pascual; tenemos, por lo tanto, que "seguir" a Jesús.

Seguirle significa, ante todo, tomar sobre nosotros, junto con él, la carga de la salvación del mundo. Aunque tal actitud ha de realizarse cada día y en las cosas más pequeñas, no por eso disminuye la importancia fundamental de lo que constituye nuestra tarea, sino que cada vez que en medio de lo cotidiano de la vida encontramos esta cruz, debemos remitirnos a su grandioso y pascual significado.

El discípulo debe, asimismo, arriesgar su vida. Arriesgar su vida por Dios y por la salvación del mundo, esa es la audacia del verdadero discípulo. Tampoco aquí habría que pensar sólo en el riesgo de perder la vida del cuerpo o en sacrificar posibles éxitos de una vida humana. El sentido de la expresión es más fuerte: se trata de creer y de seguir hasta el punto de no volver a encontrarse ya a uno mismo; de tal manera los pensamientos de Dios no son los nuestros. Será preciso, pues, que el discípulo acepte vivir según el plan que Dios tiene sobre él, de la misma manera que el Señor quiere que trabaje junto con él en la salvación del mundo. Lo cual significa no realizar la propia donación de uno mismo en la linea que nosotros teníamos prevista, sino según la que tiene prevista Dios y que puede no coincidir con la nuestra.

Todo esto, no obstante, conduce a la gloria, y Jesús invita a concentrarse en esta gloria del Padre, que él hará compartir a su Hijo y en la que deberemos participar nosotros, recibiendo cada uno conforme a su conducta.

-Para mí, oprobio y desprecio (Jer 20, 7-9)

Este pasaje pertenece a las "confesiones" de Jeremías hechas al Señor. En ellas se ve al profeta "seducido" por el Señor e incapaz de oponerse a las situaciones en las que Dios mismo le compromete. "Me forzaste y me pudiste". El profeta se ve ahora presa de dificultades insuperables. Se ve impulsado a adoptar posturas de violencia y de saqueo que no corresponden a su temperamento, pero que le vienen impuestas de arriba. En consecuencia, se ha vuelto objeto de oprobio y desprecio. Experimenta por eso el desaliento y le pasa por la cabeza la idea de no ajustarse a los mandatos del Señor y no volver a hablar en su nombre. Ya no se pertenece, vive una vida que ya no es la suya y que es alienación de su personalidad. Pero no consigue liberarse. Hay en él como un fuego devorador que no logra dominar. La persona del profeta desaparece, pues, y es el Señor quien habla en él, a costa del martirio de su mensajero. Se trata de la realidad misma del negarse a sí mismo para cumplir la voluntad de lo alto.

El profeta, sin embargo, se abandona al amor de Dios: es lo que canta el salmo responsorial (Sal 62). Aunque proclama su situación "como tierra reseca, agostada, sin agua", comprende que

"tu amor vale más que la vida,
te alabarán mis labios...
Mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene".

-Presentar la persona y la vida en sacrificio (Rm 12, 1-2)

Ya Jeremías ha quedado como imagen de la vida sacrificada del cristiano. San Pablo, a su vez, exhorta a sus cristianos a ofrecer su vida en medio de la renuncia. Pero el modelo para él de tal renuncia en orden al cumplimiento de la voluntad de Dios, es Cristo mismo. El cristiano debe renovar su modo de pensar sin tomar por modelo el mundo presente, sino indagando cuál es la voluntad de Dios. En eso está la renuncia. Y el culto verdadero, la auténtica adoración. No hay adoración ni contemplación verdadera sin esta renuncia de sí, cuya naturaleza y calidad entendemos mejor ahora. Este mismo amor que llevó al Hijo a ofrecerse en oblación y en sacrificio de suave aroma a Dios (Ef 5, 2), debe llevar a la misma actitud de renuncia a los hijos adoptivos. Indudablemente, el Antiguo Testamento conoce ya esta actitud de ofrenda agradable al Señor (Eclo 35, 1-3); en las "confesiones" de Jeremías acabamos de leer la misma generosidad de donación incondicional al Señor. Pero a quienes en el bautismo han sido transformados por el Espíritu, corresponde renunciarse de la misma manera que aquel de quien han sido revestidos. Así como el Espíritu les ha otorgado el nacimiento nuevo, así han de renovarse sus personas y su mentalidad. Se sigue de ello que la vida del cristiano no es posesión propia, sino que renuncia a su propia vida para ser testigo de lo que quiere Dios.

Si nuestra época redescubre las cualidades proféticas del cristiano, tal redescubrimiento no debería considerarse sólo como un derecho de misión y de reivindicación, porque en la base de todo profetismo está la renuncia a sí mismo para anunciar lo que quiere Dios. No hay, por lo tanto, verdadero profetismo sin cumplimiento de la voluntad de Dios en los detalles de la propia vida, lo mismo que no hay verdadero culto en una asamblea que no tuviera la voluntad fundamental de someterse al plan de Dios sobre ella. Por eso, es un verdadero profeta cristiano aquel que, a pesar de las acusaciones de conservadurismo y de clericalismo, no busca lisonjear los deseos de los hombres de este mundo, sino que se atreve a proclamar la verdad y el mensaje tal cual es. Lo hemos visto ya: Jesús reprocha duramente a Pedro el querer sustraerse a su pasión y al cumplimiento de la voluntad del Padre en la renuncia. El cristiano se ve obligado a veces a hablar, porque hay silencios que son connivencias. Sería necesario que, al igual que Jeremías, y a pesar de su temor por las consecuencias de sus actitudes, se sintiera incapaz de resistir al impulso del Espíritu recibido en su bautismo. La época en que vivimos exige la cualidad profética, pero esta se confunde con la del siervo que da su vida. Ninguna fanfarronería, ninguna ostentación, sino una vida firme, sólida, enteramente dedicada a Dios en la renuncia a sus propios juicios para el establecimiento del Reino.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 13 ss.


10.

1. Pedro, un prototipo de creyente

El texto evangélico de hoy corrobora lo que afirmábamos el domingo pasado: no basta hacer una hermosa confesión de fe. Las palabras, aun las más santas y bíblicas, pueden ser engañosas si no están fundamentadas en una experiencia.

Pedro había confesado a Jesús como el Mesías, hijo de Dios; en aquel momento su gesto no carecía de valentía ya que dicha confesión implicaba de por sí el enfrentamiento con las autoridades religiosas y políticas del judaísmo.

Sin embargo, tal como se lo reprochará Jesús, aún su modo de pensar era grosero y en función de sus intereses humanos. El concepto «Mesías» podía servir para empuñar la espada o para cargar con la cruz: lo importante era esa intencionalidad interna que estaba implícita en la expresión; no su sola formulación.

El resultado fue que el mismo Pedro, alabado por Jesús por su confesión de fe, al poco tiempo fue duramente reprochado por no ser consecuente con todo lo que estaba implícito en esa confesión. Efectivamente: nadie mejor que Jesús podía saber todo el alcance y sentido de su ejercicio mesiánico. Si se lo aceptaba como Mesías, era lógico aceptarlo tal cual él se veía a sí mismo.

Sin embargo, y a pesar de todas estas contradicciones, Pedro pasa a ser casi el prototipo del creyente cristiano. Varios son los elementos que nos llaman la atención en la fe de Pedro:

PEDRO/PERSONALIDAD: Por una parte, es sincero y espontáneo en lo que dice y hace. Pedro no sabe mentir ni adoptar posturas exquisitas de diplomacia. En ese sentido, hubiera sido un mal intermediario moderno entre la Iglesia y los poderes públicos.

Y es esa sinceridad la que lo salva: una sinceridad bruta, no suficientemente elaborada por la reflexión, más afectiva que racional. Por todo ello, las contradicciones son constantes en su vida: confiesa al Mesías y se opone a sus sufrimientos; saca la espada para defender a Jesús y lo niega ante una criada; es llamado para bautizar a una familia pagana (la del centurión Cornelio) y no se decide en el conflicto por la abolición de la circuncisión en los paganos bautizados, y así sucesivamente.

Pedro es un santo humano, no distorsionado aún por la beatería o una falsa mística. Ama y peca en un interminable conflicto entre su yo apasionado y su interna cobardía. Y fue esta humanidad la que cautivó a Jesús hasta el punto de colocarlo como cabeza de los Doce. Pedro no tiene grandes cualidades de mando ni una elocuencia desbordante, no alcanzó altos grados de misticismo ni escribió páginas de ascética o espiritualidad.

Fue simplemente eso: Pedro, la eterna contradicción de un hombre sincero que no renunciaba a ser él mismo aun cuando se decidiera a seguir fielmente a Jesús. Por todo esto afirmamos que Pedro es el mejor prototipo del creyente cristiano, de un santo de carne y hueso que no nos deslumbra por extrañas cualidades, pero nos subyuga porque en él nos sentimos mejor representados cuando descubrimos todo lo que nosotros tenemos de Pedro, piedra bruta que aún tiene que ser cincelada por la palabra de Cristo. Efectivamente, ese Pedro recibió duros golpes de cincel por parte de Jesús. Y él se dejó golpear por el Maestro que podía sacar de ese material nada menos que el fundamento visible de su comunidad.

A ese Pedro, a todos nosotros en él, Jesús le dice «Niégate a ti mismo y carga la cruz; no te ames más de lo necesario porque algo debe morir en ti para que crezca la semilla del Reino.» Y Pedro le dejó hacer al Maestro, mal que le pesara el duro reproche. Tampoco fue la blanda y dócil arcilla en manos de Jesús. Nada de eso: resiste con la dureza de su personalidad; no deja de ser lo que es, aun en el momento de cambio. No es una ovejita dócil que se suma a la masa; pelea hasta el final por no dejar de ser Pedro, aun identificándose con Jesús.

Por eso hoy podemos rescatar la figura de Pedro, tan vilipendiada injustamente por quienes no quieren entender la pedagogía de Jesús. Pedro es la figura más criticada en todos los evangelios; es el Quijote que recibe todos los golpes; el que habla cuando tiene que callar, el que calla cuando debiera gritar. Es que Pedro es así: es un hombre viril, bravucón, simplote, humilde y servicial; consciente de la lucha interna que el Evangelio ha desencadenado en su interior.

Es muy distinto este santo de los modelos de santos que más tarde nos pintará cierta hagiografía etérea, antihumana, misticona. Pedro come, llora, grita, discute, se enfada, pide por su suegra, increpa a los niños, se fastidia por lo que no entiende, desconfía de las mujeres propensas a ver visiones, se escabulle cuando su prestigio puede venirse abajo. Y ese Pedro decide tomar la cruz: un día lo ceñirán y lo alzarán en el patíbulo. Y morirá a lo Pedro, quijotescamente con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba, como la tradición lo ha interpretado.

2. Así nos ama Cristo

Al seguir estas reflexiones o cavilaciones, seguramente habremos pensado en tantos momentos de nuestra vida que se dirían réplicas de la vida de Pedro. Lo vemos también en la Iglesia: sigue a Jesús «a lo Pedro», entre gritos de protesta y momentos de abandono y traición; orgullosa, criticona de los demás, dura ante la reforma que el Evangelio le propone. Es nuestra Iglesia, somos nosotros, ni santos de altar ni demonios del infierno: simplemente hombres que cargan con la cruz de una humanidad débil y con ella siguen a Cristo, un poco dando tumbos, otro poco saltando o corriendo, pero siempre con un paso desparejo, dudoso, cavilante.

A Jesús no le aterra una comunidad así; no en vano puso a Pedro como cabeza visible de su Iglesia, como haciendo constar que sabía muy bien con qué material tendría que vérselas.

Pero, ¡atención!, también está e] Pedro humilde, que sabe callar ante el reproche del Maestro, que acepta ser vapuleado por la palabra de Dios, que llora su pecado, que repara el escándalo, que muere por todo el rebaño.

Esto es lo hermoso de la fe cristiana: una fe para hombres comunes, de carne y hueso, que no necesitan adoptar posiciones farisaicas para parecer mejores que los demás. No es la fe que nos aplana como una apisonadora para que seamos todos iguales, para que pensemos lo mismo, digamos lo mismo y hagamos lo mismo. Jesús no buscó a un hombre blando como cabeza de su grupo; le encantó luchar contra la dureza de ese hombre que escondía debajo de su hosco cascarón un corazón de niño.

Sea cual fuere la exacta interpretación de la primera lectura de hoy, extraída de Jeremías, lo cierto es que refleja muy bien el carácter de Pedro y, en gran medida, el temperamento del hombre moderno que no se aviene tan fácilmente a ser modelado por otros: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste... Siempre que hablo tengo que gritar "Violencia" y proclamar "Destrucción"... La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día.

Entonces me dije: No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre... Pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla y no podía.» Así caminamos detrás de Jesucristo: protestando todos los días por esa cruz de humanidad asumida con que cargó nuestros hombros; regañándole como niños mal criados, pero al fin y al cabo... amándolo a nuestro modo.

Le damos la espalda, pero no del todo, como si se hubiera metido en nuestros huesos y entrañas en un eterno inquilinato...

Es duro el Evangelio, es duro imitar a este Jesús que terminó sus días tan malogradamente. Pero ¡qué seductor al mismo tiempo! Se permite el lujo de pedirnos la vida, cuando sabe que quizá sólo le damos la punta de un dedo.

Le damos esa punta y nos deja con la ilusión de que le hemos dado todo. Y así seguimos en un juego amoroso que esconde, entre cuadro y cuadro, sus lagunas de adulterio. El evangelio de hoy nos serena y nos reconcilia con nosotros mismos. Hasta podemos reírnos de nuestras quijotadas cristianas. Y lo mejor del caso es que sentimos la risa de Jesús que acompaña cada una de nuestras muestras de fidelidad. Así nos ama Cristo, consciente desde un primer momento de que no éramos ángeles ni santos de altar. Por eso nos puso a Pedro por encima: para que descubramos hasta dónde llega el amor de Dios que nos ama en esto tosco y simplemente complicado que somos.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1977.Págs. 216 ss.


11.

ESTROPEAR LA VIDA

¿De qué le sirve ganar el mundo entero...?

Casi sin darnos cuenta, hemos construido una sociedad donde lo importante es «obtenerlo todo y ahora mismo».

Una educación excesivamente permisiva, una falta casi total de autodisciplina, un ambiente social lleno de estímulos que nos empujan sólo a ganar, gozar, gastar y disfrutar, el miedo a no vivir intensamente, el temor a aparecer como fracasados y reprimidos... nos está llevando a un estilo de vida donde la renuncia no tiene ya lugar alguno.

Pero comenzamos a constatar que no es ése el camino acertado para vivir en plenitud. Cuando, sistemáticamente, vamos satisfaciendo nuestros deseos de manera inmediata, no crecemos como hombres. No acertamos a saborear con gozo la satisfacción obtenida. Nuestro espíritu no se aquieta. Siempre surge un nuevo deseo más apremiante y excitante que el anterior.

Y comenzamos a vivir en tensión, sin saber ya cómo saciar nuestros deseos e insatisfacciones cada vez más voraces. Y la existencia se nos convierte en una carrera alocada donde lo único que nos llena es tener siempre más y disfrutar con mayor intensidad.

Y tras la satisfacción lograda, de nuevo el vacío, el decaimiento, la tristeza y el hastío. Y de nuevo, vuelta a empezar, atrapados en una trampa que no tiene salida hacia la verdadera libertad.

Quizás esta experiencia nos puede ayudar a entender mejor las palabras de Jesús: "¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?".

Lo queramos o no, el hombre madura y crece, cuando sabe renunciar a la satisfacción inmediata y caprichosa de todos sus deseos en aras de una libertad, unos valores y una plenitud de vida más noble, digna y enriquecedora.

Todavía más. Si uno quiere obtenerlo todo ahora, inmediatamente, a cualquier precio y de cualquier manera, sin abrirse a una vida futura, eterna y definitiva, corre el riesgo de perderse definitivamente.

¿No hemos de introducir en nuestras vidas una dosis mayor de renuncia, sana austeridad y simplicidad en el vivir?

El que quiere seguir a Jesús hasta la plenitud de la resurrección ha de saber vivir de manera crucificada.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 105 s.


12.

1. El programa.

Cuando Jesús presenta en el evangelio el programa decisivo de su misión, no es solamente el mundo el que se escandaliza de la cruz, sino también y en primer lugar la Iglesia. Esta Iglesia se compone de hombres, todos los cuales querrían huir lo más lejos posible y durante el mayor tiempo posible del sufrimiento. Todas las religiones, excepto el cristianismo, responden a este programa: ¿Cómo puede el hombre evitar el sufrimiento: mediante el estoicismo, liberándose de la «rueda de las reencarnaciones», sumergiéndose en la meditación, etc? Cristo, por el contrario, se ha hecho hombre para sufrir más de lo que nadie ha sufrido nunca. El que quiere impedírselo es para él un adversario. Y éste no oirá decir a Jesús: alégrate porque yo sufro por ti, sino esto otro: carga con tu cruz, por amor a mí y a tus hermanos, por cuya salvación hay que sufrir necesariamente. No hay más camino de salvación que yo mismo. Tu salvación no consiste en liberarte de tu yo, sino en sacrificar constantemente tu yo por los demás, algo que no es posible sin dolor y sin cruz.

Y la primera lectura nos muestra precisamente que, si nuestra pertenencia a Dios es coherente, la cruz es inevitable.

2. El siervo como el amo.

El anuncio de la palabra de Dios -sin edulcoraciones ni reducciones de ningún tipo- es para el profeta Jeremías algo casi insoportable. Tiene que reprender al pueblo por su injusticia e incluso tiene que «gritarle»: «Violencia y destrucción» (dos palabras que aparecen a menudo en este profeta). Pero con ello sólo consigue el oprobio y el desprecio de todos. En la palabra del Señor que él debe proclamar, prevé la ruina del pueblo, pero nadie le cree. Se siente como engañado por el mismo Dios: su misión es algo totalmente inútil. Se comprende que quiera eludirla: ¡no pensar más en la palabra de Dios, no hablar más de ella! Pero entonces su situación sí que es realmente insoportable: ahora la palabra no dicha le quema en su interior, es como fuego ardiente en sus entrañas. También el cristiano debe hablar y exponerse a ser el hazmerreír del pueblo; debe exponerse al desprecio y a las burlas de los que le rodean, de la opinión pública, de los periódicos, de los medios de comunicación. La tentación de callar, de no decir ya más, de dejar que el mundo siga su curso, es ciertamente grande. El mundo camina de todos modos hacia su ruina: ¿de qué sirven las palabras?, ¿para qué hablar más? Pero este silencio debería quemar también las entrañas del cristiano como quemaba las del profeta: no se debe callar, hay que proclamar la palabra de Dios. Y resistir en medio del desprecio, de las injurias y de las burlas de los hombres no es más que seguir a Cristo: «No es el siervo más que su amo» (Jn 15,20). Precisamente en la cruz Jesús fue despreciado e injuriado como nadie había sido despreciado e injuriado antes. Y fue precisamente así como tomó sobre sí el rechazo del mundo y lo venció y superó desde lo más profundo de sí mismo.

3. Sacrificio conforme al Logos.

En la segunda lectura Pablo resume en pocas palabras la tarea vital de los cristianos: éstos deben, por la misericordia de Dios, ofrecer sus propios cuerpos como hostias vivas y santas, y en eso consiste el culto verdadero, el culto conforme al Logos, Cristo. La entrega de toda la vida por la causa de Dios y de Cristo hace de la existencia entera una única celebración litúrgica. Esta se celebra ante el mundo, pero sin acomodarse, sin ajustarse al mundo. Por eso la existencia cristiana, cuando es vivida conforme al Logos, en la imitación de Cristo, es tanto una predicación al mundo como un sacrificio por el mundo, pues los cristianos participan en la autoinmolación de Cristo por el mundo. Naturalmente, dice Pablo, esto exige un examen de conciencia permanente en el que cada cristiano debe preguntarse si realmente dice sí al escándalo de la cruz, si dice sí a la presencia de la verdad de Cristo en el mundo que le rodea.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 100 s.


13. DIOS, EL SEDUCTOR

Cómo le reconfortan a uno las lecturas de este domingo ¡Cómo le clarifican el camino desde su misma perspectiva dura y exigente!

En primer lugar, el evangelio. Retrata a un Jesús imparable que «comienza a explicar a sus discípulos que tiene que subir a Jerusalén a padecer a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, para ser ejecutado después».

Pero nadie piense, por favor, que se trate de un Jesús «supermán», insensible al dolor y al riesgo, despreciador de la vida, amante del «dolor por el dolor». Al contrario: este Jesús que increpa a Pedro porque quiere disuadirle de su subida a Jerusalén --«apártate de mi vista, Satanás»-- es el mismo Jesús que, en la noche de Getsemaní, temblando de miedo, dirá a su Padre: «Aparta de mí este cáliz». Es decir, un Jesús abrumado por la «pasión» que se le avecina y le cerca. Pero que tiene claro, a la vez, que esa pasión dolorosa forma parte del irrenunciable programa de su altísima vocación: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad».

Y ¿qué decir de Jeremías? ¿De esa terrible y desesperada «confesión» que nos hace en la segunda lectura de hoy? El profeta recuerda con ternura la vocación profética a la que fue llamado y a la que respondió con embeleso de enamorado: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir». Pero recuerda también, con realismo impresionante, y en una queja casi blasfema, la dureza de la predicación que se le encomendó y el desamparo en el que tuvo que desarrollar su labor: «Yo era el hazmerreír todo el día; todos se burlaban de mí, y la palabra del Señor se me convirtió en oprobio y en desprecio continuo».

Es alguien, como veis, que reniega de su vocación, alguien que se enfrenta con Dios para decirle que «le ha engañado», que «le ha seducido» como a una doncella indefensa, para abandonarla después a su suerte. ¡Es terrible! Y hay un momento en que parece apostatar: «Me dije: No me acordaré más de él y no hablaré en su nombre». Pero aquí también la fuerza de su «vocación» triunfaba sobre su desesperación. Y como San Pablo cuando decía: «Ay de mí si no evangelizo». O como el mismo Jesús cuando, después de rogar que «pasara de El aquel cáliz», añadía: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Del mismo modo, el profeta de Anatot se entregaba rendido: «Pero la palabra era fuego ardiente en mis entrañas; intentaba contenerme y no podía».

Sépanlo, pues, los que han sido «llamados». Claro que Dios seduce al hombre. Y lo ilusiona. Y lo encandila, proponiéndole bellos programas de generosidad, de entrega y colaboración entusiasmada en la implantación de su Reino. El diseña a nuestra vista «una tierra nueva y un cielo nuevo». Pero sépanlo también todos. El no promete escamotearnos las dificultades, ni evitarnos el esfuerzo, ni librarnos de la risa de la gente, ni hacer que no nos tengan por «necios e insensatos». Al contrario: «El que quiera salvar su vida la perderá». Lo que sí nos promete es «su gracia».

Eso es lo que le dijo a Pablo cuando éste le suplicó que «le librara de aquel ángel de Satanás que le esclavizaba: Te basta mi gracia».

Esa es, por lo tanto, nuestra aventura: «Caminar por un valle de tinieblas». Pero sabiendo, aunque no lo veamos, que «El es nuestro pastor» y que «su vara y su cayado nos guían».

Por eso Pablo, en la otra lectura de hoy, nos exhorta «a presentar nuestros cuerpos como hostia viva, santa y agradable a Dios».

ELVIRA-1.Págs. 77 s.


14.

Frase evangélica: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?»

Tema de predicación: LA NECESIDAD DE PADECER

1. El episodio de Cesarea de Filipo es crucial en el relato evangélico de los sinópticos. En ese momento se produce un cambio en el ministerio de Jesús: de Galilea a Judea; de las muchedumbres a los discípulos; de los milagros al signo de la cruz; del anuncio evangelizador a la educación de la fe... Jesús no es el Mesías tal como lo entiende el pueblo, sino el Hijo del Hombre sufriente.

2. Los tres anuncios de la Pasión fueron redactados después de morir y resucitar Jesús. Son reflexiones teológicas. Los anuncios de dicha Pasión en el evangelio de Mateo (16,21; 17,22-23; 20,17-19) son tres momentos cruciales que ponen de manifiesto la incomprensión de los discípulos, que no entienden la misión de Jesús, al no querer incluir el sufrimiento junto a la gloria, y la muerte junto a la resurrección.

3. El relato del evangelio de hoy consta de tres elementos:

a) El anuncio de la Pasión: Jesús tiene conciencia de que el sufrimiento forma parte del plan salvador.

b) La reacción de Pedro y el reproche de Jesús, ya que el primer discípulo rechaza la opción mesiánica del plan de Dios. Dicho de otro modo, la tentación (de Jesús, de los discípulos y de la Iglesia) es rechazar al «servidor de Dios».

c) Las palabras de Jesús a los discípulos, que describen sucintamente el discipulado como seguimiento: negarse a sí mismo (renuncia propia a favor de los otros), cargar con la cruz (soportar las consecuencias de tal decisión) y seguir a Jesús (adhesión total).

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Por qué desnaturalizamos tan fácilmente el cristianismo?

¿Cómo podemos dar a entender que el dolor es redentor?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 151 s.


15.

MORIR POR LOS DEMÁS 
ES LA ÚNICA FORMA DIGNA DE VIVIR

En aquel tiempo empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho allí por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.

Al hombre se le da la existencia para que en ella alcance la realización de ser personal. ¿Qué es la vida sino la ocasión de esforzarse por conseguir la felicidad, la realización y la plenitud? Eso es lo que los cristianos llamamos santidad. Para esto vino Jesús a este mundo: a manifestarnos el sentido real de la vida enseñándonos a conseguir lo anterior. Desgraciadamente, el sistema social en que nos movemos nos lleva a confundir la felicidad con placer, la realización con dominio y la plenitud con el dinero, y lo que es más grave: que educa en claves de placer, dominio y dinero, en una palabra: éxito. El precio que pagamos por ello es el hacer que unos sean explotadores y otros explotados, o que la riqueza de unos sea a costa de la pobreza de otros.

Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección. Vislumbra cuál va a ser su final, cómo acabará todo, y lo comunica a sus discípulos. Acepta su historia, su destino, su vocación, con todas sus consecuencias. Sabe, también, que la cruz, la muerte y la ignominia no son su punto final, no son su estación término, pues para él, como para todo creyente que vive en tensión su fe, la forma de recuperar la vida en plenitud es entregándola. Sólo es señor de su vida quien es capaz de darla. Jesús es consciente que dándola uno se convierte en algo sagrado, un sacrum/facere, un sacrificio ante Dios, algo agradable a Dios.

Jesús entiende su pasión y muerte, su cruz, como el pago lógico o resultado con el que hay que acarrear cuando se pretende vivir en autenticidad, cuando se busca la realización y la plenitud, cuando se sueña y lucha por ser como Dios manda, imagen y semejanza suya, en un medio social, político y culturalmente adversos.

En Jesús vemos cómo vivir es un vivir por y para los demás, en especial por los más necesitados, hasta el punto de que sin ellos no encuentra explicación a su propia historia. Los otros no son su cruz, sino que la cruz de los otros la hace suya y le lleva hasta la muerte para darles vida en abundancia, en resurrección.

Uno resucita, vive en gloria, cuando no teme a la muerte y entrega su vida en salvación- felicidad de los demás. Nada acaba con la muerte, todo comienza en ella.

Pedro se lo lleva aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, señor! Eso no puede pasarte».

Aquí aparece Pedro encarnando al hombre que se empeña en manipular la historia, forzándola y podándola hasta el punto de reservarse para sí los éxitos, los triunfos y aplausos, evitando y ahorrando los esfuerzos, el trabajo y todo dolor o incomodidad y encima desde una perspectiva religiosa: «No lo quiera Dios. . .» Representa a todo aquel que pretende decirle a Dios cómo ha de ser Dios porque él sabe mejor que nadie lo que conviene. Se presenta como el que más ama a Jesús y lo ve como su mesías y salvador pero en vez de seguirle intenta que Jesús sea el que le obedezca.

Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios».

Este Pedro, como muchos de nosotros, es demasiado humano como para ser divino. En este mismo capítulo de Mateo Jesús bendice a Pedro y ahora lo maldice. Los efectos de una bendición no dependen tanto del que la administra como del que la recibe.

Entonces dijo a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Si uno quiere salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria del Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta».

Para alcanzar la felicidad/salvación, que es lo que aquí se trata, hay que aceptar y respetar la historia en toda su complejidad y riqueza. No podemos alcanzar la felicidad/salvación dejando de lado, olvidando u obviando, alguna de sus facetas por amargas o desagradables que puedan ser. Tampoco podemos pretender comprender ya y ahora el futuro que está por venir.

Desde hoy alcanzamos a comprender, a hacer nuestro, el ayer; mañana comprenderemos el hoy, cuando sea pasado. Ahora sólo nos queda aceptar todo lo que nos ocurre como lo mejor que nos puede ocurrir para crecer. El presente no acepta que se le discuta, espera que se le acepte.

El hombre comprende, hace suyo, hasta lo más inverosímil desde una perspectiva temporal. Desde el más allá comprendemos el más acá; por tanto, nada nos puede hacer perder los nervios ni la cabeza como para que hoy, ahora y aquí, no seamos capaces de entrega suficiente como para vivir por toda la eternidad, como para no aceptar el modelo/tipo de vida que Jesús llevó.

«Quien quiera seguirme que se niegue a sí mismo y coja su cruz».

No se puede ser cristiano y pretender vivir a costa de los demás sino como soporte de los demás. Su cruz es nuestra cruz. Su vida y la dignidad de su vida nos acarrearan la muerte, que es la única forma de vivir con dignidad . Hay circunstancias o situaciones en que la muerte es la salida digna y válida de la vida.

BENJAMIN OLTRA COLOMER
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995. Págs. 91-94


16.

Este texto no se refiere a la incredulidad de los de fuera, sino a la resistencia que la misma Iglesia ofrece a Jesús en su calidad de Mesías sufriente y humilde. Una resistencia que desgraciadamente ha perdurado durante la mayoría de sus siglos de historia: aceptó el carácter mesiánico de Jesús, pero no el camino mesiánico del fracaso y del don de sí mismo. (...) Cuando Jesús predice su pasión no lo hace como si fuera un adivinador de su propio futuro, como si todo estuviera ya determinado y sabido desde un principio. Si así lo entendiéramos, el final dramático que tuvo su vida no sería un hecho histórico.

Es verdad que todo eso estaba profetizado en las Escrituras, pero no son éstas las que provocan los acontecimientos, sino los acontecimientos los que determinan las profecías. Lo que estas palabras indican es que, a estas alturas de su actividad, Jesús ya contaba con la posibilidad de una muerte violenta: había violado la ley del sábado -quicio del sistema religioso de Israel- en varias ocasiones, lo que era motivo suficiente para condenarlo a muerte; había sido acusado por los dirigentes religiosos de estar endemoniado, penado también con la muerte; se había enfrentado a las autoridades, a los terratenientes; se relacionaba con gente a la que despreciaban los poderosos y a la que estaba abriendo los ojos sobre su situación de explotación y marginación... Las autoridades religiosas y políticas lo consideraban cada vez más como un elemento peligroso. Y no pensaba cambiar... De esta forma, Jesús tenía que contar con la casi evidencia de morir violentamente, como habían muerto muchos profetas. Su muerte ajusticiado será la consecuencia lógica de su actividad y de su toma de posición contra la ideología del poder.

(...) Anunciar la palabra de Dios, vivir en cristiano, lleva inevitablemente al sufrimiento, al dolor. No porque ser cristiano sea sufrir, sino porque ser cristiano verdadero contradice la mayoría de los "valores" de la sociedad en que vivimos. Si ahora el cristianismo no crea problemas en muchos ambientes injustos, es porque ha tergiversado el mensaje de Jesús, equiparándolo a la mentalidad que domina el mundo occidental, con la consiguiente pérdida de credibilidad en los ambientes que buscan el cambio.

Ser cristiano es una fiesta, un gozo maravilloso, pero sólo para los hombres que esperan y viven del amor, para los hombres libres y generosos, para los inconformistas con el mundo que padecemos.

¿Y cuántos hombres hay así? Para los demás, el anuncio cristiano es un tremendo revulsivo que solamente produce irritación y problemas. (...) De nuevo es Pedro -en Mateo y Marcos- el que nos clarifica el tipo de mesías que esperaban y en el que espontáneamente tendemos a creer todos los hombres: alguien que resuelva victoriosamente todas las contradicciones de los hombres y haga que, de repente, todas las cosas vayan bien. ¿No dicen muchos actualmente que Dios no existe porque si existiera no permitiría el hambre, ni las guerras, ni el sufrimiento de los niños...? Una de las cosas que menos comprende nuestro mundo es el fracaso de los hombres buenos y el triunfo de los opresores. ¿No debería ser el éxito la consecuencia de la bondad? Y resulta que el mesianismo de Jesús no es éste, que él es Mesías desde la impotencia del ser hombre. Un Mesías dedicado a mostrarnos que se puede ser hombre a fondo, hombre plenamente realizado y abierto a todo lo que sea amor, libertad, justicia...

Es impotencia lo que le condujo a la muerte, porque el mundo tiene poder y no acepta esos valores. Pero una impotencia que, a la larga, resultó definitivamente victoriosa... porque el hombre que ama gana siempre..., pero después de morir a sí mismo. Jesús no será el mesías político y guerrero que esperaba la mayoría del pueblo, sino un hombre que asumirá en el dolor de la lucha diaria la tarea de redimir al hombre de su orgullo.

Pedro está en completo desacuerdo con lo expuesto por Jesús. Ha expresado la fe auténtica, pero no ha sacado las consecuencias de sus palabras. Creía en la mesianidad de Jesús y parecía que era un creyente, pero en realidad no aceptaba el lado más profundo y singular del Maestro. Cayó en las redes de su educación religiosa, que reducía todo a dimensiones "razonables".

Llevándose aparte a Jesús, lo increpa. El verbo es fortísimo, puesto que lo usa Jesús con los demonios o elementos demoníacos.

Indica que el destinatario del reproche se opone al plan de Dios si no rectifica su postura. Pedro, por tanto, considera que lo que propone Jesús es contrario al designio divino. Alrededor de las personas comprometidas, o en camino de comprometerse, hay con frecuencia un coro de gentes que pretenden disuadirlas. Pedro y sus compañeros acariciaban el sueño de un reino mesiánico terreno y político, sin querer entender que ese reino lo había rechazado Jesús y combatido con energía desde el comienzo de su misión, desde las tentaciones del desierto.

La reacción de Pedro es muy explicable: no ha entendido todavía que el camino de Jesús -como todo verdadero camino humano- es camino de renuncia y muerte, antes de serlo de salvación y gloria.

Jesús deberá comenzar con sus discípulos un nuevo grado de inteligencia, aún más difícil que el anterior: explicarles el único mesianismo verdadero, la única forma de ser auténticamente hombre. ¿Cómo van a entender que al Mesías lo matará el sanedrín? ¿Lo entendemos nosotros? Es inconcebible y no puede suceder.

¿Cómo va a permitir Dios tal contrasentido: que el Hijo sea condenado por sus máximos representantes en la tierra? La actitud de Pedro es como una voz de alarma para los cristianos, porque el peligro mayor de la Iglesia no está fuera, sino dentro de sí misma: traicionar a Cristo distorsionando su imagen. Las tentaciones del desierto se hacen carne en la comunidad cristiana cuando rechaza toda forma de cristianismo sufriente, cuando se opone a ser perseguida por su fe, cuando quiere terminar con las formas humildes y pacíficas, cuando busca el poder religioso y político, dominar el mundo bajo el signo de la cruz... Cuando piensa que, si triunfa, es porque Dios la bendice. Pedro, como tentador de Jesús, expresa muy bien la permanente tentación a la que se vio sometida siempre la Iglesia: hacer de Jesús de Nazaret un factor de poder y de riqueza.

No olvidemos que si los evangelistas insisten tanto en este tema es por lo mucho que nos cuesta a los cristianos comprender al "verdadero" Jesús, por la fuerza con que nuestro egoísmo y comodidad tiende a fabricar un Jesús a nuestra imagen y semejanza. La Iglesia y cada comunidad debemos examinar nuestro modo de actuar con los hombres a la luz de este clarificador texto evangélico.

"Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios". Estas palabras manifiestan el colmo de la indignación. Jesús comprendió que estaba ante la gran tentación de su vida. Le ofrecían el poder, la gloria, las riquezas y los honores. Comprendió que sus discípulos no habían escuchado la voz del Padre y que a él mismo le era difícil acatarla momento a momento. Rechaza a Pedro con las mismas palabras que al tentador en la tercera tentación del desierto (/Mt/04/10). Se trata, en realidad, de la misma tentación: aceptar un mesianismo que descarte los caminos de Dios para imponer los caminos humanos. Pedro y Jesús están en distintos planos. Así como las tentaciones del desierto están al comienzo de su actividad mesiánica, esta conversación está al comienzo del camino de la pasión. Deberíamos meditar profundamente estas durísimas palabras dichas a un hombre que acaba de formular de un modo perfecto su fe en Jesús. No basta reconocer al Mesías; es necesario aceptar también todas sus consecuencias. La fe no puede quedar en el entendimiento ni reducirse a palabras: tiene que hacerse práctica. El caso de Pedro es más grave que si no hubiera entendido: reconoce que Jesús es el Hijo de Dios vivo, pero pretende encauzar su mesianismo hacia el poder y el triunfo.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 3
 PAULINAS/MADRID 1985.Pág. 100


17.

Nexo entre las lecturas

El camino de la propia vocación pasa necesariamente por la cruz. Quisiéramos proponer esta afirmación como el fulcro de las lecturas de este domingo vigésimo segundo del tiempo ordinario. Jeremías, en sus famosas confesiones, nos muestra hasta qué punto llega la experiencia dramática de la vocación, de la llamada de Dios para cumplir una tarea en la vida. Él sabe que ha sido llamado por Dios para una misión ardua y difícil. Ha sido llamado para destruir y para construir. Sin embargo, en un momento determinado se siente traicionado por Dios: toda su vida no ha sido sino "destruir" y no se ve por ningún lado la promesa divina de la edificación del pueblo de Dios. Se siente seducido y engañado. Si el mismo Jeremías no lo hubiese manifestado, nadie habría podido intuir la profundidad de su abatimiento y la prueba tan dolorosa que enfrentaba su fe (1L). La carta a los romanos nos expresa una verdad mucho más consoladora, pero no por ello menos exigente. Nos exhorta a presentar nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Es decir, nos exhorta al sacrificio. Nos invita a tomar la vida y la vocación como una ofrenda al Dios uno y Trino. Sin embargo, esta exhortación no llega sino después de que ha sido anunciado el "evangelio", es decir, el plan salvífico de Dios en Jesucristo. La gracia del don, precede a la petición de la ofrenda (2L). En el evangelio Cristo anuncia con claridad y exigencia que "es necesario" tomar el camino de la cruz para salvar a los hombres. Quien desee seguir a Cristo fielmente, deberá tomar su cruz y ponerse en marcha. El mensaje cristiano es un mensaje de gozo pascual, pero un mensaje que pasa por el camino de la cruz (EV).


Mensaje doctrinal

1. La vocación cristiana. La palabra "vocación" cualifica muy bien las relaciones que Dios entabla con cada ser humano en el amor. En realidad "cada vida es una vocación" como decía Pablo VI (Pablo VI, carta Enc. Populorum progressio, 15) porque es una llamada a desempeñar una tarea especial en la construcción del mundo y en la obra de la salvación. Al hablar de vocación cristiana, sin embargo, nos referimos a una llamada específica. Se trata de una llamada a "vivir en Cristo" y hacer que "Cristo sea todo en todos". La vida cristiana es vocación en el sentido de que Dios inicia con su creatura un diálogo de amor. La hace sentirse amada. Amada eternamente por un amor infinito, y, a la vez, la invita a tomar parte en ese mismo amor que se derrama en los corazones. Vocación cristiana es, pues, la invitación a pasar del terreno inicial del cumplimiento de los mandamientos, al terreno más elevado de la donación, a imitación de Cristo. Vocación-donación-amor que se ofrece, pueden ser tres sinónimos de una misma realidad profunda. Quien no entiende su vida como vocación y misión se condena a vivir en el tedio, en el pasatiempo banal, en el placer efímero.

"La razón más profunda de la dignidad humana, (leemos en el documento conciliar Gaudium et spes), está en la vocación del hombre a la comunión de Dios. Ya desde su nacimiento es invitado el hombre al diálogo con Dios: pues, si existe, es porque, habiéndole creado Dios por amor, por amor le conserva siempre, y no vivirá plenamente conforme a la verdad, si no reconoce libremente este amor y si no se entrega a su Creador". (N° 19). Así pues, la llamada a la comunión con Dios es nuestra vocación esencial como hombres y como cristianos. Es preciso traer a nuestra mente y a nuestro corazón estas verdades tan fundamentales, a fin de que nuestra vida y nuestra misma existencia, no se pierdan en el aburrimiento o en la pérdida del tiempo. La comunión con Dios es nuestra meta final, pero es también una meta que ha ya iniciado de algún modo aquí sobre la tierra.

Ahora bien, esta vocación en Cristo es una llamada a participar en el misterio pascual. Es decir, a participar en la pasión, muerte y resurrección del Señor. El Señor, al llamarnos a la fe cristiana, no nos ha dejado como simples espectadores pasivos de la redención, sino que nos ha dicho "ven toma parte en la lucha del bien contra el mal, acoge esta singular llamada a redimir conmigo a la humanidad a través de tu propio sufrimiento, de los avatares de tu vida y de tu misma muerte". " Ven toma parte". "No te avergüences -decía Pablo a Timoteo-, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús. El Señor nos ha llamado a una vocación santa desde toda la eternidad. El cristiano es un hombre convocado, un hombre llamado a vivir una "nueva vida", la vida en Cristo. Se trata de una llamada divina. No es una iniciativa personal, no es el producto de las obras o méritos personales. Es simplemente un don de Dios. Y este don pasa por la cruz y el sufrimiento, como hemos visto en la vida del apóstol y como vemos en el dramático testimonio de Jeremías. Aquel hombre de temperamento manso y sosegado, debe pasar la vida combatiendo a su pueblo y anunciando calamidades. Se siente burlado y engañado por Dios mismo. Decide no acordarse más de su creador, pero no puede, es como una llama que quema sus entrañas. Sí, la vocación pasa por momentos de total oscuridad, de sufrimiento tan radical que parece que Dios ha abandonado a su "llamado". Pero no, Dios no olvida. Sus dones son sin arrepentimiento. Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas, que Dios no se olvida de sus creaturas.

Si así se mira la vocación cristiana, cambian muchas cosas en nuestra escala de valores. La cruz ya no será aquella triste realidad que hay que evadir a toda costa. No, la cruz será un camino de santificación. Por lo demás, todos tienen sus cruces y sus sufrimientos, pero mientras unos se rebelan contra su Hacedor, otros asumen humildemente la parte en la historia de la salvación que les corresponde. En el fondo, se trata de comprender el sentido de la cruz; de comprender su sentido salvífico; de comprender que el camino de la felicidad y paz interior pasa por el camino estrecho del calvario y de la aceptación gozosa de la cruz.

2. De la rebelión a la paz. En el profeta Jeremías encontramos una especie de enfrentamiento con Dios. De algún modo el profeta acusa a Yahvé de haberlo engañado, de no haber cumplido la promesa de su vocación. Algo así como una rebelión parece insinuarse en el alma del profeta. Poco después, sin embargo, vuelve a la esencia de su vocación: sabe que ha sido llamado, sabe que un fuego corre por sus venas y en sus huesos, sabe que no puede venir a menos en su compromiso. La rebelión es una grande tentación para los seres humanos. De frente a los incomprensibles y numerosos sufrimientos de la vida, especialmente los sufrimientos de los inocentes, el corazón humano parece pedir explicaciones y encararse, como Job, con Dios que permite aquella prueba. La rebelión tiene en su origen una tentación del demonio, que es rebelde y homicida por naturaleza. Donde hay rebelión, no hay paz. Donde hay rebelión no puede estar Dios. Donde hay rebelión se ha oscurecido el corazón humano y ha dejado caer la confianza en su Creador. Por eso, debemos procurar superar la rebelión. Superar ese estado en el que el alma desea constituirse señora y dueña de sí misma, sin percibir su condición creatural y sin percibir, cosa que es aún más dramática, el inmenso amor con el que Dios la ama. Los ángeles malos se rebelaron contra Dios y cayeron en desgracia. Se olvidaron del amor y su decisión fue irrevocable. Para ellos no hay sino desamor y dolor. No es ése el camino del cristiano. El cristiano es aquel que sabe sufrir como Cristo, aquel que desechando toda tentación de rebelión, se deja llevar por los misteriosos caminos de Dios. El Card. Newman expresaba esta conformidad con el actuar divino y este dejarse conducir por Dios de modo muy poético y profundo:

Guíame, luz bondadosa,
en medio de las tinieblas
que me rodean,
guíame adelante.
La noche es oscura,
me encuentro lejos del hogar,
guíame adelante.
Protégeme al caminar,
no te pido ver en lontananza,
me basta asegurar el paso siguiente.

No siempre fue así.
En el pasado yo no rezaba para que tú me guiases por el camino.
Amaba elegir y ver mi sendero,
pero ahora guíame Tú.
Amaba el tiempo soberbio y vanidoso y, a pesar de temores,
el orgullo y rebelión dominaban mi voluntad: no recuerdes más los años pasados.

Durante tanto tiempo me ha bendecido tu poder que,
sin duda, me seguirá guiando adelante todavía.
Me guiará en medio del brezal
y del pantano.
Me guiará por encima del peñasco
y del raudal
hasta que pase la noche.
Al amanecer sonreirán aquellos rostros angélicos
que he amado desde hace tanto tiempo, y que por breve tiempo he perdido.


Sugerencias pastorales

1. La paciencia en el cumplimiento de la propia vocación. Hay momentos en la vida en que parece que uno ya no es capaz de ser fiel a la vocación y a la palabra prometida. Esposos que ya no sienten las fuerzas para permanecer fieles a sus compromisos; padres que no saben cómo educar a sus hijos; personas consagradas que pasan por momentos tan oscuros en la vida, que sienten la tentación del abandono, de la incertidumbre, del desaliento. Situaciones del mundo, de la Iglesia, de la propia nación, de la propia familia... y uno se pregunta ¿quién pondrá concierto a tamaña tempestad? ¿Cómo puedo yo permanecer fiel a mis compromisos contraídos en juventud? ¿No habrá sido todo una ilusión, una quimera, un impulso insensato de juventud? ¿No será ilusión mi entrega, mi donación a los demás, a mi familia, a mis hijos? ¿Todo estará destinado a derrumbarse con el paso del tiempo y la fragilidad humana?

En estos momentos es cuando más debe acrecentarse la virtud de la esperanza, y cuando más fiel hay que ser a Dios y a la propia vocación. Como Jeremías, sepamos enfrentar el momento de la prueba. Esa inexplicable ausencia de Dios. Ese misterioso ocultamiento de la luz. Seamos pacientes. No dejemos el camino emprendido. No huyamos al primer golpe. No tiremos la vocación, la misión por la ventana. Sepamos esperar, puesto que los golpes de Dios son siempre golpes de amor, y, tarde o temprano, saldrá a flote la razón de tanta pena y tanto sufrimiento. No perdamos la confianza en aquel que nos ha llamado a una vocación santa. Que nada nos turbe y que nada nos espante, pues todo se pasa. Dios no se muda y la paciencia todo lo alcanza, decía Santa Teresa, quien se entendía bien de estos momentos de oscuridad.

2. No os ajustéis a este mundo. La exhortación del apóstol es verdaderamente actual. El mundo tiene criterios muy distintos a los criterios de Cristo. El mundo tiene un modo de pensar ajeno al amor, a la misericordia, a las bienaventuranzas. El mundo promueve el placer pasajero, la mentira, el aprovechamiento injusto del prójimo. El mundo proclama dichoso a quien triunfa independientemente de los medios que usa para ello. No es así, el modo de ser cristiano. El cristiano se transforma día a día por la renovación de su mente. Por una metanoia, es decir por un modo de pensar que va más allá de los simples criterios humanos, para adoptar los criterios sobrenaturales. En el fondo de este mundo sobrenatural está una verdad: la verdad del amor. La verdad del amor de Dios que nos ha amado hasta darnos a su Hijo unigénito y la verdad del hombre. El hombre es capaz de Dios, es capaz de conocer su amor, de descubrir su bondad y experimentar su cercanía. No nos ajustemos a los modos de ser del mundo vivamos en plenitud y valientemente nuestra cristiana condición, dando a los demás una razón para vivir.

P. Octavio Ortiz