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HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO
18-23

18. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentarios generales

Sobre la Primera Lectura (Jeremías 20, 7-9)

Es una página autobiográfica palpitante de emoción. La misión de Jeremías es sumamente difícil. El la quiere rehuir, pero debe rendirse a la voluntad de Dios:

-Es dolorosa la vida y vocación de este Profeta. Es Profeta de la cuna al sepulcro; pero lo es siempre a la fuerza, a repelo, en rebeldía con su vocación. No podemos simplemente tildarle de pesimista, pusilánime, amargado, acomplejado. Nada de complejos. Se enfrenta valiente y sereno con reyes y cortesanos, con sacerdotes y falsos profetas. Es más bien la clarividencia, la fina sensibilidad, la responsabilidad lo que explica su tenaz resistencia, a veces su tozudez, a la vocación. Esta página de sus confesiones nos revela su drama interno: 'Me has seducido, Yahvé; y me he tenido que rendir. Eres más fuerte y me has vencido' (7). Recordemos Jer 1, 4-7, donde aparece el primer forcejeo entre Dios y Jeremías. Y nunca se reconcilia con su vocación.

-Y es que el mensaje que tiene que proclamar en nombre de Dios es muy duro y muy contrario a los sentimientos del auditorio y del mismo Profeta: 'Porque siempre que hablo debo anunciar: ¡Derrota! Siempre que tomo la palabra debo proclamar: ¡Devastación! La Palabra de Yahvé es para mí causa de continuos oprobios y befas. Todos se mofan de mí. Soy su irrisión todo el día' (8). Mientras los falsos profetas adulaban al Rey y al pueblo, Jeremías debía proclamar el mensaje de la justicia y castigo de Dios que se cernía sobre los gravísimos pecados de Jerusalén.

-Y tampoco tiene la opción de evadirse, de callar: 'Yo decía: No me acordaré más de la Palabra de Yahvé. No hablaré más en su Nombre' (9a). Un auténtico Profeta de Dios no puede oponerse a la fuerza del Espíritu. Quedaría devorado por su propia conciencia, que le recrimina su cobarde traición: 'Pero sentía en mi interior un fuego que me quemaba los huesos. Y no podía ahogarlo. Y no podía soportarlo' (9b). Ni atenúa, ni menos calla, el mensaje. Es fiel Profeta de Dios.

Sobre la Segunda Lectura Romanos 12, 1-2

Este capítulo inicia la sección parenética o exhortativa de la Carta:

-El culto a Dios, deber primario, debe practicarlo el cristiano de muy diversa manera que lo han hecho judíos y gentiles. Pablo lo llama culto espiritual para contraponerlo al culto exterior y formalista. De ahí que los sacrificios de animales, tan propios del culto Mosaico, pierden su valor. En el nuevo culto la hostia ofrecida es el hombre mismo (1). Ya Oseas elevaba a esta zona espiritual el culto cuando proclamaba: 'Porque es amor lo que yo quiero y no sacrificios: conocimiento de Dios más que holocaustos' (Os 6. 6). Un amor sincero a Dios y una sumisión total a su voluntad compromete al hombre entero; le hace 'víctima viva, santa, grata a Dios' (1), de un valor inmensamente superior a los sacrificios de animales, de sentido puramente ritual.

-Este culto espiritual se cumple siempre que el hombre se consagra a conocer, aceptar y cumplir la voluntad de Dios. Por esto San Pablo llama culto espiritual a la predicación del Evangelio: 'Dios, a quien doy culto espiritual evangelizando a su Hijo' (Rom 1, 9). Y pone a un mismo nivel de culto espiritual la predicación del Evangelio y la conversión sincera de los evangelizados: 'Soy ministro de Cristo Jesús entre los gentiles en el oficio sagrado de predicar el Evangelio de Dios y de presentarle la gentilidad como ofrenda muy grata, santificada en el Espíritu Santo' (Rom 15, 16): 'Concédenos, Señor; que en Cristo, y formando por su Espíritu un solo Cuerpo, seamos víctima santa a honor de tu gloria', pedimos muy justamente en una anáfora.

-El programa de toda vocación cristiana, es decir, de todo bautizado, es tan alto como bello: a) No os amoldéis al presente siglo; b) Antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente; c) Aquilatad cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto. Conviene recordar estas exigencias del Bautismo ante el peligro de secularización y de mundanización que sufrimos hoy los cristianos. Nos lo avisa el Papa: 'Cristiano convertido a aquel mundo que él debería, por el contrario, convertir a sí' (Paulo VI: 16-111-69). No es el mundo el que mundaniza al cristiano. Es el cristiano el que cristianiza el mundo. Res denominatur a potiori.

Sobre el Evangelio Mateo 16, 21-27

Jesús expone con toda claridad su Mesianismo Redentor: un Mesías en cruz es el riesgo decisivo y difícil de la fe; Jesús plantea crudamente esta crisis a los suyos:

-Aprovecha la confesión y profesión que Pedro acaba de hacer de la Mesianidad de Jesús para entrarles en el misterio de un Mesías-Redentor: el profetizado en los oráculos del 'Siervo de Yahvé'. Ha de tomar sobre sí los pecados de todos. Debe ser la víctima expiatoria por todos.

-Pedro cae, una vez más, en el mesianismo de carne y sangre: glorioso, político. Y aún intenta desviar a Jesús. Jesús rechaza aquella sugestión y la califica de diabólica (23). Ni Pedro ni sus compañeros son capaces de superar su cerrada mentalidad hasta que la Resurrección de Jesús y la luz de Pentecostés les den la clave del Mesianismo-Redentor.

-Con ocasión de este despiste de Pedro, Jesús proclama cuál sea el Mesianismo auténtico: el de la cruz. La Redención la hará El por la cruz. Y cuantos queramos ser de El debemos compartir su cruz (24). Las frases pedagógicas de los vv 25-26 contraponen el criterio divino al humano. Este valoriza sólo la vida de acá, lo efímero y caduco. En la escala auténtica de valores deben anteponerse los eternos a los temporales. A esta luz es válida la paradoja de Jesús: Quien pierde gana y quien gana pierde: Quien pierde y renuncia por amor al Reino de los cielos lo temporal, gana lo eterno. Quien se afana sólo por lo temporal pierde lo eterno.

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.

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Juan PaPiNI

SUFRIRÉ MUCHAS COSAS

Que debía morir, y dentro de poco, y de muerte infamante, Jesús lo había sabido siempre. Era el premio que le correspondía y nadie se lo había de arrebatar. Quien salva está pronto para perderse; quien rescata a otros es fuerza que pague con todo sí mismo, es decir, con el único valor que sea verdaderamente suyo, que sobrepasa y comprende todos los otros valores; quien ama a los enemigos justo es que sea odiado también por los amigos; quien lleva la salud a todos los pueblos debe ser matado por su pueblo; quien ofrece la vida merece recibir la muerte. Cada beneficio es una ofensa tal a la ingrata resistencia de los hombres que sólo puede ser vengado con la mayor de las penas. Nosotros prestamos oído solamente a las voces que se levantan de los sepulcros y nuestra escasa capacidad de veneración está reservada a aquellos que hemos asesinado. No quedan en la caduca memoria del género humano más que las verdades escritas con sangre.

Jesús sabía lo que se preparaba para él en Jerusalén y en todos sus pensamientos, como más tarde lo dirá uno que fue digno de copiarlo, llevaba esculpida la muerte. Por tres veces, antes de entonces, habían intentado matarlo. La primera vez en Nazaret, cuando lo llevaron a la cresta del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad y querían arrojarlo abajo. Una segunda vez, en el Templo, los Judíos, ofendidos por sus discursos, echaron mano a las piedras para lapidarlo (Jn.8, 59). Y una tercera, en la fiesta de la Dedicación (CX), en invierno, cogieron otra vez piedras de la calle para hacerlo callar (Jn. 10, 31).

Pero las tres veces pudo librarse, porque su día no había llegado aún. Estas promesas de muerte las guarda en el alma, para sí solo, hasta los últimos tiempos. No quería entristecer a sus discípulos que, tal vez, se hubieran escandalizado de seguir a un condenado ya moribundo en su corazón. Pero después de la triple consagración de su Mesianidad — el grito de Pedro, la luz del Hermón, el ungüento de Betania — no podía más callar. Conocía demasiado bien las ingenuas y ardientes aspiraciones de los Doce. Sabía que, pasados los raros instantes de entusiasmo y de iluminación, no eran siempre capaces de pensamientos que no fueran los del vulgo, humanos hasta en los sueños más sublimes. Sabía que esperaban al Mesías como a un victorioso restaurador de la edad de oro y no como al Hombre de los Dolores. Lo pensaban Rey en el trono y no malhechor en el patíbulo; triunfante entre los homenajes y los tributos y no despreciado con salivazos y golpes; viniendo a resucitar a los muertos y no para ser asesinado como un asesino.

Era necesario — para que la nueva certeza no se desmoronase en ellos el día de la ignominia— que fueran advertidos. Que supieran de la propia boca del Mesías y del condenado, que el Mesías debía ser condenado, que el victorioso debía desaparecer en una atroz derrota, que el Rey de todos los Reyes debía ser insultado por los sirvientes del César, que el Hijo de Dios debía ser crucificado por los enceguecidos servidores de Dios.

Tres veces habían intentado matarlo; por tres veces anuncia a los Doce, después de la confesión de Pedro, la próxima muerte (Mc. 8, 31, 10, 33, 34, 14, 8). Y de tres especies serán los hombres que ordenarán su muerte: los Ancianos, los Príncipes de los Sacerdotes, los Escribas.

Y tres serán los cómplices necesarios de su muerte: Judas que lo traiciona, Caifás que lo condena, Pilatos que concede la ejecución de la condena. Y serán de tres especies los ejecutores materiales de la pena: los esbirros que lo tomarán preso, los judíos que gritarán crucifícale, bajo el pretorio, los soldados romanos que lo clavarán en el madero.

Tres grados, como el mismo lo dice a los Discípulos, tendrá el castigo. Primero será escarnecido y ultrajado, después escupido y azotado y, finalmente, matado. Pero no deben espantarse ni llorar. Como la vida tiene la recompensa en la muerte, la muerte es una promesa de una segunda vida. Después de tres días resucitará del sepulcro para nunca jamás morir. El Cristo no trae consigo abundancias de oro y de trigo pero sí la inmortalidad para todos los que le obedecerán y la cancelación de todo pecado. Pero la inmortalidad y la liberación deben ser pagadas con sus contrarios: con la prisión y con la agonía .El precio es duro y fuerte, pero los pocos días de la pasión y del sepulcro son necesarios para comprar los miles de años de vida y de libertad.

Los discípulos, en presencia de estas revelaciones, se turban y no quieren creer. Pero Jesús ha empezado ya a sufrir, representándoselos en el pensamiento y diciéndolos con palabras, los días terribles del fin. Los herederos de su palabra ya lo saben todo y Cristo puede encaminarse a Jerusalén para que se cumpla hasta lo último lo que ha dicho.

(Tomado de Historia de Cristo, Ed Lux, Chile, Pág. 259 y ss.)

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Dom Columba MarmioN.

"MORIR AL PECADO"

El Evangelio ha establecido claramente las dos condiciones fundamentales para la salvación, tanto para los sacerdotes como para los simples fieles: "el acto de fe y la recepción del bautismo": Qui crediderit et baptizatus fuerit salvus erit (Mc., XVI, 16).

Después de haberos hablado de la fe, voy a tratar ahora de la gracia vital que nos comunica el bautismo. Esta gracia es como una semilla que tiende a crecer, y que todo bautizado debe desarrollar constantemente en el transcurso de su existencia.

He aquí cómo describe San Pablo con admirable profundidad la fuerza sobrenatural y secreta de los efectos del bautismo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que, como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom., VI, 4).

Estas palabras nos muestran, en una mirada de conjunto, cuáles son los elementos esenciales de nuestra santificación, y cuál es la orientación que debemos dar a los esfuerzos que hacemos para alcanzar la virtud.

El mismo Dios nos declara que sus caminos y sus designios no son los nuestros: "Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos... Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros" (Isa., LV, 8-9).

Para santificar al mundo, no ha elegido otro medio que aquel que San Pablo califica como "la locura de la cruz": stultitia crucis (I Cor., I, 18). ¿Quién hubiera podido imaginarse jamás que para salvar a los hombres iba a ser necesario que el Hijo unigénito tuviera que someterse a los oprobios del Calvario y a la muerte de cruz? Con todo, lo que parecía una locura a los ojos de los hombres era precisamente el plan que había previsto la sabiduría divina: "eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios" (Ibid., 27).

La muerte y la resurrección de Jesucristo son las que han renovado el mundo y todo cristiano que quiera salvarse y santificarse debe participar espiritualmente del misterio de esta muerte y de esta vida resucitada. Toda la esencia de la perfección evangélica y sacerdotal consiste en la participación de este doble misterio.

1. — Necesidad de morir al pecado

El alma se une a Dios en la misma medida en que se le asemeja. Para que Dios la atraiga y la eleve es necesario que, en cierto modo, se identifique con ella. Por eso, cuando creó el alma de nuestros primeros padres, la hizo a su imagen y semejanza.

Según el plan divino, el hombre ocupa un lugar intermedio entre los ángeles, que son espíritus puros, y la materia corporal y está destinado a reflejar las perfecciones de Dios con mucha mayor perfección que la creación material: "Le has hecho poco menos que los ángeles y le has coronado de gloria y de honor (Ps., VIII, 6). En este himno, el salmista contempla con arrobamiento la obra divina tal como era en su primitiva belleza y dedica un canto a la gloria de Dios que se manifiesta en el universo: "¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuan magnífico es tu nombre en toda la tierra!" (Ibid., 1).

El pecado de Adán deshizo este plan tan grandioso. El pecado ha destruido en el hombre el esplendor de la imagen divina y lo ha hecho incapaz de volver a unirse con Dios.

Pero el Señor, en su infinita bondad, ha decidido reparar "maravillosamente" el mal producido por el pecado: Mirabilius reformasti. ¿Y cómo podría realizarse semejante reparación? Ya lo sabéis: por la venida de un nuevo Adán, que es Jesucristo, cuya gracia, llena de misericordia, nos hace hijos de Dios, conformes a su imagen y aptos para la unión divina: Et sicut in Adam omnes moriuntur, ita et in Christo omnes vivificábuntur (I Cor., XV, 22).

El bautismo es el medio sagrado establecido por Dios para lavar el alma de la mancha del pecado original y depositar en ella el germen de la vida sobrenatural. ¿Qué secreto poder tiene el sacramento para obrar semejante prodigio? El poder siempre activo de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, que engendra en el alma un estado de muerte y un estado de vida que se derivan enteramente del mismo Jesucristo. Así como "era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su gloria": Oportuit pati Christum et ita mirare in gloriam suam (Le., XXTV, 26), así también el cristiano debe asociarse espiritualmente a su muerte para poder recibir la vida divina.

De esta suerte, Cristo es a un tiempo el arquetipo y la fuente de nuestra santificación: "Si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., VI, 5).

¿Qué es lo que debemos entender por esta muerte que la gracia del bautismo inaugura en nosotros?

Debemos decir que pertenece, ante todo, al orden de la voluntad. Mediante la infusión de la gracia santificante y de la caridad, el bautismo orienta los afectos del alma hacia la posesión de Dios. Por el pecado original, el hombre se apartó radicalmente de Dios, que es su fin sobrenatural. El don de la caridad cambia y transforma esta disposición fundamental del alma, destruyendo el dominio que actualmente ejerce en ella el pecado y permitiéndole el acceso a la vida divina.

Es necesario observar, sin embargo, que no basta estar en gracia para quedar completamente muerto al triste poder de pecar. La gracia del bautismo no arranca de nuestra alma todas las malas raíces; de ellas proceden las que San Pablo llama "obras de la carne": Opera carnis (Gal., V, 19).

Tampoco el sacramento de la penitencia, aunque destruye el imperio actual del pecado, llega a producir en nosotros una muerte completa. Los afectos, los hábitos enraizados, las complacencias más o menos consentidas se unen a las inclinaciones de la naturaleza para mantener vivas en nuestra alma las fuentes del pecado.

La muerte al pecado, que empieza en la justificación bautismal y se sostiene por la virtud del sacramento de la penitencia, no llega a realizarse plenamente sino mediante nuestros esfuerzos personales apoyados en la gracia. Estos esfuerzos deben obrar en nuestra alma un alejamiento voluntario, cada vez más activo, de todo aquello que en nosotros suponga un obstáculo para la vida sobrenatural.

Esta idea de la absoluta necesidad de renunciar a cuanto entorpezca en nosotros la justicia de Dios se encuentra enunciada a cada paso en las Epístolas. Y lo que nos dice San Pedro a este respecto no es sino un eco de la doctrina de San Pablo: Ut peccatis mortui justitiae vivamus (I Petr., II, 24). Y las palabras del uno y del otro son un comentario de las del divino Maestro: Nisi granum frumenti cadens in terrmn mortuum fuerit, ipsum solum manet (Jo., XII, 24-25).

Esta muerte es necesaria no como fin, sino como condición esencial de una vida nueva. Es indispensable que el grano de trigo muera en la tierra; pero, gracias a esta destrucción, brota de él una vida más bella, más perfecta y más fecunda.

Procuremos comprender bien el lenguaje de San Pablo.

La vida consiste en el poder de obrar por sí mismo. Decimos que un ser tiene vida cuando posee en sí mismo el principio de sus movimientos y cuando los ordena a su propia perfección. Por el contrario, si un ser ha perdido este poder, decimos que ha muerto. El Apóstol se complacía en emplear esta metáfora cuando hablaba del pecado y del imperio que en nosotros ejerce. El pecado, según él lo concibe, "vive" en nosotros cuando nos domina de tal manera, que se convierte en el principio de nuestras acciones: Non ergo regnet peccatum in vestro mortáli corpore ut obediatis concupíscentiis ejus (Rom., VI, 12). Por consiguiente, cuando el pecado es el principio inspirador de nuestras actividades, su imperio se establece en nosotros: "somos siervos del pecado", qui facit péccatum, servus est peccati (Ge, VIII, 34), y como "nadie puede servir a dos señores" (Mt., VI, 24), al vivir en pecado, nos alejamos de Dios y "morimos para El".

Por eso debemos tender al efecto contrario; es decir, a "morir al pecado" a fin de "vivir para Dios".

Nosotros practicamos voluntariamente esta muerte cuando nos oponemos al imperio que el pecado ejerce en nosotros y lo llegamos a quebrantar, hasta el punto de impedir que sea el móvil de nuestras acciones. A medida que rehúsa obedecer a las máximas del mundo, a las exigencias de la carne y a las sugestiones del demonio, el bautizado se va liberando gradualmente del pecado. De esta suerte, él "muere al pecado". A medida que esta liberación interior se consolida en el alma, permite que el cristiano se vaya sometiendo cada vez más a Cristo, a sus ejemplos, a su gracia y a su voluntad. Entonces es cuando Cristo se convierte en el principio que determina todas sus acciones, y su vida viene a ocupar el lugar que ocupaba el reino del pecado: "Haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús": Viventes Deo in Christo Jesu (Rom. VI, 11).

(Tomado de Jesucristo Ideal del Sacerdote, Ed. Declée de Brouwer, Bilbao, 1953, Pág. 112 y ss.)

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San Bernardo

CÓMO LA ESPOSA, O SEA LA IGLESIA, ANSÍA SER ARRASTRADA EN POS DE CRISTO

2. Sentiría yo de este modo si hubiera dicho: Atráeme a ti; mas como dice en pos de ti, paréceme pide más bien poder seguir las huellas de su vida, imitar sus virtudes, guardar las normas de su conducta y abrazar la perfección de sus costumbres, pues necesita principalmente de esos auxilios para renunciarse a sí misma, llevar su cruz y seguir a Cristo. La Esposa, sin duda, necesita, para llegar a tan alto grado de virtud, ser atraída, y no por otro, sino por Aquel que dice: Sin mí nada podéis hacer. Yo sé, dice ella, que no puedo llegar hasta ti sino caminando en pos de ti, y que tampoco puedo caminar en pos de ti si tú no me ayudas; por eso te pido me traigas tú mismo en pos de ti. Porque dichoso el varón a quien tú auxilias y que ha dispuesto en su corazón, en este valle de lágrimas, los grados para subir hasta el lugar santo"- y llegar algún día a ti, que moras en los montes eternos, donde se disfruta de inefable alegría. ¡Cuan pocos, Señor Jesús, los que quieren ir en pos de ti, aunque nadie hay que no desee llegar a ti, sabiendo todos que en tu diestra hay delicias sin fin! Todos quieren gozar de ti, mas no todos quieren imitarte; quieren reinar contigo, pero no quieren padecer contigo. Tal era aquel que decía: Muera yo la muerte de los justos, y el fin de mi vida parézcase al suyo. Deseaba el fin de los justos, mas no deseaba sus principios. Aun los hombres carnales desean la misma muerte que los espirituales, cuya vida aborrecen, sabiendo que la muerte de los santos es preciosa delante de Dios, el cual, después que haya hecho morir en paz a los que ama, les dará parte en la herencia del Señor. Saben también que son dichosos los que mueren en el Señor; mientras que, según la palabra del profeta, la muerte de los pecadores es pésima. Además no hacen por buscar a Aquel a quien desean hallar, pretendiendo alcanzarle sin seguirle. No eran de este número aquellos a quienes El decía: Vosotros sois los que habéis permanecido siempre conmigo en mis tentaciones. Dichosos los que fueron hallados del todo dignos, ¡oh buen Jesús!, de recibir de ti testimonio tan ventajoso. Ellos, sin duda, iban en pos de ti, no sólo con los pies del cuerpo, sino con todos los afectos de su corazón, que son como pies espirituales del alma. Tú les has mostrado el camino de la vida, llamándolos a seguirte a ti, camino, verdad y vida, y que les dijiste: Venid en pos de mí, que yo os haré pescadores de hombres. Y también: El que me sirve, sígame; y donde yo estoy, allí estará también mi servidor. Ellos, a su vez, decían: Mira, Señor, que nosotros lo hemos dejado todo por seguirte a ti.

3. Así también tu Amada, dejando todas las cosas por ti, ansia ir siempre en pos de ti, caminar siempre sobre las huellas de tus pasos y seguirte por donde fueres, sabiendo que tus caminos son hermosos, que todos tus senderos son de paz y que quien te sigue no anda en tinieblas. Te pide y suplica que tú mismo la atraigas, porque tu justicia es más alta que las más altas montañas, y ella no puede llegar allí por sí misma. Te ruega la atraigas, porque nadie puede ir a ti si tu Padre no le atrae. Y, si bien es cierto que aquellos a quienes tu Padre atrae, tú también los atraes, por cuanto las obras que el Padre hace, el Hijo igualmente las hace, mas como Ella tiene más familiaridad con el Hijo, a El dirige esta petición, al ser su propio Esposo, que el Padre ha enviado delante de ella para que sirva de guía y maestro que ande delante de ella en el ejercicio de las buenas obras, a fin de prepararla el camino de las virtudes, comunicarla su ciencia, enseñarla las sendas de la sabiduría, darla la ley de vida y de ciencia y hacerla tan perfecta que con razón pudiera El codiciar su hermosura.

4. Atráenos tú mismo en pos de ti, y correremos al olor de tus ungüentos. Precisamos ser atraídas, porque el fuego de tu amor está algo enfriado en nosotras, y esta frialdad nos estorba correr a todas horas, como hacíamos ayer y en días pasados. Mas correremos ligeras en dándonos la alegría de poseer a tu Salvador; cuando el Sol de justicia derrame sobre nosotras su calor vivificante; cuando la nube de la tentación que ahora lo oculta se haya disipado, y cuando, al soplo placentero del manso céfiro, sus perfumes comiencen de nuevo a esparcirse, difundiendo por doquier su exquisita fragancia. Entonces sí que correremos al olor suavísimo de aquel perfume. Correremos, repito, en sintiendo el olor de tus perfumes porque la pesadez de ahora se disipará en viniendo la devoción, y ya no habremos de ser atraídas, por cuanto el olor de tus perfumes alentará para correr por nosotras mismas. Pero mientras llega ese momento, atráenos en pos de ti. ¿No ves cómo aquel que camina en el Espíritu no permanece siempre en un mismo estado ni avanza siempre con la misma facilidad, y que el camino del hombre no está en su poder, como dice la Escritura, sino que, olvidando lo pasado y atendiendo sólo a lo de por delante, debe ir corriendo a la meta, ora más ligero, ora más remiso, según que el Espíritu Santo, que es el arbitro soberano de las gracias, se las dispense en más o menos abundancia? Creo que, si queréis examinaros, a vosotros mismos, reconoceréis al punto por propia experiencia ser muy cierto lo que os voy diciendo.

5. Al sentiros, pues, invadidos por la indolencia, la acidia, el tedio o la languidez, no os dejéis llevar de la desconfianza ni aflojéis en vuestro afán, sino buscad la mano de Aquel que puede asistiros, instándole, como la Esposa, a que os atraiga en pos de sí, hasta que, habiendo reaccionado, por haber recobrado la gracia, os sintáis más dispuestos y alegres y podáis decir: Corrí gozoso por el camino de tus mandamientos cuando ensanchaste mi corazón. Así que, mientras sopla la gracia, alegraos y aprovechaos de ella; pero de manera que no creáis poseer este don como por derecho hereditario que nadie os puede arrebatar, ni jamás podáis perderlo, no sea que, viniendo de repente a retirar su mano y a sustraer su gracia, caigáis de nuevo en el desaliento y os entristezcáis en demasía. En fin, no digáis en vuestra abundancia: No seré jamás derribado, no sea que pronto hayáis de repetir gimiendo con el profeta: Apartaste de mí tu rostro y al punto me vi conturbado; por tanto, si sois prudentes, seguiréis el consejo del Sabio, que os avisa diciendo: En los días buenos no te olvides de los días malos, y en el día malo acuérdate del día bueno.

6. No os dejéis, pues, llevar de la excesiva confianza en tiempo de consolación, sino clamad a Dios con el profeta: Cuando me ves desfallecido, Señor, no me abandones. Mas cuando arrecie la tentación, decid con la Esposa: Atráeme en pos de ti y correremos al olor de tus ungüentos. Con esto la esperanza no os dejará en los días malos, y la previsión no os faltará en los buenos: y así en adversidad como en prosperidad, así en consolación como en desolación, conservaréis una como imagen de la eternidad, es decir, la igualdad de ánimo y constancia invencible e inviolable en cualquier infortunio, bendiciendo a Dios en todo tiempo y permaneciendo, por decirlo así, en un estado siempre inmutable en medio de los sucesos imprevistos y de los desmayos inevitables en esta vida inconstante, comenzando a renovaros y a recobrar vuestra antigua semejanza con Dios, en quien no cabe mudanza ni sombra de variación; pues viviréis en esto a la manera de Dios, sin abatiros en la adversidad ni mostraros disolutos en la prosperidad. Esto es, repito, en lo que el hombre, esa criatura tan noble hecha a imagen y semejanza de Dios, que le creó, demuestra estar próximo a recobrar la dignidad de la gloria antigua, cuando juzga indigno de él conformarse a este siglo en continuo fluir, prefiriendo, según el consejo de San Pablo, recuperar por medio de la renovación de su Espíritu el estado en que fue criado al principio; obligando así, como es razón, a este mundo, criado para él, a cambiar de rumbo y a conformarse con él de una manera admirable, haciendo que todas las cosas contribuyan y conspiren a su bien; de forma que, en algún modo, ellas cobran la forma que les es propia y natural y desechan la que les es extraña, reconociendo a su Señor, a quien estaban obligadas a obedecer en el orden de su primera creación.

7. Por eso creo que aquellas palabras que el Hijo único de Dios dijo de sí mismo, a saber: que cuando El fuese elevado de la tierra, atraería todas las cosas a sí mismo; pueden también aplicarse a todos sus hermanos, a todos aquellos que el Padre conoció y predestinó eternamente para ser conformes a su Hijo, que es su imagen, a fin de que El sea el Primogénito entre sus muchos hermanos. Yo puedo, pues, decir también: "Si fuere elevado de la tierra, atraeré todas las cosas a mí mismo". Y no peco de temeridad, hermanos, al servirme de las palabras de Aquel de quien tengo el honor de llevar la semejanza. Mas no por eso se imaginen los ricos del siglo que los hermanos de Jesucristo tienen sólo derecho a poseer los bienes celestiales, diciendo él mismo Cristo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; no se imaginen, repito, que los hermanos de Cristo no alcanzarán otra posesión que la de los bienes celestiales, ya que, al parecer, sólo éstos se les prometen; sepan que poseerán también los de la tierra, mas esto será como quienes no teniendo nada lo poseen todo; no mendigando como miserables, sino poseyendo como dueños y propietarios, y siendo tanto más dueños propietarios de los bienes terrenos cuanto más desprendidos están de ellos, según aquella palabra que dice: todo, el mundo es como un tesoro para el hombre fiel. Digo todo el mundo, porque así adversidad como prosperidad y todo lo demás coopera a su bien.

(Obras Completas II, B.A.C., Madrid, 1955, 126 y ss.)

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JUAN PABLO II

PARA LA XVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Lc 9, 23).

Amadísimos jóvenes:

1. Mientras me dirijo a vosotros con alegría y afecto con ocasión de nuestra tradicional cita anual, conservo en los ojos y en el corazón la imagen sugestiva de la gran "Puerta" en la explanada de Tor Vergata, en Roma. La tarde del 19 de agosto del año pasado, al comienzo de la vigilia de la XV Jornada mundial de la juventud, con cinco jóvenes de los cinco continentes, tomándonos de la mano, crucé ese umbral bajo la mirada de Cristo crucificado y resucitado, como para entrar simbólicamente con todos vosotros en el tercer milenio.

Quiero expresar aquí, desde lo más íntimo de mi corazón, mi agradecimiento sincero a Dios por el don de la juventud, que por medio de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo (cf. Homilía en Tor Vergata, 20 de agosto de 2000).

Deseo, además, darle vivamente las gracias porque me ha concedido acompañar a los jóvenes del mundo durante los dos últimos decenios del siglo recién concluido, indicándoles el camino que lleva a Cristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). Pero, a la vez, le doy gracias porque los jóvenes han acompañado y casi sostenido al Papa a lo largo de su peregrinación apostólica por los países de la tierra.

¿Qué fue la XV Jornada mundial de la juventud sino un intenso momento de contemplación del misterio del Verbo hecho carne por nuestra salvación? ¿No fue una extraordinaria ocasión para celebrar y proclamar la fe de la Iglesia y para proyectar un renovado compromiso cristiano, dirigiendo juntos la mirada al mundo, que espera el anuncio de la Palabra que salva? Los auténticos frutos del jubileo de los jóvenes no se pueden calcular en estadísticas, sino únicamente en obras de amor y justicia, en la fidelidad diaria, valiosa aunque a menudo poco visible. Queridos jóvenes, a vosotros, y especialmente a quienes participaron directamente en aquel inolvidable encuentro, confié la tarea de dar al mundo este coherente testimonio evangélico.

2. Enriquecidos con la experiencia vivida, habéis vuelto a vuestros hogares y a vuestras ocupaciones habituales, y ahora os disponéis a celebrar en el ámbito diocesano, junto con vuestros pastores, la XVI Jornada mundial de la juventud.

En esta ocasión, quisiera invitaros a reflexionar en las condiciones que Jesús pone a quien decide ser su discípulo: “Si alguno quiere venir en pos de mí -dice-, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Lc 9, 23). Jesús no es el Mesías del triunfo y del poder. En efecto, no liberó a Israel del dominio romano y no le aseguró la gloria política. Como auténtico Siervo del Señor, cumplió su misión de Mesías mediante la solidaridad, el servicio y la humillación de la muerte. Es un Mesías que se sale de cualquier esquema y de cualquier clamor; no se le puede "comprender" con la lógica del éxito y del poder, usada a menudo por el mundo como criterio de verificación de sus proyectos y acciones.

Jesús, que vino para cumplir la voluntad del Padre, permanece fiel a ella hasta sus últimas consecuencias, y así realiza la misión de salvación para cuantos creen en él y lo aman, no con palabras, sino de forma concreta. Si el amor es la condición para seguirlo, el sacrificio verifica la autenticidad de ese amor (cf. carta apostólica Salvifici doloris, 17-18).

3. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Lc 9, 23). Estas palabras expresan el radicalismo de una opción que no admite vacilaciones ni dar marcha atrás. Es una exigencia dura, que impresionó incluso a los discípulos y que a lo largo de los siglos ha impedido que muchos hombres y mujeres siguieran a Cristo. Pero precisamente este radicalismo también ha producido frutos admirables de santidad y de martirio, que confortan en el tiempo el camino de la Iglesia. Aún hoy esas palabras son consideradas un escándalo y una locura (cf. 1 Co 1, 22-25). Y, sin embargo, hay que confrontarse con ellas, porque el camino trazado por Dios para su Hijo es el mismo que debe recorrer el discípulo, decidido a seguirlo. No existen dos caminos, sino uno solo: el que recorrió el Maestro. El discípulo no puede inventarse otro.

Jesús camina delante de los suyos y a cada uno pide que haga lo que él mismo ha hecho. Les dice: yo no he venido para ser servido, sino para servir; así, quien quiera ser como yo, sea servidor de todos. Yo he venido a vosotros como uno que no posee nada; así, puedo pediros que dejéis todo tipo de riqueza que os impide entrar en el reino de los cielos. Yo acepto la contradicción, ser rechazado por la mayoría de mi pueblo; puedo pediros también a vosotros que aceptéis la contradicción y la contestación, vengan de donde vengan.

En otras palabras, Jesús pide que elijan valientemente su mismo camino; elegirlo, ante todo, "en el corazón", porque tener una situación externa u otra no depende de nosotros. De nosotros depende la voluntad de ser, en la medida de lo posible, obedientes como él al Padre y estar dispuestos a aceptar hasta el fondo el proyecto que él tiene para cada uno.

4. "Niéguese a sí mismo". Negarse a sí mismo significa renunciar al propio proyecto, a menudo limitado y mezquino, para acoger el de Dios: este es el camino de la conversión, indispensable para la existencia cristiana, que llevó al apóstol san Pablo a afirmar: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).

Jesús no pide renunciar a vivir; lo que pide es acoger una novedad y una plenitud de vida que sólo él puede dar. El hombre tiene enraizada en lo más profundo de su corazón la tendencia a "pensar en sí mismo", a ponerse a sí mismo en el centro de los intereses y a considerarse la medida de todo. En cambio, quien sigue a Cristo rechaza este repliegue sobre sí mismo y no valora las cosas según su interés personal. Considera la vida vivida como un don, como algo gratuito, no como una conquista o una posesión: En efecto, la vida verdadera se manifiesta en el don de sí, fruto de la gracia de Cristo: una existencia libre, en comunión con Dios y con los hermanos (cf. Gaudium et spes, 24).

Si vivir siguiendo al Señor se convierte en el valor supremo, entonces todos los demás valores reciben de este su correcta valoración e importancia. Quien busca únicamente los bienes terrenos, será un perdedor, a pesar de las apariencias de éxito: la muerte lo sorprenderá con un cúmulo de cosas, pero con una vida fallida (cf. Lc 12, 13-21). Por tanto, hay que escoger entre ser y tener, entre una vida plena y una existencia vacía, entre la verdad y la mentira.

5. "Tome su cruz y sígame". De la misma manera que la cruz puede reducirse a mero objeto ornamental, así también "tomar la cruz" puede llegar a ser un modo de decir. Pero en la enseñanza de Jesús esta expresión no pone en primer plano la mortificación y la renuncia. No se refiere ante todo al deber de soportar con paciencia las pequeñas o grandes tribulaciones diarias; ni mucho menos quiere ser una exaltación del dolor como medio de agradar a Dios. El cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo, sino el amor. Y la cruz acogida se transforma en el signo del amor y del don total. Llevarla en pos de Cristo quiere decir unirse a él en el ofrecimiento de la prueba máxima del amor.

No se puede hablar de la cruz sin considerar el amor que Dios nos tiene, el hecho de que Dios quiere colmarnos de sus bienes. Con la invitación "sígueme", Jesús no sólo repite a sus discípulos: tómame como modelo, sino también: comparte mi vida y mis opciones, entrega como yo tu vida por amor a Dios y a los hermanos. Así, Cristo abre ante nosotros el "camino de la vida", que, por desgracia, está constantemente amenazado por el "camino de la muerte". El pecado es este camino que separa al hombre de Dios y del prójimo, causando división y minando desde dentro la sociedad.

El "camino de la vida", que imita y renueva las actitudes de Jesús, es el camino de la fe y de la conversión; o sea, precisamente el camino de la cruz. Es el camino que lleva a confiar en él y en su designio salvífico, a creer que él murió para manifestar el amor de Dios a todo hombre; es el camino de salvación en medio de una sociedad a menudo fragmentaria, confusa y contradictoria; es el camino de la felicidad de seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida diaria; es el camino que no teme fracasos, dificultades, marginación y soledad, porque llena el corazón del hombre de la presencia de Jesús; es el camino de la paz, del dominio de sí, de la alegría profunda del corazón.

6. Queridos jóvenes, nos os parezca extraño que, al comienzo del tercer milenio, el Papa os indique una vez más la cruz como camino de vida y de auténtica felicidad. La Iglesia desde siempre cree y confiesa que sólo en la cruz de Cristo hay salvación.

Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valor a lo que agrada y parece hermoso, quisiera hacer creer que para ser felices es necesario apartar la cruz. Presenta como ideal un éxito fácil, una carrera rápida, una sexualidad sin sentido de responsabilidad y, finalmente, una existencia centrada en la afirmación de sí mismos, a menudo sin respeto por los demás.

Sin embargo, queridos jóvenes, abrid bien los ojos: este no es el camino que lleva a la vida, sino el sendero que desemboca en la muerte. Jesús dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará". Jesús no nos engaña: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9, 24-25). Con la verdad de sus palabras, que parecen duras, pero llenan el corazón de paz, Jesús nos revela el secreto de la vida auténtica (cf. Discurso a los jóvenes de Roma, 2 de abril de 1998).

Así pues, no tengáis miedo de avanzar por el camino que el Señor recorrió primero. Con vuestra juventud, imprimid en el tercer milenio que se abre el signo de la esperanza y del entusiasmo típico de vuestra edad. Si dejáis que actúe en vosotros la gracia de Dios, si cumplís vuestro importante compromiso diario, haréis que este nuevo siglo sea un tiempo mejor para todos.

Con vosotros camina María, la Madre del Señor, la primera de los discípulos, que permaneció fiel al pie de la cruz, desde la cual Cristo nos confió a ella como hijos suyos. Y os acompañe también la bendición apostólica, que os imparto de todo corazón.

Vaticano, 14 de febrero de 2001

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Ejemplos Predicables



Pascal habla de la Cruz.

Uno de los más grandes pensadores franceses, Pascal, emplea una expresión que desconcierta en el primer momento, pero en la cual se reconoce inmediatamente la verdad.

Pascal escribe lo siguiente: "Para un cristiano la enfermedad es un estado normal". Sin duda esta afirmación sería espantosa, si significara que el cristiano está obligado a buscar el sufrimiento con pasión y con fruición. Pero no es esto lo que quiere decir el gran filósofo. Quiere decir que la virtud del alma, inspirada por una manera de pensar verdaderamente cristiana, no se revela en ningún momento mejor y más hermosa que en el momento de la angustia. Cuando el mundo amenaza tragarnos, cuando nos sentimos abandonados, aislados, cuando el cielo se oscurece sobre nosotros, no nos quedan sino estas dos últimas alternativas: o cerrar los puños con el rostro desfigurado, maldiciendo el ciego destino, o bien, por la consideración de las verdades eternas, con las cuales nos elevamos, apaciguar con alma disciplinada el mar enfurecido.

Incompatibilidad.

Un comité americano decidió encargar a Italia, para las tumbas de treinta mil soldados americanos muertos en la guerra, otras tantas cruces de mármol blanco. Pero este encargo de treinta mil cruces contenía una condición curiosa: los obreros que esculpían el mármol, no debían blasfemar ni una sola vez durante el trabajo. Los obreros italianos prometieron y cumplieron su palabra.

Si no hay compatibilidad entre escultor de cruces y blasfemador, debe haberla todavía mucho menos entre llevar la cruz y llevarla contrariado, entre llevar la cruz y hundirse espiritualmente. Antes al contrario, es necesario llevar la cruz y avanzar más cerca de Dios en el camino de la cruz.

(Salió, el Sembrador…, P. Juan Lehman V.D., Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1951, Pág. 239 y ss)

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CATECISMO

LA SANTIDAD CRISTIANA


2012 "Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman... a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó" (Rm 8, 28-30).

2013 "Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40). Todos son llamados a la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48):

Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos -"los santos misterios"- y, en El, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8).

2016 Los hijos de nuestra madre la Santa Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Ce. de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la "bienaventurada esperanza" de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la "Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap21,2).


19.

Reflexión

Ponernos frente al Señor, cara a cara, es enfrentar el pensamiento de Dios con el pensamiento nuestro y ya sabemos lo que distan uno del otro "porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros" (Is55, 8-9).

El pensamiento del hombre, la vida que el hombre está llevando en nada o poco tiene que ver con el pensamiento de Dios y mucho menos con el Proyecto que tiene para toda la Humanidad; por eso mismo entramos en conflicto, no entendemos y hasta sufrimos ante situaciones que no entran en nuestra cabeza: "de ningún modo te sucederá eso"(Mt16, 22) le dice Pedro a Jesús, cuando éste comienza a manifestar lo que había de sucederle en Jerusalén, el sufrimiento, la muerte y la resurrección. De ahí la reacción de Jesús: "… tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (Mt16, 23).

Y es que a Dios no se le entiende desde nuestros esquemas particulares, desde una visión reducida a un hecho concreto, a una circunstancia puntual, por más excepcional, importante, dolorosa o catastrófica… El pensamiento de Dios es tan Universal que abarca a toda la Humanidad, de todos los tiempos y para siempre, y aquello que nosotros reducimos a un tiempo determinado, a un pequeño espacio, a un grupo concreto… eso, que es lo más tangible y palpable, con lo que tenemos que contar y desde donde podemos construir, Dios lo trasciende y le confiere sentido para toda la eternidad. ¿Pensaría Pedro la trascendencia de aquel momento de la historia, en el que fue directo protagonista?

Por todo ello, y muy lejos de saber lo que piensa Dios de estas palabras, las aquí escritas hoy, nos dice "transformaos mediante la renovación de vuestra mente" (Rm12, 2): la vida se transforma sólo desde la nueva mente, sólo desde ese acercamiento al pensamiento de Dios. Y para esa transformación de nuestras vidas es necesario un continuo discernimiento de la voluntad de Dios en clave universal, apretándose, uniéndose a Dios en continua oración como dice el Salmo 62 "mi ser se aprieta contra ti", escuchando su voz para que en lo más íntimo de nosotros descubramos como Jeremías "había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba para ahogarlo, no podía" (Jr20, 9) y aunque no entendamos y el pensamiento de Dios choque frontalmente con el nuestro, el fuego que arda en el corazón no podamos nunca apagarlo porque ese fuego, si es de Dios, trasciende para el bien de todos, para toda la Humanidad.

Guadalupe,
Comunidad de Vida, Ronda (Málaga)


20.

Reflexión
En este domingo, la palabra de Dios nos habla de las condiciones que Jesús exige a los que quieran ir con Él.

En la primera lectura del libro del profeta Jeremías se lee: ¡Tú me has seducido Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí.

Como cualquier profeta, Jeremías no lo fue porque se lo propusiera. Dios se lo impuso. Dios lo llevó a ir contra la corriente. El resultado...., los suyos lo rechazan.

Esto es lo que pasa con cada uno de nosotros, cuando el Señor elige, cuando nos confía una misión, entonces, decimos lo que el Señor pone en nuestra boca y como Jeremías, muchas veces somos despreciados por los que nos rodean.

Nosotros hoy sabemos que Jesús, después de morir en la cruz resucitó, por eso celebramos hoy su Pasión y su Muerte casi como la cosa más natural. Pero entonces no era algo tan simple. Y el Evangelio de hoy nos muestra que Pedro, se imaginaba que si Jesús moría, era que Dios no estaba con Él.

Por eso Pedro trata de reprenderlo a Jesús. Él amaba tanto a Jesús que no quería ni oír hablar de sufrimientos y muerte para él.

Y si bien en apariencia los sentimientos de Pedro eran buenos, sin saberlo y sin quererlo, Pedro estaba haciendo el papel de ¨tentador¨.

Pedro estaba tratando de que Jesús se apartara de cumplir con la Voluntad del Padre. Y por eso Jesús lo trata muy duramente llamándolo Satanás, tentador.

A pesar de que Pedro, como se leyó en el evangelio de domingo pasado, reconoció a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios, todavía no comprendía que el camino de la Gloria, debía llegar a través de la Cruz.

Y el Señor, después de tratarlo tan duramente le vuelve a indicar el camino para seguirlo. Les repite: el que quiera venir en pos de mí, que tome su cruz y me siga.

Nosotros queremos ser discípulos de Cristo. Ser discípulos de Cristo, puede significar frecuentemente burlas y hasta persecuciones. Somos discípulos de un hombre que murió en la Cruz.

Y nuestra vida, es compartir el camino de Jesús, que es el camino de la cruz... para llegar a la gloria.

La fe cristiana no es un segura contra las dificultades ni los sufrimientos de la vida.

Los cristianos no vamos tras triunfos o beneficios personales. Por ser discípulos de Cristo, estamos dispuestos a renunciar a vivir para nosotros mismos, para en cambio entregar y gastar nuestra vida corporal para encontrar la vida eterna.

Por ser discípulos de Cristo, no tenemos miedo de arriesgar todo por Cristo. No ponemos la confianza en las riquezas, sino en Dios, que juzgará nuestra disposición a cumplir con su Voluntad.

Por eso, cuando nos toque asumir una parte de la cruz, en lugar de quejarnos y preguntarnos ¿porqué a mí?, pensemos que estamos caminando junto al Señor, y que Él nos pide que le ayudemos a llevar su cruz.

Nosotros sabemos mucho más que Pedro y sabemos que nuestra cruz no termina con el sufrimiento y la muerte. Por estar unida a la cruz del Señor, nuestra cruz también desembocará en la gloria de la Resurrección.

Pidamosle hoy a María, a ella a quien Jesús desde la cruz nos entregó como Madre, que seamos siempre dóciles a la volundad de Dios y que nos enseñe a llevar con amor nuestras cruces de cada día, para hacer un poco más liviana la cruz para el Señor


21. Fray Nelson Domingo 28 de Agosto de 2005
Temas de las lecturas: Soy objeto de burla por anunciar la palabra del Señor * Ofrézcanse ustedes mismos como una ofrenda viva * El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo.

1. La Gran Paradoja
1.1 Las lecturas de hoy están llenas de paradojas. Jeremías dice que ha sido seducido, como se seduce a fuerza de amor, pero su suerte está marcada no por las alegrías de ser amado sino por la tribulación de ser rechazado. Jesús en el evangelio predica: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo."

1.2 Debajo de esas palabras y realidades enigmáticas se deja ver además una palabra que es el resumen de todas las paradojas cristianas, la Cruz. Es de tal naturaleza nuestra fe que no podemos anunciar el triunfo de Cristo sin contar que fue humillado y en cierto modo derrotado. Es el tema de este domingo.

2. Cuando Dios no es bienvenido
2.1 Jeremías tiene fama de quejumbroso. Pero no es manía suya ni puro llamar la atención. Su drama es que tiene una palabra que decir, y esta palabra viene de Dios, y sucede que a veces Dios no es bienvenido.

2.2 Dios sí es bienvenido cuando queremos que nos arregle un problema, nos quite una enfermedad, nos ahorre una tristeza o nos dé poder para controlar nosotros nuestra vida. Pero cuando se trata de que él dirija, o cuando su palabra implica que dejemos ídolos que tenemos bien abrazados, tal vez ya no es tan fácil aceptar a quien nos habla de parte del Altísimo.

2.3 Jeremías trató de desprenderse de ese Dios que le traía tantos inconvenientes. Afortunadamente no pudo. Con Dios el profeta puede ser un mártir, y eso duele, pero sin Dios el profeta será sólo un bufón. En Jeremías pudo más el amor que dañaba su presente que la comodidad que hubiera arruinado su futuro.

3. ¿Quién manda en tu vida?
3.1 En la segunda lectura san Pablo nos da una luz muy grande: "No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios."

3.2 Toda la vida de la fe radica en eso: una mente nueva, un corazón nuevo. Hay muchas propuestas que nos llegan todos los días. Si tenemos una mente renovada en Cristo sabremos encontrar el paso de Dios en muchas cosas, así como también entenderemos que hay mucho daño que se esconde bajo apariencia de cosa buena.

3.3 Renunciar a lo que Pablo llama "los criterios de este mundo" puede ser doloroso. Lo fue para Jeremías, como hemos visto, y lo será para el cristiano, como lo muestra sin ambages Jesucristo en el evangelio de hoy. Pero evitar ese dolor es simplemente entregar el control de la propia vida al poder de quienes quieran comprarla. No faltan lamentablemente quienes siguen ese camino, quizá sin reflexionar mucho en cuál puede ser su desenlace.

4. El Rostro del Mesías
4.1 En el evangelio de la semana pasada escuchamos que Pedro respondió acertadamente a Cristo: "Tú eres el Mesías." Pero ni él ni sus compañeros sabían cabalmente qué quería decir eso de ser el Mesías; por ello Jesús se esfuerza en enseñarles "con toda claridad" de qué se trata su mesianismo.

4.2 Esa claridad sobre el camino del dolor como vía de redención ofusca los ojos de Pedro el entusiasta, quien, como si se tratara de hacer un acto de caridad, reprende a Jesús a solas. Jesús corrige en público a Pedro seguramente porque entendía que, aunque Pedro hubiera tomado la iniciativa, sus ideas no eran sólo suyas sino que las compartían un poco todos.

4.3 Pedro tuvo aquí pensamientos "como los hombres." Es propio del ser humano huir del dolor y sin embargo buscar la salvación. Por ello necesitábamos un Redentor que entendiera que necesitamos la salvación aunque somos cobardes ante el sufrimiento. Y este es Jesucristo, hombre como nosotros, pero con el pensamiento de Dios.

4.4 Aunque es posible que lo que más les hubiera fastidiado no hubiera sido lo del dolor sino lo del rechazo. Es condición del Mesías ser rechazado, y esto implica la amargura de quedarse sin ese sustento que todos buscamos en la propia familia, los amigos o los paisanos. Es como si Jesús hubiera enseñado: "el Mesías no tendrá apoyo de nadie," y esto, si bien lo pensamos, es razonable: el salvador de los hombres no podía esperar de los mismos hombres su amparo. El Mesías debía tener como solo apoyo a Dios.


22.

Comentario: Rev. D. Joaquim Meseguer i García (Sant Quirze del Vallès-Barcelona, España)

«El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga»

Hoy, contemplamos a Pedro —figura emblemática y gran testimonio y maestro de la fe— también como hombre de carne y huesos, con virtudes y debilidades, como cada uno de nosotros. Hemos de agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado la personalidad de los primeros seguidores de Jesús con realismo. Pedro, quien hace una excelente confesión de fe —como vemos en el Evangelio del Domingo XXI— y merece un gran elogio por parte de Jesús y la promesa de la autoridad máxima dentro de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19), recibe también del Maestro una severa amonestación, porque en el camino de la fe todavía le queda mucho por aprender: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23).

Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano. ¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).

Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.


23. Autor: Padre Mario Santana Bueno, sacerdote de la diócesis de Canarias.

Se dice que la autoestima es importantísima para el desarrollo de la persona. Cuando una persona no se reafirma como tal es como un ser humano a medio hacer que no ha llegado a su plenitud. Hoy la Palabra parece proponernos justo lo contrario.

Jesús empieza a hablar a sus discípulos abiertamente. Les habla del sufrimiento y de la muerte que le esperan y les indica también la presencia de su resurrección. Para algunos esto puede parecer como la fatalidad del destino donde, según dice, cada persona tiene su vida escrita… Los cristianos no creemos en el destino ni que nuestra vida esté escrita en sitio alguno. Creemos en la libertad de la persona desde donde tomamos opciones para nuestra existencia que nos conducen a la felicidad o la frustración.

Ahora el Señor les habla de lo que le esperaba porque ya ellos están preparados para escuchar. Pedro hacía un momento había declarado en nombre de todos el reconocimiento de Jesús como el Mesías. Cuando los discípulos fueron capaces de reconocerle es cuando comienza a hablarles claro.

Sus seguidores creían en aquel momento que el reino que predicaba Jesús era un reino terrenal donde todos iban a conseguir buenos puestos. El Señor trata de desmontarles esta idea que ellos seguirán conservando. El reino de Dios no es solamente terrenal, tiene otra dimensión invisible para el momento presente.

Jerusalén era el lugar donde se hacían los sacrificios, Él sería allí sacrificado.

Los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley eran los que tenían que ratificar lo que venía de Dios; serán ellos los que le condenen…

Cristo advierte de antemano acerca de estas cosas para que sus seguidores no esperen de este mundo grandes cosas.

¿Qué imagen tienes de Jesús: un revolucionario, un moralista, Dios que muere por ti…?
¿Cómo te imaginas el reino de Dios?

Pedro se revela contra esto. Con una prudencia natural y una comodidad propia del ser humano, nos invita a buscar el mayor bienestar posible. Pedro es como muchas, la mayoría, de las personas de nuestro tiempo. Piensa que el sufrimiento no tiene ningún significado, que es algo totalmente negativo para el ser humano, que es un estorbo para el desarrollo de la vida presente.

Hace poco tiempo Jesús había llamado feliz a Pedro, ahora su reacción es dramática, le dice: “¡Apártate de mí Satanás, pues me pones en peligro de caer! ¡Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres!”

¿Por qué Jesús trata con tanta dureza a Pedro?

Hay en el lenguaje del Señor unas entrelíneas que hay que entender. Cada cosa humana adquiere desde Dios un significado distinto. Cuando pensamos que tal o cual cosa de la vida es una desgracia humanamente hablando, tenemos que ver el significado espiritual más profundo donde se nos da a conocer la voluntad de Dios para nuestra existencia.

El verdadero seguidor de Jesús lo sigue en el dolor para seguirle en el honor. El cristiano sigue a Jesús no al revés.

¿Cuáles son las condiciones para ser seguidor de Jesús?

Negarse a sí mismo: olvidarse de sí mismo. Es decirle a ese yo que todos llevamos dentro y que nos inclina a ser egocéntricos, autónomos y autosuficientes, que no queremos seguir nuestros propios planes, ni nuestros propios intereses, sino depender en todo de Dios y de hacer y sufrir todo cuanto Él tenga para nosotros.

Ni que decir tengo que el mayor obstáculo para encontrar y seguir a Dios en nuestra vida no son los demás, ni las circunstancias de la vida… el mayor obstáculo somos nosotros mismos. Hay que redirigir nuestro yo a Cristo y dejar que sea Dios quien lo oriente.

Es nuestro yo quien nos ata y nos hace ver cosas que no hay y sentir cosas que no son reales. La fe nos ayuda a la reeducación del yo.

Tomar su cruz: no se refiere a los problemas de la vida que nos aparecen por doquier… Es asumir la carga del sacrificio. El seguidor de Jesús debe alistarse en la fila de los condenados a muerte a los deseos de sí mismos. La cruz es la carga que tomamos voluntariamente por servir al Evangelio del Señor.

La cruz la hemos de tomar y seguir con ella a Cristo. No debemos hacernos la cruz nosotros mismos, sino arrimar el hombro a la que Dios ha preparado, sin temer su peso, sin ir cargados de miedos.

Seguirle: es ir al ritmo de Dios en nuestra vida.

Entender estas tres partes son cruciales para vivir el Evangelio con una cierta elegancia. Al final se nos promete una recompensa…

* * *

¿En qué consiste ser cristiano?
¿En qué ocasiones has intentado dirigir tú los pasos de Dios?
¿Cómo puede una persona confiar plenamente en Dios?
¿Qué obstáculos encuentras en tu ambiente para seguir a Cristo?
¿Qué cruces hay en tu vida.