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H O M I L Í A S

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DOMINGO XIV

CICLO C

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CR/MISION.

Es una orden del Señor. Una orden urgente dada no a los Apóstoles, sino "a los setenta y dos discípulos". Es decir, a todos los cristianos. Esa orden debía resonar en nuestros oídos y ser tan eficaz como lo fue en el momento en que la dio verbalmente a aquellos hombres que estaban cerca de El. Porque hoy, como ayer, el cristiano debe ser un hombre dispuesto a caminar por todos los lugares para anunciar a los hombres que está cerca de ellos el reino de Dios. El cristiano debe ser un hombre itinerante, que se sienta en situación de caminar. Quizá todo lo contrario de como aparece generalmente un cristiano, que más bien es un hombre sedentario y perezoso que vive cómodamente instalado en sus seguridades, sin tener la comezón irresistible de contar a los demás qué ha descubierto al encontrarse con Dios.

Claro está que para ponerse en camino e ir a los hombres a decirles algo, hay que tener algo que decir. De lo contrario, se comprende la inmovilidad y la inercia. Aquellos setenta y dos discípulos que partieron tras el mandato de Jesús tenían una misión concreta y un encargo determinados para cuyo cumplimiento iban perfectamente pertrechados. Ciertamente que no eran sabios ni poderosos; ciertamente que no formaban parte de los estamentos cualificados de la época; ciertamente que aparecían como unos hombres corrientes, desconocidos, más bien insignificantes. Pero, ciertamente, habían vivido cerca de Jesús, lo habían descubierto, habían intentado comprender sus palabras, sus gestos, sus aspiraciones y sus deseos. Habían recorrido con El los caminos de Judea y de Galilea, le habían visto perdonar a los pecadores, curar a los enfermos, dar vida a los muertos, multiplicar el pan para saciar el hambre de los que le oían con avidez. Le habían oído hablar de Dios como de un Padre que espera siempre al hombre, que está dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos a pesar de sus pequeñeces y sus racanerías. En fin, aquellos hombres estaban llenos de Jesús, era un poco como su sombra, intentaban reproducir su estilo. Ellos sí que tenían algo que decir. Y por eso los envió a todos los sitios para que, en cierto modo, le prepararan el camino, fueran "haciendo camino" y prepararan a sus oyentes para comprender mejor al Señor que los iba a visitar.

Tenían que predicar el Reino de Dios y llenar a los hombres de paz. Porque tal era su finalidad, les advierte Jesús que no llevaran nada para el camino. Les bastaba la sabiduría que habían aprendido de El, alcanzada en la proximidad al Señor, obtenida por la convivencia diaria. De hecho, aquellos hombres, a los que el Señor enviaba a "su mies", estaban perfectamente capacitados para la siega. Sin embargo, y para evitar desilusiones, Jesús les advierte de las serias dificultades de su misión con un símil de lo más expresivo: van a ser como corderos entre lobos, situación que no debe ser ciertamente cómoda. O sea, que el cristiano, además de ser un hombre en condición de caminar, debe estar dispuesto a caminar no precisamente por caminos de rosas, aun cuando su mensaje sea un mensaje de paz y bienaventuranza, sin descartar que, en ocasiones, las máximas dificultades vengan de aquéllos que también se dicen discípulos de Cristo, de aquellos hombres profunda y sinceramente religiosos.

Lo que es cierto, a la vista de este Evangelio, es que el cristiano no es un hombre que debe quedarse con el descubrimiento gozoso de la buena noticia, sino que tiene que sentir la urgencia de comunicarla a los demás. Claro está que, primero, tendrá que descubrirla y asimilarla, es decir, descubrirla y convertirla en vida propia. Quizá entonces sienta la imperiosa necesidad de contar a los demás lo importante que es en la vida del hombre encontrarse con Dios. Quizá entonces sienta la necesidad de hablar a los demás acerca de cuál puede ser, por ejemplo, la hondura de una relación familiar cuando Dios está presente en la familia; de cómo se amplía el horizonte de relación con el hombre cuando en el hombre se ve a un hermano, hijo del mismo Padre; cómo entonces se hace realidad aquella preciosa frase de Pablo de que ningún problema humano me es ajeno; cómo entonces es imposible pasar con indiferencia ante una juventud que se droga o ante un anciano que llora de soledad y de abandono; cómo entonces la justicia aparece como una exigencia indiscutible. Quizá entonces el cristiano sienta la urgencia de hablar a los demás de la alegría de una profesión cumplida perfectamente, precisamente porque ésa es la voluntad de Dios y así se consigue acercar su Reino al mundo. Quizá podría decirles cómo es posible, cuando se ha vivido cerca de Cristo, decir no a tantas cosas fáciles que se nos ofrecen y que no resisten un análisis comparativo con los criterios cristianos, y que además se puede decir no con alegría.

Sin ninguna duda, el cristiano debe "ir" a los hombres con un mensaje. Lo importante es que tenga algo interesante que decir.

En muchas ocasiones tendríamos que confesar que nuestro mensaje resulta extraordinariamente soso y apagado, le falta "gancho", no cautiva a nadie, quizá porque no nos ha cautivado previamente a nosotros. Nadie da lo que no tiene.

ANA MARIA CORTES
DABAR 1986, 37

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