24 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO 13 B

1-10
 

 

1. Sentí una íntima sensación de fracaso, por lo que me afectaba como hombre de Iglesia. Había sintonizado el final de un programa de radio, en el que todavía pude escuchar sabrosísimos comentarios sobre los sacramentos en relación con la vida humana. Eran los minutos finales, y el programa se abrió al diálogo con los oyentes:

-Yo quiero que me expliquen cómo es posible que los patriarcas prediluvianos vivieran ochocientos o novecientos años...

-¿Por qué si Jesucristo es Dios no hay que arrodillarse -que es postura de adoración- en el momento de comulgar? Salía como podía el teólogo de turno de tan "profundas" cuestiones tratando de ser amable, pero se adivinaba en sus palabras un cierto abatimiento, con el que yo comulgaba totalmente.

¿Será posible que el talante del cristiano medio esté representado por estas consultas? ¿No ven en la Escritura mayores mensajes que temas de ciencia-ficción? ¿Tendrán interés para la vida humana las diversas costumbres históricas sobre la postura del cuerpo a la hora de la comunión? Quise pensar que no. Que quienes se acercan a la Escritura o a los sacramentos, lo hacen porque algo importante para su vida se ventila en ellos. Me retorna a la esperanza el Jairo del Evangelio, de rodillas a los pies de Jesús porque su hija se muere. O Mónica, la madre de S. Agustín gastando su vida en oraciones por la conversión del hijo descarriado. O muchos padres y madres de familia, convencidos de que la mejor herencia que puedan dejar a sus hijos es la trasmisión de la fe. La fe en Jesucristo, como más interesante para la vida humana que una fortuna o una carrera universitaria, no es algo difícil de encontrar en nuestro mundo secularizado.

La hemorroísa del Evangelio llevaba doce años perdiendo la sangre, que es un modo de perder la vida. Tocó el manto de Jesús, con fe cierta de hallarse con el Salvador. Le tocó y su vida quedó sana.

-¿Quién me ha tocado? ¡Qué pregunta absurda, Señor! Te estruja la gente y dices ¿quién me toca? Se le iba la vida a chorros. Como a chorros se le va la vida a tanta gente. Aquellos abuelos del asilo que comentan a diario "tanto sacrificio por los hijos ¿de qué nos ha servido?". Aquel viejo militante cristiano: ¿No ha sido inútil tanto esfuerzo? Acecha la crisis a la religiosa que envejece en el convento, sin que asome una vocación joven ni para muestra: ¿Nos habremos equivocado de siglo? Se casaron en la Iglesia, y oyeron bellísimas palabras que explicaban el indeleble sello sacramental con que Dios marca el matrimonio; y ahora -¡tan pronto!- se preguntan él o ella: ¿De verdad que esto es signo de una Alianza eterna? Perdiendo la vida a chorros. Y sin embrago hemos conocido a los Doce de Pentecostés, al matrimonio que esperó y resucitó, a la religiosa con temple juvenil, al viejo militante cristiano para quien la crisis no fue más que una Palabra de Dios que le impulsó a vivir en cristiano los tiempos nuevos.

-Es que se han encontrado con Jesucristo Resucitado. ¡Qué comentario absurdo! Miles de comulgantes dominicales se alimentan del Cuerpo de Cristo, y abundan entre ellos los amargados, los cerrados sobre sí mismos, los avaros insaciables, los incapaces de vivir en comunión con nadie:

-Cierto. Pero no es lo mismo apretujar a Jesús que tocarlo con fe. Ni es lo mismo el consumo de sacramentos que comulgar con la muerte y resurrección de Jesucristo. No todos testifican el poder salvador del que dice:

-Tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curado.

-"No es para muerte, sino para gloria de Dios", dijo Jesús de la enfermedad de Lázaro. Y cuando se enteró de su muerte: "Nuestro amigo duerme, voy a despertarlo". "La niña no está muerta, sino dormida", dice hoy. Se resiste Jesús a dar protagonismo a la muerte, él, que ha venido "para que los hombres tengan vida abundante".

"No hizo Dios la muerte, ni se recrea en la destrucción del hombre. Dios lo hizo para eterno, a su imagen y semejanza. No hay veneno de muerte en las criaturas; por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen..." No hacen los creyentes, en torno a Dios, extrañas preguntas de ciencia-ficción, ni empequeñecen los ritos con problemas intrascendentes. Más bien descubren la vida en la Palabra y en los sacramentos y cantan agradecidos:

"Sacaste mi vida del abismo; me hiciste revivir cuando ya bajaba a la fosa. Cambiaste mi luto en danzas; te daré gracias por siempre".

MIGUEL FLAMARIQUE VALERDI
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS
REFLEXIONES SOBRE EL CICLO B
Desclee de Brouwer BILBAO 1990. Pág. 118-120


 

2. J/DUEÑO-MU

El evangelio de este día prolonga perfectamente una de las largas reflexiones sugeridas por el del domingo anterior. Si, como afirma el P. Lamarche, "seguir con fe a Cristo en la tempestad, trátese de ayer o de hoy, es siempre seguirle a través de la muerte", avenirse a encontrarle "dormido" (4, 38) con el último sueño, cercado por el oleaje de la muerte y sin embargo creerle capaz de ponerse en pie, "habiéndose despertado", para vencer a las fuerzas del mal y conducir a sus amigos "a la otra orilla", a esa orilla de paz de la que nadie retorna, el texto propuesto este 13º domingo aparece como una ilustración del mismo tema. En él se presenta a Jesús como dueño de la muerte, que hace "levantarse" de la muerte (v.41) a los hombres que "se durmieron" (v. 39) en ella, y les introduce en una vida nueva cuya señal es "comer" (v. 43)...; un dueño de la muerte del que nadie debe hablar mientras no haya sido revelado el camino que Jesús habrá de tomar para llegar a tal dominio...

Volveremos a este texto, después de haber fijado la atención en la primera lectura. Este pasaje del libro de la Sabiduría refleja, en primer lugar, el drama universal del hombre enfrentado al mal supremo de la muerte. Demasiado próximo a cada uno de los vivos está este drama para que sea necesario añadir algo más acerca de él. Más importante es, por el contrario, señalar que todo el pensamiento del Antiguo Testamento se orienta, en definitiva, a la liberación de la muerte. Cuando piensa en la muerte de la comunidad (el cuadro ezequieliano de los huesos), lo mismo que cuando recuerda la de los individuos, el Antiguo Testamento pretende manifestar que ese supremo mal no es inevitable, y que, por parte de Dios, la liberación es posible. Se expresa entonces la fe en la resurrección; una fe que había ido preparándose con la certeza de que la amistad de Dios con los suyos no podrá romperse por la debilidad del hombre mortal, y de que Dios, capaz de sanar a sus amigos arrancándolos de los ávidos tentáculos de una mortalidad precoz, tenía que ser también capaz de hacer lo mismo con ellos, tras su caída definitiva en "las amarras de la muerte".

El texto de la Sabiduría concede importancia a otra preocupación. Se trata de saber cuál es la responsabilidad de Dios en lo tocante a nuestra muerte. Difícil problema. ¿Cómo conciliar, en efecto, la fe en un Dios causa suprema de todas las cosas, con la certeza de que un Dios tan bueno no puede ser, de modo alguno, responsable de que se produzca el sumo mal: la muerte? El autor no resuelve la dificultad insoluble, tormento de todas las generaciones de creyentes; se limita a afirmar lo esencial: la incompatibilidad cierta entre Dios y la muerte...

Pero volvamos al evangelio. Jesús, pues, rodeado de una numerosa multitud, se encontraba en la orilla del mar. Lugar sugerente. Esta multitud que rodea a Jesús, ¿no está permanentemente a orillas de la muerte y a punto de ser arrebatada por ella, como pronto lo será la niña del evangelio? En medio de esa multitud de mortales, el propio Jesús está sometido a esta dura condición, lo cual explica la consigna de silencio dada por él, al final. En efecto, ¿cómo se puede hablar de Jesús, Señor de la muerte, sin olvidar que él está sujeto a este doloroso destino, y sin olvidar el camino (su propia muerte) por el que Jesús consigue este señorío? Por eso no asistirá la multitud a lo que no podría entender; sólo se instruirá a unos cuantos privilegiados; tres discípulos serán testigos del gesto de poder realizado por Jesús enfrentándose al último adversario, antes de que puedan contemplar, en Getsemaní, la debilidad de este mismo Jesús ante el drama final (14, 33).

Para esta multitud de "mortales" que le rodean a orillas del mar, como también para "los que lloraban y se lamentaban a gritos" en el interior de la casa, no había llegado aún el tiempo de librarse de la muerte gracias a Jesús. Así pues, abandonará a la masa de gente: Jesús "no permitió que le acompañara nadie" y "echó fuera a todos" los que encontró en casa de Jairo. Sólo dos representantes de aquella humanidad mortal, van a vivir una experiencia anticipada de la salvación que Jesús trae: dos representantes con las mismas características de aquella multitud.

La primera representante es una mujer. Está herida en lo profundo de su vida. Porque "la sangre es la vida", enseña el Deuteronomio (12, 23), y el Levítico puntualiza: "La vida de la carne está con la sangre" (17, 11). El otro testigo, un hombre, sufre en su propia descendencia: su hija de doce años.

A causa de su dolencia, la mujer está excluida de la comunidad; una vez más desarrolla el Levítico (15, 19-30) la compleja casuística que relega a la mujer atacada de este mal a la marginación de las personas y hasta de las cosas. Es significativa la actitud -objetiva- adoptada por la multitud con respecto a ella: se la ignora. Jesús tiene que buscarla, pese a sus discípulos empeñados en relegar a la enferma al anonimato.

Ella misma se siente "asustada y temblorosa". El otro interlocutor, por el contrario, se halla en una situación opuesta: es un jefe de la comunidad. Es además persona conocida; se da su nombre: Jairo, de quien se dice y se repite (cuatro veces), que es "jefe de la sinagoga". Por último, se le ve muy rodeado de gente: "acompañado de mucha gente: Llegaron de su casa para... Llegaron a la casa y encontró (Jesús) el alboroto de los que...".

La primera padece un mal oculto; el segundo sufre de una manera que es confirmada por los que le rodean (v.35). Los dos se encuentran rodeados de gente trágicamente incapaz de solucionar nada: la mujer está arruinada por médicos ineficaces, y la casa de Jairo rebosa de testigos que adolecen de una "clamorosa" inutilidad.

Otro rasgo sugerente: la mujer lleva doce años enferma, que es la edad que tiene la niña. ¿Quiere el autor insinuar con esta coincidencia, que ambas están en la misma situación: en la de la humanidad enferma, mortalmente enferma, mientras no sea curada, "levantada" de la muerte por Jesús?.

Finalmente, lo que la mujer oyó decir de Jesús, despertó en ella alguna confianza (v. 27); lo que le dijeron a Jairo, contribuiría más bien al resultado opuesto (v.35). A estos personajes típicos se dirige Jesús. Actúa de dos maneras diferentes: la primera vez, como sin darse cuenta, la segunda, al término de una actuación muy consciente. Actúa mediante un contacto físico: la mujer toca su manto; él toma de la mano a la niña. Pero a este contacto le acompaña la palabra: interpela a la niña "despierta" y habla a la mujer identificada.

En este último caso, su palabra da sentido a la curación, precisando su verdadero motivo: la fe de quien se había echado estas cuentas: "Si toco...".

En el caso de Jairo, la eficaz es la palabra de Jesús: ella realiza el prodigio; y también es explicativa. Pues, si se juntan los versículos 39 y 41, se lee una catequesis cristiana sobre la acción de Jesús: "¡Levántate!", dice a la niña. El verbo utilizado aquí es idéntico al que significa la resurrección de los muertos, significado muy conocido por Marcos: "Los muertos resucitan" (12, 26), "Jesús de Nazaret... ha resucitado" (16, 6; cf 6. 14. 16).

MU/SUEÑO: Se presenta a Jesús como el que "levanta" a los muertos, los "resucita"; los muertos mismos están "dormidos" con el sueño que precede al último y decisivo levantamiento. Porque aquí, el "sueño" no es un eufemismo con el que se designa a la muerte, sino un término que expresa la orientación escatológica de la muerte, paso para la resurrección. "Por ser Jesús el que habla, el "sueño" de la niña está orientado a la curación.

Ante la niña "dormida", Jesús niega el poder de la muerte. Sus labios formulan una pretensión inaudita: sólo Dios puede hacer gala de ella, sólo él, que según Mc 12, 27, "no es un Dios de muertos, sino de vivos"". La palabra de Jesús se presenta con el lenguaje de la comunidad cristiana que predica a Jesús, fuente de vida, principio de la resurrección; es el lenguaje de 1 Ts 4, 13s.

Así se esclarece la página evangélica. Los dos milagros, tan parecidos entre sí que el autor ha intercalado el uno en el otro, muestran en Jesús al "médico" que él dice ser (cf. 2, 17); el único médico capaz (v. 26) de realizar la obra final: devolver la vida a los enfermos; o mejor aún: resucitar a los muertos. ¿Cómo posee el hombre Jesús tal poder? Nadie puede explicarlo. El relato finaliza con una incógnita: "nadie puede saberlo todavía".

LOUIS MONLOUBOU
LEER Y PREDICAR EL EVANGELIO DE MARCOS
EDIT. SAL TERRAE SANTANDER 1981. Pág. 73


 

3.

-LA FE HACE MILAGROS

El evangelio de Marcos coloca después de la parábola del sembrador una serie de cuatro milagros de Jesús: la tempestad calmada, el endemoniado de Gerasa, la hemorroísa y la hija de Jairo. Da la impresión de que son dos formas de enseñar a sus propios discípulos: por medio de la palabra, la parábola por la acción, las curaciones. No se trata de milagros porque sí, sino para formar a sus discípulos. ¿En que? En los dos milagros cuya lectura corresponde al domingo de hoy hay una palabra que se repite en el momento clave: la fe. La acción está envuelta en una atmósfera de fe, como si no fuera Jesús, sino la misma fe la que hace milagros.

La hemorroísa parece sentir miedo cuando Jesús mira a su alrededor en busca de la persona que le ha tocado. Parece pensar que le retirará Jesús una curación que casi le ha robado. Jesús le hace salir del anonimato, una curación robada no cae en el ambiente evangélico. Pero una vez que se da el encuentro personal todo está claro: "Hija, tu fe te ha salvado". Ya estaba curada..., ¿entonces? Ahora está curada y salvada, se le despide con paz y salud. Todo esto ha sido obra de la fe y la confianza en Jesús.

La gente de la casa de Jairo no parece tener esa actitud de fe. "Tu hija se ha muerto, ¿para qué molestar al maestro?" Jesús actúa con rapidez para que Jairo no caiga en la misma actitud o decaiga de su incipiente confianza. "No temas; basta que tengas fe". Los acompañantes se reían de él. Lo anota expresamente el evangelio. Y es que solamente desde la fe existe la capacidad del milagro y de la sorpresa que produce el milagro.

"Contigo hablo, niña, levántate". La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar. Junto a la fe, llama la atención en estas escenas -y en todas aquéllas en que Jesús actúa- su aproximación personal, su cercanía incluso física a la persona. Lo hemos visto en la hemorroísa. Jesús no admite el anonimato, desea el encuentro. A la niña, hijita de Jairo, la coge de la mano y le habla con cariño. ¿Es la fe la que produce la acogida de Jesús o es la acogida de Jesús la que produce una inmensa confianza? No importa. Ambos elementos se dan, y nos recuerdan lo difícil que es hacer milagros en la lejanía de los hombres: de los pobres, de los enfermos, de los pecadores, de los muertos. Sólo a base de planes macroeconómicos, de documentos eclesiales, de "dossiers" documentadísimos, sin la cercanía y el encuentro personal con el que sufre, sin la acogida humana, los milagros no se suelen producir.

Al final de la escena hay un detalle simpático. "Les dijo que dieran de comer a la niña". ¡Cuántas veces existe preocupación ante la muerte, pero no ante la vida! Utilizamos medios extraordinarios para impedir supuestamente una muerte, pero nadie da de comer a los vivos...

-DIOS NO HIZO LA MUERTE

Pero, además, una serie de hechos en el evangelio, como el de la resurrección de la hija de Jairo, nos comunican un mensaje más profundo, el mismo a que se refiere la primera lectura de hoy: "Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes". A través de la Biblia permanece una afirmación: Dios es un Dios de vida, que quiere la vida de los suyos. Todo ello nos podía ya alegrar y hacer felices. No esperemos de nuestro Dios otra cosa que vida y salvación. Y no esperemos de El sino que se oponga a la muerte y a todo lo que tenga que ver con la muerte.

El episodio de la resurrección de la niña nos lleva más allá, nos habla de un Dios poderoso frente a la muerte. No sólo ama la vida, no sólo se opone a la muerte, sino que puede a la muerte. Y el milagro se convierte así en signo o símbolo de futuro. Al final, Dios podrá más que la muerte de sus hijos y les devolverá la vida definitiva. El milagro se convierte en signo de la Resurrección final. Forma parte de una catequesis sobre la Resurrección. No hay límites para el amor salvador de Dios.

Podemos también sacar nuestras conclusiones. Cualquier muerte que evitemos tiene sentido. Hoy se producen innumerables muertes por hambre, falta de asistencia médica, tráfico, guerra... El cristiano debería estar empeñado en evitar cualquier muerte, porque para él la lucha contra la muerte es signo de futuro, es anuncio de resurrección.

-SOBRESALIR POR VUESTRA GENEROSIDAD

Pero luchar contra la muerte es también compartir la vida. No se puede puntualmente y quizá quijotescamente evitar una muerte, si no es en el marco de una vida compartida. A ello invita la segunda lectura.

"Bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros con su pobreza os hagáis ricos". Magnífica lección. Jesús lucha contra la muerte en el contexto de una vida compartida. Hay un punto de partida: él era rico; hay un punto de llegada: se ha hecho pobre; hay un motivo: por nosotros; y se da una fecundidad: nos ha enriquecido con su pobreza.

Si tiene sentido evitar toda muerte en el contexto de la fe en un Dios de vida que se compromete en la resurrección universal, el contexto humano de la lucha contra la muerte es el compartir la vida. Se trata de nivelar, de igualar, como afirma la lectura. Quien cree en la resurrección debe sobresalir por la generosidad. Hay dos signos por excelencia: evitar la muerte y compartir la vida.

JESÚS M. ALEMANY
DABAR 1988, 36


 

4. Entrar dentro de la experiencia misma del Evangelio nos es difícil. No hablo de la experiencia global y totalizante que él nos manifiesta (es algo tan profundamente transformador que con su enorme novedad cambia totalmente a un hombre. Es lo que llamamos la conversión). Por eso, al decir entrar dentro de la experiencia del Evangelio quiero referirme a algo mucho más modesto, a una experiencia más limitada y sencilla. Por ejemplo, en un pasaje como el que hoy nos propone la liturgia ¿qué supondría el entrar dentro de él, el vivir nosotros ahora lo que ahí se nos da como un hecho? ¿Qué trae para nosotros esa curación de una enferma, la devolución sana y viva de una niña a un padre que la ha visto agonizar, que la ha contemplado muerta? Esas experiencias están ahí, gritando, clamando un mensaje capaz de transformarnos, pero ¿lo percibiremos?, ¿tendremos ojos y oídos, tendremos un corazón abierto para comprenderlo? Ante todo parece que habríamos de captar todo el cambio que se ha operado en esas vidas puestas en contacto con Jesús. Saber de veras toda la felicidad que le ha sido otorgada a esa mujer enferma, hasta hace poco sumida en la desesperanza de los desahuciados por los médicos, de los descalificados por la sociedad como seres peligrosos, fuente de contaminación. ¿Qué nueva comprensión de la existencia se ha operado en ella? ¿Cómo ve todo y a todos desde el momento en que comprende existencialmente que Dios ha sido, es, siempre bueno para con ella? ¿Tienen cabida en ella nuevos temores a la enfermedad? ¿No leerá con otros ojos todos los males que afligen a sus semejantes? ¿No brotará de ella una intercesión confiada, una compasión inmensamente nueva, un dolor diferente desde el momento en que todo su vida ha quedado transformada por esa enorme confianza de quien se sabe amada por Dios? Una profunda experiencia del Evangelio nos daría como dato supremo el que su encuentro con Jesús de Nazaret ha revolucionado toda su vida porque le ha revelado concretamente la palabra definitiva: Dios, el Padre es Amor supremo.

Entrar profundamente en la experiencia de este pasaje es también descubrir nuestros temores ante la enfermedad y la muerte como una inmensa desconfianza en Dios. Es captar este último reducto de incredulidad en el que nuestro yo cobra densidad, se defiende de Dios -de un Dios al que sospechamos como enemigo, como amenaza- atrincherándose en las evidencias de cada día y de cada persona. "Los muertos están bien muertos y se quedan en la fosa como polvo y ceniza". "La enfermedad se agarra a uno y multiplica sus tentáculos en nosotros como un cáncer goloso, hasta llevársenos al pudridero". "El cielo, el más allá... ¡no es lo mismo cuando lo piensas en frío que cuando te encuentras ante el último viaje! ¿Quién nos asegura que hay un más allá?" Estas últimas defensas de nuestra incredulidad y de nuestro yo amenazado están reflejadas en el Evangelio de hoy. Hay una frase sutil, nacida de labios amigos y musitada entre dientes, llamando a la sensatez: -Ya no hay nada que hacer. Has llegado tarde! "Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?" Pero, precisamente, para momentos parecidos, nos ha sido dado este Evangelio. Cuando la evidencia de la enfermedad y de la muerte parece decir su última palabra sobre nuestra vida, cuando la medicina se constituye en la instancia definitiva y nos pide que nos atengamos a su inapelable diagnóstico, que nos abandonemos a lo que va a ocurrir, es preciso que nosotros, los creyentes, escuchemos las palabras de ayuda que Jesús dice al padre de la niña muerta: "No temas; basta que tengas fe".

Si la enfermedad y la muerte próxima ponen en crisis nuestra persona, ésta debe mostrar lo que es. Para nosotros, creyentes, el morir no es sólo un hecho biológico, un "fatal desenlace", porque todos tenemos que concluir nuestra existencia y que termina en la nada. La muerte, la enfermedad, son el lugar de la afirmación de nuestro sentido de la vida. Es el tiempo de una confesión vital de nuestra fe.

El "no temas; basta que tengas fe" de Jesús, está lleno de esperanzas y de razones para vivir. Pero junto a ellas nos invita a confiarnos a esa instancia verdaderamente última, personal, amorosa, a quien llamamos nuestro Dios y nuestro Padre. Si nos lleva a luchar por la vida, a la vez la relativiza -"puede que no sea tan importante el continuar viviendo"- y nos hace estar disponibles en las manos de Dios. La plegaria de Jesús en el huerto refleja intensamente esta actitud: "Padre mío, si es posible, que se aleje de mí este trago. Sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú".

Sólo desde este amor a la vida hecho libertad, se aborda con verdad la situación. Ya no nos agarramos a nuestro vivir como a un absoluto que debe campear sobre todo. Ya no recurrimos a Dios para pedirle, para exigirle una prolongación de nuestra vida, sea como sea. Ya no vienen a nuestros labios las palabras amargas del desesperado; los reproches del que no ve en la enfermedad o la muerte la acción de un Dios enemigo. Tampoco son los silencios del que abandona la lucha porque duda de que existan oídos que escuchen o los cree cerrados para nuestro ansioso mensaje, pidiendo lo único que ya tiene precio a nuestros ojos...

Llegados aquí, este Evangelio nos permite dar otro paso más. De nuevo es una palabra de Jesús la que nos lo hace franquear. "¿Qué alboroto y qué lloros son estos? La niña no está muerta, está dormida." Para el creyente que ha confiado totalmente el destino de su vida a la bondad del Padre, la muerte descubre su último rostro, revela su secreto: Lo que llamamos muerte, en verdad es otra cosa: Se trata de una dormición.

Dormidos aquí comienza esa plenitud de vida que recibe el nombre de glorificación. Garante de su existencia y de su realidad es Jesús, el Viviente, el Triunfador de la Muerte, el Resucitado. El que está junto al Padre como el primero de todos. El que nos aguarda para introducirnos en el gozo eterno, en el banquete sin fin, en la nueva Tierra.

Entrar en la experiencia misma del Evangelio, de esta Buena Noticia que hoy nos suministra la liturgia, es llevarnos a decir con Pablo: "esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad. Entonces, cuando esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal de inmortalidad, se cumplirá lo que está escrito: "Se aniquiló la muerte para siempre". Muerte, ¿dónde está tu victoria?".

DABAR 1976, 39


 

5. D/MU

-Dios no ha hecho la muerte: Solemos cargar con frecuencia a Dios el mochuelo de nuestras limitaciones. Y así, entre resignados y rebeldes, pero ciertamente sin darnos por aludidos, descargamos nuestra responsabilidad culpando de nuestros males a Dios. La desgracia, la muerte en accidente, la catástrofe, la sorpresa infortunada constituyen otros tantos pretextos de disculpa. Y aún tenemos la osadía de querer complicar a Dios en nuestras limitaciones, imprudencias, temeridades y locuras. Con lo que damos una triste imagen de Dios, una falsa imagen de Dios.

Como taxativamente afirma el autor del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura, "Dios no hizo la muerte". El que al principio creó todos los seres vivientes, no les llamó a la vida para luego conducirlos a su ruina; el que creó el hombre a su imagen y semejanza, no lo creó para sufrir y morir.

Dios ama al hombre. Si a pesar de todo la muerte y la destrucción, el dolor y el sufrimiento hacen presa del mundo de los hombres, habrá que buscar en otra parte la explicación; pero no podemos cargar a Dios con ese mochuelo. Con la Biblia en la mano no se puede sacar esa conclusión infame. El mensaje de la Sabiduría es muy distinto. Y muy distinto es la enseñanza de Jesús en el evangelio que hemos proclamado.

-Pero nosotros hacemos la vida imposible: Si Dios ama la vida, entonces nos preguntamos ¿de dónde la muerte y el dolor y todos los males? Y el sentido vuelve a recordarnos "por envidia del diablo entró la muerte en el mundo". La muerte viene a ser, pues, la consecuencia del pecado, y éste lo es de la irresponsabilidad humana.

Todas las cosas del mundo son medios de vida, y todas son en principio buenas y saludables, no están emponzoñadas con el veneno de la muerte. Pero el pecado, la envidia y el egoísmo, la voluntad de poder y la ambición sin límites, el endiosamiento de unos y el envilecimiento de otros, la avaricia y la especulación, el espíritu de lucro y la explotación del hombre por el hombre han corrompido la vida hasta la muerte y la convivencia hasta las masacres de las guerras. Y de esa guisa lo que debería ser y estar al servicio de la vida, para una cada vez mejor calidad de vida, se convierte en instrumento de muerte y en pretexto para no dejar vivir a nadie en paz.

El deterioro del hombre y de la sociedad por el pecado han convertido las relaciones humanas en relaciones de dominio y de explotación y han degradado la vida y la naturaleza. El pecado del mundo, tan palpable en el hambre de unos, en las masacres de otros, en el miedo de casi todos, no es más que la objetivación del pecado del hombre, de todos y de cada uno. Hemos convertido así en sistema de miedo y de muerte lo que debería ser un espacio para la vida y la libertad de todos. Y tenemos que soportar impotentes a los colosos de turno que, en su loca porfía armamentista, nos están involucrando a todos y nos impiden vivir en paz. ¿Por qué tenemos que estar con unos o con otros, es decir contra los segundos o contra los primeros? ¿Por qué no podemos estar todos con todos? ¿Por qué mantener un sistema que enemista con los demás? Hay demasiados porqués como para pasar de todo y seguir tirando.

-Tengamos la fiesta en paz: El evangelio de hoy, el anuncio de la resurrección de la niña del jefe de la sinagoga, es una buena noticia de vida. Jesús devuelve la vida a una muchacha de doce años y la esperanza a su padre y familia. Pero levanta también la esperanza de todos los creyentes. Y es, por lo mismo, una llamada a la vida, a vivir y a dejar vivir.

Vivimos ciertamente en una sociedad injusta en la que los unos son cada vez más ricos y los otros cada vez más pobres, en la que unos son cada vez más poderosos y los otros cada vez más impotentes, en la que unos ven subir su nivel de vida, mientras otros apenas pueden sobrevivir. Y, lo que es más, estamos empecinados en que la cosa siga, sin tomar medidas eficaces para acabar con una situación inadmisible. Nos preguntamos el ingreso o salida de la OTAN, pero no se hace nada para acabar con la osadía de los que se reparten el mundo como si fuera sólo de ellos o sólo para ellos.

Pablo recuerda a los fieles cristianos de Corinto, a nosotros también, que deben distinguirse por su generosidad, ya que se distinguen por su fe. Les exhorta a que remedien con su abundancia la penuria de los que apenas tienen para comer.

Porque, insiste, se trata de nivelar. No se trata de despojar a unos para vestir a otros, sino de igualar, de esforzarse para que a nadie le falte, cuando hay tantos a los que les sobra.

Ciertamente Pablo no racionaliza un programa de política económica de cooperación internacional. Le basta, por entonces, con apelar a la fe cristiana de que hacen gala. Hoy las cosas pueden ser muy otras en cuanto a planificación y programa, pero ciertamente las exigencias de la fe cristiana siguen siendo las mismas. Se trata de nivelar, de acabar con las desigualdades homicidas, de subvertir un orden injusto, porque no tiene en cuenta a todos los hombres y a todos los pueblos. Se trata, en última instancia, de crear aquellas condiciones objetivas mínimas que hagan posible la vida de todos los hombres sobre la tierra.

Se trata de unir todos los esfuerzos contra la muerte. Al menos contra la muerte injusta de las víctimas del hambre, del subdesarrollo, de la guerra, del terrorismo, de la ambición de poder de los colosos imperialistas.

La eucaristía es una fiesta de vida y para la vida. La palabra de Dios nos mete en responsabilidad para unir esfuerzos en la causa común a todos los hombres. La comunión debiera alimentar también nuestro ánimo para compartir con todos los hombres todos los bienes de la faz de la tierra. Que todo lo ha creado Dios para que nos ayude a vivir. No lo convirtamos en pretexto para no dejar vivir a los demás.

EUCARISTÍA 1985, 30


 

6. MU/MIEDO

-¿Que podemos decir ante la muerte?: Dura es la realidad de la muerte, tremenda e inexorable. Si toda muerte es incomprensible, ya que no sabemos por qué morimos o para qué vivimos si al fin y al cabo hemos de morir, especialmente absurda y trágica nos parece la muerte en plena juventud, cuando las esperanzas comienzan a granar, o en la adolescencia cuando la vida se presenta cargada de promesas.

Pero ¿qué podemos decir nosotros ante la muerte? ¿Acaso tiene sentido, algún sentido, alzar la voz y la protesta? Y si no tenemos nada que decir, ¿podemos escuchar al menos alguna palabra de vida y en favor de la vida? ¿Qué dice a todo esto, qué nos dice la palabra de Dios?, ¿o acaso Dios también calla ante la muerte? La palabra de Dios nos dice, en primer lugar, que "El no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes", porque "Dios es amigo de la vida". Nos dice también que Jesús resucita a los muertos y que El mismo ha resucitado, porque es "la resurrección de la vida" y "los que creen en él no morirán para siempre". Ante la ruina de la muerte y su desolación, la palabra de Dios pone en pie nuestra esperanza y nuestra dignidad. Por eso es evangelio, buena noticia. ¿Qué debemos hacer?: Si el miedo a la muerte es ya su anticipación, pues paraliza la vida y nos hace vivir como muertos, la superación de ese miedo por la fe en Jesucristo debiera ser el anticipo de la vida eterna y ayudarnos a vivir intensamente. ¿Lo es en efecto?, ¿es la fe cristiana una fuerza de vida y en favor de la vida? Jesús nos dice hoy a todos sus discípulos: "Con vosotros hablo, levantaos y andad".

Nuestra esperanza ha de ser algo más que un consuelo en situaciones límite (ante la muerte) y en modo alguno una evasión en la vida temporal. Todo lo contrario, ha de mostrarse en cada tiempo, en cada situación, como una esperanza viva y en favor de la vida. Por tanto, en contra de todo lo que mortifica a los hombres y destruye la convivencia. Si sobresalimos en la fe, si creemos lo imposible, es para hacer posible la vida para todos. Si sobresalimos en la fe debemos sobresalir también en la solidaridad. No tiene ningún sentido decir que creemos en la vida eterna y, al mismo tiempo, hacernos la vida imposible en este mundo.

-"Se trata de nivelar": Lo que siempre se ha visto, lo más viejo del mundo, lo que está en la raíz de todas las desigualdades, lo que mortifica la vida y corrompe las relaciones humanas, lo que siega la hierba bajo nuestros pies..., es el egoísmo: "el hombre es un lobo para el hombre". Conocemos los resultados de un sistema social basado en el egoísmo y en los intereses particulares. Si nos quedaba algo por ver ahí está la adulteración de los alimentos por ánimo de lucro, la destrucción irracional de la naturaleza, el despilfarro de unos y el hambre inmensa de multitudes. Ya está todo visto: el egoísmo es el pecado que introduce la muerte en el mundo.

Contra ese egoísmo está la novedad del amor. De un amor que hay que inventar cada día, para acercarnos los unos a los otros. El amor cristiano no puede realizarse hoy haciendo colectas. Hay que ser más creativo y más comprometido. El amor cristiano nos urge a comprometernos con todos los hombres de buena voluntad que luchan por la auténtica igualdad y buscan una tierra en la que habite la justicia y produzca el fruto de la paz. Para que se cumpla lo que dice la Escritura y recuerda Pablo a los corintios: "Al que recogía mucho, no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba". Empeñarse en esta tarea es creer que Dios resucita a los muertos, es dar testimonio de la resurrección. Es alzar la fe contra la muerte.

EUCARISTÍA 1982, 31


 

7. FE/NO-SEGURO.

El mensaje de hoy es, por una parte, la existencia de la enfermedad y la muerte en nuestra historia, y por otra, más importante, el anuncio del proyecto de Dios, que es proyecto de vida, y del poder liberador de Jesús que cura a la mujer enferma y resucita a la niña.

Hace unos domingos aparecía Cristo como "el más fuerte", luchando contra el mal. El domingo pasado, dominando las fuerzas de la naturaleza y calmando la tempestad. Hoy, comunicándonos su poder mesiánico sobre la enfermedad y la muerte, en relación con la fe de los interesados, que él mismo se encarga de hacer crecer.

Sería mejor leer todo el evangelio, que es un típico relato de Marcos, vivo y realista, con detalles muy humanos, como parte de su progresiva revelación de la figura de Cristo. Los dos minutos que se alarga así el evangelio se pueden acortar en la homilía, y nadie se enfadará: porque normalmente es más vivo y accesible el relato evangélico que nuestras explicaciones.

ENFERMEDAD: -Hablar de la enfermedad y la muerte: Hoy es una de esas ocasiones en que conviene hablar de dos realidades que nos resultan incómodas y que tendemos a ocultar, o reservarlas para cuando es estrictamente necesario: la enfermedad, como experiencia y forma existencial de nuestra vida humana, y sobre todo la muerte. Precisamente porque -supongamos- hoy no hablamos de la muerte porque haya fallecido alguien, ni de la enfermedad porque estemos en un hospital o atendiendo a un enfermo grave, podemos abordar con serenidad el doble tema, procurando que todos capten la luz que la fe cristiana arroja sobre ambas realidades.

No podemos negarlas. La enfermedad es la experiencia de nuestro límite, es un momento de nuestra historia personal que muchas veces nos hace experimentar además del dolor, la soledad, la impotencia, el tener que depender de los demás, junto con la salud física, también las fuerzas espirituales y la ilusión. En un mundo de sanidad altamente tecnificada, sigue siendo deficitario el trato humano y cristiano para el enfermo. Y la muerte es el gran interrogante ante el que caben reacciones de desesperación o fatalismo, de angustia o aceptación progresiva. La fe cristiana -las lecturas de hoy, por ejemplo- no es que nos proporcionen la "solución " a estos interrogantes. (No está mal que el predicador no siempre aparezca como el que tiene respuesta para todo: hay misterios que nos superan también a los cristianos y también a los doctores).

-El mensaje positivo sobre la enfermedad y la muerte. Eso sí: la homilía de hoy debería transmitir con convicción la Buena Noticia. Que Dios es un Dios de vida y no de muerte. Que no dijo: "Hágase la muerte", "hágase la enfermedad". El creó la vida. El AT atribuye al demonio -al pecado, al desorden que entró en el mundo por ir contra el plan de Dios- el que haya enfermedad y muerte. No se trata de que cada caso sea castigo a un pecado concreto. Pero ciertamente sí hay conexión radical entre estas realidades y el pecado. Lo que la primera lectura afirma es que el proyecto de Dios es proyecto de vida. El salmo le alaba porque nos da vida, o nos hace revivir, y tiene para nosotros destinos de alegría y danza.

Sobre todo el evangelio nos da pie para anunciar que Cristo vence la enfermedad y la muerte, mostrando su fuerza liberadora. No es que sus seguidores se vayan a ver libres de todo mal físico. El mismo se sometió a la muerte, al cansancio, al dolor y las lágrimas. Se acercó definitivamente al mundo del dolor. La fe no es un "seguro" contra la enfermedad. Pero sí es una luz especial que ilumina desde Cristo la enfermedad.

El Cristo que cura a la mujer con sólo su contacto, el Cristo que tiende la mano a la niña y la devuelve a la vida, es el mismo Cristo que en su Pascua triunfó de la muerte, atravesándola, experimentándola en su propia carne. Y el mismo que ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que tanto en los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte sepamos dar a ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a El en su dolor y en su victoria.

Sobre la muerte sería una lectura adicional muy útil la Gaudium et Spes en su núm. 18. Para la enfermedad y el dolor, la Carta apostólica de Juan Pablo II Salvifici Doloris, de 1984, sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano.

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-La cercanía humana y cristiana para con los enfermos. Sería conveniente aterrizar en una conclusión "activa": nosotros,los cristianos, seguidores de ese Cristo que tiende la mano a los enfermos y los difuntos, ¿seguimos su ejemplo de cercanía y transmisión de esperanza? Sería interesante que hoy habláramos de lo que es en la parroquia o comunidad la atención humana y cristiana a los enfermos, con una clara alusión al sacramento de los enfermos, la Unción, que quiere ser el momento más expresivo, dentro de una pastoral que abarca otros modos de cercanía, de la atención que la comunidad de Jesús quiere mostrar a los enfermos.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1988, 14


 

8.

-Dios no quiere ni la muerte ni la enfermedad

A menudo, quizás, decimos -pensando que hablamos muy cristianamente- cosas como estas: "Dios le ha enviado una enfermedad", "esta enfermedad es una prueba de Dios". O, hablando de la muerte, quizá decimos: "Dios lo ha llamado", "Dios le ha querido con El", etc. etc. Pensamos que hablamos -al hablar así o con frases semejantes- de un modo muy cristiano, muy piadoso, pero es posible que nos equivoquemos, Porque -como hemos escuchado hoy- la Biblia no habla así.

Las palabras de la primera lectura eran muy claras: "Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera". Más aún - y eso me parece que es bueno que lo recordemos al empezar el verano, un tiempo en que es posible que muchos de nosotros podamos contemplar más y mejor, con más tranquilidad y relajación, las criaturas que el Padre ha hecho-, la primera lectura también decía: "Las creaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte".

Según el lenguaje popular del Antiguo Testamento fue el diablo el que introdujo este veneno de muerte en la creación. Dios, en cambio, es el autor de la vida y quiere la vida para todos los hombres y mujeres. Dios no dijo, según la Biblia: "Hágase la muerte". "Hágase la enfermedad". Según el Antiguo Testamento es el diablo el causante. Por eso, me parece, debemos revisar aquel modo de hablar a que hacía referencia. La muerte o la enfermedad no las envía Dios; lo que hace Dios, nuestro Padre que ama la vida, es ayudarnos a sobrellevar estos males que El no quiere.

-Lo que hacía Jesús y lo que podemos hacer nosotros

Algo semejante hallamos en el Evangelio. No leemos en el Evangelio que Jesús dijera a los enfermos que tuvieran paciencia, que vieran en el sufrimiento una prueba de Dios. Ni dice Jesús que la muerte se deba aceptar resignadamente. No lo dice. Jesús, ante la enfermedad y ante la muerte, no habla (no predica); Jesús ante la enfermedad y ante la muerte, actúa. Es decir -él que podía hacerlo, cura, incluso -en algunos casos- resucita. Pero, claro está, nosotros podemos preguntarnos qué podemos y debemos hacer ante nuestros hermanos y hermanas enfermos, o ante quienes sufren la muerte de unos de sus seres queridos. Porque nosotros, lo que hacía Jesús, no podemos hacerlo, no tenemos el poder de obrar milagros. ¿Qué hacer entonces? Diría que se trata, en primer lugar, de no querer hacer discursos ni dar explicaciones supuestamente piadosas (porque no lo son).

Ante el dolor y la muerte no se trata tanto de hablar, como de actuar. Actuar, ¿cómo? Procurando comunicar vida a quienes más la necesitan. Es decir, haciendo compañía, atendiendo con el máximo cariño, ayudando en todo lo que necesitan aquellos que son los más amados de Dios porque sufren lo que El no quisiera que nadie sufriera. Dicho de otro modo: lo que nosotros podemos hacer es procurar compartir y comulgar con el amor que Dios tiene para con los que sufren por la enfermedad o cercanía de la muerte. No tenemos el poder de hacer milagros, pero tenemos el poder de amar. Que es, probablemente, lo más importante.

Y los médicos, ATS, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, y quienes se dedican a investigar sobre estas cuestiones, o quienes tienen la responsabilidad de organizar la sanidad de nuestro país (que ya conviene ciertamente mejorarla), sepan todos ellos que son queridos colaboradores de la voluntad de Dios, del Dios que quiere la vida, que ama la lucha contra todo mal que aflija al hombre. Esta es su responsabilidad y este es su mérito.

-Con fe

Quisiera terminar recordando que, según lo que hemos leído en el evangelio de hoy, Jesús necesitaba una cosa para poder actuar, para poder curar: necesitaba que quienes pedían tuvieran fe. Le dice a Jairo: "No temas, basta que tengas fe". Y a aquella afligida mujer le dice incluso: "tu fe te ha curado" (no yo, tu fe). Y el próximo domingo leeremos que en su pueblo no pudo hacer milagros porque no encontró fe.

Pero, ¿de qué fe se trata? Simplificando podríamos decir que no se trata de recitar el Credo (Jesús, a quienes curaba, no les pedía que formularan su fe). Probablemente, la mayoría de quienes fueron curados por Jesús no creían -no sabían- que él era el Hijo de Dios, que El era Dios hecho hombre. No se trata de esta fe. La fe que pedía Jesús para curar era una gran confianza en la bondad de Dios, en que Dios quería que se curaran, en que Dios es el Padre de la vida y quiere vida para todos. Y que este gran anuncio -que es el anuncio del Reino de Dios- se realizaba por Jesús.

Y esta fe en la bondad de Dios, creador de la vida, amante de la vida, que sufre por el dolor de quienes sufren, esta fe que nosotros hemos recibido de Jesucristo, que nosotros identificamos con Jesucristo, es lo que cada domingo, en la misa, renovamos y celebramos y pedimos que sea más viva en nosotros. Para que así podamos ayudarnos, cada día, unos a los otros.

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1988, 14


 

9.

-Una reflexión sobre la muerte

Vamos a recordar, si me lo permitís, las palabras de la PRIMERA LECTURA. Son una reflexión de un sabio del Antiguo Testamento, una reflexión breve pero llena de sentido y fuerza. UNA REFLEXIÓN SOBRE LA MUERTE.

Empezaba así la lectura: "DIOS NO HIZO LA MUERTE, NI SE RECREA EN LA DESTRUCCIÓN DE LOS VIVIENTES". Y luego añadía: "No hay en las criaturas veneno de muerte, ni imperio del Abismo sobre la tierra". En definitiva, "LA MUERTE LA EXPERIMENTAN LOS QUE PERTENECEN AL DIABLO"; en cambio, los que han vivido al servicio de la justicia, esos no mueren para siempre, "porque la justicia es inmortal". Son unas palabras para llevarlas dentro, para repetirlas, para rumiarlas una y otra vez.

-La muerte que se esconde

Quizá, en estos días en que ya se ve por todas partes ambiente de verano y de vacaciones, dé un poco de pereza e incluso angustia el hablar de la muerte. Este tiempo parece invitar más bien a la despreocupación, al olvido de problemas y profundidades, a la desintoxicación de cuerpo y espíritu de todo lo que llevamos encima a lo largo del año. Pero lo que ocurre en realidad es que HABLAR DE LA MUERTE SIEMPRE DA PEREZA. En este mundo de la eficacia, del éxito y del consumo, la muerte es algo que se esconde. Quizá porque, si pensáramos un poco más en ella, dejaríamos tal vez de andar tras el afán de éxito fácil, tras las ganas de figurar y aparentar, tras todo eso en lo que se sostiene nuestra sociedad. Por eso ESCONDEMOS LA MUERTE.

Hoy las lecturas nos hablan de este tema, y por tanto es conveniente que nosotros reflexionemos un poco sobre él. Que recordemos cuál es el mensaje que Dios, que Jesús nos quieren transmitir sobre esta realidad ineludible que nos tiene que alcanzar a todos.

-¿Qué decir ante la muerte?

Yo creo que lo primero que Dios quiere decirnos es que LA MUERTE NO ES ALGO BUENO NI DESEABLE. Dios no espera de nosotros que nos sintamos muy satisfechos ni contentos ante la muerte. La muerte es algo que rompe nuestro camino y nos lo destroza todo: los sentimientos más íntimos del hombre no pueden estar de acuerdo con la muerte, y esos sentimientos los ha puesto en nosotros el propio Dios. Por eso reaccionamos así ante la muerte y es bueno que reaccionemos así: no la deseamos para nosotros, ni para nuestros seres queridos, ni para nadie. Y queremos ayudar a vivir, y a hacerlo con dignidad e ilusión. Como Jesús hoy en el evangelio, en las dos historias que hemos escuchado: Jesús ayuda a vivir a aquella enferma, y Jesús vence a la propia muerte resucitando a aquella niña. Y eso son signos de su Reino, que es el Reino de la vida.

Pero tras esta primera afirmación debemos hacer otra: LA MUERTE EXISTE, ESTA AHÍ, MARCA NUESTRA VIDA, Y NOS DEBE HACER REFLEXIONAR sobre nuestra vida. Los éxitos de este mundo, y el prestigio, y el dinero, y todo lo que ese mundo nuestro considera importante y valioso, se romperá cuando se rompa la vida del que lo disfruta. Y entonces, ¿qué quedará? ¿qué permanecerá? Lo que quedará, lo que permanecerá, lo que los demás recordarán cariñosamente, no serán nuestros éxitos ni nuestro prestigio social. Sino que será, por el contrario, todo el amor, toda la buena voluntad, toda la esperanza que hayamos sido capaces de transmitir. Y todo lo que hayamos sido capaces de hacer al servicio de los demás. Eso será lo que, en este momento que llamamos "la hora de la verdad" merecerá la pena poder encontrar en nuestras manos.

Y finalmente está la última afirmación, la más honda, que los cristianos podemos hacer. Es NUESTRA FE, NUESTRA ESPERANZA. La primera lectura nos ha dicho que la justicia es inmortal, y que la muerte sólo la experimentan definitivamente los que pertenecen al diablo. Nosotros creemos, con humilde confianza, que la muerte no es el final de todo.

Nosotros creemos que, más allá de la muerte, Dios abre sus brazos llenos de vida a todos los que hayan querido seguir los caminos de la justicia. No pretendemos tener muy claro como es la vida eterna de Dios. Pero creemos en ella y la esperamos. Y cuando celebramos la Eucaristía reforzamos esta fe, alimentándonos de un pan y un vino en los que vemos la prenda y el signo de esta vida de Dios. Con gozo y acción de gracias.

JOSEP LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1985, 14


 

10.

-Nuestro Dios ama la vida ¡Cuán aleccionadora es la palabra de hoy: "Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes". "Todo lo creó para que subsistiera". "Dios creó al hombre para la inmortalidad". Nos pueden sorprender estas palabras, pero debemos encontrar su sentido verdadero. Demasiadas veces oímos decir que hemos nacido para morir. Y no es verdad. Hemos nacido para vivir a pleno pulmón. Dios ha hecho al hombre y a la mujer para que vivan de verdad. Para que superen, incluso, el mal trago de la muerte, como un episodio pasajero.

Hemos sido creados para vivir. Por eso nos fastidia tanto esta vida nuestra. Porque tiene tantas limitaciones que parece más una muerte que una vida. Vivimos muriendo. Vivir es conocer, y amar, y relacionarnos, y crear cosas nuevas. Pero ahora y aquí, se puede decir muy bien que sólo hacemos un ensayo de todo ello. Un ensayo de conocer: ¡Cuántas cosas permanecen en la oscuridad y en la ignorancia! Un ensayo de amar: ¡Cuántos amores limitados, rotos, por los egoísmos, por la pereza, por los intereses! Un ensayo de relacionarnos: ¡Cuántos grupos y comunidades funcionan tropezando continuamente! Un ensayo de crear; ¡Cuántos proyectos mueren o enferman por nuestras mezquindades! A pesar de todo, tenemos sed de vivir plenamente. Ya lo decía Spinoza, citado por Eric Frommm en su libro "El corazón del hombre": "Todas las cosas, en tanto que son, se esfuerzan por persistir en su ser". "Es la misma esencia de la cosa". "Toda la materia viva que nos rodea tiene esta tendencia a vivir". Es la biofilia (amor a la vida) que lucha contra la necrofilia (amor a la muerte) enfermiza.

Dios ama la vida y quiere que vivamos de verdad, tanto como podamos aquí en la tierra y del todo, plenamente, en su corazón, en la eternidad. Para eso hemos sido creados.

-La vida de una niña de doce años

Hoy el evangelio nos presenta la resurrección de una niña de doce años. Todos la dan por muerta. Jesús dice que duerme. Ellos se burlan. Jesús le da la mano y le dice: "Talitha qumi: Contigo hablo, niña, levántate". "La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar;... y les dijo que dieran de comer a la niña".

¡Cuántas veces nosotros también damos por muerta a mucha juventud porque vive de una manera distinta a la nuestra! ¡Cuántas veces, en lugar de darles la mano, les echamos en cara sus diferencias! ¡Cuántas veces, en lugar de darles el alimento que necesitan, les damos los mendrugos de nuestras rutinas! Hemos de aprender de Jesús a descubrir la vida que hay en el corazón de la juventud, descubrir los valores que llevan, creer esta verdad incontestable: el Espíritu de Dios trabaja en el interior de nuestros jóvenes continuamente, mejor de lo que nosotros podríamos imaginar. Facilitemos que la semilla germine y crezca, no según nuestros modelos, sino con la novedad que la eterna juventud de Dios impulsa en sus corazones.

-Vivir es compartir

¿Cómo hemos de amar la vida? Escuchemos a san Pablo: "Vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen" "No se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces". "Y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta, así habrá igualdad".

Lejos de nosotros aquella idea de "caridad" que la reduce a ser sólo limosna. La caridad de Dios la encontramos en la vida de Cristo: "él se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza". No necesitó dinero alguno. Con su pobreza nos ha dado la fuerza para cambiar las actitudes de las personas, para ver las cosas con los ojos de Dios y encontrar la paz que se fundamenta en la justicia y la igualdad. Mirar al necesitado como a un hermano. La fe es un impulso de vida porque nos lleva a compartir los dones que Dios ha puesto a nuestro alcance.

Ahora, Jesús, en la Eucaristía, comparte con nosotros su vida. Es atrevido el símbolo de la comunión. Nunca nos habríamos sentido capaces nosotros de inventar uno tan atrevido como este. Vivámoslo con alegría y generosidad.

SALVADOR CABRÉ
MISA DOMINICAL 1991, 10