24 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO 13 B

11-20


11. -Te lo digo: Levantate (Mc 5, 21-43)

El texto evangélico que hoy se nos propone podría retener nuestra atención en varios puntos, pero todos se unen en una misma clave: La fe que da la vida. Para resaltar la necesidad de la fe, S. Marcos narra dos milagros: el de la hemorroísa y el de la resurrección de la hija de Jairo.

La curación y la resurrección realizadas por Jesús son respuestas a la fe. Sin embargo, a primera vista, podría dudarse de la calidad de esa fe. La fama de Jesús se ha extendido. La hemorroísa, ¿no toma a Jesús por un curandero poderoso y famoso en la comarca? Y el jefe de la sinagoga olvidándose de lo que es, anonadado por la muerte de su hija, ¿cree verdaderamente en Jesús?

Para nosotros, y según nuestra manera de ver, que por lo demás puede estar justificada, la cosa no está muy clara. Nosotros no nos fiaríamos demasiado de la calidad de semejante fe y confianza en el Señor. Se podría pensar, también, que Jesús se contenta con esta todavía lejana aproximación a la fe para hacerla más robusta y esclarecerla con la realización del milagro. Así sucede con frecuencia en el Evangelio de S. Juan, donde la curación no siempre viene a continuación del acto de fe, sino que muchas veces lo provoca.

Sin embargo, el Evangelista juzga que tanto la fe de la hemorroísa como la de Jairo son de calidad. Cristo dice a la hemorroísa que ha sabido superar las prescripciones judías sobre su enfermedas: Mujer, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu mal...". Notemos las dos expresiones distintas: "Tu fe te ha salvado", y luego: "queda curada de tu mal". Se produce una curación corporal y una curación espiritual. Notemos también que S. Marcos había dicho antes, que la mujer quedó curada en el momento en que tocó a Jesús porque emanaba de El fuerza. Esta incoherencia no tiene importancia. Lo importante es la voluntad de Jesús de dar la salvación y la vida a quien tenga fe.

La misma constatación podemos hacer en el caso de la hija de Jairo. Este pide la curación de su hija, pero recibe la noticia de que ha muerto. Con todo no se desconcierta. Jesús entra en la casa y resucita a la niña. Como sucede con frecuencia en S. Marcos, Jesús les manda mantener en secreto esta resurrección.

-Dios no ha hecho la muerte (Sab 1, 13-15; 2, 23-24)

El libro de la Sabiduría tiene su propia visión de la muerte. La considera como un accidente. Dios es el autor de la vida. Podemos recordar el relato del Génesis. La muerte ha entrado en el mundo por la envidia del diablo; S. Pablo escribirá: por la desobediencia de un solo hombre (Rm 5, 12; 6, 23; 1 Co 15, 21).

Ahora nos encontramos mejor preparados para actualizar estas dos lecturas para nuestro tiempo. Los milagros que narra S. Marcos tienen para nosotros dos significados: el primero se refiere a la fe que salva y el segundo es la voluntad de Cristo de renovar la existencia de los hombres, de construir un mundo nuevo, el del Apocalipsis, en el que ya no existirá ni llantos, ni enfermedades.

Tenemos que interrogarnos sobre la calidad de la fe de los demás, pero sobre todo de la nuestra. Sabemos lo que tenemos que creer sobre la Persona de Jesús. Pero, ¿podemos decir con toda verdad que la fe de nuestra oración se dirige sobre todo a lo que El es? ¿No existe en muchos de nosotros un cierto aristocratismo orgulloso de la fe pura? ¿Deja de ser pura la fe si se espera de ella también algún beneficio del Señor? La misma cuestión se presenta a propósito de la oración de alabanza y de la oración de petición. ¿Es esta segunda menos noble que la primera y deberíamos tender a suprimirla? Sería olvidar que esperar algo del poder del Señor es también una forma de alabarle. Tenemos que evitar ciertos orgullos de una fe pura, y pensar que el Señor nos puede atraer a El por caminos diversos que no siempre son tan directos como podríamos creer.

El segundo centro de interés de estas lecturas es caer en la cuenta de cómo el Señor quiere dar la vida, cómo desea realizar un mundo nuevo. ¿Es verdad que para el cristiano la muerte se presenta de un modo totalmente distinto que para quien no ha recibido el don de la fe? Las palabras de Jesús a propósito de la hija de Jairo: "No está muerta. sino dormida", aparecen en otras partes del Nuevo Testamento, y este hecho demuestra que desde los primeros tiempos de la Iglesia se comprendió la significación de la muerte como paso a una vida nueva. S. Juan dice, relatando palabras de Jesús: "Nuestro amigo Lázaro duerme" (Jn 11, 11), y en la carta a los Efesios se leen estas líneas que podrían ser un fragmento de un himno antiguo: "Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos, y sobre ti brillará Cristo" (Ef 5, 14).

S. Pablo menciona a los que "duermen en el Señor" (1 Co 15, 18). Además. cuando Jesús resucita a un muerto, S. Marcos emplea habitualmente la expresión "despertar" para designar a los que son resucitados, es decir, "despertados" (Mc 6, 14; 12, 26). Notemos además que también otros escritores de los tiempos apostólicos emplean esta misma expresión referida a la resurrección de Cristo. Parece evidente que la concepción cristiana de la muerte fue, desde muy pronto, la de considerarla un paso hacia una vida nueva. Es la segunda enseñanza de este día. Ver en la muerte, la vida, un paso; ver en Cristo, al autor de la vida y ver su deseo de transmitirla.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 6
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 9-21
SAL TERRAE SANTANDER 1979. Pág. 53-55


 

12. ALGUNAS INDICACIONES

1. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser (1.lectura). La muerte es una cuestión siempre abierta. La fe de Israel, expresada en la narración del paraíso, es que Dios no quiere la muerte sino la vida; que el hombre no está destinado a la muerte, sino que su destino original -es decir, en el designio de Dios, que es el verdadero origen del hombre- es la vida plena: por algo ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. No obstante (y en contra de la letra de la lectura), el hombre, la tierra y el universo entero creado (según los científicos) son el dominio de la muerte. Es una lección de sana humildad que nos reconozcamos formando parte de esta tierra y de este universo perecederos. Que reconozcamos que la inmortalidad es un don gratuito, que va más allá de todas las posibilidades y las fuerzas del universo del que formamos parte. Y que las ansias de vida inscritas en nuestro corazón tienen su origen en aquel que nos ha creado y apuntan hacia el don gratuito e inesperado que nos da en Jesucristo, el Señor.

2. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado (salmo). ¡Qué oración más extraordinaria! Para recitarla cuando nos sentimos librados de una pena (la enfermedad, la enfermedad de una persona amada, una desgracia que nos oprimía...). Para recitarla en el momento de la muerte de un amigo creyente. Para cantarla con el Señor celebrando su Pascua. Para reconocer que por mucho que suframos -y hay personas y familias que sufren mucho-, por mucho que nos sintamos abandonados de Dios -y Jesús mismo se sintió abandonado: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?-, "su cólera dura un instante; su bondad, de por vida; sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa".

3. Vuestra abundancia remedia la falta que tienen los hermanos pobres (2. lectura). San Pablo se nos muestra muy humano y sensato. Los bienes de la tierra son para todos: practiquemos, pues, la ley de los vasos comunicantes. Una exhortación especialmente apremiante en nuestra situación mundial. ¿Qué podemos hacer? A los cristianos, el ejemplo de Jesucristo no nos puede dejar tranquilos. Si él nos ha enriquecido con su pobreza (asumiendo la pobreza humana, hasta la muerte y muerte en cruz), no podemos ser insensibles a la miseria extrema de aquellos hermanos por los cuales también ha muerto el Señor.

4. La niña no está muerta, está dormida (evangelio). También hoy se ríen de los creyentes cuando decimos esto. Como los "impíos" de que habla el capítulo segundo del libro de la Sabiduría (léanse íntegros los capítulos 1 y 2). Así como nos sentimos perdidos ante la naturaleza desatada, que no dominamos (domingo pasado), también nos sentimos desamparados ante la enfermedad, que nos arranca la vida poco a poco, y ante la muerte. Pero el Señor nos salva de estas situaciones extremas. El evangelio y las demás lecturas son una invitación a nuestra fe: Jesús nos salva de estas situaciones desesperadas y hace brillar esplendorosamente la imagen del Dios inmortal, inscrita en nuestro ser desde el primer momento de nuestra existencia.

JOSEP M. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1994, 9


 

13. 
-Lo decisivo: fe en Jesús

Dos frases clave de Jesús nos iluminan el sentido del evangelio de hoy y, al mismo tiempo, nos hablan de algo que es fundamental en todo el Nuevo Testamento (y especialmente en el evangelio de Marcos que leemos este año). Dice Jesús a la mujer cuyas hemorragias no se detenían: "Tu fe te ha curado". Y al angustiado Jairo: "Basta que tengas fe".

Lo veíamos el pasado domingo y volvemos a ello hoy. Es la insistencia de Marcos: lo decisivo para que funcione nuestra relación con Jesús, para que sea efectiva -y no algo superficial-, es que tengamos una fe radical, absoluta, en él. Y si en nuestro corazón hay esta fe, basta.

¿Qué quiere decir que esta fe basta? Quiere decir que si nosotros tenemos esta total confianza en Jesús, él puede actuar eficazmente, con fuerza, en nosotros. ¿Cómo? La petición de Jairo nos lo explica. Pide a Jesús: "Ven, pon las manos sobre la niña, para que se cure y viva". Para que se cure: Jesús nos puede liberar de lo negativo que hay en nosotros. Para que viva: Jesús nos puede comunicar vida, nos puede hacer crecer en lo positivo que sembró en nosotros.

-Excusamos nuestra falta de fe

Hace unos días leí una curiosa historieta judía sobre Adán y Eva. Dice esta historia/leyenda que, después de la desobediencia del primer hombre y la primera mujer, Dios les quería perdonar y volverlos al paraíso. Pero no pudo. ¿Por qué? Porque en vez de reconocer ellos cada uno su culpa y abrirse al perdón de Dios, se dedicaron a cargar la responsabilidad en otro. Adán culpó a Eva (la mujer me ha enredado), Eva culpó a la serpiente (ella me dijo que...).

Me parece que a menudo nosotros hacemos algo semejante. Cada uno de nosotros y también colectivamente, como comunidad cristiana, como Iglesia. No reconocemos que lo que nos pasa es que nos falta fe, que no tenemos esta confianza y adhesión radical y entera a Jesús. Y por eso buscamos culpables y responsabilidades fuera de nosotros. Y así es muy difícil que actúe en nosotros, con plena eficacia, la fuerza liberadora y vivificadora de Jesús.

-Comunitariamente, individualmente

Por ejemplo, en el nivel de la Iglesia, de nuestras Iglesias. ¿No es lo más frecuente que echemos las culpas de la pérdida de fe, del declive de vida cristiana, a la sociedad, que decimos que está secularizada, llena de materialismo, dominada por el consumismo? Hace unos años echábamos la culpa al comunismo y a su ideología atea. Ahora se nos ha derrumbado aquel enemigo y buscamos otro responsable. ¡Incluso somos capaces de decir que el responsable es la televisión!

También en el ámbito de nuestra vida personal, de cada uno de nosotros, fácilmente buscamos la responsabilidad fuera de nuestro corazón. Decimos que la culpa es del exceso de trabajo, que no tenemos tiempo, que la agitación de cada día nos domina. O quizás que la Iglesia de hoy no nos ayuda (unos dicen que porque ha cambiado demasiado, mientras otros pueden decir que porque ha cambiado demasiado poco).

-El fondo del problema

En todo eso, ciertamente, tanto en el nivel amplio de la Iglesia y la sociedad, como en el más cercano de la vida de cada uno de nosotros, en todo eso que decimos es muy posible que haya una parte de verdad, que haya una parte de razón. Como la tenía aquella gente que decía a Jairo: "Tu hija se ha muerto, no molestes más al Maestro". Pero no es la verdad más importante, no es la razón más decisiva.

La razón más importante, más decisiva, es que todas esas excusas y responsabilidades no debe ocultarnos que el fondo del problema está en nuestra fe en Jesús. Que si nos abrimos más de corazón a la fe, a la confianza, a la adhesión a Jesús, todo lo demás es secundario. O dicho de otro modo: que si creemos de verdad que la fuerza de Jesús nos puede liberar y nos puede comunicar vida honda, de calidad, amorosa, entonces seremos nosotros quienes podremos enfrentarnos con las dificultades, situarlas en su justo lugar, irlas superando.

El evangelio de hoy terminaba con un detalle entrañable. Jesús no sólo devuelve la vida a aquella niña, sino que se preocupa inmediatamente de que le den de comer. También a nosotros, ahora, nos ofrecerá su persona y su fuerza como la comida que necesitamos. Al comulgar con él, pidámosle con absoluta y radical confianza -como aquella mujer, como aquel padre- pidámosle que aumente nuestra fe. Que haga que cada domingo, cuando él se acerca a nosotros y nosotros nos acercamos a él, nuestra fe sea un poco más honda, más confiada, más viva.

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1994, 9


 

14. NUESTRA INJUSTICIA CON LAS MUJERES 

Salió fuerza de él

Jesús adoptó ante las mujeres una postura tan sorprendente que desconcertó, incluso, a sus mismos discípulos.

En aquella sociedad judía donde el varón daba gracias a Dios cada día por no haber nacido mujer, no era fácil entender la nueva postura de Jesús, acogiendo sin discriminaciones a hombres y mujeres en la nueva comunidad. Si algo se desprende con claridad de actitud es que, para él, hombres y mujeres tienen igual dignidad personal, sin que la mujer tenga que ser objeto del dominio del varón. Sin embargo, los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que se siguen de la actitud del Maestro.

R. Laurentin ha llegado a decir que se trata de «una revolución ignorada» por la Iglesia. Por lo general, los varones seguimos sospechando de todo movimiento feminista y reaccionamos secretamente contra cualquier planteamiento que pueda poner en peligro nuestra situación privilegiada sobre la mujer.

En una Iglesia, dirigida por varones, no hemos sido capaces de descubrir todo el pecado que se encierra en el dominio que los hombres ejercemos, de muchas maneras, sobre las mujeres. Y lo cierto es que apenas se escuchan desde el interior de la Iglesia voces que, en nombre de Cristo, urjan a los varones a una profunda conversión.

Para justificar nuestra supremacía masculina hemos ido consolidando un presupuesto secreto pero enormemente eficaz: «los varones son los únicos que realmente importan, mientras que las mujeres existen únicamente por referencia a ellos» (M. French). Los creyentes hemos de tomar conciencia de que el actual dominio de los varones sobre las mujeres no es «algo natural», sino una estructura y un comportamiento profundamente viciados por el egoísmo y la imposición injusta de nuestro poder.

¿Es posible superar este dominio masculino? La revolución urgida por Jesús no se realiza despertando la agresividad mutua ni promoviendo entre los sexos una guerra que acarrearía nuevos riesgos para nuestra supervivencia humana. Jesús llama a «una revolución de las conciencias» que nos haga vivir de otra manera las relaciones que nos unen a unos con otros.

Las diferencias entre los sexos, además de su función en el origen de una nueva vida, han de ser encaminadas hacia la cooperación, el apoyo y el crecimiento mutuos. Los varones hemos de escuchar con mucha más lucidez y sinceridad la interpelación de aquel de quien, según el relato evangélico, «salió fuerza» para curar a la mujer.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985. Pág. 205 s.


 

15. 

1. Contra la enfermedad y la muerte.

Las lecturas de hoy suscitan preguntas terribles. Cristo cura a una mujer enferma y resucita a una niña muerta. Esa es su vocación. ¿Por qué entonces tienen que enfermar tantos hombres después de él y por qué tienen que morir todos? ¿Quiere Dios la muerte? Si nada ha cambiado en el mundo, ¿para que vino Cristo a él?

Del largo relato del evangelio, en el que se entremezclan dos milagros, extraigamos simplemente dos frases. De la hija del jefe de la sinagoga, ciertamente muerta según nuestros conceptos, Jesús dice: «La niña está dormida», lo que hace que los presentes se rían de él. En el caso de la mujer que padecía flujos de sangre, y que toca su manto, Jesús pregunta: «¿Quién me ha tocado el manto?», con el consiguiente desconcierto de los discípulos por la pregunta. Ante la muerte corporal Jesús habla de sueño -lo hará otra vez en el episodio de la resurrección de su amigo Lázaro: Jn 11,11-; la verdadera muerte, la que en el Apocalipsis se denomina «segunda» (definitiva) muerte, es para él otra cosa. Por otra parte, la enfermedad (que para los judíos era una premonición de la muerte) es para él una menudencia insignificante; para curarla debe «salir de él una fuerza» (en Lucas esto sucede en todas las curaciones: Lc 6,19). Jesús se designa a sí mismo como «la vida» (Jn 11,25: 14,6) y esta vida debe expandir sus energías para vivificar lo muerto o lo caduco.

2. Sólo a partir de aquí se pueden comprender las afirmaciones de la primera lectura: «Dios no hizo la muerte». Esto se repite: «No hay imperio del Abismo sobre la tierra, porque la justicia es inmortal». La presencia de la muerte en el mundo se atribuye a la envidia del diablo. ¿Cómo puede decir esto el sabio cuando sabe a ciencia cierta que todos los hombres, tanto justos como injustos, tienen que morir? Distingue, como Jesús, una doble muerte: una muerte natural, dada con la finitud de la existencia, y una muerte no natural, provocada por la rebeldía de los hombres contra Dios. Pensemos en estas misteriosas palabras de Jesús, aunque aquí ciertamente iluminadoras: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá»; y lo que sigue no las contradicen: «Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,26). Si Dios ha creado al hombre finito, el hombre, con sus pecados, ha creado la segunda muerte, la verdadera.

3. «Pobre por vosotros».

Superar esta obra destructiva del hombre no es una menudencia para Dios. Lo dice la segunda lectura: Jesucristo, «siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos». No superó nuestra muerte con su omnipotencia, sino descendiendo a la impotencia de esta muerte. Esta segunda muerte sólo podía ser vencida desde dentro, sólo en virtud de la fuerza divina que surgió de Jesús para penetrar en nosotros en la cruz y en la Eucaristía. Pablo querría que imitásemos esto al menos en parte, dando a los indigentes algo de nuestra fuerza material para que haya al menos una «nivelación», como corresponde a los que se sienten realmente hermanos. El ejemplo de Jesús, que desde la suprema riqueza descendió a la pobreza más extrema, debe aparecer ante nosotros al menos como ideal (¡inalcanzable!).

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 176 s.


 

16.

Frase evangélica: «Tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud»

Tema de predicación: EL SEÑOR DE LA VIDA

1. Es lógico que el pueblo enfermo y dolorido se dirija a Dios pidiéndole la salud propia o la de sus hijos. Así lo hicieron las gentes con Jesús, según narra el evangelio. Por ser dirigidas a Dios, se justifican las oraciones de los fieles, que son preces de petición expresadas después de las lecturas y de la profesión de fe. Naturalmente, queda para el final la plegaria de acción de gracias u oración eucarística.

2. Cuando una persona es buena de verdad y tiene Espíritu de Dios, brota vida de su interior. La fe es dinamismo vital. Sin fe no hay curación; habría magia. Las curaciones de Jesús son reveladas a sus discípulos como muestras de la acción de Dios, que no discrimina a quien le pide, pero que da la salud a quien lo hace con fe, con confianza en la voluntad de Dios.

3. La mujer curada se va «en paz», con plenitud interior y exterior de deseos de vida plena y compartida; la niña «se puso en pie y echó a andar», que equivale a resucitar a una nueva vida, vida de conversión.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Qué tipo de peticiones le hacemos a Dios y en qué momentos?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993. Pág. 215


 

17.

1. La muerte no es el final

Dios no hizo la enfermedad ni la muerte. No se recrea en la destrucción de los vivientes. Nos creó a su imagen y semejanza (Gén 1,26), porque la enfermedad y la muerte no entraban en sus designios, al menos como el final de todo. Dios quiere la vida. Son las malas obras las causantes de ambas, como nos lo hace ver el relato simbó1ico del pecado del paraíso (Gén 3). Pero ¿cómo interpretarlo? La muerte está ahí como final de todos los seres vivos, demasiado próxima a cada uno de nosotros para que necesitemos demostraciones.

Todo el pensamiento del Antiguo Testamento refleja el drama universal del hombre enfrentado al supremo mal de la muerte, y se orienta, en último término, a la liberación de ella. Nos quiere manifestar que ese supremo mal no es inevitable, y que, por parte de Dios, la liberación es posible. ¿Cómo conciliar la fe en un Dios, causa suprema de todas las cosas, con la certeza de que no puede ser responsable de la muerte? Los libros sagrados no resuelven la dificultad insoluble, tormento de todas las generaciones de creyentes; se limitan a afirmar lo esencial: la incompatibilidad entre Dios y la muerte como final absoluto del hombre. Es posiblemente esta incompatibilidad la que hace que muchos de nuestros contemporáneos duden de la existencia de Dios o la nieguen, apoyados por la ciencia, que afirma sin ambages que la muerte biológica es el lógico final del hombre. Afirmación que los creyentes no podemos poner en duda.

Todo ello no es obstáculo para que los creyentes en Jesús sigamos afirmando que Dios nos ha creado inmortales. A pesar de saber que Jesús también murió y que su resurrección no se puede demostrar. Creemos -queremos creer- que Jesús venció a la muerte muriendo; y que ése es el único camino que lleva a la vida. De la derrota de Getsemaní y del Calvario surgió la alegría de la resurrección.

La misión fundamental de Jesús fue liberar a los hombres del espíritu del mal y de la muerte: egoísmo, violencia, odio... y muerte. La gente enferma y consciente de sus males acudía a él para que la liberara de ellos. Y Jesús los curaba, como signo de la liberación plena y definitiva después de la muerte.

Los evangelios nos lo presentan como señor de la enfermedad y de la muerte. Sus obras no tienen límites cuando se tiene fe; una fe que no es elemento mágico, sino una disposición de confianza total en Jesús. A partir de esa confianza total, la fe se irá desarrollando en la libre aceptación, cada vez más honda, de Cristo como único verdadero salvador del hombre.

El texto que vamos a comentar nos ofrece dos acciones milagrosas de Jesús. En ambas la fe juega un papel principal. Donde existe fe es donde se realiza el milagro; donde existe fe verdadera, el milagro sirve para ahondar en la persona de Jesús.

Recoge dos escenas entremezcladas que nos son narradas por los tres sinópticos; dos gestos decisivos de Jesús frente a la muerte: una curación y una resurrección que nos están indicando simbólicamente la eternidad de la vida humana.

En el fondo del relato laten viejas ideas populares; no faltan, incluso, unas concepciones mágicas. Pero estas ideas primitivas, superadas hoy, sólo son el revestimiento externo de una enseñanza más profunda que sacaron de él los primeros cristianos. La fuente primitiva del relato está en Marcos. Mateo se limita a unos rasgos esenciales. Los tres quieren que lleguemos al fondo del mensaje de los milagros: conocer cada vez mejor quién es realmente Jesús.

Según Mateo, la niña ya había muerto cuando su padre se acercó a Jesús para pedirle ayuda (Mt 9,18). Los otros dos dicen que estaba muy grave. ¿Por qué ese cambio? ¿Para dejar más patente el mesianismo de Jesús o la fe del padre? A pesar de la brevedad de su relato, Mateo nos ha conservado dos detalles interesantes que nos recuerdan las costumbres judías: las borlas que llevaba Jesús en el borde del manto, como judío piadoso (Núm 15,37-41), y la mención de los flautistas profesionales, que eran llamados para hacer el duelo más solemne (Mt 9,20.23).

2. Jairo

La sociedad actual parece que ha conseguido con éxito construirse unas condiciones de vida que la hacen olvidar los aspectos negativos de la misma. Muchos dudamos de ello; pero hemos de reconocer que nuestra civilización -querida y sufrida- ha hecho perder al hombre la sensibilidad a las pequeñas o grandes realidades de la vida cotidiana; incluso ha perdido la sensibilidad para las grandes tragedias de la humanidad. Todo son pequeñeces para nuestras prisas y para nuestro egoísmo. Preferimos convencernos de que nos falta tiempo para pensar y ocuparnos de ellas. También es verdad que en pequeños sectores de la sociedad es creciente el sentimiento de solidaridad humana.

El evangelio nos presenta a Jesús sumergido entre la gente sencilla, pobre, con sus pequeñas miserias, enfermedades, ilusiones y esperanzas. Todo mezclado, insignificante, cotidiano. Jesús había vuelto de la tierra de los gerasenos, donde curó a un endemoniado (Mc 5,1-20 y par.). Rodeado de la multitud, se encontraba a la orilla del mar, lugar sugerente que nos indica la situación del hombre. ¿No estamos permanentemente a orillas de la muerte y a punto de ser arrebatados por ella?

Se le presentó Jairo, jefe de la sinagoga, pidiéndole que fuera con él a curar a su hija, que se estaba muriendo. Manifiesta una gran fe en Jesús, a pesar de pertenecer a la clase dirigente. No parece, por tanto, que exista en esta clase un bloqueo insuperable hacia él; a nivel de cada persona es posible un salto hacia Jesús, hacia el pueblo. Es posible desclasarse. Jairo es un hombre importante que ve la cercanía de la muerte en su casa; una muerte absurda: es una vida de doce años. Tiene que mezclarse entre el pueblo si quiere encontrar a Jesús. Si se hubiera avergonzado de ello, si se hubiera encerrado en su dolor, se habría encontrado al final con el silencio absoluto de la muerte. Jesús no lo duda. Sin responder palabra, lo sigue a su casa con sus discípulos y "mucha gente que lo apretujaba". El mal es concreto y tiene que combatirlo.

Dos representantes de aquella multitud van a vivir una experiencia anticipada de la salvación que trae Jesús: una mujer herida en lo profundo de su vida, porque la sangre es la vida (Dt 12,23; Lev 17,11), y un hombre que sufre en su propia descendencia.

3. La mujer enferma

A causa de su enfermedad impura, la mujer está excluida de la comunidad (Lev 15,19-30); es una marginada social que la multitud ignora. La situación de Jairo es distinta: es un jefe de la comunidad, una persona conocida y respetada. Los dos están rodeados de gente incapaz de solucionarles el problema: la mujer está arruinada por médicos ineficaces; la casa de Jairo rebosa de testigos inútiles.

La mujer se mezcla con el grupo de discípulos que sigue a Jesús. La ley le prohibía terminantemente tocar a cualquier persona, para no comunicar su impureza. La pérdida de sangre que padecía era el símbolo de la frustración vital. Para una mujer hebrea, la esterilidad o el simple hecho de no tener descendencia equivalía a una muerte prematura, ya que los hijos prolongan la vida de sus padres, y la que no los tenía era una especie de muerta en vida. Esto acrecentaba la vergüenza de la mujer, que había gastado todo lo que tenía para tener vida. Lleva doce años enferma, que es la edad de la niña. ¿Indica que ambas estaban en la misma situación: en la de la humanidad herida mortalmente mientras no sea "curada" -tocada- por Jesús?

El número doce, aplicado a los años de su enfermedad y a los de la niña, es una alusión a Israel. Representan al pueblo, cuya única posibilidad de curación y de vida se encuentra en su renuncia a la ley que le impide el contacto con Jesús, que con su doctrina y acción universalistas, y por su contacto con los pecadores, se ha salido de la ortodoxia israelita. Para los dirigentes judíos, Jesús era impuro, no tenía acceso a Dios al ir contra las leyes antiquísimas de Israel; leyes por las que habían dado la vida innumerables israelitas. Sin embargo, para encontrar la salvación era necesario darle la adhesión a Jesús y renunciar al exclusivismo y separación que imponía la ley.

La presentación popular del hecho no debería impedirnos contemplar la grandeza y verdad de la historia. La mujer acude a Jesús después de probarlo todo sin encontrar esperanza en nada. Con una fe en cierto modo mágica: "Con sólo tocarle el vestido..." En medio de la multitud consigue tocarle por detrás el manto a Jesús. Y de esa fe imperfecta brota el milagro. Jesús también acepta esa fe, esa confianza silenciosa, sencilla, que puede exteriorizarse en un simple gesto.

La certeza de la mujer en su curación es total. La única salvación para Israel está en Jesús. El vestido equivale a su persona. Israel puede curarse de su nacionalismo exclusivista, causa de su enfermedad, si acude a Jesús. La curación de la hemorroísa es inmediata al hecho de tocar a Jesús. ¡Cuántos le habían tocado antes y le tocarían después sin que ocurriera nada! Jesús se da cuenta de que alguien le ha tocado de modo distinto, prueba de su capacidad para individualizar la liberación del hombre. A su pregunta, los discípulos se extrañan: todos te tocan.

¿Por qué la mujer desea pasar desapercibida y Jesús parece hacer todo lo posible para dar publicidad a su gesto? Al tocar la enferma a Jesús infringía las leyes y éste quedaba en situación de impureza legal -lo mismo al tocar a la niña muerta-. Esta podía ser la causa de hacerlo a escondidas. Pero a Jesús no le preocupan ese tipo de cosas. No sólo descuida el sábado, los ayunos, las normas de pureza legal..., sino que para él todas esas cosas, tan importantes para los judíos piadosos, están al servicio de los más pobres y explotados. Piensa que el sentido verdadero de la vida está en ponerse al lado de los pobres y liberarse con ellos. Parece que quiere dar publicidad al hecho para hacer ver a la gente que esas cosas no le importaban y dejar constancia de la fe de la mujer. Dios no atiende a las categorías humanas de puro o impuro, sino a la fe, aunque sea una fe en parte supersticiosa.

Jesús se dirige a la mujer con palabras de aliento y la llama hija. Hace resaltar que la ha curado la fe. Es la fe en Jesús la que podrá curar a Israel, la que iniciará y hará posible su liberación-salvación. Lo mismo a la humanidad. Una fe que siempre estará en camino y en proceso de maduración. Una fe que sin duda no tendrá su fuerza en el entendimiento, sino en el corazón, como la de la mujer. La acción de Dios no se limita al interior del hombre; afecta a toda la persona. La separación que hacemos entre el alma y el cuerpo no responde a la mentalidad bíblica: Dios se ocupa de ambos. Es importante que lo tengamos muy en cuenta si queremos ser verdaderos seguidores de Jesús, luchando por la justicia social.

Por la fe hasta lo humanamente imposible se hace posible. Si la fe falta, el milagro no es posible. Una fe que sigue intacta aunque se verificara que la curación de la mujer no fue debida a un hecho milagroso, sino a una especie de sugestión psíquica producida por la confianza que tenía en Jesús.

4. La niña

Entretanto, la niña ha muerto. No era la intención de Jairo llamar a Jesús para que despertara a una muerta, aunque en Mateo parece que sí. Le llegan unos emisarios con la noticia, y quieren disuadirlo para que "no moleste más al Maestro". Pero Jesús no retrocede ni ante la muerte, e invita a Jairo a seguir creyendo en él a pesar de la noticia de la muerte de su hija: "No temas; basta que tengas fe". La fe auténtica no capitula ni ante el poder de la muerte. ¿Para qué una fe que no va "más allá"?

Jesús quiere evitar al máximo todo relumbrón y toma consigo a algunos testigos cualificados: a los tres discípulos que lo acompañarán en otras ocasiones especiales. Sabe que los milagros son un arma de doble filo; que tienen el peligro evidente para la masa de quedarse en ellos sin llegar a lo fundamental, que es ayudar a descubrir la persona de Jesús, la vida que quiere que vivamos.

Llegan a la casa. El alboroto es enorme. Ya han llegado los flautistas y las plañideras, que, según la costumbre oriental, tocan y lloran en señal de luto. Lloran por la difunta y se ríen de la esperanza de Jesús. Con actitudes así no se puede cambiar la sociedad. Cuando los curiosos presencian sucesos humanos profundos suelen quedarse siempre en la superficie -en las apariencias- de ellos. Se ríen de la posibilidad de la resurrección. Ningún poder sería capaz de resucitar a la niña, porque está muerta de verdad. Si fuéramos capaces de llegar a esa región profunda donde habita la fe, descubriríamos perspectivas insospechadas para la vida, experimentaríamos que todo cambia de sentido.

La muerte no es un poder insuperable para Dios. Es muy delgada la pared que la separa de la vida. Pero eso la gente no lo entiende y se burla neciamente de Jesús. Las cosas tienen un aspecto muy distinto ante la mirada de Dios y ante la experiencia del hombre. Sólo si nos ejercitamos en ver con la mirada de Dios, nos formaremos un concepto verdadero de la realidad. Si lo lográramos, aunque fuera débilmente, la muerte perdería para nosotros su carácter tétrico. La muerte es solamente un sueño, una dormición; y la dormición, una muerte. Vivimos dormidos la mayoría de nuestros días; por eso nuestros ideales son tan pequeños y nuestras vidas tan rutinarias. Junto a la fe viaja la incredulidad; y ambas luchan sordamente entre sí a lo largo de nuestra vida. El convencimiento de creer que la muerte es un sueño que ensancha el corazón humano.

Jesús es el Mesías y, como tal, el anunciador del reino de Dios, que significa la vida inextinguible o eterna para el hombre. El mismo caminó hacia la muerte y, muriendo, la venció para siempre. Sólo desde su resurrección adquiere sentido pleno cuanto dijo e hizo. Sólo teniendo esto en cuenta podemos comprender la profundidad de la afirmación de Jesús al referirse a la niña muerta: "Está dormida". A la luz de la fe, la muerte no es más que un sueño del que el poder de Dios puede despertarnos.

El padre, la madre y los íntimos no se ríen. Toman en serio las palabras de Jesús. No son espectadores; están comprometidos en el suceso y serán testigos de un hecho asombroso.

"Niña, levántate". La cogió de la mano y la niña se levantó. El asombro invadió a los presentes. Jesús es "la resurrección y la vida" (Jn 11,25). Este hecho es signo de esa verdad. Jesús quiere hacernos creer que la muerte ya no es un límite absoluto, que existe "la otra orilla". El verdadero creyente espera firmemente superar la muerte, pero le deja a Dios el "cómo" y el "cuándo".

La remota posibilidad de una "muerte aparente" en la niña no suprimiría el sentido de signo de este hecho, además de perder el tiempo planteando el problema por ahí. Muchos piensan que la muerte es algo que debemos dejar a un lado y no pensar en ella. Incluso cuando se introduce en nuestra vida por la muerte de familiares o amigos. Pero la muerte nos enfrenta con los problemas más profundos de la vida, nos hace buscar su verdadero sentido. La muerte para el creyente es el paso a la plenitud de la vida, una vida que comienza ya ahora y aquí. Dijo que le dieran de comer. Se preocupa hasta el final de los detalles cotidianos de la vida.

5. Creer hasta el fondo

Los dos milagros nos han presentado a Jesús como el único "médico" capaz de realizar la obra final: devolver la salud a los enfermos y la vida a los muertos. ¿Cómo posee esa fuerza? Nadie puede explicarlo. También la hija de Jairo es figura de Israel. Simboliza al pueblo que camina hacia la ruina definitiva, a la muerte. El padre -los dirigentes religiosos- han sido incapaces de mantenerlo en la vida. Pero para Jesús esa muerte puede no ser definitiva: Israel puede volver a la vida por el contacto con Jesús, renunciando al dogmatismo de la ley que le impide hacerlo. La resurrección de la niña debe hacer en nosotros el mismo efecto que en los que la presenciaron. En presencia de un muerto tenemos que creer que sigue viviendo, amando...

¿Por qué no creemos hasta el fondo? No se trata de que los muertos tengan que volver a esta vida de aquí. ¿De qué les serviría? El plan de Dios no es suprimir de este mundo la muerte. Existen otras resurrecciones mejores.

Todos nosotros estamos muertos en algunas zonas de nosotros mismos; esas zonas a las que no descendemos nunca por miedo al espectáculo que tendríamos que presenciar: odio, insolidaridad, aislamiento, egoísmo, indiferencia, esclavitud a la sociedad del tener... En esas zonas necesitamos resucitar. Hemos de resucitar al compromiso, a la amistad, a la fe, a la comunicación, a la libertad, a la justicia, a la paz, al amor... Dios, que resucita a los muertos, es capaz de cambiarnos. Hemos de creer que Dios puede hacer de cada uno de nosotros un hombre nuevo, algo así como un niño recién nacido. Dios puede hacer que vivamos una vida de tal consistencia que queramos eternizar y estemos eternizando.

6. El secreto mesiánico

"Les insistió en que nadie se enterase". Podrán hablar abiertamente de ello después de su resurrección. No es todavía el momento de comprender el misterio -la hondura- de su vida. Este "secreto mesiánico" es como una medida preventiva de Jesús para que no se interprete mal su mesianismo a nivel político o como una simple acción populista social. Los mismos apóstoles tardarán mucho tiempo en descubrirlo. A pesar de su insistencia, hoy siguen las confusiones...

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET II
PAULINAS/MADRID 1985. Págs. 231-238


 

18. 

«ESTAR EN LAS ULTIMAS» -Aquel «jefe de la sinagoga que se llamaba Jairo, se acercó a Jesús, se echó a sus pies y le rogaba con insistencia: Mi niña está en las últimas, pon las manos sobre ella para que se cure y viva». Cualquier corazón se conmueve ante un padre que dice esas palabras: «Mi niña está en las últimas». Aunque el moderno vivir nos va endureciendo, todavía hay un registro en nosotros que vibra cuando se trata de los males físicos de los niños. Se suelen movilizar muchedumbres cuando la sangre del terrorismo o de las pasiones vergonzosas cubren a los pequeños.

Pero una pregunta me curiosea dentro: ¿Nos preocupamos del mismo mundo, cuando nos jugamos el riesgo de la salud moral y espiritual de nuestros niños? Porque bien pudiera ocurrir que, de tanto ir a la rueda del consumismo, el confort y el placer, no caigamos en la cuenta de que podamos estar poniendo las premisas que lleven a nuestros niños a las últimas. Ved alguna de esas premisas.

LA DESNUTRICIÓN.-Nuestros niños de occidente consumen sin duda, el número suficiente de calorías. La dietética de la niñez se ha perfeccionado en nuestro entorno. Pero no tiene la impresión de que, en un país muy mayoritariamente católico, nuestros niños no van recibiendo ya, en el hogar paterno, el número suficiente de «calorías espirituales y morales» que les lleven a un desarrollo cristiano consistente. A nuestras catequesis de infancia llegan muchos niños con un índice alarmante de desnutrición espiritual. Los conocimientos religiosos más elementales, las vivencias de fe y oración, frecuentemente brillan por su ausencia. Fácil es, con ese clima, «llegar a las últimas».

EL SOLITARISMO Y LA MASIFICACIÓN.-¿Existen niños solitarios? Mucho me temo que sí. Las constantes desavenencias conyugales, los horarios de trabajo de los padres a contrapelo, amén de otros desarraigos, pueden hacer que el niño crezca «en solitario». Con poco margen para el afecto y la sociabilidad. Otro niños, por el contrario, pueden crecer en «la turba». Visitantes tempranos de la calle, integrantes de pandillas improvisadas, pronto pueden degenerar en lo que G. Cesbron llamó «perros perdidos sin collar». O pueden ir creciendo mitad y mitad, en compás binario, en ese difícil equilibrio entre el «solitarismo» y la «masificación». Una «masificación» que, tarde o temprano, lleva a...

EL CONTAGIO.-¿Dónde han tenido su raíz y su escuela muchas delincuencias? Quizá en esos dos modos de vivir, tan contrarios, y, sin embargo tan complementarios. El chico que no se ha visto amado y atendido en su primera infancia, el niño al que no se le ha ayudado a ir consumiendo progresivas etapas de sociabilidad, fácil es que un día busque bruscamente, por el camino de la improvisación más disparatada, el protagonismo más extraño. Del mismo modo, el pequeño que desde un principio se ha visto enrolado en la filosofía práctica del «¿a dónde va Vicente? A donde va la gente», terminará cayendo en todas las trampas de la sociedad de hoy, sin plantearse ninguna jerarquía de valores. Y todo esto, amigos, es «estar en las últimas». O al menos, en las «penúltimas». Marcos nos dice que, cuando el Señor llegó a la casa, se dirigió a la niña, y cogiéndola de la mano, le dijo: «Contigo hablo, niña, levántate». Yo no sé por qué, pero pienso que, en nuestro caso, es a nosotros, los mayores -padres, educadores, etc.- a quienes tiene el Señor que darnos la mano, para guiarnos en esa colosal tarea.

ELVIRA-1.Págs. 162 s.


 

19. 

1. La fuerza de la muerte

Después de haber escuchado las lecturas bíblicas de este domingo, a nadie le pueden quedar dudas de que vamos a reflexionar sobre la muerte. Incluso alguno podrá pensar que hablar de la muerte es una especialidad de los cristianos... Sí, vamos a hablar de la muerte pero no porque sea la especialidad de los sacerdotes o de los cristianos, pues Cristo nos llamó a la vida y el único tema de la fe es la vida. Pero vayamos despacio para reflexionar sobre un tema que tiene sus dificultades y que, suponemos, ha sido muchas veces presentado con un enfoque muy al margen del Evangelio. Cuando hablamos de la muerte, la podemos concebir en diversos sentidos. Así, por ejemplo:

a) Podemos considerarla bajo un punto de vista biológico, y en tal caso la muerte significa el cesar de la respiración, el paro del corazón, etc. Por desgracia, muy a menudo los cristianos, cuando hablamos de la muerte en nuestra fe, la tomamos en ese sentido y entonces nos colocamos en un callejón sin salida. En efecto, esta muerte solamente puede interesar a los científicos y médicos, pero no forma parte del interés religioso. Bien lo demuestra el mismo evangelio de hoy: cuando Jesús entra a la casa de la niña y ve tanto alboroto, pregunta: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.» Jesús quiere obligar a la gente a quitar su atención del hecho biológico, porque hay muertes mucho peores que ésa. En otra oportunidad él mismo dijo: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos» (Lc 9,60).

Cuando los cristianos comenzaron a poner el acento sobre la muerte, automáticamente comenzaron a despreocuparse de la vida, de esta vida común y corriente de todos los días, con la idea de que lo único importante era «morir bien» para ir al cielo. Pero he aquí que esta idea no tiene asidero alguno en el Evangelio. Al contrario, toda su enseñanza se orienta a que ahora vivamos plenamente -en la sencillez, en el amor, en la justicia- para que ya ahora podamos vivir como hombres nuevos. En el Padrenuestro, Jesús nos enseñó a rezar pidiendo que el Reino de Dios venga a nosotros y que aquí hagamos la voluntad de Dios como en el cielo, y en ningún momento se nos incita a pedir que nos libremos de esta vida para gozar de la otra.

b) La muerte también puede ser vista como el final de una etapa, como el fin del proyecto humano. Cada hombre tiene por delante equis años de vida en los cuales puede crecer, pensar, amar, construir, desarrollarse; como también puede odiar, destruir, anularse, etc. Nuestro tiempo corre entre dos hitos: el nacimiento y la muerte. En el nacimiento comenzamos una tarea; en la muerte la terminamos o, al menos, nos vemos obligados a darla por terminada. Este punto de vista sobre la muerte es más interesante porque nos marca el tiempo de nuestro proyecto, y al mismo tiempo una cierta urgencia que tenemos de desarrollarnos, ya que el final de la carrera puede sobrevenir en cualquier momento. Sabemos cuándo hemos nacido, pero no tenemos la fecha del final. Esto es lo dramático de la muerte: es seguro que vendrá, pero es insegura la fecha, lo que nos obliga a estar siempre alerta. Vistas así las cosas, si la muerte marca el final de este proyecto humano, aún podemos preguntarnos por el «qué pasará después». Aquí las opiniones se dividen:

Unos afirman que la muerte es el final absoluto. y que más allá de ella sólo está la nada. Otros, por el contrario, afirman que después de la muerte comienza otra vida, de la que no tenemos experiencia alguna, pero sí la certeza de que existe. A su vez, ese más allá podrá ser feliz o desgraciado, según el tipo de vida que el sujeto haya llevado. Sabemos que en la misma Biblia no siempre se pensó de la misma manera sobre este problema. Hasta muy poco antes de Cristo, se creía que todos los muertos por igual iban a un lugar oculto llamado "sheol", donde existían como sombras y en un estado bastante lamentable.

Después aparece el concepto de inmortalidad y el de resurrección. Si bien Jesús compartirá en líneas generales esta opinión, no dirige su atención sobre estos problemas, ya que su misión era otra: que aquí cumplamos la voluntad del Padre. El resto es mejor dejarlo en sus manos. Fundamentalmente, Jesús viene al mundo trayendo la vida de Dios, introduciendo aquí y ahora una nueva forma de encarnar la existencia. La única preocupación del creyente es escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica. Por lo demás, tengamos confianza en Dios, que si se preocupa de los pajarillos y de las flores, más lo hará por nosotros. Hasta ahora siempre hemos supuesto que la muerte está al final de la vida, y el ver las cosas desde ese ángulo nos llevó a cierto callejón sin salida, pues todos nuestros conocimientos y nuestras experiencias llegan precisamente hasta allí.

Podemos ahora entender por qué la Biblia y en especial el Nuevo Testamento conciben la muerte de otra manera. La ven como una fuerza que está dentro del hombre mismo, y que lo impulsa a hacer sus obras: las obras de las tinieblas, del mal, del pecado. En todo hombre podemos descubrir dos fuerzas o principios: uno es el del amor, de la construcción, de la paz, de la justicia. Otro es el que genera el egoísmo, el odio, la mentira y la injusticia. Este es el principio de la muerte, de la auténtica muerte, de esa que «mata a la vida».

Esto quiere decir que la muerte, más que un hecho que sucederá un día, en un contexto cristiano la debemos considerar como una fuerza permanente que procura apartarnos de nuestro camino. Fuerza oscura que trata de destruir cuanto el amor ha construido. La muerte destruye, aniquila y anula. Así, destruye el amor de una pareja, la paz de una comunidad, la alegría de un niño, la sinceridad en las relaciones humanas... Planteadas así las cosas, todo nuestro esquema cambia. La lucha del cristiano contra esta muerte -esta muerte total- es de todos los días y sin cuartel. Más aún, podemos estar biológicamente vivos pero estar muertos como hombres auténticos, muertos como engendradores de vida y de amor.

Y la fe cristiana apunta precisamente a que vivamos ya ahora y aquí plenamente la vida y a que destruyamos hasta su raíz toda sombra de muerte, es decir, toda sombra de pecado, de egoísmo, de mentira, de falsedad, de violencia... Desde esta perspectiva podemos comprender en profundidad el texto de la primera lectura, tomada del Libro de lo Sabiduría: «Dios no hizo la muerte... Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen.» Quienes escuchan y siguen la oscura voz del pecado, éstos ya están en la muerte y deben soportar sus consecuencias.

La fe religiosa es concebida como una lucha o milicia para que la vida se haga siempre presente y para que no sucumbamos ante el empuje de la muerte. Quien más ha desarrollado este concepto ha sido Pablo. Baste recordar el capítulo sexto de la Epístola a los Romanos. Para él, quien vive del pecado es un hombre viejo y caduco. El cristiano, en cambio, ha sido recreado por Cristo para la vida. Con claridad afirma, entre otras cosas: «La muerte de Cristo fue un morir al pecado de una vez y para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.» Exhorta después a los cristianos a que dejen las obras del pecado, «cuyo fin es la muerte», para que fructifiquen en las obras de la vida, cuya síntesis es la santidad.

2. El poder de Dios: dar la vida

Después de estas arduas reflexiones, dediquemos nuestra atención al relato de Marcos, ya que hay varios detalles muy significativos. Hasta ahora, Jesús había hecho varios milagros y, sobre todo, curado a enfermos. Hasta aquí llegaba también la fe de la gente.

El padre de la niña, Jairo, pide a Jesús que le imponga las manos y la libre de la mortal enfermedad. Pero Jesús no tiene prisa, a pesar del grave estado de la enferma; no abandona todo por correr a su lecho. Su interés está puesto en la gente que lo rodea, que lo escucha y lo busca. Y además quiere hoy dejar bien en claro su señorío sobre la muerte. Así es que muere la niña y los amigos de Jairo le dicen: «¿Para qué molestar más al Maestro?» Entonces interviene Jesús, pero a su manera y con un objetivo concreto. Desea anticipar el signo de la resurrección y por eso toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los mismos que lo acompañarán en la transfiguración y en la agonía de Getsemaní. Ahora los quiere como testigos cualificados de que, para el cristiano, la muerte es sólo un sueño ante el poder de Dios que nos llama a la vida. Y cuando Jesús expone estas ideas ante los que llenaban la casa de alboroto y llanto, sólo recogió la burla y la falta de fe.

Que quede bien en claro que lo que está a punto de realizar Jesús no es magia ni curandería. Tampoco es un hecho más de la crónica diaria. Es un acontecimiento que se encuadra en un contexto de fe. Por eso él mismo le dijo al padre: «No temas; basta que tengas fe.» Es una frase similar a la que les dijo a los apóstoles cuando calmó la tempestad en el lago. Nueva insistencia en no temer, y para eso: tener fe. El cristiano que acepta el Evangelio, tampoco teme a la muerte, porque ya ha asumido la muerte total con su bautismo. La muerte biológica es, en todo caso, un accidente más en la larga historia de una muerte que engendra a la vida nueva.

Si los cristianos hubiéramos escuchado con más atención el Evangelio, no hubiéramos dado un culto tan exagerado a los muertos y, en todo caso, nos hubiéramos preocupado más por llamar a un médico a tiempo. Pero Jesús no vino para hacer medicina; vino para que ya y desde ahora aprendamos a vivir con una dimensión divina. El cielo, más que una realidad futura que está después de la muerte biológica, es una realidad que viene hacia la tierra y que debemos pedirla para que se extienda en nuestra vida.

Marcos nos presenta a Jesús que con una sola palabra le ordena a la niña que vuelva a la vida, que se levante, que coma y que camine. Esta es la voluntad de Dios: que no estemos allí como muertos, creando alboroto y llanto, cuando nuestra misión es hacer presente el Reino de la vida.

Por todos estos motivos es por lo que Jesús «les recomienda insistentemente que nadie se entere de lo sucedido»: no quería que se interpretara el hecho como un acontecimiento espectacular o mágico pues sólo a partir de la fe se podrá entender que detrás de la resurrección de la niña hay algo mucho más profundo que debemos captar. Que como esa niña podemos estar bien muertos, y que la Palabra de Dios nos llama a vivir de otra manera y con otra perspectiva. Que con Cristo el Reino de Dios se ha hecho presente y debemos renovar nuestros esquemas mentales.

Concluyendo...

A la luz de estas reflexiones -quizá no tan simples por lo complejo del tema-, tratemos ahora de preguntarnos en qué medida vivimos y en qué medida estamos muertos. Ya sabemos que la muerte es una realidad que nos acompaña y que, así como de noche dormimos y todo nuestro cuerpo queda como inutilizado para la acción y la vida, así el pecado nos duerme, nos anula y nos destruye. Y cuando estamos así muertos, sembramos la muerte en derredor nuestro. Una persona egoísta o falsa, por ejemplo, es un desastre para una familia, una comunidad, en su ambiente de trabajo o entre sus amistades. Es un agente de muerte.

Hoy el evangelio nos invita a levantarnos. Clara es la palabra de Jesús: «Yo te lo ordeno: levántate.» Esta palabra se nos dirigió por primera vez el día de nuestro bautismo y, quizá, cayó en el olvido o nunca la llegamos a escuchar. Hoy es repetida con más fuerza: hemos sido llamados a una forma nueva de vida conforme a nuestro modelo, Cristo. Quien viva el evangelio con autenticidad es un hombre vivo.

No distorsionemos una vez más el evangelio pensando que lo único importante son los cinco minutos finales de la vida, para que nos podamos arrepentir e ir al cielo. Quien piense así, es mejor que se vaya desengañando, porque esa forma de pensar no tiene asidero alguno en el evangelio. Lo que sí podemos hacer todos los días es lo mismo que rezamos en el Padrenuestro: «Que venga tu Reino, que se cumpla tu voluntad.» Y la voluntad del Padre es que vivamos y vivamos en plenitud. Como Pedro, Santiago y Juan, seamos los testigos de la vida. Acabemos con el llanto y el alboroto por problemas sin importancia... Despertemos a esta experiencia nueva a la que nos invita el Señor, Cristo Jesús, Señor de la muerte.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B. III
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978. Págs. 95 ss.


 

20.

Después de la larga celebración pascua¡, volvemos hoy a la sobriedad de los domingos del tiempo ordinario y nos encontramos de nuevo con el evangelio de san Marcos. Y, naturalmente, con nuevos milagros de Jesús, que Marcos narra con tanta atención. Hemos leído la curación de la mujer que padecía flujos de sangre y la resurrección de una niña.

La muerte no es irreversible

Quizás ahora que ya hemos empezado el verano, y algunos las vacaciones, puede resultar un poco raro ponerse a hablar de la muerte. El verano nos invita más bien a despreocuparnos de los problemas, a desintoxicar el cuerpo y el espíritu.

Siempre nos da pereza hablar de la muerte, pero las lecturas de hoy -evangelio y primera lectura- nos invitan a ello. Pero a partir de un enfoque muy optimista.

Dios no quiere la muerte. Ciertamente nosotros no podemos suprimir la tragedia de la muerte, pero Jesús le cambia el sentido: la muerte no es ya algo definitivo.

Los hombres modernos no podemos evitar un escalofrío cada vez que oímos un adjetivo humanamente inapelable: se trata del adjetivo "irreversible". Pues el evangelio de hoy nos anuncia una gran esperanza: la muerte no es ya irreversible. Una niña está muerta: no hay realidad más brutal que la muerte de una criatura. San Marcos, el redactor de este evangelio, antes de escribirlo debía haber escuchado tantas veces de boca de san Pedro este relato prodigioso que incluso cita las palabras de Cristo en su lengua original: "Talitha qumí", que significa: "Niña, levántate". Son las únicas palabras dirigidas a una niña en el evangelio.

Jesús atento a los niños

La escena es impresionante: Cristo, Señor de la vida, devuelve la vida a la niña y la alegría a sus padres. Se trata de la misma voz que ya había calmado la tempestad. Pero, ¿os habéis fijado en lo que dice Jesús a continuación? Que le den de comer, porque los niños siempre tienen hambre. Y ¿qué hace la niña? Empieza a andar, porque es lo normal de los de esta edad, que nunca están quietos. Se trata de una de las escenas del evangelio en que mejor se ve la realidad total de Cristo, verdadero Dios todopoderoso, y verdadero hombre atento a los detalles de la vida cotidiana.

¡Qué bonito es repetir las palabras de Jesús a nuestros niños -a quienes a menudo tanto les cuesta venir a la celebración-: "Niños, levantaos", seguid adelante, id subiendo la dura y bella montaña de la vida. Y antes nos dice a nosotros, los mayores, tentados por el escepticismo: "No temáis, basta que tengáis fe". A nosotros los adultos nos toca enseñarles, ayudarles en el camino. Ellos, la gente joven, son especialmente amados por él, el Señor de la Vida.

El dinero que hermana

Y, para acabar, tan sólo una palabra sobre la segunda lectura. San Pablo pide a los Corintios una ayuda en favor de los hemanos de Jerusalén que habían caído en una pobreza extrema. Les recuerda que ellos tienen muchas cosas: fe, palabra, conocimiento, empeño y cariño. A lo largo de dos capítulos, el 8 y el 9 de la segunda carta a los Corintios, san Pablo les pide solidaridad con la Iglesia madre de Jerusalén. No menciona la palabra "dinero": habla de generosidad, solicitud, igualdad, de dar no a la fuerza sino de corazón, de obra buena, de solidaridad. Es grato ver en los inicios de la Iglesia un enfoque de lo que ha de ser la comunión de bienes en las iglesias.

Hoy es innegable que en muchas diócesis se ha introducido una solidaridad entre parroquias más pudientes con las que tienen menos ingresos. Hay parroquias y comunidades que en sus balances constan más salidas en favor del Tercer Mundo que en favor de sus propias necesidades. El dinero, que acostumbra a dividir, es motivo de hermandad en muchas comunidades. A todos nos puede ser de gran ayuda la lectura, mejor íntegra, de los dos capítulos de la segunda carta a los Corintios.

Y ahora, dejemos que Jesús, en la Eucaristía, nos dé su vida para siempre y abra nuestro corazón a los hermanos.

FREDIERIC RAFOLS
MISA DOMINICAL 2000, 8, 45-46