38 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO III DE PASCUA
16-21

 

16. RS/PLENITUD:

ALGUIEN NOS ESPERA

Venid a comer.

El verdadero y decisivo problema que tiene planteado la humanidad es «el problema del futuro». ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? ¿Qué va a ser de mí mismo, de mi familia, mis proyectos, mis aspiraciones? ¿Qué va a ser de mis hijos, de mi pueblo, de la humanidad entera? ¿En qué van a terminar nuestras luchas, trabajos y esfuerzos ? Son bastantes los que sintiéndose «hombres de mente moderna» rechazan la esperanza cristiana como pura mitología carente de todo valor. Utopías fantásticas propias de una época aún no iluminadas por la razón.

MU/MARXISMO: Los pensadores marxistas pretenden enseñarnos hoy a vivir con otro realismo, sin poner nuestra mirada en ilusiones vacías y engañosas. Hemos de aceptar con resignación nuestra propia muerte individual. Lo importante es que la sociedad continúa y es en el progreso y en el desarrollo de esa sociedad siempre mejor, donde debemos poner nuestra esperanza. Así escribe el marxista checo V. Gardaysky: «Mi muerte es para mí, el fin de las esperanzas, a pesar de lo cual constituye una esperanza pura obrar para la sociedad». La muerte es la derrota personal de cada individuo pero, gracias a la aportación de cada uno de nosotros, la sociedad progresa y camina con esperanza hacia el futuro.

Quizás son hoy bastantes los que, sin ser marxistas, tienen una concepción de la muerte muy semejante a la de este pensador. Pero, ¿se ha resuelto así el problema de nuestro futuro? ¿Es ésa toda la esperanza que podemos tener?

¿Qué decir entonces de todos los que han sufrido en el pasado y han muerto sin ver cumplidas sus esperanzas? ¿Qué decir de nosotros mismos que no tardaremos en formar parte de ese número de personas que no han visto colmadas sus ansias infinitas de felicidad?

¿Hay que abandonar a la desesperación y al absurdo a todos los débiles, los vencidos, los tarados, los viejos, y todos aquellos que no pueden contribuir al progreso de la sociedad, porque no pertenecen a la élite de quienes empujan la historia hacia un futuro feliz?

Pero además, ¿podemos tener la seguridad de que la sociedad está progresando hacia ese mundo feliz que el hombre busca como su verdadera patria? Este mundo cada vez más dominado por el hombre, ¿no es un mundo cada vez más lleno de amenazas? ¿No se perfila cada vez con más claridad la posibilidad de un final catastrófico más que de una consumación feliz?

Los cristianos creemos que cuando se desvanece la esperanza en la Resurrección y la salvación de Dios, el mundo no se enriquece sino que se vacía de sentido y queda privado de horizonte.

Nosotros creemos que sólo Cristo resucitado, en quien Dios nos ha abierto una esperanza definitiva de futuro, nos puede proteger de la desesperación, del vacío, del sin-sentido y de la tristeza, de la frustración final.

Por eso, mientras nos afanamos «en medio del mar» de la vida, tenemos puesta nuestra mirada en ese Resucitado que nos espera «en la orilla» y nos invitará a saciar por fin toda nuestra hambre de felicidad: «Venid a comer».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 287 s.


17. Tercera manifestación de Jesús en Juan

Este episodio suele considerarse como un apéndice agregado después al evangelio de Juan, que habría quedado concluido con el capítulo 20. Enlaza con el relato precedente de modo parecido a como los Hechos continúan el evangelio de Lucas, aunque su extensión sea notablemente menor. Evoca el misterio de la Iglesia mediante el hecho simbólico de la pesca milagrosa.

La escena tiene lugar en la ribera del lago de Genesaret, al oeste de Cafarnaún, en Galilea. Está llena de detalles de gran calor humano: las brasas, el pescado, el pan, la espera, la mutua acogida, el comer juntos... En un clima así, la exigencia se convierte en gozo, la corrección es ayuda de hermanos, el fracaso es aceptado con buen ánimo. Para todo esto es decisiva la ayuda del Espíritu. Una narración semejante nos ofrece Lucas, pero situada al comienzo de la vida pública de Jesús (Lc 5,1-11).

Nada se dice del regreso de los discípulos a Galilea. Debió ocurrir al finalizar los días de la solemnidad pascual. Entre lo narrado en el capítulo anterior y lo que sigue hay un intervalo indeterminado de tiempo. Se anuncia una nueva manifestación de Jesús a los apóstoles, que aparecen situados en las inmediaciones del "lago de Tiberíades". Los discípulos de Jesús, después de su resurrección, no parecen tener ideas claras sobre lo que deben hacer, y han vuelto a su antigua profesión de pescadores. Sin el Maestro, quedaron desconcertados hasta que recibieron instrucciones suyas sobre la misión que debían cumplir. Pedro debió volver a su casa de Cafarnaún. La circunstancia de ser él quien toma la iniciativa de ir a pescar -los demás le siguen- y quien dirige al grupo es importante a causa del valor simbólico que encierra toda la narración.

Sólo siete de los once apóstoles van a ser testigos de la nueva aparición. Número de totalidad que, referido a los pueblos, indica la universalidad de las naciones. Desde ahora la comunidad de Jesús vivirá abierta a todos los hombres, renunciando a todo particularismo.

2. La pesca es nula

En las narraciones neotestamentarias, los apóstoles solos nunca logran pescar. La expresión "aquella noche" es importante para comprender la escena. Significa la ausencia de Jesús y está en relación con sus palabras: "Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo" (Jn 9,4-5). En ella no pueden realizar las obras del Padre. La falta de pesca nos indica que no se refiere en primer lugar a la noche física, sino al resultado de una actitud: la carencia se debe a la falta de unión con él.

En este momento de depresión, en medio del trabajo infructuoso, se les presenta Jesús resucitado, que coincide con la llegada de la mañana. No los acompaña en la pesca, se queda en tierra: su misión en el mundo será ejercida por medio de sus discípulos. Concentrados en su esfuerzo inútil, no lo reconocen. Se han cerrado en sí mismos, confían en sus propias fuerzas y conocimientos; y el trabajo, al faltarle la vinculación con Jesús, no puede rendir. ¡Cuánto esfuerzo inútil, cuánto ruido y planes pastorales que no tienen nada que ver con su seguimiento! Creemos que hacemos algo en favor de Jesús, y, quizá, lo que conseguimos es velar a los hombres su verdadero rostro.

"Muchachos, ¿tenéis pescado?" Jesús se dirige a ellos con afecto. Con sus palabras interrumpe su inútil trabajo. Los siete están desorientados ante el total fracaso, puesto en evidencia por la pregunta de Jesús. Responden todos a una, secamente, mostrando su decepción: "No".

3. Con Jesús todo es posible

Jesús les señala el lugar donde tienen que echar la red para encontrar peces y pescarlos. Al faltarles la intuición del Espíritu, no habían dado con él.

Los discípulos, ante el fracaso de su búsqueda, siguen la indicación de Jesús, y la red se llena de peces grandes, signo de la fecundidad de la misión de la Iglesia cuando es fiel al Maestro. El fruto se debe a la docilidad a sus palabras, que representan el mensaje. ¿Por qué nos empeñamos en "pescar" a los hartos, cuando el evangelio sólo puede ser acogido por los pobres? Jesús les indica que, para obtener resultados verdaderos, han de dirigirse al pueblo oprimido y abandonado, que ha perdido prácticamente la esperanza. A ellos deben dedicar su vida, para hacer hombres justos y libres, como hizo él durante toda su vida pública. En ese grupo humano el fruto será abundante. En él hemos de lanzar las redes en nombre de Jesús, confiando en su palabra, aun cuando todas las apariencias parezcan abogar por lo contrario.

Los ojos de Juan se iluminan y descubren en aquel signo la evidencia de la presencia de Jesús resucitado. Sólo el que tiene experiencia del amor de Jesús sabe leer las señales. Una cosa así no podía ser obra más que de Jesús: "Es el Señor".

Pedro no había percibido la causa de la fecundidad; pero, al oír las palabras de Juan, comprende y se tira al agua, después de atarse la túnica, como Jesús se había atado la toalla antes de lavarles los pies (Jn 13,4). Como él, está dispuesto al servicio hasta la muerte. Ha entendido el gesto de amor de Jesús en la última cena, y con su acción individual simboliza su nueva actitud. Para que los hombres encuentren la vida es preciso que los seguidores de Jesús estén dispuestos a entregarse hasta el fin.

"Los demás discípulos se acercaron en la barca". Estaban cerca de tierra: "unos cien metros". De momento, no sienten la necesidad de rectificar nada de su conducta.

4. La comida fraterna

Al llegar a tierra, Jesús los sorprende con su señal inconfundible: la comida fraterna, signo de la eucaristía. Les tiene preparados unos alimentos, distintos de los que ellos han obtenido por iniciativa suya. El primero es gratuito; el segundo es fruto de un trabajo en comunión con Jesús. Existen, pues, dos clases de alimento: el que ofrece Jesús directamente y el que se obtiene respondiendo a su mensaje. No tiene sentido comer con Jesús si no se aporta nada; pero lo que se aporta no se obtiene sin él.

Si el texto menciona el número de peces capturados, debemos estar seguros de que no lo hace para satisfacer la curiosidad de los lectores o precisar una cantidad. Si hubiera pretendido afirmar lo extraordinario de la pesca lograda, habría redondeado la cifra, que siempre es más impresionante. Tengamos en cuenta, además, que en aquella cultura se daba una importancia excepcional al simbolismo de los números. ¿Qué significa el número de peces recogidos -"ciento cincuenta y tres"-?

NU/000050 NU/000153-PECES: Según san Jerónimo, algunos naturalistas antiguos afirmaban que las especies distintas de peces que existían en los mares eran ciento cincuenta y tres. Es también la suma de tres grupos de cincuenta más un tres, que es precisamente el multiplicador. El número cincuenta, que está en relación con los cinco mil del episodio de los panes (Jn 6,10) al conservarse el valor simbólico de una cifra en sus múltiplos, designa a una comunidad como profética, a la comunidad del Espíritu. Cada grupo de cincuenta peces "grandes" corresponde a una comunidad de hombres "adultos", de hombres que se han realizado en plenitud por obra del Espíritu. El número tres, que multiplica las comunidades, es el de la divinidad. Además, ciento cincuenta y tres resulta de la suma de todos los números desde el uno al diecisiete, ambos inclusive, y que se compone de la suma de diez más siete; números que, cada uno de por sí, significan una totalidad perfecta. Por todo lo dicho podemos concluir que la cantidad indicada de peces debe ser entendida como símbolo de la totalidad, de la plenitud de algo. Así, los ciento cincuenta y tres peces simbolizan la totalidad de los hombres llamados a recibir el reino de Dios, sin distinción de raza, condición social, religión o sexo. Lo recibirán en la proporción exacta en que los discípulos sean fieles a su mensaje y a su presencia en medio de ellos. "Y aunque eran tantos, no se rompió la red". La red que no se rompe simboliza la unidad por la que Jesús había rogado en su cena de despedida. Unidad que debe permanecer en medio de la enorme diversidad de pueblos. Esta universalidad y unidad habían sido ya reflejadas en el reparto de sus ropas y en el sorteo de su túnica por los soldados que lo crucificaron.

"Vamos, almorzad". Jesús invita a todos a participar de su comida. El ofrece los alimentos. Les invita a su eucaristía, a participar de su entrega hasta la muerte. Los discípulos lo han reconocido por los frutos conseguidos. Experimentan que es necesaria la presencia y actividad de Jesús para que su misión sea fecunda; que sin él la actividad de los cristianos está destinada al fracaso. Saben también que su colaboración con el Maestro es esencial para que éste pueda continuar su obra en el mundo. Tarea que deberán realizar unidos a Jesús por el vínculo de la amistad. Jesús está presente como el Amigo que da fecundidad a sus esfuerzos.

El fruto de la misión de los cristianos depende de la docilidad a las palabras de Jesús, a su mensaje de amor, que pide la decisión de seguirlo hasta dar la vida. Esta misión cristiana, realizada en comunión con Jesús, la celebramos en la eucaristía comunitaria. En ella Jesús se ofrece como alimento, y los discípulos aportan sus propias personas. Se verifica así la comunión entre la entrega de Jesús a los suyos y de éstos a él. ¿Cómo comprender y celebrar la entrega de Jesús en la eucaristía si asistimos a ella como espectadores?

5. Jesús y Pedro dialogan sobre el amor

En la segunda parte de este evangelio hallamos una conmovedora escenificación de la relación entre Jesús y Pedro, encuadrada en el marco de la eucaristía que acaban de celebrar. Jesús se dirige a Pedro para resolver una cuestión pendiente desde las negaciones del discípulo. Pedro propugnaba una salvación-liberación por la fuerza, no por el amor, y Jesús quiere curarlo de raíz. Terminada la comida comunitaria, Jesús se dirige a Pedro de un modo parecido a como había hecho con Tomás unos días antes. Es de nuevo el Maestro el que toma la iniciativa.

El objetivo central es mostrarnos la función directiva de Pedro en la Iglesia en un tiempo en que ésta empezaba a tener las primeras dificultades de cara a su unidad. Es este pasaje el argumento bíblico más importante y decisivo sobre el primado de Pedro en la Iglesia universal.

El diálogo se sitúa en lo que más interesa: el amor. Sólo el que ama con humildad puede enseñar a amar, puede enseñar a ser cristiano. El camino no es fácil, ni mucho menos. Se resume en la palabra final: "Sígueme".

Después de la comida se habían puesto los dos a caminar. Hacía tiempo que no se encontraban juntos. Habían pasado muchas cosas desde que sus dos miradas se cruzaron en el palacio de Caifás (Lc 22,61), después de su triple negación. Jesús se lo había dicho, pero Pedro no quiso creerlo. Estaba completamente seguro de sí mismo, seguro de la amistad que le unía a Jesús.

Jesús había tenido amigos que le habían abandonado (Jn 6,66). Había sido muy duro... Pedro se había quedado (Jn 6,67- 69). Sentía en torno a Jesús una gran hostilidad, y eso aumentaba su coraje, su fuerza, su amistad. Se acordaba de lo que había dicho en la cena de despedida (Jn 13,37). Cuando a Jesús se le miraba con buenos ojos, cuando era bien recibido por la muchedumbre, era fácil decir: "Yo daré por ti la vida". Pero después se había convertido en un prisionero, en un hombre del que todos se burlaban y al que iban a condenar a muerte. Y Pedro tuvo miedo de ser detenido; temió por su vida. Y le negó las tres veces que Jesús le había anunciado.

Ahora están allí los dos, Jesús y Pedro, con la experiencia de tres años de amistad, con sus momentos buenos y malos. Teniendo detrás de sí ese acontecimiento inesperado: la muerte de Jesús en la cruz; y ese otro suceso aún más insospechado: su presencia de resucitado al lado de Pedro. "Al tercer día resucitaré" (Mt 16,21; 17,23; 20,19). Pedro lo recuerda. Se lo había anunciado a todos. Pero ninguno había hecho caso; ninguno había creído tal cosa. Sin embargo, todo había sucedido como él les había profetizado. Y Jesús pregunta a Pedro: "¿Me amas?" Es el amigo que quiere saber; quiere estar seguro, como si tuviese necesidad de su apoyo, de su amistad, de su fidelidad; como si quisiera asegurarse de poder contar con él para siempre.

Y Pedro responde: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Conoce su debilidad y no se enorgullece ahora de su amor ni de su lealtad hacia Jesús. El, que conoce su corazón, sabe que lo ama de verdad.

Tres veces la pregunta de Jesús, como tres veces le había negado. Pedro no puede afirmar nada después de lo que ha sucedido. Aunque ahora declare ser su amigo, quizá vuelva a negarle otra vez. Y Pedro mide su debilidad, se da cuenta de sus limitaciones, de su radical pobreza. A pesar de todo, quiere a Jesús, porque es su amigo, porque es todo para él. No puede explicarlo, pero es así. Y se remite al conocimiento que Jesús tiene de él; él puede juzgar de la veracidad de sus palabras.

A este hombre que conoce ahora su valía, a este amigo que le ha negado, Jesús le va a confiar la dirección de su propia misión: extender el amor por el mundo.

"Apacienta mis corderos..., pastorea mis ovejas". Jesús le confía lo que más quiere en el mundo, porque Pedro ha hablado esta vez no únicamente por sí mismo, sino por y con el Espíritu que está en él. Jesús le pide que el amor que le tiene a él lo demuestre en la entrega sin límites a los demás. El Pedro de la espada y de la violencia, el Pedro de las disputas y de las ambiciones por el primer puesto, tenía que morir para convertirse en el Pedro del amor, de la renuncia y de la entrega a los hermanos.

"Apacentar", "pastorear", es conducir a los miembros de la comunidad a la vida según el Espíritu de Jesús; es velar por su fe y promoverla; es alimentar el amor, la unidad, la pobreza, la libertad, la justicia; es ser signo de alegría, de esperanza, de lucha por el mundo nuevo; es animar a una experiencia interior más que a un oficio: la gozosa experiencia del amor de Dios derramado en el corazón de los hombres.

6. Pedro ya puede seguirle hasta el martirio

Jesús anuncia a Pedro su muerte cruenta con una imagen tomada del medio ambiente. Los orientales usaban vestidos muy amplios y acostumbraban a recogerlos con un cíngulo para poder caminar largas distancias o trabajar, que es lo que hizo Pedro al echarse al mar para ir al encuentro de Jesús. Un joven podía hacerlo con facilidad; un hombre mayor, no. Si Pedro quería seguir a Jesús empuñando su propio cayado, tenía que hacerlo por su mismo camino de amor, de servicio, de olvido total de sí mismo hasta la muerte. El resultado sería el mismo que había obtenido Jesús.

Después que le hizo este vaticinio, añadió: "Sígueme". Sólo ahora que sabe y acepta el precio de ser discípulo podrá seguir a Jesús hasta el final. Jesús, repetidamente, durante sus breves años de predicación por Palestina, hizo esta invitación a seguirle a hombres del pueblo. Ahora, resucitado, se la hace a Pedro. Y es porque su llamada no se dirige sólo a aquellos que le conocieron durante su vida física, sino también a nosotros, a los cristianos de todas las épocas y lugares. Jesús pasa constantemente a nuestro lado para invitarnos a seguirle, a vivir la verdadera vida humana. Y espera nuestra respuesta.

Pero es importante que comprendamos bien qué significa seguir a Jesús; que entendamos qué exige. Para ello es necesario que aceptemos que Jesús es el Señor. Ser "Señor" significa que Jesús es nuestra única norma, nuestra única ley, nuestro único camino, verdad y vida. Significa que de él no podemos discrepar, aunque nos cueste. Significa tener la certeza de que él siempre tiene razón. Podemos querer mucho a una persona, estar de acuerdo con sus planteamientos..., pero ello nunca nos llevará a obedecerla ciegamente. Con Jesús es distinto: seguirle es confiar incondicionalmente en él, es saber decir "amén" a su palabra, a su voluntad. Aunque estemos muy lejos de serle fiel, de vivir como él espera de nosotros, de entenderle... Decir "Jesús es Señor" es creer que la vida está llena de sentido.

Si es el amor lo que transforma al hombre en discípulo de Jesús, es solamente el amor de los cristianos lo que permitirá que "la red no se rompa", que la unidad sea posible. Desde este texto, ¿cómo entender y creer en una Iglesia poderosa? Es necesario que los cristianos ahondemos en estas pocas líneas y hagamos una clara opción por la Iglesia del amor y de los pobres, de la paz, de la no violencia activa... No existe otra manera de unir a los hombres que ésta. ¿Es el amor el que mueve a los cristianos? ¿Es el amor el que rige las relaciones entre los miembros de las comunidades? ¿Es el amor lo que está por debajo de nuestras instituciones, cánones, ritos y costumbres?... Es la pregunta que Jesús resucitado plantea a nuestras comunidades. No nos demos prisa en responder...

7. El futuro de Juan

Una vez más entra en escena el apóstol y evangelista Juan junto a Pedro, que al ver "que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto quería" le preguntó a Jesús: "Señor, y éste, ¿qué?" Pedro, que había comprendido que Jesús había aludido a su muerte, se interesó por el futuro de su amigo Juan.

Jesús no le contesta directamente. La invitación que le ha hecho es para él. Pedro debe seguirle hasta la muerte y no debe meterse en los planes del Padre para su compañero. Las palabras de Jesús sobre el futuro de Juan corrieron deformadas entre los cristianos, hasta el punto de afirmar que Jesús le había prometido que él volvería antes de su muerte. Los primeros cristianos esperaban la segunda venida de Jesús como algo inminente, por lo que creían que, aunque muchos muriesen, algunos otros vivirían hasta el regreso del Señor. Se interpretó que Juan era uno de ellos.

Entre tanto, había muerto Juan. Y ante su muerte se sintió la necesidad de aclarar las ambiguas palabras de Jesús. Hacer esta rectificación fue la razón principal de añadir estos versículos al evangelio después del fallecimiento del apóstol, muerto en edad muy avanzada.

"Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito: y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero". Es el segundo colofón o epílogo de este evangelio, redactado, sin duda, por un grupo de discípulos de Juan, quizá en Efeso. Testifican que el evangelio que publican está escrito por el menor de los hijos de Zebedeo y ellos saben la verdad de su testimonio.

Dar testimonio es declarar que realmente se ha presenciado un hecho o se tiene la experiencia directa de algo ocurrido. Dar testimonio de Jesús no consiste simplemente en relatar una historia pasada, sino en transmitir la vivencia de una experiencia personal. Cada comunidad puede comunicarlo así a los demás siempre de primera mano. Esta es la obra del Espíritu. Pero la experiencia es intransferible. El testimonio sólo puede invitarnos al encuentro personal con Jesús, que producirá en nosotros una experiencia semejante si aceptamos su Espíritu y practicamos su amor.

Jesús no es una figura del pasado; sigue presente entre sus seguidores como centro de donde brota la vida de su comunidad, capacitándola para entregarse como él al servicio de la humanidad hasta la muerte. No basta para llegar a ser discípulo suyo la mera reconstrucción histórica de su actividad y enseñanza, si por ello se entiende hacer la crónica de su vida. El hecho cristiano arranca ciertamente del personaje histórico Jesús, que murió condenado en la cruz por las autoridades religiosas y políticas de su tiempo; pero su verdadera dimensión histórica se expresa en la capacidad transformadora de aquel acontecimiento. Aceptando el testimonio de aquellos que han experimentado su acción transformadora se puede llegar, por el encuentro personal con él, a la misma experiencia. "Muchas otras cosas hizo Jesús..." Termina el cuarto evangelio afirmando que lo escrito es sólo una muestra de las muchas cosas que hizo Jesús, una muestra de su fecunda y prodigiosa obra. No es preciso saber todo lo que hizo; lo que verdaderamente importa es penetrar en su significado. Para conocer a Jesús no hace falta tanto la plena información histórica como llegar a su interior, a las profundas razones de su vivir, y comprender su significado esencial, conocer su incidencia sobre el hombre y su vida, su alternativa de vida plena y para siempre.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4 PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 367-375


18.

«Es el Señor»

Esta es la gran palabra, el mejor anuncio que hoy se proclama, el evangelio que nosotros tenemos que repetir. Nuestra misión es descubrir la presencia del Señor, poder decir a la gente: «Pero, ¿no te das cuenta? ¡Si es el Señor! ¡Si él está aquí! ¡Si se nota que trabaja con nosotros!».

«Aquella noche no cogieron nada»

Un grupo de discípulos se había reunido de nuevo en el lago de Galilea. Miraban aquellas aguas, aquellos paisajes, aquellas ocupaciones. Y se pusieron a pescar. Pero añoraban también, y más que todo, otra realidad. Añoraban terriblemente la presencia de Jesús, el Maestro, el Amigo. Aquellos lugares, sin Jesús, se notaban vacíos; sin la palabra de Jesús, se mostraban opacos y tristes. Aquellas faenas de la pesca, sin Jesús, les aburrían y les fatigaban.

Y más aquella noche, en que todo les salía al revés. Un fracaso. ¡Cómo se acordarían de la primera vez que encontraron al Nazareno y les dijo: «Bogad mar adentro y echad vuestras redes para pescar». Y por aquella palabra las redes casi se rompían y las barcas «casi se hundían» por la cantidad de peces que pescaron (cfr. Lc 5. 4-7). Hay que destacar el sentido de impotencia y de fracaso. Hay tres pinceladas oscuras que se conjuntan:

-- El mar, símbolo bíblico de dificultad y de muerte.

-- La noche, en la que todo se hace más triste y temeroso, símbolo del mal.

-- El vacío, la inutilidad del esfuerzo humano, el fracaso total de la propia iniciativa.

«Estaba amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla"

Una vez más, Jesús se les hace presente, y su presencia todo lo va a cambiar. No es que Jesús se presentara cuando amanecía, sino que amanecía cuando Jesús se presentaba. Siempre que Jesús se presenta, amanece. Aquellos discípulos, cansados y fracasados, escuchan una palabra y empiezan a ver una luz. No distinguen muy bien, pero algo les enciende el corazón. Amanecía para ellos.

La mejor pesca

Fiados en la palabra de un desconocido que se atreve a darles lecciones de pesca, echaron de nuevo la red «y no tenían fuerzas para sacarla por la multitud de peces». Y de nuevo se produjo el milagro, no el de los peces, sino el de la fe. Surge el chispazo en el más joven: «Es el Señor», y ya ninguno dudaba. Era la luz. Dicen que habían pescado ciento cincuenta y tres peces grandes. Buena redada. Pero el pez mejor y más grande no le contaron. Ese no le pescaron ellos, sino que se les regaló a ellos. Estaba preparado sobre unas brasas, juntamente con el pan. Ese pez que se ofrece en comida se llama Cristo. Aquel que los primeros cristianos dibujaban para confesar su fe: (ICHTHYS: Jesús es el Cristo, Hijo de Dios, Salvador); aquel que se multiplicaba en sus divinas manos para saciar a los hambrientos; aquel que cogió Tobías en la orilla del río y le sirvió de alimento y medicina contra toda clase de cegueras y posesiones diabólicas; aquel «pez grandísimo, puro, que cogió del manantial la virgen casta» y lo presentaba como manjar exquisito (Abercio); aquel que se ofrecía para «ser comido con avidez, teniéndolo en las manos, y que era dulce como la miel» (Pectorio).

Sin duda, la mejor pesca que hicieron aquellos discípulos no fue la de los ciento cincuenta y tres peces grandes, sino la experiencia de Cristo resucitado.

"¡Es el Señor!"

Sólo el que ama y el que tiene una fe despierta es capaz de descubrirlo. No siempre es fácil. Los ropajes con los que aparece el Señor son, a veces, desconcertantes:

--Vas de camino con el compañero. Juntos comentáis los sucesos del día o de la semana. El te hace descubrir matices nuevos. Ya no te sientes tan derrotista y te parece que vale la pena seguir luchando, que las cosas pueden arreglarse, que el fracaso no fue tanto, que de todo se pueden sacar buenas lecciones. Después de despediros (quizá tomasteis una caña juntos). tú te das cuenta y piensas: «Pero mira que fui tonto, si él era el Señor».

--Tienes en casa a un anciano muy difícil o a una persona deficiente que no se vale para nada. Hay que hacérselo todo. Hay días que no puedes más y protestas. Hay días que te cansas y te aburres y te entristeces. Hay días que se pone insoportable y lloras de pena y de rabia. Pero rezas, pides la luz y la fuerza que te faltan. Y abres el evangelio, que te habla de cómo Cristo prolonga su pasión en los enfermos. Y entonces te das cuenta: "¡Pero si es el Señor!". Y todo cambia.

¿De dónde venían las palabras?

--Un grupo de creyentes comprometidos revisaba el trabajo del año. Tú tenías que orientar y animar su oración y reflexiones, pero no sabías cómo hacerlo. Te sentías pequeño e ignorante. Después empezó la charla, y hablas, hablas, sin saber de dónde te venían las palabras. Y todos compartían y se sentían entusiasmados. Y se recogió mucho fruto, como si de una buena redada de peces se tratara. Y al final te diste cuenta: «Pero si no era yo el que hablaba». «¡Si era el Señor!».

¿Sólo vivir?

--Los esposos languidecían porque su amor no daba fruto. Podían vivir tranquilos, cómoda y confortablemente. Pero no querían sólo vivir; querían también dar vida. Al fin, consiguieron la adopción de una niña, física y psíquicamente arruinada. Y empezaron a cultivar aquella plantita con el abono de su cariño y sus servicios. Y la niña empezó a crecer, empezó a vivir. Y se hizo grande, hermosa y cariñosa. Uno a otro se decían: «Pero ¿no te das cuenta?" "¡Si es el Señor!".

Enfermo del SIDA

--El joven alocado se había marchado de casa. Se hizo drogadicto y vivió en esclavitud. Al cabo de unos años de tragedia para él y su familia, cayó enfermo de SIDA. Cuando ya se vio perdido, recapacitó, entró en sí, volvió a la casa de sus padres. Y todos le acogieron y le rodearon de ternura. También la novia, que hasta el final le amaba y le esperaba. Con esta medicina del amor y del perdón, aquel sidoso no se desesperaba. Llevó con paciencia extraordinaria la enfermedad implacable. Cuando estaba en el lecho del dolor, la madre y la novia se dieron cuenta: «¡Si se parece a Jesucristo!». La novia quiso casarse con él antes de morir. «¡Era el Señor!».

¿Nos damos cuenta?

Y así podríamos seguir contando experiencias de encuentro. Se dan constantemente, si abrimos bien los ojos. El Señor se hace presente en cualquier momento: en la oración, en la eucaristía, en cualquiera de los sacramentos, en la palabra, en el dolor, en la alegría. Se hace presente en cualquier persona: en el amigo, en aquel que pasó junto a ti y te hizo bien, en el pobre y el extranjero, en la comunidad y la familia, y también en los que mandan, en la jerarquía. Se hace presente en cualquier lugar: en la playa, en la montaña, en el hogar, en la escuela y en la fábrica, y en el camino, siempre en el camino. La pena es que tantas, tantas veces, ni nos enteramos, no nos damos cuenta de que es el Señor.

CARITAS
UN DIOS PARA TU HERMANO
CUARESMA Y PASCUA 1992
Págs. 206-209


19.

1. Comunidad abierta y servicial

La liturgia de hoy es sumamente generosa en sus textos, ya que tanto Lucas como Juan nos dan importantes y variados elementos para la reflexión. Nosotros, teniendo en cuenta el breve tiempo de que disponemos y el encuadre general ideológico de este tiempo litúrgico, vamos a ceñirnos solamente a algunos temas que consideramos de mayor interés. Si en el domingo pasado veíamos cómo la pascua representó el nacimiento de la comunidad y su compromiso en favor de los oprimidos por la muerte, los textos de hoy parecen querer subrayar la universalidad de la tarea evangelizadora de la comunidad, al mismo tiempo que su carácter público y popular.

El capítulo 21 del Evangelio de Juan -que en realidad es un apéndice que posteriormente fue agregado a la redacción original del evangelio- tiene dos mensajes claramente expuestos en su minuciosa redacción.

En el primero, el texto nos muestra a un grupo de apóstoles y discípulos que, después de la resurrección, parecían no tener ideas muy claras sobre lo que tenían que hacer en orden al evangelio, pues habían vuelto a su antigua profesión de pescadores, aun cuando ya habían sido llamados para «la pesca de hombres», de acuerdo con la narración del capítulo quinto de Lucas, narración que parece servir de modelo a este apéndice de Juan. Fue así como a la madrugada, cuando sus ánimos estaban vencidos por el desaliento ante una pesca infructuosa, "alguien" les gritó desde la orilla indicándoles el lugar donde seguramente encontrarían peces. Así lo hicieron con el resultado que ya conocemos: 153 peces... Entonces se le iluminaron los ojos al discípulo, Juan, quien descubrió en aquel signo la evidencia de la presencia del Señor resucitado. Después, en tierra, Jesús los sorprende con su «señal» inconfundible: la comida fraterna con reminiscencias eucarísticas.

¿Qué significa aquella pesca milagrosa?

Se trata, en primer lugar, de la ratificación que hace Jesús del sentido evangelizador de la comunidad cristiana. Hay que lanzar las redes en nombre de Jesús, confiando en su palabra aun cuando las circunstancias del tiempo de los hombres parezcan abogar por lo contrario. Y no hay que temer que se rompa la red -temor que existía antes de la resurrección, según el texto de Lucas- porque la nueva comunidad surgida de la pascua tiene en sí la capacidad del Espíritu para abarcar en su seno a toda la humanidad que está esperando la palabra de esperanza de Cristo resucitado.

Según los antiguos, eran 153 las especies de peces que existían en los mares; al mismo tiempo, 153 era una cifra cabalística que representaba la totalidad de la totalidad. Así, los 153 peces simbolizan la totalidad de los hombres llamados a recibir el mensaje evangelizador.

Decíamos el domingo pasado que Jesús obligó a su comunidad a abrir las puertas y las ventanas de la casa porque su mensaje de salvación no podía quedar encerrado entre cuatro paredes. El evangelio de hoy es más claro aún: toda la humanidad debe llegar a ser la gran casa en la que viva una nueva humanidad regenerada por la fe en Cristo resucitado.

En otras oportunidades hemos reflexionado acerca del alcance y sentido de esta universalidad; hoy debe bastarnos el tomar conciencia de esta característica de la nueva comunidad surgida de la Pascua: su total apertura a todos los hombres sin distinción de raza, color, condición social, credo o sexo. En el segundo punto de la reflexión de hoy volveremos sobre este tema.

El segundo mensaje del texto joánico sale inmediatamente al encuentro de la tentación de convertir el universalismo de la fe en una forma de poder y dominio sobre los hombres. El simbolismo se desplaza ahora de los peces al rebaño de ovejas y corderos. También se acentúa el carácter institucional de la comunidad, que deberá ser regida por Pedro en nombre del Señor Jesús.

Jesús le exige a la piedra de su comunidad una triple confesión de amor, como si con ellos reparara la triple negación de aquella no lejana noche cuando las tinieblas se apoderaron de Jesús. El viejo Pedro, el Pedro de la espada y la violencia, el Pedro de las ambiciones y las disputas por el primer puesto, tenía que morir ahora para convertirse en el Pedro del amor, de la renuncia y de la entrega por sus hermanos. Se le otorga la primacía, pero con la clara promesa de una muerte cruenta, como buen pastor, por la vida de los suyos. Si quería seguir a Jesús empuñando su mismo cayado, no podía sino hacerlo a través del mismo camino del Maestro: amor, generosidad, servicio fraterno y oblación total de sí mismo.

Todo esto es más que suficiente para que no entendamos la pesca universal como una conquista guerrera ni como forma alguna de poder sobre los hombres. Si es el amor lo que transforma al hombre en discípulo de Jesús, es solamente el amor de los cristianos y de los pastores en particular lo que permitirá que la red no se rompa... ¡Y cuántas veces a lo largo de la historia la red humana, la comunicación universal entre pueblos y razas, se vio rota por miles de sutiles formas de odio, opresión y violencia más o menos patente o solapada! Y por desgracia, ¡con qué frecuencia se usó y se usa el nombre de Dios o de Jesús para dar rienda suelta a las pasiones más viles y proclamar regímenes de vida que atentan directamente contra la dignidad humana!

En un momento histórico en que el mundo bulle, entremezclando idealismos salvadores con viejas pasiones o deseos revanchistas, es importante que los cristianos volvamos la mirada a estas pocas líneas del evangelio para que hagamos una opción clara por un evangelio de amor, paz y no violencia. No existe otra manera de unir a los hombres que ésta; quien piense lo contrario es muy libre de hacerlo. Pero si opta por Jesucristo, debe, como Pedro, renunciar a toda forma de ambición, poder y violencia, para abrazar limpiamente el nuevo camino que Jesús le propone.

Y no solamente esto es válido en las relaciones de la Iglesia con los no cristianos, sino y en primer lugar, en las relaciones internas de la comunidad eclesial. Año tras año Jesús les recuerda a los pastores de la Iglesia que en su corazón está latente la tentación de Pedro; y año tras año toda la comunidad debe madurar en una relación mucho más igualitaria, fraterna y cordial. La pregunta de Jesús, «Pedro, ¿me amas?», debiera ser la pregunta que hoy la comunidad haga a sus pastores y éstos a sus comunidades. ¿Es el amor lo que mueve a los párrocos, a los obispos, al Papa? ¿Es el amor lo que rige las relaciones dentro de las comunidades religiosas? ¿Es el amor lo que está por debajo de nuestras instituciones, cánones, ritos y costumbres?

Esta es la pregunta que el Señor resucitado le plantea a su comunidad. Quizá sea importante que no nos demos prisa en responder; quizá, como Pedro, debamos recordar ciertas cosas recientes o pasadas para que nuestra respuesta valga más como una promesa que como una afirmación.

2. La obligación de evangelizar

Para comprender mejor el texto de los Hechos de los Apóstoles (primera lectura) debemos situarlo en su contexto. Poco tiempo después que los apóstoles se pusieron a evangelizar en Jerusalén, los jefes judíos los hicieron encarcelar a todos, molestos tanto por la acusación de que ellos habían dado muerte a Jesús, como temerosos de que la nueva doctrina suscitase la rebelión contra Roma y provocase un desastre nacional. Pero esa misma noche el ángel del Señor los liberó y los envió al templo para «anunciar a todo el pueblo el mensaje de la vida». Así lo hicieron y allí fueron nuevamente apresados por la guardia del templo. Fue entonces cuando el sumo sacerdote les recordó la prohibición de predicar el nombre de Jesús, urgiéndolos al mismo tiempo a que dejaran de hacerlos responsables de la crucifixión.

La respuesta que le da Pedro en nombre de todos es una auténtica postura programática.

Señalamos dos elementos importantes:

El primero: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres". No siempre los criterios humanos coinciden con los criterios de Dios, y puestos ante la disyuntiva, parece clara cuál debe ser la postura de un hombre de fe. Lo difícil, naturalmente, es saber cuál es el criterio de Dios, no sea que transformemos en palabra divina lo que no es más que una íntima e inconsciente aspiración nuestra. Así lo entendió Gamaliel, eminente miembro del Sanedrín y maestro de Pablo, cuando hizo salir a los apóstoles de la sala y les aconsejó a los suyos que no tomaran por ahora iniciativa alguna, ya que «si esta idea u obra es de los hombres se destruirá sola, pero si viene de Dios, no podréis destruirla... Tened cuidado, no sea que estéis luchando contra Dios».

Aunque parezca contradictorio, tanto los apóstoles como sus oponentes judíos pretendían obrar en nombre de Dios, y evidentemente Dios no podía querer dos cosas opuestas entre sí. ¿Qué hacer, entonces? La única salida viable era purificar el corazón e intentar descubrir los signos a través de los cuales Dios se manifestaba.

Para los apóstoles, la resurrección de Jesús y su victoria sobre la muerte era el signo claro de la presencia divina en lo que estaban haciendo. Allí donde la vida vence a la muerte, allí está Dios seguramente. Allí donde el hombre es llamado a regenerarse a sí mismo y a cambiar las estructuras de opresión, allí está Dios, como se desprende del breve discurso de Pedro.

Gamaliel, por su parte, nos da otro criterio interesante: no apresurarnos a censurar cualquier idea nueva que ponga en tela de juicio nuestra manera de pensar o hacer, pues los caminos de Dios son misteriosos y no es el efecto inmediato ni el rápido triunfo el mejor signo de su presencia.

Por nuestra parte, queremos subrayar nuevamente que en la frase de Pedro se vuelve a afirmar el carácter universal de la evangelización y, al mismo tiempo, su carácter público y oficial. El evangelio no es una doctrina para un pequeño grupo de iniciados ni es la filosofía de una minoría selecta. Es -como lo recordó el ángel- el anuncio del mensaje de la vida a todo el pueblo (He 5,20). Pero es, al mismo tiempo, una toma de postura ante el poder oficial; una denuncia clara de la necesidad de instaurar en el mundo un nuevo sistema de liberación y de justicia para toda la humanidad. Por eso Pedro no se arredra ante la amenaza y proclama el evangelio delante de las autoridades judías, como hará más tarde Pablo ante las autoridades romanas.

El segundo: El mensaje cristiano se centra en el "evangelio" o buena noticia, cuyo núcleo central -llamado técnicamente kerygma- es puesto en labios de Pedro por Lucas. Cuando afirmamos que la acción de los cristianos y de la Iglesia en general no debe temer enfrentarse aun con el poder constituido, queremos referirnos a su tarea específica de evangelizar, pues, con excesiva frecuencia, otros son los móviles que nos llevan a dichos enfrentamientos.

Es esto y solamente esto lo que Dios quiere de los apóstoles y de sus sucesores, como asimismo de toda la comunidad cristiana: que se extienda por el mundo la acción del evangelio, considerado como buena noticia de la salvación de toda la humanidad. Por obediencia, Pedro desobedece a los hombres y sigue anunciando al pueblo «la vida», hermosa palabra que sintetiza perfectamente el contenido del evangelio de Jesucristo. Vida como oposición a toda forma de muerte -como veíamos el domingo pasado-, y vida como plenitud de una existencia humana que tiene derecho a ser más y mejor día a día. Por eso, siempre que esté en juego la vida del pueblo: la del cuerpo y la del espíritu, la vida psíquica y la cultural, la vida de los grandes valores y sentimientos más nobles del hombre..., los cristianos no podemos quedarnos mudos ni impotentes, sea por miedo, como por las amenazas o por cualquier otro tipo de intimidación física o moral. En esto radica la obediencia cristiana a Dios, Dios de vida y de amor, Dios de justicia y de paz.

¡Qué pena y qué tristeza cuando en nombre de esa obediencia no hacemos más que defender oscuros intereses, llegando a hacernos aliados de aquellos que oprimen al hombre con «la mala noticia» de la muerte, de la humillación y de la privación de los más elementales derechos!

Vemos, pues, que este tercer domingo de pascua se nos presenta cargado de tensos mensajes en una hora histórica en que urgen las claras definiciones y las posturas valientes. Demasiadas cosas están hoy en juego en el mundo como para que los cristianos destilemos resentimientos de vacuos triunfalismos o para que continuemos celebrando una eucaristía tras otra como si hoy la Pascua no significara nada.

Por tanto, bien podemos concluir hoy con la hermosa frase de Pedro, gozoso de anunciar al mundo el mensaje liberador de Cristo: "Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen".

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 222 ss.


20.

Esta pregunta que el resucitado dirige a Pedro nos recuerda a todos los que nos decimos creyentes que la vitalidad de la fe no es un asunto de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo.

Es el amor lo que permite a Pedro entrar en una relación viva con Cristo resucitado y lo que nos puede introducir también a nosotros en el misterio cristiano. El que no ama, apenas puede «entender» algo acerca de la fe cristiana.

No hemos de olvidar que el amor brota en nosotros cuando comenzamos a abrirnos a otra persona en una actitud de confianza y entrega que va siempre más allá de razones, pruebas y demostraciones. De alguna manera, amar es siempre «aventurarse» en el otro. Así sucede también en la fe cristiana. Yo tengo razones que me invitan a creer en Jesucristo. Pero si le amo, no es en último término por los datos que me facilitan los investigadores ni por las explicaciones que me ofrecen los teólogos, sino porque él despierta en mí una confianza radical en su persona.

Pero hay algo más. Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca. De alguna manera, toda nuestra vida queda tocada y transformada por esa persona, por su vida y su misterio.

La fe cristiana es «una experiencia de amor». Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que «aceptar verdades» acerca de él. Creemos realmente cuando experimentamos que él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar, nuestro querer y todo nuestro vivir. Un teólogo tan poco sospechoso de frivolidades como K. Rahner no duda en afirmar que sólo podemos creer en Jesucristo «en el supuesto de que queramos amarle y tengamos valor para abrazarle».

Este amor a Jesucristo no reprime ni destruye nuestro amor a las personas. Al contrario, es justamente el que puede darle su verdadera hondura, liberándolo de la mediocridad y la mentira. Cuando se vive en comunión con Cristo es más fácil descubrir que eso que llamamos tantas veces «amor» no es sino el «egoísmo sensato y calculador» de quien sabe comportarse hábilmente sin arriesgarse nunca a amar con desinterés a nadie.

La experiencia del amor a Cristo podría darnos fuerzas para liberar nuestra existencia de tanta sensatez fría y calculadora, para amar incluso sin esperar siempre alguna ganancia, para renunciar al menos alguna vez a pequeñas y mezquinas ventajas en favor de otro. Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del resucitado: «Tú, ¿me amas?»

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 45 s.


21. PEDRO/J-MIRADA 

«Tú eres aceptado»

El pasado día 28 de abril fallecían dos de los más grandes artistas del siglo XX: el pintor británico Francis Bacon -descendiente del filósofo inglés del mismo nombre- y el músico francés Olivier Messiaen. El contraste entre ambos es impresionante.

El pintor, que había nacido en Irlanda, confesaba que no tenía sentimientos religiosos, a pesar de su interés en reproducir la crucifixión de Cristo. Sus cuadros reflejan una intensa angustia existencial. Había dicho de sí mismo: «Quiero morir como nací: sin nada... Espero seguir pintando todo el tiempo que me quede entre el juego y la bebida: es decir hasta que me caiga muerto". Ha caído muerto en Madrid. Expresaba así su visión del arte: «Me gustaría que en mis cuadros pareciese como si por ellos hubiese pasado el ser humano, como un caracol, dejando el rastro de la presencia humana..., como un caracol dejando su baba».

La huella de O. Messiaen es totalmente distinta: era un hombre profundamente religioso, que admiraba el canto de los pájaros y los colores: «No sirvo para cantar el dolor, como los otros músicos. Sólo sé explicar mi fe con los colores y la alegría... Hablo de la fe a las gentes que no la tienen, de pájaros a gentes que no los aman, de ritmos sonoros a gentes que no los comprenden y de colores sonoros a gentes que no ven nada». No es extraño que el anciano organista de la iglesia parisina de la Trinidad haya legado una ópera dedicada a Francisco de Asís, que C. Halffter califica como «cátedra del misticismo del siglo XX». El contraste entre estas dos personalidades nos puede servir de marco para la interpretación de las lecturas de hoy.

En la contemplación de las figuras de la resurrección de Jesús, que hacemos estos domingos, el evangelio de hoy y el relato de los Hechos de los apóstoles nos presentan la figura de Pedro. Su presencia en los evangelios es continua. Podemos decir que es el segundo protagonista de los cuatro relatos de la vida de Jesús.

Como puntos culminantes de su trayectoria hay que citar aquel bendito momento en que Jesús se le quedó mirando, le llamó y le dijo que se comenzaba a llamar Pedro. Forma parte de los tres discípulos predilectos testigos de la transfiguración, de la resurrección de la hija de Jairo y de la agonía de Getsemaní. Un momento fundamental de su vida será aquel, en Cesarea de Filipo, cuando responderá a la pregunta del maestro: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?", con su gran confesión de fe: "Tú eres el mesías, el hijo del Dios vivo".

Otro momento básico de su vida será en la cercanía de la pasión: el que había alardeado de no negar al maestro, aunque lo hiciesen los otros discípulos, tendrá que escuchar el canto del gallo después de haberle negado hasta tres veces. Y aquí hay otro momento fundamental en la trayectoria de Pedro; de nuevo sintió sobre sí la mirada de Jesús: «Y saliendo fuera, lloró amargamente».

Pedro vuelve a ocupar un lugar muy importante en las apariciones del Resucitado. El texto de la primera Carta a los corintios, considerado como el primer credo cristiano, al enumerar a los testigos de la resurrección, cita en primer lugar el nombre de Pedro. Está presente en varias de las apariciones del Resucitado, después de haber acompañado a Juan en su carrera al sepulcro, cuando el discípulo amado, al ver las vendas extendidas por el suelo, "vio y creyó". Cuando los discípulos de Emaús vuelven gozosos a Jerusalén, sin importarles que el día iba ya de caída, los otros discípulos les dirán que «era verdad: ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Pedro». Finalmente, en el relato evangélico de hoy, Pedro está nuevamente en el centro.

Pedro es una figura atractiva dentro del grupo de aquellos, en su mayoría pescadores, que dejaron un día las redes y siguieron al maestro. Era un hombre cordial, emotivo, apasionado, fiel discípulo de aquel Señor que le había mirado un día a los ojos y le había llamado. Es el hombre espontáneo, que manifiesta sus sentimientos con fuerza en el lavatorio de pies: «¿Lavarme tú los pies? Jamás». Pero si ello significa que no va a tener nada que ver con Jesús dirá enseguida: «Señor, no sólo los pies, también las manos y la cabeza». Y, como suele suceder en los hombres de fuertes sentimientos, se derrumba cuando le van preguntando si era discípulo de Jesús. Y el valiente se vuelve cobarde, el presuntuoso tartamudea ante una simple criada.

Cada uno de nosotros tiene mucho de aquel Pedro... Incluso podría decirse que nuestro talante español, tan dado a los grandes entusiasmos y los solemnes propósitos de vida, se siente especialmente cercano al hijo de Juan. Los evangelios subrayan dos miradas de Jesús sobre Pedro: después de la primera, Pedro dejó todo y siguió a Jesús; después de la segunda, Pedro «salió afuera y lloró amargamente» .

Ahí sin duda comenzó el cambio del corazón de Pedro. No lo dice el evangelio, pero es claro que siguió confiando en el perdón del maestro. Es lo que no hizo Judas, que no fue capaz de creer que Jesús le seguía llamando amigo. Y la nueva actitud de Pedro, más humilde y menos presuntuosa, eclosiona en el pasaje de hoy. Jesús le tiende una trampa cariñosa: «¿Me amas más que estos?». Y Pedro ya no se compara con nadie; su respuesta es ahora sencilla, brotando de lo mejor de su corazón: «Tú sabes que te amo... Tú sabes que te quiero». Y, finalmente, entristecido ante la tercera pregunta: «Señor, tú sabes todo. Tú sabes que te quiero». Tú conoces mi negación, mi cobardía, mis sentimientos... Tú sabes que, desde la verdad de mi ser, a pesar de todo, te quiero.

La historia de Pedro es nuestra propia historia. Tantos compromisos, tantos propósitos de vivir de acuerdo con nuestra fe, incluso estableciendo comparaciones con los otros. Y tantas veces también, nuestras negaciones, nuestras huidas, nuestros fracasos... ojalá sintamos siempre que, a pesar de todo, el Señor nos sigue mirando con cariño: ojalá lloremos amargamente y, sobre todo, ojalá podamos seguir diciendo, porque nos sentimos como mecidos por la mirada de amor y de comprensión del maestro: «Señor, tú sabes todo. Tú sabes que yo te quiero».

«Al que poco se le perdona, poco ama», había dicho Jesús a la mujer pecadora pública. El camino del perdón. del reconocimiento de mi pecado, es camino para crecer en el amor. San Ignacio pide al ejercitante en las meditaciones de la resurrección «mirar el oficio de consolar que Cristo nuestro Señor trae, y comparando cómo unos amigos suelen consolar a otros». En nuestra trayectoria religiosa necesitamos en lo hondo esa confianza básica de sentirnos acogidos, desde la realidad inevitable de nuestra vida hecha de luces y sombras, por alguien que nos quiere, que nos comprende, que sigue creyendo en nosotros y nos anima a seguir adelante.

Esta es la impresionante experiencia de la gracia de la que hablaba Paul Tillich: "Tú eres aceptado. Tú eres aceptado por alguien que es más grande que tú... Acepta simplemente el hecho de que eres aceptado. Cuando esto nos ocurre, experimentamos lo que es la gracia. Después de semejante experiencia, tal vez no seamos mejores que antes, ni creamos más que antes. Pero todo ha quedado trasformado. En ese momento, la gracia triunfa sobre el pecado, y la reconciliación supera el abismo de la alienación». Es desde esa experiencia de aceptación, desde la que podemos afirmar, desde la hondura y la verdad de nuestro ser: «Señor, tú sabes todo. Tú sabes que te amo».

No somos quiénes para juzgar el interior de F. Bacon y O. Messiaen. Pero creo que son como dos símbolos vitales. Por una parte, la actitud del que no es capaz de asumir la turbiedad de su corazón y sentir que es aceptado por alguien mayor que uno mismo; del que se acaba convirtiendo en un caracol arrastrando pesadamente el peso de su ser y dejando una baba de angustia y de desesperanza.

Por otra, la del que se siente inmerso en la gracia de Dios, en la presencia consoladora del Resucitado, y es capaz de oír en la vida. a pesar de sus fracasos, el canto de los pájaros, los colores de la primavera, el reflejo de la presencia cálida del Resucitado... Es lo que hizo Pedro.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 152 ss.

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