36 HOMILÍAS PARA LA NAVIDAD
MISA DEL DÍA
(1-9)

 

1. Jn/PROLOGO

La Palabra se hace carne y acampa entre nosotros. ¿Qué quiere decir esto? Que Dios se hace hombre, como uno de nosotros, que Jesús es el rostro de Dios, el lugar de Dios para el hombre.

Así la pregunta por Dios, del hombre de hoy y de todos los tiempos, se concreta y se aclara de forma definitiva. La pregunta por Dios es la pregunta por Jesús. Ciertamente esto es una cosa de fe y de revelación, algo que sobrepasa la razón y la búsqueda meramente humana, pero que tampoco las descalifica.

La revelación definitiva de Dios, el verdadero rostro de Dios es Jesús, la persona de Jesús. Las palabras de Jesús son palabras de Dios, las actitudes de Jesús son actitudes de Dios. Para el cristiano Dios es Jesús.

Voy a recoger unos cuantos rasgos de Jesús, rasgos de Dios, unos cuantos, ya que algo completo exigiría un estudio más detenido de la persona de Jesús, cosa que no cabe aquí y es tarea de más largo alcance.

1)El Dios del Evangelio no es algo indefinido y lejano, sino algo personal y cercano. Es alguien, una persona. Es Jesús el hermano que acoge y el padre que perdona, como el de la parábola del hijo pródigo. La respuesta a este Dios hermano y padre es la fe y la confianza.

2)Dios es amor, dice la Biblia, un amor que es entrega hasta la muerte, por el hombre. Todo lo que dice y hace Jesús tiene este sentido. Un amor que es respeto a la libertad del hombre y perdón. El perdón es un signo de Dios.

3)El Dios de Jesús es un Dios que salva, que libera. Es el Dios del Éxodo y de los profetas y que se hace presencia viva en la sinagoga de Nazaret cuando se anuncia la llegada del Reino de Dios y la Buena Noticia, porque los pobres y los pequeños son liberados de la esclavitud y de la opresión.

4)Un Dios de futuro y de esperanza más que de pasado. Un Dios que más que "existir", "viene". Nunca atrapado, ni por el tiempo ni por el espacio, ni por la idea ni por el poder. Siempre novedad y horizonte escatológico, el Otro.

5)Un Dios que se hace hombre, que apuesta por el hombre, encarnado, metido en la historia, que está a nuestro lado y pelea con nosotros contra las fuerzas del mal. Un Dios fiel y presente. Comprometido por el hombre y muy especialmente por los pobres y pequeños.

6)Un Dios débil, que sufre y muere como uno de nosotros, solidario con nuestros dolores.

Y una cosa hay que tener bien clara en la pregunta o búsqueda de Dios. Jesús es el rostro de Dios, no Juan. Este es sólo el precursor, el que pone en la pista de Dios, pero él no es el camino, ni la vida, ni la luz, no es el rostro ni el lugar de Dios. Tampoco la Iglesia, ni el papa, ni los obispos, ni los curas, ni los cristianos. Todo lo más son precursores como Juan, o intermediarios, o testigos como el evangelista, que ha contemplado su gloria y lo transmite para que se propague la luz y se extienda la vida.

A Dios nadie lo ha visto jamás. Se nos pone en guardia para que no caigamos en trampas. Sólo Jesús es el verdadero rostro de Dios.

Creer o no creer en Dios, si es de verdad, es algo que marca una vida. Pero también es algo que marca nuestro modo de ser, el tener una idea u otra de Dios. No es lo mismo creer en un Dios omnipotente, lejano, autoritario y justiciero, que en un Dios padre, amor, cercano y misericordioso. No es lo mismo el Dios de Jesús que el de cierta teodicea, y esto repercute en el modo de entender cosas tan decisivas como es la vida, la autoridad, la educación y la comunidad eclesial.

DABAR 1981, 8


2. Jn/01/01-18.TRES REVELACIONES: 

"Al principio". A Juan le gusta esta palabra bíblica. Comienzo de su evangelio: "Al principio". Comienzo de su carta: "lo que existía desde el principio".

Dios no tiene principio, es principio que eternamente mana nueva vida. El nombre que le reveló a Moisés puede traducirse de este modo: "Yo soy el que seré" (Ex 3, 14). MUNDO/4-MAÑANAS: Es el Dios de los principios, el Dios de las cuatro mañanas del mundo: mañana de la creación, mañana de la encarnación, mañana de la resurrección y mañana de la parusía, principio de vida eterna, mañana eternizada.

Antes de todos nuestros principios, "la palabra se dirigía a Dios". Es la primera revelación de este prólogo en el que Juan nos hace escuchar los grandes temas de su evangelio, como si fuera la obertura de una gran ópera. El único no es el solitario, el "célibe de los mundos". Dios es un misterio de amor. El prólogo comienza por "el Verbo se dirigía a Dios" y acaba por "el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, nos lo ha explicado". Hablándonos de su filiación divina, es como Jesús nos hará vislumbrar el misterio del Dios único: ese Dios es Trinidad.

La segunda revelación se refiere a nosotros: "A los que lo recibieron, los hizo capaces de ser hijos de Dios".

¿Qué son los hombres para que Dios piense en hacer de ellos sus hijos? Y para ello llegará a realizar algo increíble, imposible de imaginar. Nuestros hermanos monoteístas, los judíos y los musulmanes, rechazan con horror esta revelación, que por otra parte hace sonreír a nuestros hermanos no creyentes: "La palabra se hizo carne". Dios se ha hecho hombre.

El Verbo había estado siempre presente entre los hombres. "Era su vida y su luz; estuvo en el mundo, pero el mundo no lo conoció".

El Padre, el Hijo y el Espíritu decidieron otra presencia: el Hijo de Dios vino a vivir nuestra vida haciéndose hombre como nosotros. Jesús dirá: "Quien me ve, ve al Padre". El que sabe mirar a Jesús, ve "la gloria que tiene de su Padre".

El sol del prólogo resulta demasiado esplendoroso; hace daño fijar la mirada en sus tres revelaciones: Dios es Trinidad, quiere hacer de nosotros hijos suyos y, para divinizarnos, él mismo se hizo uno de nosotros. Necesitamos todo el Evangelio y toda una serie de numerosas meditaciones para que pasen finalmente a nuestra sangre estas tres verdades de la fe cristiana.

Es algo tan difícil que muchos rechazan la idea de que Jesús de Nazaret pudiera ser el Hijo de Dios, Dios encarnado, Dios que aceptó nuestra carne, nuestra lenta formación, nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestra muerte. Ya en el prólogo las tinieblas luchan contra la luz: "La Luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la han comprendido..., los suyos no la recibieron".

Nosotros, que hemos recibido la palabra, tenemos que ser reveladores de la misma a los ojos de los demás. No tanto mediante discusiones teológicas como por el testimonio de lo que vivimos con el Padre, el Hijo y el Espíritu. Creer en la divinidad de JC es tener en él una confianza tan grande y un deseo de amar tanto como él, que los que traten con nosotros acaben sintiéndose intrigados y quizás atraídos: "¡Tú casi lograrás convertirme a tu Dios!". De este modo podríamos ser en parte un reflejo del "sol" aprovechando todo lo posible nuestras citas con el Cristo de Juan, permaneciendo a menudo, durante largos ratos, bajo el sol del prólogo: "Dios se ha hecho hombre, plantó su tienda entre nosotros y hemos visto su gloria".

N.B.Para decir que Dios vino a "plantar su tienda" entre nosotros, Juan utiliza el verbo griego "skénoó". Los iniciados se sentían así invitados a pensar en la "Sekiná" judía, la presencia divina en el templo y en el pueblo. JC es ahora nuestra "Sekiná", la morada de Dios entre nosotros, su presencia en cada uno de nosotros, en la iglesia y en el mundo.

ANDRE SEVE
EL EVANG. DE LOS DOMINGOS
EDIT. VERBO DIVINO ESTELLA 1984.Pág. 185


3. 

*"EN EL PRINCIPIO YA EXISTÍA LA PALABRA". En el regocijo y alborozo, tópico y tradicional de las navidades, celebramos los cristianos el nacimiento de Jesús, Dios y hombre. "Dios y hombre" es una frase que hemos aprendido desde niños en el catecismo y que repetimos con frecuencia en el credo, sin que muchas veces nos demos cuenta de lo que decimos creer. Porque en esas escuetas palabras expresamos el misterio fundamental del cristianismo.

Somos cristianos porque creemos que Jesús, el hijo de María, es el Cristo, el Hijo de Dios, la Palabra de Dios que se hace carne y acampa entre nosotros, en nuestro mundo y en nuestra historia.

Así lo reconoció ya la primitiva comunidad cristiana, que lo formuló hermosamente en un himno, que ha recogido Juan en el prólogo de su evangelio y que hemos escuchado todos en esta mañana de Navidad.

En el principio, dice Juan, ya existía la palabra y la Palabra era Dios. Ese principio, que apunta el evangelista es el mismo principio que subraya el Génesis, el principio de todo, el momento en que Dios creó el cielo y la tierra. Porque la Palabra es Dios. Nosotros solemos distinguir entre el pensamiento y su expresión, entre la palabra pensada y la palabra pronunciada. Con este símil Juan intenta expresar el misterio de la encarnación: la Palabra de Dios, que ya existía desde un principio, se pronuncia y toma carne en un momento de la historia. Y así Jesús, el niño que nace en Belén de la Virgen María, es la Palabra pronunciada de Dios, la manifestación y revelación de Dios a los hombres. Jesús diría más adelante a uno de sus discípulos: "Felipe, el que me ve a mí, ve al Padre". Y san Pablo, que reconoce la revelación de Dios por medio de los profetas, reconoce también que ahora, en Jesús y por Jesús, Dios se ha revelado definitivamente.

*"Y LA PALABRA SE HIZO CARNE Y ACAMPO ENTRE NOSOTROS": A diferencia de la palabra humana, que no es más que un sonido o un garabato escrito, la Palabra de Dios es el mismo Dios, revelado, manifestado y puesto a nuestro alcance en este niño que nace en Belén. Porque la Palabra de Dios se ha hecho carne. Jesucristo no es un fantasma o una ficción retórica, sino un hombre de verdad, de carne y hueso. No es un mito de la religión, no es una leyenda piadosa, sino realidad tremenda, desafiante y provocadora para la fe. Si creemos así, creeremos que el nacimiento de Jesús es la epifanía de Dios. En Jesús y por Jesús Dios sale al encuentro del hombre. En Jesús y por Jesús Dios no es un ser abstracto y lejano, sino que es Dios con nosotros, en medio de nuestro mundo, inserto en nuestra historia, que ya no podemos distorsionar.

Jesús es la manifestación de Dios. De modo que no sólo sus palabras, sino también sus acciones y su vida entera, recogida por los testigos en el evangelio, son palabras de Dios, como asentimos al final de las lecturas de la Biblia. De ahí la radical importancia de escuchar, leer y acoger el evangelio.

Pero, a diferencia de las palabras de los hombres (que decimos y no hacemos frecuentemente), la Palabra de Dios es eficaz, hace lo que dice. ¿Recordáis las primeras páginas del Génesis? El autor repite varias veces: "Y dijo Dios: hágase... y se hizo". Por eso el nacimiento de Jesús culmina la plenitud de los tiempos y señala el cumplimiento de la promesa de Dios, que es promesa de salvación para los hombres. En el nacimiento de Jesús Dios pone su tienda en el campamento de la humanidad, haciéndose solidario del empeño humano de construir la fraternidad universal. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo deviene el punto de mira que nos orienta y conduce a Dios. Jesús unirá indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo, de modo que ya no serán -para los creyentes- sino dos caras de la misma moneda.

*NOS "DA EL PODER SER HIJOS DE DIOS": El nacimiento de Jesús significa el encuentro de Dios con los hombres, pero significa también el encuentro del hombre -de todos los hombres- con Dios.

Al venir Dios a este mundo abre definitivamente el camino de los hombres a Dios. De esta suerte se nos da la posibilidad de alcanzar la suprema aspiración del hombre: ser como Dios. Pues dice Juan que a cuantos lo recibieron les dio el poder ser hijos de Dios, no por obra de la raza, sangre o nación, menos aún por dinero o por títulos nobiliarios, sino por la fe: si creen en su nombre.

Tenemos razón cuando, quizá sin saberlo damos por supuesto que la vida de Dios es el ideal de vida humana (¡viven como Dios!, decimos, para señalar lo que nos parece un modo de vivir envidiable), pero erramos brutalmente al aplicar a Dios lo que no es más que un modo de vida egoísta e insolidario. Los que viven bien, los que pensamos que viven bien, viven frecuentemente a costa de otros y a espaldas de todos. En Dios la vida es todo lo contrario. El modo de vida de Dios, que se nos ha revelado en Jesús, consiste en vivir no a costa de nadie, sino en favor de todos y para todos, desviviéndose por cualquiera y solidarizándose con los pobres, con los marginados, con los despreciados, con los pecadores. En Jesús y por Jesús, los hombres, hijos todos de Dios, debemos aprender a vivir como en familia, como una gran familia.

Hoy es navidad, si escuchamos la palabra de Dios, el evangelio. Hoy es navidad si acogemos a los hermanos. Hoy es navidad si nos empeñamos ya en sacar a flote la fraternidad de todos los hombres y de todos los pueblos.

EUCARISTÍA 1986, 61


4.

EL DON DE DIOS:

La liturgia de la misa de Navidad comienza entonando una letra de Isaías que dice: "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado". Y estas palabras, que nos introducen en el gozo de la fiesta, sirven también sin duda para interpretar su misterio. La Navidad aparece así, de pronto, como un don de Dios, el mayor de todos porque nos da a su propio Hijo.

En la oración colecta se dice que Jesús, el Hijo que nos ha sido dado, ha querido compartir con nosotros la condición humana, y, más adelante, en la oración después de la comunión, se afirma que "nos ha nacido el Salvador para comunicarnos la vida divina". Navidad: el Hijo de Dios toma nuestra vida para darnos la suya.

El nacimiento de Jesús en Belén significa que Dios está de nuestra parte. Queremos decir que ya no es un Dios lejano y frente a nosotros para juzgarnos, sino el Dios-con-nosotros y en favor nuestro: el Emmanuel. En Jesucristo y por Jesucristo ha hecho suya la causa del hombre, ha empeñado su palabra en la salvación del mundo.

LA PALABRA DE DIOS: Todo cuanto los hombres podamos imaginar o decir acerca de Dios por nuestra cuenta no significa nada, no vale nada. Porque a Dios nadie lo ha visto nunca y es inaccesible a todas las especulaciones humanas, de manera que sólo podemos conocerlo si El nos habla y nos dice quién es y qué quiere ser para los hombres. A diferencia de la religión o la filosofía, que pretenden escalar el cielo y sorprender a Dios en su misterio, el evangelio es la buena noticia de que Dios ha querido bajar a la tierra para sorprendernos a todos con su palabra. Jesucristo es la Palabra de Dios hecha carne, la Palabra y la presencia de Dios en el mundo, la revelación de Dios. Ahora podemos conocerlo. Por medio de esta Palabra, que confunde a los sabios y llena de gozo a los humildes. Dios se comunica a los creyentes. Cuantos reciben esa Palabra reciben al mismo Dios y son hijos de Dios, entran así por la fe en el ámbito de una solidaridad y de una convivencia divina que es pura gracia y no depende en absoluto de los vínculos de la carne y de la sangre.

RELACIONES-HUMANAS: CONVIVENCIA CRISTIANA, CONVIVENCIA HUMANA: La comunión con Dios en Jesucristo nos advierte que debemos configurar nuestras relaciones humanas según el modelo de nuestras relaciones con Dios. Porque a veces parece que la vida consiste en comprar y vender, el hablar de esto y de aquello, y no alcanzamos a ver que la salsa de la vida, la gracia y la misma felicidad, es dar y recibir y hablarse con todos. De modo que lo que llevamos entre manos y entre lenguas no tiene sentido alguno si no es un pretexto para el amor y el encuentro de las personas. Si queremos humanizar la convivencia, habrá que descubrir de nuevo la importancia del don y la palabra.

Y tendremos que aprender a ser generosos para dar y recibir por encima de la justicia; sí, también a recibir por encima de la justicia. Porque esto es un modo de ser generosos con uno mismo y con el que nos da lo que no podemos merecer. Superemos los esquemas y las reglas del mercado y de la propaganda. Hagamos de la palabra algo más que un código para almacenar y expender información útil, hagamos de ella comunión y encuentro personal.

Dejémonos sorprender a los otros con nuestro amor en la vida cotidiana. Porque todo esto es Navidad: si Dios nos ha dado a su Hijo y nos ha dirigido la Palabra, si se ha acercado a todos nosotros y nos ha sorprendido con su amor, también nosotros debemos acercarnos los unos a los otros no para traficar, sino para convivir fraternalmente.

RESUMIENDO: Navidad es el adviento de Dios que se aproxima a los hombres con su don y su palabra, con el regalo de su Hijo. Por eso debemos acercarnos los unos a los otros y convertir las relaciones mercantiles y de simple justicia en relaciones personales y de amor fraterno.

EUCARISTÍA 1977, 61


5. J/RECHAZO

-"Que Dios le ampare".

Esto es lo que le dijimos a Dios cuando vino a su casa. Se lo dijimos el mesonero de Belén, los vecinos de Belén y todos nosotros, los vecinos del mundo. Porque el vino a "su casa". No es el cielo la única casa de Dios. La casa del Dios-Hombre, del Dios encarnado es la nuestra; la casa de los hombres: nuestro mundo.

Aquel Niño que llegó en la Nochebuena venía a "su casa". "Y no le recibimos". Es curioso el que sigamos celebrando todos los años con el mayor regocijo, satisfacción y hasta con emoción y ternura, este día en que Dios vino a su casa... y no le recibimos. Ni el mesonero de Belén ni los vecinos de Belén, desde luego.

Pero ellos no fueron los únicos ni los más significativos de este rechazo. Cuando Juan, en su prólogo, dice que "no le recibimos", no está hablando de las puertas de Belén: está hablando de las puertas de todas nuestras casas, de las puertas de todas nuestras ciudades, de las puertas de toda nuestra historia humana, de las puertas, sobre todo, de nuestro espíritu, que es adonde El quería venir a vivir.

"Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a fijar en él nuestra morada" (Juan 14,23). Pero no le hemos querido recibir en casa. No nos hemos puesto a pensar mucho en este aspecto de la Navidad: en nuestro portazo dado a Dios. Nos lo tiene que decir Juan en una de las páginas más inspiradas del Nuevo Testamento, en una página que la Iglesia nos hace leer y meditar en este día de Navidad. En un Dios que se queda en el frío escuchando el estallido de una puerta que le hemos cerrado a pocos centímetros de su frente.

Cuando Dios vino a su casa.... No nos hemos puesto a pensar que es algo así como si un hijo volviera a su casa después de una larga ausencia de estudios o trabajos, y sus padres le dieran con la puerta en las narices.

Que es como si un esposo regresara de una larga travesía, y su esposa y sus hijos le dijeran "que no le conocían" (Juan 1, 10). Que es como ese niño pequeñito vuestro que volviera de la escuela a casita por la tarde, y vosotros le cerrarais la puerta. Trágico y absurdo... pero verdadero.

El Dios que vino a su casa en la tarde de Nochebuena era un niño. Era "nuestro Niño": de nuestra familia, de nuestra casa, de nuestra sangre. El que tuviera que buscarse un corral para nacer, el que tuvieran que recostarle en un comedero de animales no es sólo una anécdota; es un símbolo de nuestro rechazo de todos los días.

Es lo que va a pasar cuando el Hijo del Amo de la viña vaya a visitar su viña, y los viñadores le agarren y le maten. Lo que pasará el día que llegue a su pueblo a predicar en la sinagoga, cuando sus vecinos y amigos de niñez le arrastren para despeñarlo por el precipicio. Lo que ocurrirá cuando entre en su ciudad santa un Domingo de Ramos, para no salir de allí sino entre los gritos de todo un pueblo que le lleva a la muerte. Todas estas cosas han pasado "cuando Dios ha venido a su casa". Desde la primera vez que fue la noche de Navidad. Esta noche que nosotros celebraremos con comidas, canciones, abrazos y recuerdos. Una noche en la que nosotros dejamos a Dios en aquella sucia cuadra, sin invitarle a nuestro turrón, a nuestro champán, a nuestras serpentinas, a nuestros cantares.

No pretendemos aguaros la fiesta. Si lo recordamos es porque nos lo dice, precisamente en este día, el Evangelio de San Juan y la liturgia de la Iglesia.

No pretendemos entristeceros porque, a pesar de todo esto y, quizá paradójicamente, por esto mismo. Navidad es nuestra fiesta más alentadora y enternecedora.

Porque es una alegría que este Niño al que le hemos dado con la puerta en las narices, no se haya marchado para siempre, sino que haya seguido queriendo volver a nuestra casa.

Porque ese Niño no tiene rabietas: porque es un Dios que no se enfada tan pronto: porque ha vuelto a llamar y volverá a llamar a nuestra casa.

Alegría, porque Navidad es la fiesta que nos recuerda que El sigue viniendo y llamando a nuestra casa y, el día que queramos, entrará para quedarse con nosotros. Es verdad que Navidad es el día en que dejamos al Niño fuera, en el establo y el pesebre de los animales. Pero ese establo y ese pesebre están cerca.

Y el Niño volverá a llamar. Un día le dejaremos entrar. Nos daremos cuenta, por fin, de que nuestra casa era su casa. Entonces será mas Navidad que nunca.

P. M IRAOLAGOITIA
EL MENSAJERO


6.

-LA MEJOR NOTICIA.

¿Ha habido otra noticia mejor en toda la historia? Hemos escuchado cómo el profeta Isaías exclamaba: qué feliz el mensajero que desde el monte puede gritar la gran nueva: Dios consuela a su pueblo, Dios es rey...

Hoy los cristianos de todo el mundo saben muy bien por qué se alegran y qué es lo que celebran: Dios se ha hecho hombre. Ha querido nacer como uno de nuestra familia. Por muy angustiados que estemos, por preocupados que nos tengan las mil dificultades de la vida, hemos escuchado con gozo el mensaje del profeta:

Romped a cantar a coro,
ruinas de Jerusalén.

El Señor que quiere haceros partícipes de su victoria.

-DIOS NOS DIRIGE SU PALABRA. Dios no es un ser lejano. Es un Dios que habla, y su Palabra es entrañablemente cercana. Se ha hecho un niño y ha nacido en Belén. Antes, durante siglos, había hablado por medio de profetas o había enviado ángeles como mensajeros. Pero ahora nos ha hablado de otra manera: nos ha enviado a su Hijo. Y el Hijo es superior a todos los profetas y a los ángeles.

Es lo que nos ha dicho el autor de la carta a los Hebreos. Y es también lo que llena de entusiasmo a San Juan, en el prólogo de su evangelio, la solemne página que acabamos de escuchar:

la Palabra estaba junto a Dios,
la Palabra era Dios,
y la Palabra se hizo hombre,
y acampó entre nosotros...

La Palabra, ya lo sabemos, se llama Cristo Jesús: el Hijo de Dios, que desde la primera Navidad es también hijo de los hombres. Dios nos ha dirigido su Palabra. Si entre nosotros puede tener tanta trascendencia el dirigirnos o no la palabra unos a otros, si nuestra palabra de amistad, de interés o de amor, puede significar tanto, ¿qué será esa Palabra de Dios, su propio Hijo, que ha querido hacerse uno de nuestra raza y está para siempre entre nosotros? No. No es un Dios mudo, el nuestro. No es un Dios lejano, displicente, amenazador. Es un Dios que nos habla, y su Palabra se llama de una vez por todas, Jesús. Y desde entonces siempre es Navidad, porque siempre está esa Palabra de Dios dirigida vitalmente a nosotros, en señal de amistad y de alianza.

Ese es el Misterio que hoy celebramos. Y que nos llena de alegría. Una Palabra hecha persona, que es el Hijo mismo de Dios, y que nos asegura que a nosotros también nos acepta como hijos.

-VINO A SU CASA Y LE ACOGIERON. Alegrémonos, hermanos. Y acojamos a ese Niño, que es Hijo de Dios y Hermano nuestro. Que no se pueda decir de nosotros lo que Juan ha dicho de los judíos: al mundo vino y el mundo no le conoció, vino a su casa y los suyos no le recibieron.

Desde el momento en que estamos aquí, celebrando la Eucaristía de Navidad, es que sabemos apreciar el gesto de Dios y hemos reconocido al Mesías, Jesús, lleno de gracia y de verdad.

Por este Salvador que nos ha nacido, el mundo tiene esperanza. El futuro se presenta más prometedor. Porque El es para siempre, y sin retractación posible, Dios-con-nosotros.

-LA EUCARISTÍA. La Eucaristía de hoy la celebraremos con una gratitud especial. El que nació de la Virgen María en la primera Navidad, se hace hoy para nosotros Pan y Vino, para fortalecernos en nuestro camino.

No estamos celebrando una fecha, o un aniversario, o una doctrina. Estamos celebrando a una Persona que vive, que está presente: El Hijo, el Hermano, el Salvador. Es el Dios que se ha hecho hombre para hacernos a nosotros partícipes de la vida de Dios.

Es el Hijo que se ha hecho hombre para dar a los hombres la alegría de saber que Dios les acepta como hijos.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1978, 23


7.

¿Quién es Dios? De las muchas imágenes de Dios que a lo Largo de la historia del hombre se han propuesto como auténticas, ¿cuál es la que corresponde al ser de Dios? ¿Cómo es Dios realmente? ¿Amable, severo, comprensivo, implacable, amo, justiciero, cercano, lejano, misericordioso, cruel, liberador...? A lo largo de la historia muchos han sido los que han hablado de Dios; muchos los dioses de los que han hablado. Pero la pregunta continúa exigiendo una respuesta clara, convincente, definitiva. ¿Dónde te podrá encontrar esa respuesta?

NADIE LO HA VISTO...

No. "A Dios nadie lo ha visto jamás". Ni Moisés, ni los profetas, ni los sabios de Israel. Tampoco los filósofos, ni los sacerdotes de ninguna de las religiones de la tierra. Por eso las imágenes de Dios que esos hombres presentan son incompletas y, por tanto, parcialmente falsas. Entonces... ¿cómo encontrar a Dios? ¿Cómo reconocer al Dios verdadero? Por supuesto, Dios no juega con nosotros al escondite ni a las adivinanzas. Dios se manifiesta siempre tal cual es; pero el hombre es tan pequeño que nunca podrá comprenderlo del todo. Y cuando habla de Dios, siempre habla del pedazo de Dios que él ha podido conocer. O -y esto ya es peor- del dios que a él le interesa. Y eso que quien debía haber hecho presente a Dios en el mundo era el hombre mismo, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-28; véase también Sal 8). Pero el ser humano escogió otro papel (Gn 3,5-6).

LA LUZ Y LA TINIEBLA

El hombre quiso ser como Dios, y entonces se construyó la imagen de Dios que a él más le convenía. Y así, desde el principio han sido impuestas a la humanidad imágenes de Dios que favorecían los intereses de quienes se habían endiosado. ¿Que interesaba justificar el poder? Pues un Dios a imagen y semejanza de los poderosos y, además, justificador de su poder. ¿Qué había que justificar la pena de muerte? Pues un Dios que aniquila a sus adversarios. ¿Que hacía falta justificar la propiedad privada? Pues un Dios que hace ricos a unos y pobres a otros, según le parece oportuno. ¿Que era necesario mantener tranquilo al pueblo? Pues un Dios caprichoso que manda más males que bienes, y ante el que hay que estar agradecido, a veces, resignado casi siempre, esperando que no se acuerde demasiado de nosotros. Esta es la tiniebla que quiso, y no pudo, apagar la luz. Pero la luz brilló en medio de la tiniebla para que los hombres pudieran, finalmente, ver claro: "...esa luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la ha apagado".

LA EXPLICACIÓN

"Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios. Ella, al principio, se dirigía a Dios... Así que la Palabra se hizo hombre, acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria -la gloria que un hijo único recibe de su padre-, plenitud de amor y lealtad".

La Palabra, el proyecto que Dios tenía para la humanidad desde el principio; la Palabra, que siempre existió en constante diálogo con Dios, se hizo carne, se hizo presente entre los hombres en un hombre: Jesús de Nazaret. El, que hablaba de un Dios que no convenía a los poderosos de su tiempo (ni a los de ningún tiempo), sufrió por eso el rechazo del sistema ("... el mundo no la reconoció") y el de los suyos ("Vino a su casa, pero los suyos no la acogieron"), fue considerado hereje y peligroso para la seguridad nacional, marginado y perseguido; pero en su amor, fiel hasta la muerte, brilló la gloria de Dios. Así fue la explicación: "A la divinidad nadie la ha visto nunca; un Hijo único, Dios, el que está de cara al Padre, él ha sido la explicación". El, con su vida y con su muerte, nos ha mostrado el verdadero ser de Dios: amor leal. Pero esta explicación tiene una dificultad: no se entiende mientras no se practica "un amor que responda a su amor". ¡Qué sorpresa! La explicación de Dios es la realización de un proyecto de hombre: amor leal.

CAPACES DE HACERSE HIJOS DE DIOS

Sí. Realmente es una sorpresa: conocer a Dios haciéndose hombres. Alcanzar la máxima dignidad de personas humanas llegando a ser hijos de Dios. Y ambas cosas mediante una sola actividad: la práctica del amor fraterno. Este es el único camino cristiano para conocer de verdad a Dios: conocer a Jesús de Nazaret, reconocerlo como la luz que ilumina este mundo; realizar, como hizo él, el proyecto de hombre que en él Dios nos propone: un hombre que se sabe hermano de los hombres y que por ellos está dispuesto a dar la vida... con la fuerza del amor de Dios. He aquí la respuesta cristiana a la pregunta sobre Dios: desde el punto de vista cristiano, sólo Jesús nos lleva a Dios; con él, el hombre nos lleva a Dios. A través de los hermanos se llega al Padre.

De este modo, la comunidad cristiana se constituye en el lugar en el que Dios se hace presente en el mundo. Pero esta presencia no es algo jurídico (¿se atrevería alguien a atar a Dios mediante un vínculo jurídico humano?); es consecuencia, primero, del amor de Dios, y después, de la respuesta que a ese amor den los hombres, constituidos en la familia de los hijos de Dios: "... a cuantos la han aceptado, los ha hecho capaces de hacerse hijos de Dios". ¿Quién lo iba a decir? Sí. Se conoce a Dios construyendo una nueva humanidad, se le siente cerca viviendo según el estilo de esa humanidad nueva, se hace presente al Padre mostrando a los hombres que pueden ser hermanos... "con un amor que responde a su amor".

RAFAEL J. GARCIA AVILES
LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO A
EDIC. EL ALMENDRO CORDOBA 1989.Pág. 35ss.


8. AGUA/VINO.

Hace muchos años ya que en esta misma sección hablábamos del rito que la comunidad eucarística realiza cuando, al preparar la mesa, se mezcla el vino con agua. Se trata de un rito muy antiguo. Por el año 150 San Justino escribe: "Mutuamente nos saludamos con el beso cuando hemos terminado de orar. Después, se presenta el pan a quien preside a los hermanos y al mismo tiempo el cáliz del vino y del agua. Recibidas por él estas cosas, da alabanza y gloria al Padre de todos". Unos teólogos han visto en esta mezcla el símbolo de la unión entre las dos naturalezas de Cristo; la divina y la humana en una sola persona.

Otros teólogos interpretan el rito como un símbolo de nuestra incorporación a Cristo. Las palabras que se pronuncian, al acompañar el gesto de mezclar el agua y el vino, suponen ambas interpretaciones: "Concédenos por el misterio de este agua y vino que participemos de la divinidad de aquél que se digna participar de nuestra humanidad". Según esta oración, que ha pasado de la liturgia navideña al común de las celebraciones eucarísticas, al unirse Dios a los hombres en Cristo, pueden también los hombres unirse a Dios. Si el Hijo de Dios se hace hombre, es para que los hombres se hagan hijos de Dios. Tenemos aquí un resumen de todo el misterio de la salvación.

Dios que tan maravillosamente creó al hombre y lo revistió de alta dignidad se complace en llamarlo a su presencia para hacerlo hijo suyo. Dios quiere entrar en relación con nosotros, hacernos su familia. La iniciativa de este plan del amor de Dios a los hombres se va realizando a través de los siglos; el misterio escondido en el corazón del Padre se va haciendo operante en la historia de un pueblo, Israel, hasta que al fin el Hijo de Dios planta su tienda en medio de los hombres. El hijo de Dios es ya nuestro hermano, el "primogénito entre muchos hermanos": ahora, desde la encarnación del Hijo de Dios, "a todos cuantos le han recibido les da el poder para ser ellos mismos hijos de Dios, si creen en su nombre". Pablo nos anuncia esta elección de Dios mediante la que hemos sido llamados para ser sus hijos adoptivos. No se trata de una simple adopción jurídica, de un "como si fuera verdad".

Ciertamente que sólo Cristo, el Señor, es el Hijo de Dios en pleno sentido, igual al Padre, Dios como el Padre desde la eternidad, y nuestra afiliación no puede equipararse sin más a esta íntima relación de Cristo con el Padre. Pero sería inexacto creer que nosotros sólo podemos llegar a ser hijos de Dios en apariencia. Dios es poderoso para hacer lo que dice. Su palabra es eficaz, pues por ella crea todas las cosas: "Dios dijo, y la luz fue hecha. Y si él nos llama hijos, no lo somos únicamente de nombre, sino en realidad y de verdad". Por eso San Juan habla de un nacimiento de Dios: "Estos (los hijos de Dios) no han nacido de la sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios".

En estas fiestas de Navidad no celebramos tan sólo el nacimiento del Hijo de Dios en Belén. ¿O acaso sí...? Debiéramos celebrar igualmente nuestro nacimiento de Dios por la fe. Solamente así la Navidad sería para nosotros un acontecimiento de salvación. Y esto no es posible si no recibimos la palabra de Dios que se ha hecho carne y se proclama en medio de nosotros.

Nosotros somos hijos de Dios si creemos en Cristo. Pero una cosa es venir a la fe y otra, realizar todo el proyecto que la fe lleva consigo. Somos hijos de Dios y, sin embargo, es menester serlo cada día más, nacer continuamente de Dios. Es preciso crecer hasta llegar a la edad adulta, escuchar todo lo que Dios ha manifestado para los hombres en Cristo, traducir a nuestras obras toda la voluntad del Padre. La plenitud de la divinidad del Padre está en Cristo, en El se realiza plenamente su voluntad, todas sus promesas y todas sus bendiciones: es el Hijo. En Cristo, la Navidad es un acontecimiento plenamente realizado; "en él habita la plenitud de la divinidad corporalmente"; pero en nosotros la Navidad nunca es un hecho consumado, sino un continuo acontecer en la medida en que, imitando a Cristo, participamos cada vez más de su filiación hasta que se manifieste en nuestra carne la gloria de los hijos de Dios.

Ser hijos de Dios no es sólo motivo de gran gozo, sino también la posibilidad y la exigencia de una vida para todos los hombres.

Cristo es el hermano universal. Ser hijo de Dios es imitar a Cristo, el primogénito entre muchos hermanos; es, por lo tanto, vivir para los demás.

EUCA 1986, 2


9.

Un recién nacido, mensajero de Dios

Así es como nos presenta a Jesús el canto de entrada de la misa del día de Navidad: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el imperio y tendrá por nombre "Ángel del Gran Consejo" (Is 9,5).

La elección del Prólogo de san Juan no podía ser más acertada. El niño que ha nacido es el Verbo de Dios, la Palabra del Señor encarnada. Es lo que Juan Bautista anunciaba. Ahora que esta Palabra se ha encarnado, de un extremo al otro de la tierra se verá la salvación de nuestro Dios (Is 52, 7-10). Es el tema de la 1ª. lectura. Por su parte, la carta a los Hebreos nos muestra cómo Dios nos ha hablado en esta etapa final por su Hijo, su Enviado (Heb 1, 1-6).

De hecho, toda la liturgia de la Palabra de esta celebración del día de Navidad, está centrada en el mensaje de Dios, en el conocimiento de su plan de salvación que ha revelado en su Hijo. En adelante, el "misterio" será para nosotros no lo que no entendemos, sino al contrario lo que nos ha sido revelado del designio de salvación de Dios mediante su Hijo, el enviado (Col 1, 25-29). El niño que acaba de nacer es "el mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia que anuncia la salvación" (1ª. lectura). En este niño "el Señor ha dado a conocer la fuerza de su brazo ante todas las naciones, y de un confín al otro contemplarán la salvación de Dios".

La Iglesia medita esta sorprendente pero actual y maravillosa realidad, y canta su entusiasmo con el salmo 97:

Los confines de la tierra han contemplado

la salvación de nuestro Dios... El ha dado a conocer su salvación, a los ojos de las naciones ha revelado su justicia.

Es la conclusión de una larguísima historia. Llega de pronto a su punto culminante con el envío del Verbo, después de infructuosas tentativas de Dios por que nos aviniéramos a un diálogo. Indudablemente, Dios habló a nuestros padres a través de los profetas en formas fragmentarias y diversas; pero en estos últimos tiempos, en estos días en que estamos, nos ha hablado por medio de su Hijo... (Heb 1, 1-2). Y "estos días en que estamos" han de entenderse en estrecho y estricto sentido: ahora, para nosotros, hoy, a quienes celebramos la Navidad como un hoy que es una Pascua. No es poesía, no es una manera de hablar; desde ahora no habrá que extrañarse ya de esto:

Dios nos habla por medio de su Hijo y nos revela su plan de salvación.

-Reencontrar la Persona de Cristo

Navidad es, por lo tanto, algo completamente distinto de una fiesta de ternura y un poema de la niñez encantadora. Para el mundo y para nosotros es el reencuentro con la persona de Cristo, con todas las consecuencias concretas que ello supone. Es el final de una concepción mitológica de un Dios lejano que no tiene experiencia de nuestra vida; el final de un Dios tapa-agujeros a quien se recurre en los momentos difíciles de la vida; el final de un Dios-refugio que nos tranquiliza y pone término a nuestras perplejidades. Es un Dios, sí, pero es también un hombre que es lo que nosotros somos, excepto en el pecado. Desde muy pronto la Iglesia conoció las tendencias nestorianas que podrían hacer creer que Jesús es un hombre sólo, un hombre excepcional cuya sola presencia consagra las cosas humanas. Como consecuencia, el cristianismo consistiría no en transformar la vida humana en vida divina, sino en cambiar en divina la vida corriente. La humanidad salvada es una humanidad transformada en Cristo. El misterio de Cristo consagra la humanidad dejándola como está. En términos modernos, es lo que llamamos el "horizontalismo".

Basta con ver a Dios y lo sagrado en el vecino. La caridad, la sociabilidad es la salvación; no se ve por qué sería necesaria ninguna otra cosa, signos sacramentales, por ejemplo, sobre todo signos sacramentales que no coincidan exactamente con lo que hacemos en la vida normal. El ideal de la celebración eucarística sería, pues, la comida normal con una acentuación en el aspecto fraterno. Se llega a olvidar que la Cena jamás fue una comida normal, sino escogida por Cristo porque era ya banquete ritual de actualización de la Pascua y de la salida de la esclavitud.

En el lado opuesto está la doctrina de Eutiques: se tiende a negar la humanidad de Cristo para no ver en él más que a Dios y nosotros quedamos bajo el choque de esta presencia de Dios entre nosotros. Por ello, los signos sagrados, los sacramentos, deben estar lo más lejos posible de nosotros, han de revestir el esoterismo más perfecto; lo inaccesible es lo que les corresponde ya que se trata en ellos de un encuentro con Dios. En consecuencia, en la liturgia todo debe caer fuera de la vida normal: lenguaje incomprensible, ropas no usuales, gestos extraños y que no se pueden explicar, porque su extrañeza les es esencial. Y en esta línea, una concepción sobre la institución de los sacramentos entendida de la manera más estricta: los instituyó Cristo sin tener en cuenta un contexto humano, fuera de toda atención a la antropología y a la historia, pareciendo una herejía el pensar que Cristo pudiera utilizar formas preexistentes introduciendo en ellas un contenido nuevo, insertándose de este modo en la historia.

Ambas tendencias, muy antiguas, volvemos a encontrarlas siempre, incluso hoy día en muchos cristianos fervientes que apenas son conscientes de ellas. ¿No habrán comprendido aún la liturgia de Navidad? ¿No habrán oído nunca más que una teología conceptual de la persona de Cristo, sin haberles llegado jamás una teología expresada vitalmente en la liturgia?

Para san León, en su conocido primer sermón para el día de Navidad, el hecho de la Encarnación ha cambiado todo en la vida del hombre. La alegría de la fiesta tiene raíces profundas: el Señor ha venido a destruir el pecado y la muerte, no he encontrado a nadie entre los hombres que estuviera libre de falta, ha venido a liberar a todos. Que se alegre el santo, porque está próximo a recibir la victoria; que se alegre el pecador, puesto que se le invita al perdón; que se anime el pagano, porque se le llama a recibir la vida (León el Grande, Sermón 1 sobre la Natividad). Pero el pasaje más célebre es el siguiente: "Reconoce, cristiano, tu dignidad, y puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro". Este es el sermón que la Oración de las Horas nos hace leer en el día de Navidad.

Nuestro reencuentro con la persona de Cristo es transformante; no es encuentro psicológico, fruto de una oración; a partir de la Encarnación es encuentro sacramental, en la Iglesia y sus signos. Mediante ellos, hemos conocido a Dios visiblemente (Cf. prefacio I de Navidad).

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 2
NAVIDAD Y EPIFANIA
SAL TERRAE SANTANDER 1979.Pág. 61-64