33 HOMILÍAS MÁS PARA LA MISA DE LA NOCHE
(12-19)

12.

1. ¿Qué significa hoy Jesucristo?

La celebración de la fiesta popular cristiana más jubilosa, la Navidad, quizá no sea el marco más propicio para hacer serias reflexiones, dado nuestro natural estado de ánimo. Sin embargo, tampoco podemos ignorar que toda Navidad tiene cierto carácter decepcionante o frustratorio para un auténtico cristiano, con sólo ver cómo se celebra y con qué espíritu.

Por un lado, salta a la vista su rasgo folclórico o costumbrista, hasta el punto de que todas las capas sociales, sea cual fuere el grado de fe de las personas, celebran a su modo una festividad que hoy pudiera considerarse más social que religiosa. Si a esto le agregamos la comercialización de la Navidad, considerada como un punto cimero en lo que a posibilidad de ventas se refiere, con el consiguiente aumento de precios en unos y derroche de dinero en otros, nos encontramos con un panorama que no deja de causar tristeza con sólo echar una mirada a los textos evangélicos que aluden a una primera Navidad muy distinta.

Pero, a pesar de estas circunstancias negativas que, por otra parte, son hoy inevitables, pensamos que existen aún motivos más serios dignos de tenerse en cuenta en una breve y sincera reflexión, que no podemos omitir si no queremos, también nosotros, entrar en una variante de superficialidad.

Estos motivos saltan a la vista: nos referimos al significado que pueda tener en el mundo contemporáneo, concretamente en el de nuestro país, una festividad que hace referencia a una figura considerada como central en la historia humana, Jesucristo.

Efectivamente, en la época en que nació Jesús, existía en Palestina una profunda expectación acerca de un personaje, llamado popularmente el Mesías, que tendría relevante participación en la liberación del pueblo. El nacimiento del Mesías salvador tenía el carácter de acontecimiento decisivo para la historia, no solamente a un nivel puramente religioso, sino sobre todo por sus implicaciones políticas y sociales. Una nueva era se abriría a partir de su llegada, como queda claro por los textos de Isaías y otros profetas.

Los relatos evangélicos, a pesar de su sobriedad, dejan traslucir perfectamente el clima de ansiedad y violencia que se vivía en tiempos de Jesús, y que tendría por desenlace la revuelta contra los romanos tres décadas después de su muerte.

Entretanto los cristianos tenían su mirada fija en el advenimiento glorioso de Jesucristo como Señor y Juez universal, ya que se consideraba que con Jesús la historia humana llegaba a su culminación.

Sin embargo, pasando los años, tanto los judíos como los cristianos sufrieron una gran decepción: los primeros, porque su lucha liberadora terminó con la destrucción de Jerusalén y su aniquilación como pueblo; los segundos, porque la segunda venida del Señor se retrasaba más de la cuenta, con la consiguiente prolongación del tiempo de la Iglesia. Fue normal, entonces, que a la luz de estos acontecimientos se hiciera cada vez más candente la gran pregunta que daba sentido al cristianismo: ¿Qué significó la presencia de Jesús en el mundo? Los escritos del Nuevo Testamento son la respuesta a este interrogante; una respuesta capaz de ser comprendida en aquella época y por aquella gente, dada su mentalidad religiosa, su situación político-social, su conocimiento de la Biblia y de otras religiones de características similares al cristianismo, como el gnosticismo, el mitraísmo y otros cultos mistéricos.

Se acuñaron así los textos que nosotros escuchamos desde muy pequeños, más como una anécdota que como una interpretación de hechos, sin descubrir que esos textos, llenos de símbolos y referencias históricas, aluden a una tremenda preocupación que afectaba a los intereses más vitales de aquella comunidad.

Estos fueron los orígenes, no de la fiesta de Navidad que no surge hasta el siglo IV como una forma de contrarrestar al «Sol invicto» de los mitraístas, festejado en el solsticio de invierno, 25 de diciembre , sino del acontecimiento-Jesús, presencia de Dios en medio de los hombres, nacimiento de la luz y de la liberación humanas.

Durante estas cuatro semanas de Adviento hemos venido a reflexionar sobre lo mucho que implica este acontecimiento según los textos bíblicos, particularmente los del Nuevo Testamento.

Sin embargo, veinte siglos después las cosas han cambiado tanto, que no se resiste a la tentación de preguntarse si «todo aquello» puede tener alguna importancia hoy, en un mundo despreocupado por los problemas religiosos y que, francamente, no espera a ningún salvador que venga a resolverle sus situaciones de emergencia. Seguimos celebrando la Navidad, por la fuerza de la costumbre, pero puede suceder que el gran ausente sea precisamente el invitado de honor: Jesucristo.

En efecto, en un momento en que nuestro país, como tantos otros, se edifica con esquemas que no necesariamente suponen los religiosos ni específicamente los cristianos; en un momento en que el hombre valora su capacidad de decidir, de elegir, de crear y de hacer su vida sin que tenga que supeditarse a ninguna autoridad religiosa o moral externas a él..., ¿es Jesucristo un hermoso recuerdo del pasado histórico o tiene algo que decir y hacer en este hoy que vivimos? En otras palabras: ¿Qué puede representar esta Navidad del Señor a pocos días de iniciar un nuevo año?

2. La trascendencia histórica de Jesús

Sería ingenuo pensar que hoy podamos responder a los interrogantes que plantea Navidad. Aún más: pienso que esta fiesta está al principio del año litúrgico precisamente como un gran interrogante que debe ser dilucidado a lo largo de todo el año.

En efecto, ¿qué otro problema le preocupa al cristiano sino el de Jesucristo, centro y motivo de su fe? ¿Qué son las otras festividades religiosas -Pascua, Pentecostés, etcétera- sino el desentrañamiento de Navidad, su clarificación e interpretación? Tengamos en cuenta lo siguiente: tampoco los primeros cristianos, incluso los apóstoles, pudieron responder de inmediato al interrogante-Jesús; por el contrario, los libros del Nuevo Testamento son testigos de la larga marcha que el cristianismo tuvo que seguir hasta dar cierta respuesta que consideró más o menos válida; respuesta que sería ampliada por la teología y la experiencia de los cristianos a lo largo de los siglos.

Por todo ello, parece oportuno que, en este día al menos, nos planteemos las preguntas que Navidad nos sugiere, pues Navidad es esto y antes que nada: clavar en el corazón del hombre la inquietud por su propia identidad: Quién soy - quiénes somos.

El nacimiento de Jesús es, antes que otra cosa, un nacimiento. Por lo tanto, todavía no hay clarificación de ese ser que inicia su vida, ni menos hay desarrollo y final.

Navidad es el nacimiento de algo nuevo; si no fuera nuevo, no sería nacimiento... Navidad representa el nacimiento de la fe cristiana, de la comunidad cristiana, del evangelio cristiano (sobre todo en el episodio de los pastores). Pero, más allá de estos nacimientos, hay un hecho más primordial aún: nace Jesús.

Y cuando alguien nace en el mundo, surgen las típicas preguntas: ¿Quién es, cómo se llama, qué será de mayor, quiénes son sus padres...? Es posible que como cristianos debamos comenzar por aquí, por el a, b, c de nuestro cristianismo. ¿Conocemos a Jesucristo? ¿Fue un personaje real, histórico o inventado? ¿Son los evangelios narraciones verídicas que deben ser tomadas al pie de la letra, como una crónica documentada? ¿Hay ideologías o motivaciones subyacentes en los relatos del Nuevo Testamento?

Sin embargo, urge dar un paso más. Un personaje vale por el significado de su vida con relación a la historia humana; las anécdotas son pasajeras y hasta triviales. Lo que permanece es la trascendencia de esos actos en la historia.

Es ésta la perspectiva desde la que han sido escritos los relatos del nacimiento de Jesús. Más allá de las circunstancias del nacimiento del niño, estaba el significado de este niño para el mundo. Los relatos de Lucas y Mateo responden a ese problema. Sin olvidar la realidad de su presencia física entre los judíos, a los cristianos les preocupaba si esa presencia tenía «algo» que decir al resto de la humanidad, a los hombres de todos los tiempos.

Y es ésta la perspectiva desde la que los cristianos del siglo veinte debemos mirar el acontecimiento-Jesús.

La tarea no es fácil, pues Jesús, a lo largo de veinte siglos, ha sido enriquecido o distorsionado, amputado o anquilosado, dogmatizado o popularizado, etc., hasta el punto de que se nos hace difícil dilucidar la primera de las cuestiones: Quién es Jesús...

J/QUIEN-ES: Para unos, fue y debe seguir siendo, el promotor de una nueva religión; para otros, un reformador social; para otros, la garantía de cierto orden de moralidad. Quiénes lo relegan al terreno del espíritu, desconectado de los problemas político-sociales; quiénes lo miran como Dios; quiénes como un compañero de ruta; para unos es un sabio que inspiró una nueva forma de vida; para otros, el punto de vista de Dios sobre los problemas humanos...

Al valorarlo, unos lo colocan como centro absoluto de la humanidad, de todas las culturas y razas, y de todos los tiempos; otros, como el fundamento de una de las grandes culturas humanas.

Lo cierto es que hoy, con veinte siglos de cristianismo, la primera pregunta cristiana sigue tan abierta como en los comienzos... ¿Por qué? Porque así debe ser la Navidad: cada hombre, cada cultura, cada tiempo, cada raza tiene derecho a preguntarse por su propio sentido desde el hecho-Cristo.

Efectivamente, después de una seria lectura de los relatos evangélicos, se diría que Jesús -más allá de lo que fue como ciudadano judío para sus compatriotas, más allá de su pura identidad personal- es como el símbolo o la encarnación de todo lo humano. Jesús es como el espejo en que cada hombre puede mirarse: en lo que es y en lo que debe ser, en su presente y en su futuro.

Si desde un comienzo Jesús tuvo seguidores que llegaron hasta a dar la vida por él, fue porque en Jesús el hombre se sintió identificado con cierta manera de ver la vida, de pensar, de sentirse hombre, de convivir con otros...

Jesús fue el detonante que hizo explosionar toda esa carga de inquietud y vitalidad que el hombre lleva dentro de sí. Por eso Jesús fue el origen de una nueva cultura, o sea, de una nueva manera de concebir la vida. Decimos "ex profeso" fue..., porque nuestro interrogante es si este Jesús puede seguir siendo también el detonante que impulse a los hombres a afrontar su vida con una nueva visión, integral y plena.

Ese es el desafío que cada Navidad le hace a los cristianos: de nosotros depende que Jesús siga siendo un acontecimiento o pase a ser un simple recuerdo o un lugar folclórico...

Los cristianos nos encontramos en este momento ante una grave paradoja: con el transcurrir de los siglos, la figura de Jesús como promotora de la historia humana, en lugar de acrecentarse, fue palideciendo hasta el punto de que en nuestros llamados países cristianos podemos hablar de una auténtica marginación de Jesús cuando se trata de resolver los grandes problemas que nos aquejan.

-Pero, ¿a qué se debe este hecho? ¿Es que ya Jesús no tiene nada que aportar a los hombres del siglo veinte? ¿O es que los cristianos presentamos un Jesús que, efectivamente, empobrece a los hombres en lugar de enriquecerlos? ¿Hemos sido fieles a ese Jesús liberador y salvador, presencia activa y dinámica de un Dios que renueva todas las cosas, o más bien lo presentamos como el freno que pretende detener y fijar la historia en un punto inmóvil?

3. Buscar nuestra identidad

La celebración de esta Navidad, con un significado tan confuso y polivalente, parece el síntoma de una falta de identidad de nuestro cristianismo y de nuestra Iglesia. Efectivamente, un problema va aparejado con el otro. No podemos responder por la identidad de Jesús si, al mismo tiempo, no respondemos por nuestra propia identidad: ¿Quiénes somos los cristianos, qué buscamos, qué pretendemos, qué aportamos? El tiempo desgasta las instituciones como desgasta a las personas. Este es el riesgo que acecha permanentemente al cristianismo: el cansancio, la rutina, la incoherencia, la pasividad.

Por eso, quizá en este día, y a lo largo de todo el año, debemos mirar a Jesús desde nosotros mismos. Fue así como lo miró la primitiva comunidad cristiana: relacionó sus inquietudes y problemas con el acontecimiento- Jesús, porque no podía resolver una incógnita sin despejar también la otra.

En efecto: el acontecimiento-Jesús y el acontecimiento-hombre no son dos problemas distintos, sino el mismo y único problema. Por eso en esta Navidad hablamos de la «encarnación de Jesucristo»: del hacerse hombre del hijo de Dios. Esto es lo admirable de esta festividad religiosa: no celebramos a Dios sino a Dios-encarnado.

¿No será ésta la primera lección que debe recoger la Iglesia de esta Navidad? ¿La crisis de identidad de nuestro cristianismo no parte de su falta de encarnación en la historia humana? ¿No hicimos de la Iglesia un mundo aparte, cerrado, espiritualista y autoritario?

NV/COMPROMISO: La encarnación es la base de la personalidad del cristiano y de la Iglesia. La encarnación fundamenta el tipo de comunidad que quiere seguir a Jesús, hecho hombre y totalmente hombre, comprometido con la pobreza humana, con el llanto humano, con la enfermedad humana, con la crisis humana. Los cristianos no sabemos quiénes somos porque hemos dejado de mirarnos como seres-encarnados, es decir, como hombres que tienen que vivir toda la experiencia humana tal y como se nos presenta.

Por eso, mientras sigamos celebrando Navidad desde fuera de la historia, la estamos distorsionando. Celebrar la Navidad es encarnarse en esta sociedad real que nos toca vivir, tal como hizo Jesús con la sociedad de su tiempo. Seremos «nosotros mismos» en la medida en que seamos-con-los-otros, en los otros, para los otros, de los otros...

En el nacimiento de un niño comienza la historia de su propia identidad: comienza a ser alguien distinto de los demás...

¿No podría ser éste el sentido de la Navidad, fiesta del «nacimiento»?

Si Jesús, al nacer, comenzó a buscar su propia identidad, que desarrolló plenamente hasta darle acabamiento en su muerte en la cruz, ¿no deberemos nosotros comenzar a buscar nuestra identidad de cristianos del siglo veinte, justamente hoy en que parecemos despertar o renacer después de un largo período de letargo?

Navidad nos señala una tarea que no solamente ocupará todo este año que viene, sino que será el objetivo inevitable de toda nuestra vida: ser nosotros-mismos, ser hombres, ser cristianos que tienen un lugar propio y específico en la historia. Y esto no es folclore, y esto no es comerciable...

Hoy es Navidad... Hoy nace un hombre. Hoy algo nuevo sucede en la historia porque una semilla nueva se ha depositado en su seno.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 87 ss.


13.

1. Navidad es nacimiento... Navidad es una festividad que sugiere un sinfín de reflexiones, ya que prácticamente la sola presencia encarnada de Jesús en el mundo es de por sí una síntesis de toda la historia de la salvación, epílogo de una larga etapa de espera y comienzo de la era final.

Hoy nos detendremos a considerar uno de sus aspectos: Navidad es «nacimiento» y es, en segundo lugar, el nacimiento de Jesucristo.

El mundo cristiano celebra hoy el nacimiento de Jesús de acuerdo con el relato de los evangelistas Mateo y Lucas, que tratan de presentarnos fundamentalmente una visión teológica del sentido de ese nacimiento, más que una crónica detallada de cómo se desarrollaron los sucesos.

Continuando con la línea de las reflexiones de los domingos anteriores, diríamos que hoy celebramos el nacimiento del Hijo del Hombre, del hombre nuevo según el proyecto de Dios. Sobre esta idea básica vamos a centrar nuestras reflexiones, tratando de descubrir en qué medida la Navidad es también el nacimiento en nuestro interior de ese «hijo del hombre» cuyo prototipo es Jesucristo.

La Navidad, como toda fiesta litúrgica, no consiste solamente en recordar lo sucedido en el pasado; no es una simple conmemoración. Tiene un sentido de actualidad como si, de alguna manera, hoy se nos llamara la atención sobre la necesidad que todos tenemos de nacer, o si se prefiere, de re-nacer.

No se trata de una idea nueva: fue expresada en el Evangelio de Juan (Jn 3) en aquella conversación que el joven Jesús tuvo con el anciano Nicodemo, al que invitó a nacer de nuevo según el Espíritu. Y es significativo que María concibe a Jesús en el Espíritu, como si este solo dato ya nos sugiriera que lo fundamental no es el nacimiento biológico, el que es fruto de la carne y de la sangre, sino el nacimiento del hombre en cuanto tal, como ser libre y responsable.

Así, pues, hoy se nos invita a nacer, como si nunca nos tuviésemos que considerar del todo «nacidos», ya que de lo que se trata es de nacer a una identidad tal que cada uno pueda encontrarse con su verdadero yo, cortando los cordones umbilicales que aún lo atan a una situación de dependencia más o menos excesiva.

En efecto: cada uno de nosotros está sujeto a tal cúmulo de presiones paternas, educativas, sociales, culturales, políticas, publicitarias, etc., que llega un momento en que uno se pregunta en qué medida es «uno mismo» o es lo que los otros quieren que sea. Cuando un hombre dice «yo», en realidad no dice solamente yo, sino que implícitamente dice todo aquello que a lo largo de los años el ambiente familiar y social fue introduciendo en su interior, hasta el punto de que muchas veces el yo de uno no es sino el conjunto de otros-yo que nos fueron conformando.

Durante los primeros años de vida del niño, esta situación es totalmente normal y necesaria. La personalidad del niño se forma desde los adultos que lo rodean y con los cuales termina por identificarse. Pero a partir de la adolescencia comienza un proceso que en realidad nunca acaba y que consiste en encontrarse con uno mismo, en ser y sentirse un yo maduro al que podemos caracterizar con tres elementos básicos: identidad, autonomía y creatividad.

Todo hombre vive, pues, como solicitado por dos fuerzas: la exterior a su yo, que procura moldearlo e incluso manejarlo, con la consiguiente pérdida de personalidad; la interna, que lucha por un yo fuerte, consciente, autónomo, responsable, creativo, etc.

Es la tensión entre la individuación y la socialización de nuestra personalidad.

Hoy insistimos en el primer aspecto: la necesidad de sentirnos «nosotros mismos», o sea, de lograr nuestra identidad personal.

En efecto, el motivo de innumerables conflictos internos y externos es la angustia del hombre al sentir que no es el dueño de sí mismo; que sus pensamientos son prestados por otros, que sus sentimientos están bañados de dependencia, que sus actos están dictaminados desde fuera, etc., de forma tal que la crisis es inevitable.

Si esto sucede en todos los niveles, en el nivel religioso la crisis es particularmente aguda debido a la fuerte presión que la educación religiosa y las instituciones eclesiásticas ejercen sobre nuestra conciencia. Las consecuencias de esta situación ya fueron denunciadas por el mismo Jesús: una fe presionada desde fuera, un culto obligatorio, una moral pendiente del dictamen de los demás y del temor de los castigos, todo eso configura una religiosidad enferma, infantil e hipócrita.

Por lo tanto, el hombre de fe necesita constantemente nacer a un yo que desde dentro de sí mismo descubre a Dios, se compromete con el Evangelio, asume su existencia en tensión trascendente y, en una palabra, encuentra que su vida tiene sentido porque ese sentido es la dirección que él mismo se ha señalado.

Desde esta perspectiva podemos considerar, como hacen los evangelistas, el carácter prototípico del nacimiento de Jesús, un nacimiento que es de lo alto y del Espíritu, como si la virginidad de María fuera la garantía de la identidad del hijo. El episodio de los doce años, cuando el adolescente Jesús es encontrado en el Templo, corrobora cuanto vamos diciendo. Para Jesús, nacer significó asumirse a sí mismo como profeta, como enviado del Padre, como mensajero de una buena nueva, en fin, como salvador, más allá de los proyectos de sus padres y de los esquemas religiosos, políticos o sociales de sus paisanos contemporáneos.

Tampoco Jesús logró su nacimiento por el simple hecho de salir del útero de su madre; él tuvo que atravesar el proceso de todo hombre, desde la dependencia familiar, hasta todo tipo de presiones de sus amigos y de sus enemigos. Los evangelios, página a página, nos señalan las alternativas de este largo nacimiento que sólo tuvo su epílogo en la soledad de la cruz y en el florecer definitivo de la resurrección.

Sintetizando este primer punto: la liturgia de hoy nos hace revivir una de las grandes dimensiones de la existencia: el nacimiento. El nacimiento como proceso lento en el cual el hombre asume una parte activa frente al útero que lo envuelve y protege. Un nacimiento consciente, vivido momento a momento, buscando la salida de ese pasaje oscuro que tiene que desembocar en la "luz", una luz capaz de dar sentido a la vida.

2. Nacimiento... de Jesucristo

Todos los pueblos y culturas necesitan permanentemente remontarse a sus orígenes para encontrar en ellos el sentido de su existencia. Los grandes mitos de los orígenes, tal como el de Adán y Eva, no sólo revelan el origen en el tiempo de determinado pueblo, sino que también intentan explicar por qué ese pueblo ocupa un lugar en el concierto de los pueblos. Un pueblo que se olvida de sus orígenes acaba por perder su identidad, algo así como un desterrado que ni vive en su tierra natal ni puede incorporarse a una nueva.

Desde esta perspectiva -si bien la fiesta de Navidad no es históricamente de las primeras, pues aparece tres siglos después del nacimiento de Jesús-, los cristianos inmersos en las naciones que componían el imperio romano, necesitaron para afirmar su identidad, distinta a la de las demás religiones, tanto las paganas como el judaísmo, apoyarse en un comienzo fundamental de su historia. Así Lucas, con su gran sentido de la historia, inicia la narración de los grandes acontecimientos que señalan la nueva etapa de la humanidad, con un nuevo «génesis», con un nuevo Adán, con un nuevo Moisés.

En Navidad el pueblo cristiano se reencuentra con su identidad al participar del misterio del nacimiento del Hijo del Hombre, el Nuevo Adán, Jesucristo. Gracias a este relato mítico-original del cristianismo, Jesús sigue siendo no un personaje del remoto pasado, sino un modo de ser del hombre.

Efectivamente, si bien los evangelios nos dicen poca cosa de la biografía de Jesús, en cambio toda su preocupación es mostrar cómo en Jesucristo la comunidad cristiana descubrió el modelo ejemplar de la existencia humana. No es un modelo para ser imitado exterior y superficialmente; se trata de un modelo interior, de una manera de ser hombre-trascendente.

En Jesús de Nazaret los cristianos descubrimos mucho más que un simple habitante de la Palestina del siglo primero, mucho más que un hijo de María y José, mucho más que un crucificado acusado de sedición política.

Jesús -desde la tipología evangélica- es la nueva humanidad que atraviesa el desierto de la vida, que lucha contra situaciones adversas, que se siente solo y abandonado, que comparte en su interior la desesperanza de la opresión... pero que, al fin y al cabo, asumiendo toda la situación humana, logra remontarse con ella más allá de esta orilla, de esta tierra, de este modo de vivir.

En él los cristianos descubrimos la solución de la paradoja humana, atrapada entre el pesimismo y la esperanza, entre la realidad del dolor y la utopía de la felicidad. Por ello, Jesús es totalmente carne y totalmente espíritu; totalmente hombre y totalmente Dios; totalmente muerte y totalmente vida.

A través de Jesús, cualquier hombre de cualquier latitud del mundo puede mirarse a sí mismo simplemente como hombre. Jesús es la encarnación plena de lo humano que quiere trascenderse a sí mismo.

Navidad, al igual que las otras grandes fiestas cristológicas como Pascua, Ascensión y Pentecostés, expresa en el rito lo que Jesús vivió en la realidad y lo que cada cristiano que se precie de tal debe hacer realidad suya.

A nadie se le escapa el sentido trascendente del nacimiento de Jesús: el cielo y la tierra se unen en un niño que viene de lo alto y que es de aquí abajo; hijo de Dios e hijo de los hombres; engendrado por el Espíritu y surgido del vientre de una mujer. Por eso en Navidad ya están presentes en germen los grandes misterios de la cruz y de la pascua: el que viene de lo alto sube a lo alto; si hoy, en Navidad, Dios se encarna y humaniza, en Pascua y Ascensión el hombre se diviniza.

Jesús, como ser trascendente, es la victoria del hombre sobre el tiempo, porque es lo eterno del hombre, es la corriente de energía divina que subyace a la historia. Es el principio y el fin, pues está como un modelo interior que va tomando forma hasta incluir en sí a todo el universo.

Por tanto, poco nos importa la materialidad de los hechos en cuanto anécdotas personales, sino el significado último que descifra el misterio de la existencia. Nuestro siglo podrá llamarse cristiano o marxista, creyente o ateo, existencialista o idealista..., pero no puede renunciar a vivir en la tensión de ser hombre. Por eso día a día surgen nuevas ideologías y concepciones del hombre tendentes a dar una explicación suprema. Pero, ¿dan un significado total a la existencia humana, considerada en su faz individual y colectiva? ¿Satisfacen estas concepciones al hombre contemporáneo? Y también preguntamos: El modo cómo los cristianos presentamos a Jesucristo al mundo moderno, ¿le satisface plena y realmente? ¿Y nos satisface a nosotros? Es cierto que la festividad de hoy nos obliga a mirar hacia atrás para encontrar en un punto concreto de la historia el origen de nuestro pueblo; pero, por ser una fiesta litúrgico-mistérica, lo fundamental es que miremos hacia dentro de nosotros mismos, porque: o nace allí el hombre nuevo o no puede nacer en ninguna parte para nosotros.

Es inútil repetir palabras evangélicas, conceptos teológicos, ritos litúrgicos, si nosotros mismos como personas permanecemos fuera del misterio de la Navidad: el nacimiento del Hijo del Hombre.

Concluyendo...

Si todo hombre vive en la paradoja, también la vive el cristiano. Tiene su punto de partida en el ayer de hace dos mil años y, sin embargo, no se considera viejo sino apenas un recién nacido. Vive el hoy y, sin embargo, no deja de mirar hacia el futuro. Habla con Dios y lo escucha, pero no deja de estar con los hombres. Es de este mundo, pero se siente siempre peregrino en una tierra desértica.

Como todo caminante, el cristiano necesita pisar lo provisional para avanzar hacia lo definitivo. Por eso necesita vivir plenamente toda experiencia humana para rastrear las huellas del Espíritu. Y por eso... hoy celebramos el nacimiento de Jesús. En él podemos vivir nuestro constante y arduo nacimiento...

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 79 ss.


14.

-Cada Navidad es distinta

Un año más nos reúne la gran fiesta de la Navidad. Llegamos a ella con toda la historia vivida a lo largo de este año que se agota. Ha habido momentos de todo: ratos de ilusión y felicidad, hechos, noticias que nos han ayudado a ir adelante y también momentos difíciles, malas noticias, experiencias de la fragilidad de nuestra vida y del peso del mal y del sufrimiento que hay en nuestra realidad, en nuestro mundo.

Por eso aunque la Navidad parezca la misma, siempre es distinta. También en cada época y en cada momento de nuestra vida la recibimos de manera distinta: está la Navidad de los pequeños y de los ancianos, la de los jóvenes y de los que se adentran en la madurez. La Navidad de los que este año se han casado, de los que han tenido un hijo, de los que han perdido un ser querido. La Navidad de los que empiezan a trabajar, de los que se han jubilado, de los estudiantes y de los que no encuentran trabajo. La Navidad de los enamorados y de los solitarios desanimados. La Navidad de todos en todas partes. Con hambre, guerra y miseria en más de medio mundo y con luchas, dolores, ilusiones y esperanzas que continúan moviendo el corazón de muchos.

Y en el centro de este paisaje variado que es la vida misma llega con toda la fuerza la fiesta de Navidad. ¿De dónde le viene esta gracia que nos cautiva? No es la simple fuerza de la costumbre, ni de las luces y los colores, ni de las tradiciones, del belén o los villancicos... sino que todo eso es el envoltorio de una realidad mucho más profunda.

-Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios

Hemos escuchado resonar una vez más esta profundidad en las palabras del evangelio de Lucas: "Os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor".

Esta es la noticia que nos toca de lleno, es lo que la humanidad esperó durante siglos y que llevó a Isaías a anunciar: "Los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios". Pues bien, esta noticia ya se ha producido y continúa realizándose para todos los hombres: verdaderamente se ha revelado el amor de Dios y la salvación llega a todos, de una manera muy real, histórica y concreta: "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado".

Este es el hecho central de la Navidad: Dios se hace hermano, amigo y compañero de los hombres y mujeres del mundo. Ya no caminamos solos, a tientas, abandonados a nuestra suerte o a nuestra dificultad. De un modo eficaz y discreto, abajándose hasta nuestra poca talla, Dios mismo se nos pone al lado para ayudarnos a avanzar por los caminos de la vida. Y este acercamiento de Dios se hace de un modo peculiar: Cristo nace pobre entre los pobres. Navidad desvela en nosotros la ternura, pero una ternura que no nos adormece. Ha de ser la ternura de amar de verdad, de amar como Dios mismo nos enseña, de amar realmente a los pobres y a los que sufren. "Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios". Esta proclama ha de realizarse. El mundo entero, empezando por los débiles y oprimidos, ha de comenzar a ver, a palpar y a sentir la salvación.

-La Navidad de cada día

Es cierto que en este tiempo de Navidad todos nos sentimos más dispuestos, más generosos, más capaces de bondad. Y por eso, como un tópico que no nos acabamos de creer, a veces decimos que querríamos que fuera Navidad cada día. Como un deseo que sería hermoso, pero que no creemos que se pueda realizar.

Pero hoy debemos reafirmar un sentido de esperanza y de confianza en nosotros mismos, en nuestro mundo. Al menos para acercarnos a la que nos ha tenido Dios, que ha venido a plantar su tienda entre nosotros. Navidad es una invitación a descubrir los signos de esperanza y de vida. Hoy celebramos especialmente lo que vivimos cada día. La Navidad de Jesús, de José y María, de los ángeles y los pastores no fue una Navidad fácil, luminosa y triunfal... Fue la Navidad de la generosidad y entrega de María, de la confianza y buena fe valiente de José, de la sorpresa y solidaridad de los pastores. Fijémonos como también entre nosotros hay señales de Navidad cada día: el amor renovado día a día de los esposos, la paciencia y el servicio mutuo, la preocupación y la alegría de los hijos, la paz y la buena fe de los abuelos, la inquietud y generosidad de los jóvenes. Y el trabajo de cada día y los gestos de servicio, y los momentos de disputa y reconciliación. Todos los esfuerzos por hacer una Iglesia más viva y un mundo más justo y fraternal.

En medio de todo eso Dios nace entre nosotros cada día. Su voluntad persiste con toda la fuerza: "Un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras". El niño de Belén nos enseña el camino: él se entregó a sí mismo por nosotros y por eso será Príncipe de la Paz, Padre perpetuo, Señor y Salvador.

Celebrémosle. Adorémosle en el corazón y en la vida. Sintámonos agradecidos y acerquémonos a recibirle para que nos guíe por los caminos del amor. Que ésta sea nuestra felicitación, nuestro buen deseo de la Navidad de 1994.

JOSEP M. DOMINGO
MISA DOMINICAL 1994, 16


15.

PAZ EN LA TIERRA

Paz en la tierra a los hombres que Dios ama.

La vida del hombre está llena de conflictos, enfrentamientos violentos y mutua agresividad. Las relaciones entre los pueblos están salpicadas de guerras. Encontramos conflictos en las familias y grupos sociales. Lo detectamos en nuestra propia persona. La falta de paz en el mundo es como una maldición implacable que se ha apoderado de la humanidad y amenaza con destruirla.

Ante los conflictos, los hombres tanto individualmente como colectivamente, tienen que hacer una opción: escoger el camino del diálogo, de la razón, del mutuo entendimiento o seguir los caminos de la violencia.

El hombre ha escogido casi siempre este segundo camino. Y a pesar de que todas las generaciones han ido experimentando el poder destructivo y absurdo que se encierra en la violencia, el hombre no ha sabido renunciar a ella.

Incluso, en nuestros días, en que siente con horror la amenaza de una posible aniquilación total de la vida sobre el planeta, parece que nada le puede detener en este camino de destrucción.

Desde estas tinieblas de violencia hemos de escuchar los creyentes el mensaje de Navidad: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». La paz firme, duradera y estable no se impondrá por las armas sino con el amor. La salvación del mundo no está en manos de las armas sino en manos de Dios.

Por eso nos atrevemos a celebrar una vez más la Navidad, pese a la angustia, la falta de paz y las guerras que siguen acosando al hombre y en vez de disminuir, siguen aumentando.

Navidad es una fiesta que no la hemos inventado ni hecho los hombres, sino que nos ha sido regalada por el mismo Dios. Este Niño es para nosotros el signo y la garantía de que Dios tiene la última palabra en la historia del mundo.

Cuando sentimos que las tinieblas del mal y la violencia crecen, los cristianos celebramos a este Niño como la única esperanza verdadera del mundo. Creemos que en este pequeño se encierra la fuerza salvadora de la humanidad.

Este día de Navidad se nos pide confiarnos a Dios. Creer en la fuerza del amor. Descubrirla en lo pequeño y humilde.

Cada uno de nosotros hemos de sentirnos llamados a llenar nuestro corazón de amor, no de violencia, de ternura, no de agresividad, de diálogo, no de guerra. Entonces podremos cantar también este año: «Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres que ama Dios».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985.Pág. 260 s.


16.

Todos los años la misma sensación. Esa «atmósfera» especial hecha de villancicos, felicitaciones y frases piadosas. Ese clima de regalos, compras y cenas abundantes. Esa «obligación» de desearnos paz y felicidad.

¿Qué puede hacer uno en medio de estas fiestas reducidas a algo tan convencional? ¿Participar resignadamente en toda esa confusión disimulando los verdaderos sentimientos que lleva dentro? ¿Gritar la verdad de la Navidad cuando no es entendida de manera cristiana?

A pesar de toda la frivolidad que parece haberse apoderado de estas fechas, es posible todavía captar en las fiestas navideñas algunas experiencias que permiten abrirnos a la verdad esencial de la Navidad.

Para comenzar, hay algo fácil de percibir en el sabor agridulce de estas fiestas. Detrás de tantos deseos de paz y felicidad, y de tanta ilusión navideña, no podemos eludir una sensación: los hombres hemos nacido para algo más. En el fondo, anhelamos una felicidad que no podemos construir con nuestras propias manos. ¿Dónde encontrarla? Hay personas que, precisamente en estas fechas navideñas, sienten con más fuerza que nunca una realidad innegable: estamos solos. Podemos crear un clima muy hogareño o multiplicar cenas ruidosas, dentro de cada uno de nosotros hay siempre un mundo en el que estamos solos y adonde no puede acompañarnos ni la persona más querida. Pero, ¿es la soledad nuestro último destino?

Hay algo más. Vivimos volcados en lo inmediato, agarrándonos a lo que podemos tocar y comprobar, pero no podemos sustraernos al misterio. En la alegría más íntima, en la angustia más oscura, en el disfrute del amor más sublime siempre hay un anhelo de algo más pleno y total. ¿Qué buscamos? ¿Dónde está nuestra última verdad?

La Navidad nos recuerda que el misterio domina nuestra existencia. En él se hunden nuestras raíces, hacia él se dirigen nuestros anhelos más profundos. Misterio que no se desvanece por mucho que crece la ciencia. Misterio que atrae y atemoriza, y al que los creyentes damos un nombre: Dios.

El hombre que acepta su existencia hasta el fondo está caminando hacia la fe. El que se abandona silenciosamente al misterio último de la vida no está lejos de Dios. El que lo invoca con confianza está ya abriéndose a él.

Lo propio del cristiano es que acoge el Misterio tal como se le ofrece encarnado en Jesús. Descubre con gozo que la vida no es vacío y soledad, que el misterio último de la existencia no es rechazo sino amor, que Dios no es amenaza sino amistad.

Cuando algo de esto se produce y sentimos a Dios como alguien cercano en el fondo de nuestro ser, encarnado en nuestra propia existencia, amigo fiel que desde Cristo nos acompaña hacia la salvación, en nosotros es Navidad.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 17 s.


17. A LAS CUATRO ESQUINAS DE LA NAVIDAD

Para celebrar la Navidad como Dios manda, hay que saber jugar «a las cuatro esquinas». Es decir, hay que meterse en el cuadrilátero que forman estas cuatro palabras: Asombro, alegría, gratitud y entrega. El cristiano que consigue hacerlo ha entendido sin duda lo que en este misterio se celebra.

ASOMBRO.--Todo lo que leemos y proclamamos en la liturgia de las cuatro eucaristías que en esta festividad celebramos --misa vespertina, de media noche, de la aurora y del día--, todo, nos lleva al asombro y al pasmo. Un ángel le dice a José: «la criatura que hay en tu mujer viene del Espíritu Santo. Llega para salvar a su pueblo de los pecados». Otro ángel dice a los pastores: «Os traigo la buena nueva: os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor». Isaías había preconizado: «Este Señor que nace tiene por nombre "Admirable, Dios, Príncipe de la Paz, Padre del tiempo futuro" y su reino no tendrá fin». Finalmente Juan redondea la noticia diciendo cosas tremendas: «Es la Palabra de Dios que existía desde el principio y que viene a acampar entre nosotros». O: «Es la luz verdadera que viene a iluminar este mundo». Pero, atención, porque el asombro llega al máximo. Ya que, cuando se nos muestra su carné de identidad, allá dice que se trata de un niño: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Y se añade otro detalle: «La señal que os doy es que lo encontraréis en un pesebre, envuelto en pañales».

ALEGRÍA.--El hombre, cuando se entera de las noticias buenas, se pone a cantar y bailar. Eso dice la antífona de entrada de la misa de media noche: «Alegrémonos todos en el Señor porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo».

Yo no sé si os habéis dado cuenta, amigos. Pero no hay suceso en el mundo, creo, más celebrado y cantado por las culturas de los pueblos que la Navidad. Música, pintura, poesía, danza, iconografía y costumbres populares, además de la liturgia, forman una colosal inundación de sentires y quereres --hechos arte e ingenio-- alrededor del pesebre. Yo no sé cómo, pero hasta en la covacha más mísera del último creyente, surge de pronto un villancico. Algo natural, por otra parte, ya que «villancico» significa eso: cantar de villanos, de lugareños de la villa.

GRATITUD.--Me gusta leer a San Pablo en esta noche, cuando, enternecido de agradecimiento, le escribía a Tito: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre, ya que, no por las obras que hayamos hecho, sino por su propia misericordia, nos ha salvado». O los versos de Diego Cortés, cuando en el siglo XVI escribía:

«¡Pues, siendo tan Gran Señor,
tenéis corte en una aldea!
¿Quién hay que claro no vea
que estáis herido de amor?»

ENTREGA.--De nada valdría, en Navidad y siempre, los tres pilares esbozados sin este cuarto: «la entrega». A mí siempre me han entusiasmado esas figuritas de pastores que solemos poner en los belenes. Llevan regalos espontáneos y seguramente desproporcionados para el niño: corderos, gallinas, requesones y frutas. Lo mismo pasa con los magos: «Oro, incienso y mirra». Y es que no se puede celebrar la Navidad --un Dios que se entrega a sí mismo--, quedándonos nosotros en el egoísmo y la alegría falaz de la incomunicación. Eso es pecado mortal. Por eso Cáritas, en estas fechas, no se tapa la boca. Al revés, nos saca los colores hablándonos de las grandes acumulaciones y despilfarros que crean la multiforme marginación. Es como si nos pasara el salmo por nuestra conciencia: «¿Cómo pagaré yo al Señor --cómo aprenderé a "darme"-- ante lo mucho que El me ha dado?»

ELVIRA-1.Págs. 12 ss.


18.

Navidad.

Tanto en el evangelio de Lucas, que se lee en la misa de medianoche, como en el de Juan, que se lee en la de mediodía, se insiste en un dato sorprendente. Lucas afirma que cuando José y María llegaron a Belén no encontraron posada, teniendo que cobijarse fuera del pueblo, en una gruta para resguardar los ganados. Por su parte, Juan da testimonio de que «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Hoy celebramos la Navidad, recordamos aquella primera navidad, en que Dios se hizo hombre y vino a un mundo que no quiso recibirlo. Hoy celebramos la navidad en un mundo que, después de tantos siglos, tampoco parece tener sitio para Dios. Porque en este mundo, al que viene Jesús, no hay sitio para todos. No hay vivienda para los sin techo, no hay trabajo para los parados, no hay alimentos para los que se mueren de hambre, no hay sitio para los inmigrantes, no hay respeto hacia los diferentes... En este mundo falta caridad, falta solidaridad, falta hospitalidad y sobra egoísmo, indiferencia, insolidaridad.

Encarnación.

Navidad es la conmemoración del nacimiento de Jesús, el hijo de Dios que se hace carne. Es un misterio de encarnación. Dios se hace hombre, toma nuestra condición con todas sus consecuencias hasta la muerte, para que nosotros podamos asumir la condición de hijos de Dios, con todas sus consecuencias, también de inmortalidad y resurrección. Es un misterio, pues, de solidaridad, que funda una nueva relación de Dios con los hombres, y debe fundar también una nueva relación de solidaridad entre los hombres. En Jesús, Dios se hace solidario de nuestra causa, para que todos seamos en Jesús solidarios en la causa de los hombres, sobre todo, la de los pobres y excluidos. Dios está con nosotros, por nosotros, para nosotros, a fin de que también nosotros estemos los unos con los otros, por los otros, para todos.

Presencia.

Que Dios esté con nosotros no significa que Dios esté contra los otros. Y mucho menos que los creyentes nos arroguemos una predilección divina contra otros pueblos o religiones. Al contrario, Dios con nosotros significa que Dios está en todos los seres humanos, está en nosotros para que seamos útiles a los otros, pero está también en los otros para que le respetemos y escuchemos y amemos. De modo que nuestras relaciones interpersonales, las relaciones sociales, debemos ir conformándolas según esta nueva perspectiva de Navidad, como relaciones de solidaridad, de disponibilidad, de colaboración y de ayuda hacia todos, pero de modo especial hacia aquellos que más necesitan de nosotros.

Pesebre.

A los primeros testigos de la Navidad, a los pastores, les dieron los ángeles esta señal: «encontraréis un niño en pañales y acostado en un pesebre». Dios se deja ver, sobre todo, en la debilidad, en la pobreza y en la inocencia de un niño. Al hacerse niño se ha puesto al alcance de nuestro cariño y de nuestra ternura, ¿hay algo más amable que un niño de pocos días? Pero los niños pueden ser también fáciles víctimas de nuestra violencia y desconsideración. De ahí la posibilidad de descubrirlo y amarlo y servirlo en los pobres, con los que ha querido identificarse; pero de ahí también el riesgo de que pasemos de largo, de que no lo veamos o no queramos verlo, e incluso de que lo rechacemos. Jesús, que es la Palabra de Dios, se ha hecho apenas balbuceo en el niño de Belén, y se hará silencio al morir en la cruz. Así se ha puesto en su sitio, para indicarnos el nuestro, el último lugar, a la cola, al servicio de todos. Que para eso estamos, para servir, para ser útiles, para amar.

Solidaridad.

La encarnación, la Navidad, al descubrirnos la solidaridad de Dios con el hombre, funda también la solidaridad entre los hombres. Frente a la cultura de la competitividad, que amenaza con convertir la convivencia en una lucha sin cuartel de todos contra todos, debemos sentar las bases de una nueva cultura, la de solidaridad, que nos predisponga a todos en favor de todos. Más allá de la competitividad, entendida y practicada como selectiva y eliminatoria de los débiles, hay que apostar por la competencia, entendida y practicada como capacitación para un servicio cada vez mejor y más operativo y con todos. Se trata de ir eliminando de nuestra cultura todos los rasgos de inhumanidad que ha ido adquiriendo con la violencia, la explotación, la exclusión, la hostilidad y hostigamiento... y de ir arraigando nuevos rasgos de humanidad, de ayuda mutua, de comprensión y respeto, de tolerancia y cooperación, de solidaridad, de caridad.

¿Cómo celebramos la Navidad? ¿Qué celebramos, la Navidad o las navidades? ¿Un acontecimiento de salvación o unos días de vacaciones?

¿Creemos de verdad que el Señor está con nosotros? ¿Con quién estamos nosotros? ¿Con Dios o con el dinero? ¿Con los ricos o con los pobres? ¿Con los poderosos o con los débiles?

¿Vivimos la encarnación? ¿Estamos encarnados con nuestro mundo? ¿O tratamos de vivir al margen de todo, a nuestro aire?

Navidad es solidaridad, ¿somos solidarios? ¿Sólo en las grandes ocasiones? ¿Lo somos cada día, en los detalles, siempre y son todos?

EUCARISTÍA 1995, 59


19.

- (Nosotros no estábamos en Belén)

Cuando allí, en Belén, en medio de la noche, los ángeles despertaron a los pastores y les anunciaron: "Os ha nacido un salvador", también nos lo decían a cada uno de nosotros. Y cuando Juan, al comenzar su evangelio, proclama este bello himno de la Palabra hecha carne y dice: "Hemos contemplado su gloria", nos lo dice también a cada uno de nosotros. Aunque nosotros no estábamos en Belén hace dos mil años, como los pastores, ni acompañamos a Jesús por los caminos de Palestina, como los apóstoles. No estábamos entonces. Pero hoy si que estamos. Hoy estamos aquí, y hoy nos ha nacido un salvador, y hoy contemplamos su gloria.

- (Pero el rostro amoroso de Dios también está hoy aquí)

Celebrar la Navidad es esto. Es creer que, efectivamente, nuestra vida humana está llena de Dios para siempre. Es encontrarnos nuevamente, cada año, un año más, ahora que acabamos 1997, con la presencia amorosa de Dios en el rostro, en los ojos, en las manos, en los lloros y en las risas de ese niño que acaba de nacer y que María y José miran con toda la ternura del mundo.

Hoy cantaremos canciones de Navidad, y nos ilusionará cantarlas, y nos sentiremos felices. Cantaremos al "chiquirritín, metidito entre pajas" y recordaremos que "Dios ha nacido en un pobre pesebre", "entre un buey y una mula", y tantas otras palabras así de ingenuas. Y cuando las pronunciemos, haremos bien en darnos cuenta de que lo que cantamos no son sólo unas frases más o menos poéticas y tiernas sino que en definitiva son la afirmación de que la debilidad de Jesús es la manera como Dios ha querido amarnos. Jesús siempre será débil: débil hasta el Calvario, para mostrarnos definitivamente que Dios no es más que amor, que su única fuerza es el amor. Y el amor siempre es débil y crucificado. Y que así, débil y crucificado, es como crea, renueva y salva.

- (Vivimos lo que vivieron los pastores y los apóstoles)

Celebrar la Navidad es esto. Nosotros no estábamos en Belén hace dos mil años, ni tuvimos la suerte de acompañar a Jesús por los caminos de Palestina. Pero hoy, cuando nos reunimos como comunidad de creyentes, y afirmamos nuestra fe, y escuchamos su Palabra y nos alimentamos de su Cuerpo y su Sangre, vivimos lo mismo que los pastores vivieron, lo mismo que los apóstoles y los discípulos vivieron.

Y no sólo hoy. También cada domingo, en nuestra celebración de la Eucaristía. Y en la catequesis, y en los grupos de revisión de vida, y en el trabajo de Caritas. Y más allá también. Cuando en casa nos esforzamos por un mejor entendimiento entre todos, y cuando en el trabajo procuramos el bien y la justicia, y cuando dedicamos nuestro tiempo a visitar a un enfermo o a trabajar en una asociación al servicio de una vida más digna, y cuando decidimos dedicar parte de nuestro dinero a entidades que trabajan por el Tercer Mundo, y cuando sufrimos con los que sufren, y cuando frenamos nuestra ira, y cuando sabemos perdonar y pedir perdón... Cuando hacemos todo esto, vivimos lo mismo que vivieron los pastores, lo mismo que vivieron los discípulos y los apóstoles de Jesús.

- (Busquemos momentos para saborear la Navidad)

Nos conviene, hoy, (y si hoy no puede ser porque la fiesta en casa nos ocupa todo el tiempo, mañana o pasado mañana: pero sin dejar pasar demasiados ditas), nos conviene, repito, encontrar un momento de paz, de silencio, de oración, para saborear todo lo que significa la Navidad. Nuestra vida siempre transcurre muy rápido, y las cosas nos pasan por delante sin darnos cuenta. Por eso, nos conviene encontrar estas pausas para que Dios pueda entrar en nuestra vida. Y, especialmente, en Navidad. Porque Navidad es precisamente esto: Dios que viene a nosotros, a nuestro mundo, a nuestro corazón. Detengámonos y dejémosle entrar. Y pidámosle que nos ayude a descubrirlo en todo esto que hemos enumerado anteriormente: en la celebración cristiana, en la vida de la parroquia, en la vida de familia y en el trabajo, en las diversas actividades de servicio de los demás... Detengámonos y recemos. Y demósle gracias porque él ha querido ser uno de nosotros, como nosotros.

Hermanos y hermanas, felicitémonos hoy de todo corazón. Porque hoy nos ha nacido un salvador. Porque hoy hemos contemplado su gloria. Porque Dios, de verdad, nos ama.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1997, 16, 23-24