36 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO IV DE CUARESMA
1-7

 

1. 

Hay muchos cristianos con una visión de Dios más cercana al AT que al Dios de JC. Y no debemos extrañarnos. Si aguzamos un poco la memoria recordaremos mucho de lo que recibimos y en el caso de personas de cierta edad, lo que en nuestras predicaciones comunicamos.

Personalmente recuerdo aquella definición, filosófica y fría, que de Dios me enseñaron mis padres: "Dios es un espíritu infinitamente puro, sabio, poderoso..., principio y fin..., que premia a los buenos y castiga a los malos", tan lejana de la sencilla y evangélica visión de Dios como Padre.

En el "Catecismo para los Párrocos", de San Pío V que algún sector de la Iglesia parece querer resucitar y que también nos sirvió en el Seminario, se nos pedía a los párrocos que pusiéramos gran cuidado en la predicación "para que, en cuanto el Señor lo permita llegue el pueblo fiel a contemplar, CON TEMOR Y TEMBLOR, la gloria de su majestad" (cap. II, núm. 1).

Cómo contrasta esta visión de Dios con la visión cercana, positiva y amable que nos da san Juan: "Dios es Amor". Y qué lejana de la que el propio JC nos presenta en la visita vergonzante y clandestina de Nicodemo, parcialmente narrada en el evangelio de este domingo: "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Único". JC nos presenta el amor de Dios y se nos presenta Él mismo como la prueba práctica de ese amor. ¿Dónde está aquí el Dios "castigador de malos" que tanto predomina con consecuencias negativas, en la visión y en el sentimiento de muchos de nuestros cristianos? ("Nene, Dios te va a castigar").

El mensaje de Pablo en este domingo, acorde con el Dios del Evangelio, no puede ser más positivo, estimulante y esperanzador: "Dios es rico en misericordia", "Estáis salvados por su gracia", "No se debe a vosotros... ni tampoco a vuestras obras". La salvación "es un don de Dios".

En la pedagogía de Dios el AT es un camino de revelación que nos lleva al Dios de JC, a la Verdad de Dios. Quedarnos en él o volviendo a él después de la resurrección de Jesús, supone quedarnos en la figura y no pasar a la realidad, optar por el signo sin vivir la verdadera realidad en él significada. 

En el evangelio de hoy el mismo Jesús se apoya en la historia de su Pueblo para revelarnos uno de los aspectos fundamentales de la Buena Nueva de Salvación. La serpiente, que desde el principio fue símbolo del pecado, signo del mal y cuyo veneno nos inficiona a todos, elevada en alto por Moisés, era causa de salvación para cuantos la miraban.

Jesús nos va a dar la más autorizada interpretación del símbolo véterotestamentario. La serpiente/sv de Moisés le representa a Él, al Hijo de Dios que debería ser elevado en alto "para que todo el que crea en Él tenga vida eterna".

Este es el gran mensaje de hoy: que Jesús, hecho pecado por nosotros, cargó sobre sí todo el veneno de la primera serpiente, le arrancó para siempre su aguijón, dio muerte a la muerte, último enemigo fruto del primer pecado, e inundó de vida el mundo con los raudales de gracia, de perdón, de reconciliación y de amor filial.

Y esta realidad nos la explicita Pablo presentándonos al Dios que ama, que perdona, que salva. Un Dios que, como prueba de amor, nos entrega a su propio Hijo. Un Dios "rico en misericordia por el gran amor con que nos amó".

Y frente a esta gozosa realidad, nosotros vivimos no pocas veces, como fruto de nuestro pesimismo o de nuestro fariseísmo, a un Dios que no es ni con mucho el Dios de Jesús. Como PESIMISTAS nos resistimos a creer el gran mensaje que hoy Pablo nos presenta. Nos resistimos a creer que "estamos salvados", que el Padre "nos ha resucitado con Cristo Jesús", que "nos ha sentado con Él en el cielo". Porque somos pesimistas -y un tanto masoquistas- parece que nos complacemos en ver a Dios como Juez vigilante o como un Censor de cuentas, como un Vengador de su honor maltrecho...

Y porque no pocas veces, y a pesar del Evangelio, VIVIMOS EN FARISEO, aspiramos a salvarnos con nuestras propias obras, nos creemos capaces de merecer ante Dios y ponemos en nuestros méritos la causa de nuestra salvación. Somos tan vanidosos y tan tontos, o tan soberbios, que aspiramos a conseguir nosotros la salvación que Dios nos da gratuitamente, por los méritos de nuestro Señor JC. SV/DON. SV/GRATUIDAD Y ¡cuidado que nos lo deja claro san Pablo! Repitamos sus palabras: "Por pura gracia estáis salvados", "Estáis salvados por su gracia y mediante la fe", "No se debe a vosotros, sino que es un don de Dios", "Y tampoco se debe a vuestras obras, para que nadie pueda presumir". De palabra puede que Pablo lo dijera más fuerte. Pero es difícil que lo pudiera decir más claro. La fe nos coloca bajo el río de gracia y salvación que procede sólo de JC, Dios y Señor nuestro.

¿A qué nos lleva esta visión de Dios y este mensaje de Pablo? A dos conclusiones: CR/OPTIMISMO

1ª. Si no tenemos que ser buenos PARA salvarnos, puesto que "estamos salvados", debemos ser los hombres de la confianza en Dios, del abandono en su bondad, del optimismo y la alegría, del amor y del agradecimiento... Ya no tienen por qué hundirnos nuestros pecados. Ya no debe preocuparnos nuestra experiencia de pecadores.

2ª. Si es mediante la fe como recibimos su gracia, que la fe nos lleve a obrar por agradecimiento y no por ley, que el amor de gratitud sea el motor de nuestra generosidad y nos lleve a realizar "las buenas obras que Él determinó que practicáramos", como concluye Pablo en su mensaje de hoy. El amor nos exige más que el temor. El agradecimiento nos pide más que la ley. Nuestras obras no serán causa de nuestra salvación, pero sí serán signos de nuestro amor y de nuestro agradecimiento, signo de nuestra fe en Dios como Padre, en Jesús como Salvador y en el Espíritu como fuente del verdadero Amor.

DANIEL ORTEGA GAZO
DABAR 1988/19


2.

A veces, con frecuencia, a base de repetir lo mismo nos insensibilizamos. Nos suena sin interpelarnos. Es aquello de que nos entra por un oído y nos sale por otro. Y digo esto porque, en estos domingos de Cuaresma, hemos repetido una y otra vez que la Cuaresma es tiempo de renovación de nuestra vida cristiana, que es camino para prepararnos a celebrar muy de verdad la Pascua.

Pero hoy, cuando estamos a quince días de iniciar la Semana Santa, al preguntarnos qué hemos hecho..., no sé, quizá debamos reconocer que hemos hecho poca cosa para renovar nuestra vida, para disponernos a celebrar la Pascua como una nueva etapa en nuestro camino cristiano.

Y podremos reconocer que ello es normal -¡hay tantas cosas en nuestra vida de cada día que nos cogen más que esas palabras dichas en la misa del domingo!- pero también debemos reconocer que no debería ser así. Y preguntarnos por qué es así. Pregunta que yo me atrevería a responder diciendo que en buena parte la causa de que no pongamos más empeño en renovar -en mejorar- nuestro camino de cristianos, de que no nos preparemos mejor para la Pascua es simplemente que olvidamos, quizá desconocemos o no entendemos bien, cuál es la meta de este camino. O, dicho de otro modo, qué es la Pascua.

El evangelio que hoy hemos leído puede ayudarnos a ello. Por eso -y con vuestro permiso- quisiera repasar algunas de sus afirmaciones, todas ellas en torno a la afirmación fundamental:

"TANTO AMO DIOS AL MUNDO, QUE ENTREGO A SU HIJO PARA QUE TENGAMOS VIDA".

Dios no quiere que el hombre perezca. La muerte (todo lo que significa la muerte) no la ha hecho Dios. Dios ha creado al hombre, ha creado al mundo para que subsista. Dios no se arrepiente de lo que ha hecho y quiere que subsista y que crezca.

No se despreocupa. Pero en el mundo y en el hombre hay una realidad de mal, de pecado. Sería absurdo no reconocerlo. LA ACCIÓN DE JC ES LA DE LUCHAR CONTRA este mal: Él es el que es más fuerte que la fuerza del mal y la vence. LA VENCE A FUERZA DE AMOR. Y así hace posible la realización de la voluntad de Dios: que el hombre no perezca. Seguir a JC, creer en JC, significa que los cristianos COOPERAN EN SU LUCHA, para hacer posible la voluntad de Dios: que nada perezca, que ningún hombre perezca.

Dios quiere que el hombre tenga vida. Es la consecuencia (la otra cara) de lo anterior. Que el hombre no perezca, no significa sólo que subsista; significa algo más: que tenga vida eterna, es decir, que participe de la plenitud gozosa del Reino de Dios, que participe de la misma vida de Dios. Para siempre. Pero también ahora.

Esta vida, es más que nuestra vida biológica. Según el lenguaje del evangelio de Juan, es una vida que "viene de lo alto". Quiere significar que es la vida de Dios. Pero esto no es sólo una promesa para el futuro (para lo que nosotros llamamos "el cielo"); es ya PARA AHORA. Según el evangelio, el Espíritu de Dios que vive en nosotros nos comunica ya esta vida. El Espíritu que es verdad y es amor. "He venido -dice JC- para dar vida y VIDA MAS ABUNDANTE". VE/OTRA-V-YA CONDENACION/QUÉ-ES: Dios no quiere condenar al mundo. LA CONDENACIÓN NO ES DE DIOS. Es el hombre quien -si quiere- se condena, él mismo. Dios es luz (es verdad). Dios es vida (es amor) pero EL HOMBRE PUEDE ESCOGER la tiniebla (la mentira), puede escoger la muerte (cerrarse al amor). No es Dios quien condena, sino el hombre al cerrarse a la vida que es Dios. Y ESTE ESCOGER entre luz y tiniebla, entre vida o muerte, ES EN LA REALIDAD de la conducta de cada día donde se hace. Es una opción en favor o en contra del amor manifestado por Dios, opción que se realiza en lo hondo de la vida de cada hombre, mucho más que tal o cual acto concreto.

J/SALVADOR: Dios quiere salvar al mundo por su Hijo. Salvarse quiere decir participar en la vida; como condenarse quiere decir escoger la muerte. JC ES SALVADOR PORQUE ES COMUNICADOR DE VIDA. JC, el Mesías del Reino de Dios, no es un Juez, no es un condenador. No lucha contra los hombres, sino en favor de todo hombre, contra todo mal. Él es servidor del hombre; es salvador para todos, porque es comunicador de verdad y amor (de vida) para todos.

Dios quiere estar en comunión con el hombre. La respuesta del hombre al amor de Dios, a la entrega de JC, es vivir de acuerdo con la verdad. No es sólo aceptar o recitar unas verdades, sino VIVIRLAS. La vida de Dios en el hombre debe ser dinámica; el Espíritu impulsa a la acción. El evangelio dice que "Dios trabaja siempre" y que por eso JC obra siempre el bien. El cristiano será hijo de Dios, seguidor de JC, si también quiere TRABAJAR SIEMPRE en la lucha contra el mal y en el servicio del bien.

Todo esto significa la Pascua. Pidamos en esta Eucaristía que todo esto sea cada vez más realidad en nuestra vida.

J. GOMIS
MISA DOMINICAL 1982/06


3.

-"Tanto amó Dios al mundo...": Jesús insiste en el amor de Dios al mundo, esto es, a los hombres que habitan en este mundo, a todos sin excepción alguna. Porque, como dirá Juan en su primera carta (4, 8), "Dios es Amor", un amor inmenso, infinito, inescrutable y sobrecogedor, que nos envuelve a todos con un mismo abrazo y quiere para todos una misma salvación. Jesús crucificado, con los brazos abiertos, nos revela la envergadura de ese abrazo, las dimensiones del amor de Dios: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él..."; "Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él".

Pablo proclama también el gran amor de Dios, y añade que Dios ha demostrado ese amor precisamente cuando nosotros éramos pecadores y estábamos muertos por el pecado. Fue entonces cuando nos entregó a su Hijo. De modo que el amor de Dios es el que lleva la iniciativa y es por eso un amor redentor. Dios no nos ama porque ya seamos buenos, sino para que podamos serlo. Por su parte, no sólo nos ha salvado en Jesucristo, sino que nos ha sentado con él a su derecha, y no hay más que hablar.

En ese amor de Dios, en el que Dios nos tiene gratuitamente, se funda la posibilidad real que tenemos de amarnos los unos a los otros, de amar incluso a nuestros enemigos, pero también el deber de cumplir el mandamiento nuevo de Jesús y de realizar esa posibilidad: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado", esto es, con todo el amor de Dios. Luz y tinieblas: Jesús no vino a descargar la ira de Dios sobre los pescadores, sino para derramar sobre ellos el amor de Dios.

Sin embargo, este amor puede ser contrariado y rechazado. El mismo Jesús de Nazaret levantado sobre la cruz, que es para unos el argumento del amor de Dios, es para otros una piedra de escándalo con la que tropiezan y contra la que se estrellan. De modo que lo que debía ser para todos un día de reconciliación, pasa a ser, por esta causa el día del juicio, el día que saca a la luz del día las tinieblas y las obras malas. Sólo ante un amor sin sombras aparecen con claridad las tinieblas del odio, sólo ante la manifestación del amor gratuito se descubre sin excusa alguna el odio gratuito. Por eso ante la cruz se dividen los espíritus radicalmente, irreconciliablemente.

El amor de Dios a todo el mundo no encubre las injusticias y los pecados. Y así ha de ser también el amor de los cristianos. En su nombre, o en nombre de la paz y de la unidad, no se nos puede pedir que evitemos la confrontación con las tinieblas o que nos situemos por encima del bien y del mal sin entrar en la lucha y el conflicto donde sea inevitable.

Hay que tomar partido: Justamente porque Jesús amaba a todos los hombres y vino a servir a todos y no a ser servido, eligió para sí el último lugar, que es el lugar desde donde se sirve. Y así, contra todo el mundo y en su favor, se puso de parte de los más pobres, de los marginados y explotados, de los que cargan con todas las culpas, y en los que, sin embargo, se opera la salvación de todos. Eligió la cruz.

Pero ocupando el lugar de los más pobres, o al ponerse en su lugar, no los desplazó de su sitio. Los pobres siguen en la cruz.

Lo que hizo fue identificarse con ellos, "Lo que hagáis a uno de éstos más pequeños a mí me lo hacéis".

Por tanto, la elección de Jesús ha constituido a los pobres en jueces de nuestra conducta. Frente a ellos, frente a Jesús con ellos, nos dividimos en justos y pecadores. De manera que nadie puede pasar de largo ante los pobres sin despreciar el amor de Dios y hacerse reo de la sangre de Cristo. Por eso hay que tomar partido: "El que no está conmigo está contra mí"; o lo que es igual, el que no padece la injusticia la infringe, el que no está con los pobres los explota y oprime, el que no se solidariza con Cristo -el justo ajusticiado- lo rechaza.

EUCARISTÍA 1982/15


4. /SAL/008/05.

De la conversación con Nicodemo recogemos la afirmación que puede dar alimento a más de una meditación: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único".

¿Construimos nuestra espiritualidad sobre este pensamiento de ser amados? La idea de amar nos resulta más familiar: Señor, te amo, quiero amarte. Sin embargo es posterior a la de ser amados. Antes de eso, por ser primero, deberíamos afianzar esta maravillosa certidumbre: Dios nos ama, Dios me ama.

¿Qué somos entonces, si Dios puede amarnos? Más de una vez, esta idea me ha hecho soñar, pero no acabo de ver claro. ¿Tú, Señor, y nosotros? ¿Qué encuentras en nosotros? ¿Qué ocurre cuando tú nos miras? ¿Te conmueves? ¿Te diviertes? ¿Te irritas? Ya el antiguo salmo se planteaba esta cuestión: "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?". ¿Qué soy yo a tus ojos, Señor, para que pienses en mí? Cuando alguien piensa en nosotros, nos sentimos felices. ¿Cómo es que no sentimos esa misma dicha, mil veces más intensamente, ante la idea de que Dios nos ama? La respuesta es fácil. Los que nos aman tienen un rostro, sus ojos nos sonríen, su voz nos conmueve. Pero ¿Dios? ¿Cómo nos mira? ¡Es tan difícil imaginarle!

¡Dios es tan silencioso! Apenas dicho esto, tengo vergüenza de haber hablado así. ¿Cómo puedo olvidar que, para hablarnos de amor, Dios nos envió su propia palabra? ¿Que para poder sonreírnos quiso unos ojos de hombre? "Al Verbo de vida, dice Juan, lo hemos visto, lo hemos oído, lo han tocado nuestras manos; la vida se ha manifestado en él".

¡La vida nos ha mirado! El secreto de los iconos está ahí: ser mirados por Cristo, ser mirados con amor por Dios. Esa mirada puede realmente hacernos existir. El hijo mirado con cariño se desarrolla feliz; el hombre amado, la mujer amada sienten, bajo ese sol, que existen, que son alguien para el otro ¡Sentir o, por lo menos, saber por la fe que yo soy alguien para Dios! El ama también a los que me cuesta amar. Pensar en su mirada sobre mí no tiene que llevarme a imaginar un tú a tú que haga el desierto alrededor de nuestro amor; eso sería perder pronto ese amor. Yo soy amado por un amor inmenso, en un amor inmenso.

"Tanto amó Dios al mundo". Cuando desprecio a alguien, cuando le tengo envidia, cuando lo ignoro, me salgo de la revelación que establece el único espacio en que puedo ser amado por Dios: él ama a todos los hombres, nos ama como pueblo. Amado por él, comulgo de su mirada de amor a los demás: "Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve".

ANDRE SEVE
EL EVANG. DE LOS DOMINGOS
EDIT. VERBO DIVINO ESTELLA 1984.Pág. 194


5. J/MUERTE/VD  /Gn/22/02  SV/CONDENACION 

"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna".

Jesús es el don del amor de Dios a la humanidad. Tan incomprensible, tan fuerte, tan eficaz es ese amor de Dios al mundo, al mundo humano creado por Dios y alejado de él, que le "entregó a su Hijo único". En el vocabulario del cristianismo primitivo esa manera de hablar está siempre en relación con la cruz.

Es una reflexión sobre la muerte en cruz de Jesús, muerte que, en definitiva, atribuye no a simple "permisión divina", ni a un proceso lleno de vicisitudes, sino a la misma voluntad de Dios.

Ahora bien, esa "voluntad de Dios" no es un capricho arbitrario y ciego, sino una "voluntad de salvarnos", es decir, amor.

En esta entrega del Hijo único hay un recuerdo del sacrificio que otro padre -Abrahan- hizo también de su hijo único: "Anda, coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto, sobre uno de los montes que yo te indicaré" (Gn 22. 2). Aquel sacrificio no llegó a realizarse. El cordero que sustituye a Isaac y se sacrifica sin resistencia es este Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

El Padre, por amor a nosotros, nos entrega a su propio Hijo, el único, en nuestras manos y nosotros entregamos a este Hijo único de Dios a la muerte.

El Padre no envía al Hijo a la muerte sino a la solidaridad con los hombres. Huyendo de la realidad humana, Jesús pudo haberse salvado de la muerte. Este es el sentido de las tentaciones que Jesús sufre a lo largo de su vida. Pero Jesús sabe que la salvación no le llega al hombre por la huida de la realidad humana, sino por la identificación hasta el fondo con ella, por apurarla hasta las heces.

El Padre no envía al Hijo a la muerte sino al cumplimiento fiel de su misión de revelar el amor del Padre, su misericordia sobre todos los hombres, y la muerte de Jesús es una consecuencia de su obrar. Una decisión que corría un riesgo, que Dios no "escatimó" (/Rm/08/32). Si hubiéramos aceptado plenamente el amor de Dios ofrecido en Jesús, aquella venida de Jesús habría sido un acto de amor sólo positivo. Pero como desde nuestra situación de pecado lo hemos rechazado, aquella entrega toma la forma negativa de muerte.

El propósito y la voluntad de Dios, según se manifiesta en el envío del Hijo, es la salvación del mundo, no su condenación. Se trata, por tanto, de un claro predominio del designio de salvación en la actuación amorosa de Dios en el mundo; de una preponderancia, de una prioridad de la salvación sobre la condenación; se trata de un triunfo de la salvación.

Ateniéndonos a la clara afirmación de este texto del evangelio, podemos decir que la salvación o condenación del hombre no son dos alternativas equivalentes, que cada una de ellas tenga el cincuenta por ciento de posibilidades, sino que a la salvación le corresponde una superioridad indiscutible.

Según este texto, existe en Dios una voluntad indiscutible de amor y de salvación, mientras que no existe una voluntad de condenación en Dios. Dios no quiere que nadie se condene.

Lo que sí queda abierta es una posibilidad de perder la salvación por parte del hombre. En el envío del Hijo -y esto es lo que dice el texto- Dios ha explicado a todo el mundo que quiere salvar al mundo y quiere librarlo de la condenación y de la ruina. Es necesario reconocer esa acción anticipada de Dios con ese compromiso clarísimo de salvación. Pero el hombre puede rechazar esta oferta del amor salvador que Dios le ofrece en Jesús, su Hijo: "el que no cree en él ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios".

Si alguien se excluye de la salvación se debe al rechazo del ofrecimiento que Dios hace en Jesús.

"Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz".

Ser sincero con Dios y consigo mismo. Apostar siempre a favor de la luz, de la vida, del hombre y del mundo. Esto es creer en el nombre del Hijo único de Dios. El que cree así no será condenado.

Se puede creer así aunque no se conozca a Jesús.

Apostar siempre -aun en medio de las mayores dificultades- por la vida del hombre y del mundo, es creer en el nombre del Hijo único de Dios.


6.

No nos debe dar miedo de Dios, si hay que temer a alguien es a nosotros mismos. No es Dios el que puede amargarnos la vida -ni ésta ni la futura-. Lo que nos puede perder es nuestra insensatez, nuestra resistencia a aceptarlo tal y como él se quiere manifestar: como amor sin límite.

NACER DE NUEVO

Nicodemo, a quien Jesús dirige las palabras del evangelio de hoy, era un fariseo. El partido fariseo era adversario del saduceo, al que pertenecía la mayoría de los sumos sacerdotes, los jerarcas religiosos que gobernaban el templo de Jerusalén y a los que los fariseos acusaban de ilegítimos. Por eso Nicodemo, después de la expulsión de los mercaderes del templo, vino a negociar con Jesús para establecer un acuerdo. El estaba dispuesto a aceptar que Jesús era un "maestro venido de parte de Dios", pero quería que todo se desarrollara "dentro de un orden", dentro del orden que establecía la Ley.

Nicodemo propone a Jesús que realice su misión de acuerdo con ellos, actuando como maestro de la Ley de Moisés, que era, según las doctrinas fariseas, fuente de vida y norma de comportamiento para el hombre.

La respuesta de Jesús fue tajante: no es sólo una reforma de las instituciones religiosas lo que él propone; según el proyecto de Dios, hay que "nacer de nuevo", hay que crear una nueva sociedad formada por hombres nuevos (Jn 3, 1-12).

LEVANTADO EN ALTO

"Lo mismo que en el desierto Moisés levantó en alto la serpiente, así tiene que ser levantado este Hombre, para que todo el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva".

La Ley, explica Jesús a Nicodemo, ya no puede desempeñar las funciones que se le atribuían en la doctrina de los fariseos. De hecho, no había cumplido esas funciones en el pueblo de Israel, pues no había sido capaz de impedir que la más importante de sus instituciones, el templo, se hubiera convertido en instrumento de muerte y de opresión de los pobres ¡en nombre de Dios mismo! La vida de Dios llegará a los hombres por un cauce totalmente distinto: por un hombre, el Hombre "levantado en alto", colgado en una cruz a la que lo llevará la fidelidad y la lealtad en el cumplimiento de su compromiso de amor con toda la humanidad. De este modo, "todo el que lo haga objeto de su adhesión", todo el que decida asumir esa forma de vivir y de morir (morir por amor, gastar la vida amando), nacerá de nuevo y obtendrá la "vida definitiva". Y, de ese modo, el Hombre "levantado en alto", el Mesías crucificado, será la norma de comportamiento para todos los que quieran caminar iluminados por Dios, para todos los que elijan la luz y abandonen la oscuridad de un mundo organizado en contra de la voluntad de Dios y de la felicidad del hombre.

ASÍ MANIFIESTO SU AMOR

"Porque así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva".

El hombre "levantado en alto" será, además, la revelación de una imagen de Dios inconcebible para los que habían vivido bajo la Ley. Esta, además de indicar qué era lo que el hombre debía hacer y qué lo que le estaba prohibido, establecía también el castigo que correspondía a los que violaban sus mandatos. La Ley era para el hombre (Pablo desarrollará espléndidamente estas ideas. Véase, por ejemplo, Rom 7, 7-24; Gál 3, 23-4,7) una constante amenaza de castigo. Pero Dios no es, no quiere ser, una amenaza para los seres que más ama, para los hombres. Y por eso ha decidido revelarse y manifestar su gloria en el amor de aquel hombre que llevó su compromiso hasta la entrega de su propia vida. Y en lugar de prometer un cielo para los que se porten bien y de amenazar con un infierno para los que se porten mal, envía a su Hijo para que nos descubra el infierno en que hemos convertido la tierra, y nos enseñe a construir el cielo aquí y ahora. Y dimite de su función de juez supremo y nos traspasa a nosotros la responsabilidad de decidir y de escoger entre salvar y condenar nuestra vida y nuestro mundo: "Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve. El que le presta adhesión no está sujeto a sentencia; el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión en calidad de Hijo único de Dios".

Para mantener el desorden que nos empeñamos en llamar orden (la ley y el orden, que dicen algunos) es necesario un Dios que mande mucho y que amenace más; para que sus amenazas produzcan efecto y los hombres obedezcan sus leyes algunos necesitan un Dios que meta miedo; pero por lo que Jesús le dice a Nicodemo, Dios no va a estar por la labor. Cierto que él no va a imponer su punto de vista; sólo lo va a exponer... "levantado en alto". Allí lo podrán ver todos y podrán comprobar que Dios es amor. Y podrán escoger y ponerse del lado del crucificado o de sus asesinos; y elegir, para sí mismos y para el mundo, la salvación del amor de Dios o la ruina del orden este. Sin miedo: ¿qué miedo va a dar un Dios que se manifiesta en un hombre clavado en una cruz? Pero asumiendo cada cual su responsabilidad, no sólo por el lado en el que se coloque, sino por la imagen de Dios que anuncie a los demás, pues sólo una es válida: la que revela el Hombre aquel, el Hijo único de Dios.

RAFAEL J. GARCIA AVILES
LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO B
EDIC. EL ALMENDRO/MADRID 1990.Pág. 64ss.


7.

-El Hijo enviado para salvar al mundo

Este tema, recogido del evangelio de Juan para el 4º domingo de Cuaresma (Jn. 3,14-21), ya se había empezado y profundizado en las lecturas del 2º domingo, concretamente en la 1ª (Gn. 22, 1... 18) y en la 2ª (Rm. 8,31-34). La perícopa presentada hoy como lectura evangélica no deja de plantear problemas que, a decir verdad, no interesan a la proclamación litúrgica más que de lejos. Es verdad que, al leer el capítulo 3º, se percibe con facilidad una notable diferencia entre la presentación de los versos 1-12 y los versos 13-21, que constituyen precisamente la lectura de hoy. En esta segunda parte se trata, desde luego, de la regeneración del hombre mediante la muerte y resurrección de Jesús. Pero el estilo es diferente. Aquí se emplea la segunda persona: vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Jesús no dialoga ya con Nicodemo, sino que se dirige a terceras personas.

Hay que notar también la insistencia de Jesús en la exaltación del Hijo del hombre, que no se adapta más que de forma bastante vaga con lo precedente. No se podía evitar, pues, el pensar que estos versos representan una catequesis de Juan mismo y una de sus mejores composiciones. Es esta una de las posiciones de la exégesis alemana, representada por varios autores a los que es inútil citar aquí. Parece que es innegable un retoque efectuado por Juan. En cuanto a la distinción entre cuáles son exactamente las palabras de Jesús y qué es lo que Juan ha introducido de propia cuenta, inspirado por el Espíritu, hay que renunciar a saberlo. En realidad todo el evangelio de Juan presenta el mismo problema. No es que se trate en Juan -lo contrario ha sido probado tantas veces- de fantasías personales, sino que él retoma los acontecimientos y las palabras de Jesús, bajo la dirección desde luego del Espíritu, para hacer de ellas una catequesis que ha de provocar a la fe. Es el caso de este pasaje.

Jn/VERDAD  SV/CONDENACION: El tema fundamental que se ha querido presentar hoy es el de la regeneración del hombre, condicionada por el envío del Hijo y su venida, así como por su exaltación, es decir, su crucifixión y su resurrección triunfante. Este es el plan realizado del amor de Dios hacia los hombres. Es, por lo tanto, el amor de Dios el originario punto de partida de todo el proceso de salvación. Pero esta salvación tiene que ser aceptada, y cuando vino la luz, los hombres prefirieron las tinieblas. Eso es el juicio del mundo, realizado con la venida de Cristo. Los hombres, pues, se condenan ellos mismos cuando rehúsan aceptar la luz para continuar sus obras malas. Renacer supone, en consecuencia, toda una actitud; la renovación que se nos ofrece no se verifica mecánicamente. Aunque Cristo vino para dar la vida, ésta tiene que ser aceptada; de lo contrario, lo que ha venido a traer es el juicio. Hay, pues, que obrar la verdad, si queremos venir a la luz. ¿Que quiere decir "obrar la verdad"? El término "verdad" es, como se sabe, un término querido a Juan. El término griego aletheia, verdad en el sentido intelectual de la palabra, lo ha traducido el hebreo por emet, que designa más bien el orden moral. ¿Qué significa para Juan la "verdad"? Por ejemplo en nuestro pasaje: "Todo el que obra la verdad va a la luz". Podría traducirse: "aquel que obra bien, de forma honesta". Quedaríamos entonces en el sentido hebreo de emet; actuar fielmente. No faltan ejemplos en el Antiguo Testamento (Gn. 32,1O; 47,29, etc.). De este modo se restringiría el texto a un significado moral. ¿Se trata de esto en la mentalidad de San Juan? Cuando escribe: "El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad completa" (Jn. 16,13), se trata no de fidelidad sino de verdad, es decir, el conocimiento de la realidad que nos es entregada por Jesús, la realidad eterna revelada a los hombres. Cristo no sólo revela la realidad, sino que él mismo es en definitiva esta realidad (Jn. 14, 10).

El Hijo ha traído, pues, la verdad a la tierra y ésta ha producido la luz que era además éI mismo: la verdadera luz. Es preciso vivir y actuar según esta verdad para venir a la luz, que equivale también a decir "para renacer". En medio de un contexto sacramental se comprende la importancia de un texto como éste: el signo sacramental no es magia, supone siempre la fe y la aceptación de la verdad en la luz.

-Tanto amó Dios al mundo

Continuando en el mismo pasaje del Evangelio de hoy, esta frase se destaca intensamente. No es que el hecho sea desconocido, pero sí que existe una cierta espiritualidad más ligada a la necesidad de amar a Dios, que al hecho de que somos amados por él. Juan insiste a menudo en este hecho del amor de Dios, revelado en la actividad salvadora del Hijo:

"En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene:
en que Dios envió al mundo a su Hijo único
para que vivamos por medio de él.
En esto consiste el amor:
no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn. 4, 9-1O).

Esta prioridad del amor que Dios nos tiene es una de las realidades más conmovedoras del cristianismo, ya que supone por parte de Dios la misericordia para con el pecado y la debilidad de los hombres. Juan afirma además en otras partes este amor:

"En esto hemos conocido lo que es amor:
en que él dio su vida por nosotros (1 Jn. 3, 16).

La realidad para Juan es tal, que caracteriza la actitud misma del cristiano en la fe:

Y nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene,
y hemos creído en el (1 Jn. 4,16 a).

Y no se trata para el cristiano de una actitud pasajera, sino de una constante necesaria:

Dios es Amor
y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él. (1 Jn. 4,16 b).

Por lo tanto, quien no cree en el amor ya está condenado porque no ha aceptado al Hijo (Jn. 3,18). El motivo de la condenación es evidente: La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas... (Jn. 3,19).

El conflicto luz-tinieblas, propio del Cuarto Evangelio, desvela toda la dramática realidad de la vida del cristiano. El cristiano se encuentra ante una elección a la que no puede escapar.

-Cólera de Dios y misericordia

Precisamente el presente relato de la 1ª lectura de este 4º domingo nos pone en presencia de la infidelidad de Israel: "todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades" (2 Cro. 36,14). El texto subraya asimismo que todos despreciaban a los enviados de Dios y se burlaban de los profetas. Encontramos aquí un paralelismo con el texto del Evangelio: los hombres no recibieron la luz, sino que prefirieron las tinieblas. La cólera de Dios provoca la destrucción del Templo y la deportación a Babilonia de los que habían escapado a la masacre.

Pero el Señor es Dios de amor, y volvemos así una vez más al texto elegido del Evangelio: setenta años después, Ciro, rey de Persia, hizo edificar un templo y permitió a todos los que formaban parte del pueblo de Dios que subiesen a Jerusalén. El salmo escogido como respuesta a esta lectura expresa admirablemente los sentimientos de Israel y puede igualmente traducir los nuestros:

¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén
que se me paralice la mano derecha... (Sal. 136).

De esta forma, la expiación, el sufrimiento, la toma de conciencia de un modo de reaccionar para con Dios que no coincida con la verdad, permite la vuelta a la benevolencia, característica del Dios del Antiguo Testamento lo mismo que del Nuevo: un Dios que perdona y que pone a salvo. Y esto es lo que por su parte quiere subrayar la 2ª Iectura de esta celebración.

-Muertos por la falta, resucitados por la gracia

En su carta a los Efesios, San Pablo se expresa en estos vigorosos términos: "Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muerto a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef. 2,4-10).

Nos encontramos otra vez con toda la realidad del amor de Dios que tan patentemente se nos ha mostrado en el Evangelio. Hay un pasaje de la carta a los Romanos que es para nosotros una atrayente certidumbre: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm. 5,8).

Antes el Apóstol había escrito, y se adivina con qué emoción espiritual, pensando en su propio caso: "En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir..." (Rm. 5,6-7).

Somos, pues, vivientes y vivientes con Cristo: "El Padre nos vivificó juntamente con Cristo" (Ef. 2,5). San Pablo explica en otros sitios esta realidad: "Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos" (Col. 2,12).

Pero no sólo hemos resucitado, sino que vivimos también nuestra Ascensión con Cristo: "...y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef. 2,6).

Para San Pablo, la Ascensión es signo del estado de Cristo glorioso después de su obediencia hasta la muerte (Flp. 2, 9). Pero esta ascensión es también la muerte y para nosotros no es sólo una alentadora promesa para el final de nuestra vida, sino que existe ya en sus principios. El bautismo es ya nuestra ascensión al cielo y es consecuencia de nuestra resurrección con Cristo.

Nos hallamos, pues, en plena contemplación de la sobreabundancia de la gracia otorgada por el Padre. Somos salvados por gracia, esta gracia es rica y hace buenos nuestros actos a los ojos de Dios.

Tal es la densa enseñanza de este 4º domingo de Cuaresma. De todo ello hay que mantener no sólo la admirable coherencia del designio de salvación de Dios, sino reflexionar además sobre la forma en que tenemos que vivirlo concretamente.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO
CELEBRAR A JC 3 CUARESMA 
SAL TERRAE SANTANDER 1980.Pág. 148-152