Segunda
etapa
EL
DIOS DE LOS PROFETAS
Hombres
de Dios y hombres de su tiempo
Los profetas tienen una doble experiencia simultánea acerca de Dios y de su tiempo. Conocen a Dios y conocen a su gente. Y justamente porque conocen a Dios y a su mundo, se sienten llamados a dar a conocer a Dios al pueblo de su tiempo; y, a la vez, en nombre de su Dios, denuncian, consuelan y animan al pueblo, según fueran sus necesidades.
No es posible ser profeta de Dios, si en
verdad no se le conoce a Dios y al mundo en el que se vive. Si se conoce bien la
realidad socio - económica, quizás se pueda ser un buen sociólogo o un buen
político. Si alguien dice que conoce a Dios, pero no conoce bien la realidad de
su mundo, puede que sea una persona muy espiritual, pero ciertamente no tendrá
nada de profeta.
El profeta tiene que anunciar. Anunciar,
en primer lugar, a Dios mismo, un Dios vivo, respuesta a los problemas
acuciantes que se viven en ese momento. No respuesta a los problemas de otro
tiempo, sino a los que aplastan a sus conciudadanos. Y este anuncio siempre está
cargado de esperanza, justamente porque anuncia al Dios de la vida en medio de
un mundo de muerte.
Se dice que el profeta tiene también
siempre como oficio propio el denunciar. Pero ello depende de la realidad que se
encuentre ante sus ojos. Si esa realidad es contraria al plan de Dios,
ciertamente tiene que denunciarla. Pero a veces su misión es sólo de consolar
o de animar, porque eso es lo que le pide su fe aplicada a las circunstancias.
Hasta antes del destierro en Babilonia
los profetas son denunciadores de aquella sociedad corrompida. Pero justo en el
tiempo del exilio su principal actividad fue la de consolar a aquel pueblo
humillado y desanimado. Y después del destierro, la principal misión de los
profetas de entonces fue animarles a seguir reconstruyendo su país, en medio de
terribles dificultades. A través de estas tres actividades –denunciar,
consolar y animar– Dios mismo se fue revelando poco a poco.
No se concibe a un profeta que no anuncie
a Dios. Y para ello lo que hacen con frecuencia es justamente lo contrario:
denunciar los rostros falsos de Dios. Precisamente porque conocen a Dios, saben
detectar toda imagen falsa de la divinidad. El que no conoce bien a Dios
confunde fácilmente su imagen verdadera con sus falsificaciones. El profeta es
como un detector de mentiras, de mentiras acerca de Dios. A él le subleva
terriblemente todo lo que intente ser manipulación y falseamiento de Dios.
El
Dios de la historia
En los primeros siglos de la etapa profética
Dios no aparece todavía como un poder universal; su poder se limita a Israel.
Se ve todavía como normal que los otros pueblos tengan sus propios dioses.
Para ellos Yavé es el “Dios de
nuestros padres”, el Dios que adoraron nuestros padres, entre otros dioses
posibles que hubieran podido adorar. Pero Israel celebró un pacto con Yavé, y
éste lo tomó como pueblo propio. Desde entonces la suerte de los dos está
unida indisolublemente. Así se lo recuerda Josué con toda claridad (Jos
24,15-22).
Miqueas afirma: “Los pueblos marchan cada uno en el nombre de sus dioses respectivos,
pero nosotros marchamos siempre en el nombre de Yavé, nuestro Dios” (Miq
4,5).
En esta etapa se insiste en un
acercamiento de Dios a la existencia del hombre. Se trata ahora de una relación
más personal y más moral, y, por consiguiente, menos ritualista que la
anterior.
Yavé se obliga a que la fidelidad de
Israel se traduzca en prosperidad y felicidad (Is 3,10). La fidelidad exigida
por Yavé produce una sociedad justa y feliz (Dt 5,1-7. 32s): “Sigan en todo el camino que Yavé les ha marcado; así vivirán y serán
felices y sus días se prolongarán en la tierra que van a conquistar” (Dt
5,33).
La primera consecuencia religiosa de esta
exigencia de fidelidad es un juicio crítico negativo sobre una religión
ritualista, como se ve, por ejemplo, con claridad en Amós 5, 21ss. y en el
primer capítulo de Isaías, en los que se desprecia todo lo ritual sin espíritu
y sin justicia.
La segunda es que la moralidad propia de
esta etapa es consecuencia de la alianza con Dios. Todo lo demás ha de
subordinarse a la alianza: se usa en la medida en que sirve para cumplirla (Dt
7,1-13).
En tercer lugar, esta alianza con el Dios
de la historia debe tener como resultado una actitud histórica. El compromiso
de Israel es cumplir los mandamientos de Yavé. El compromiso de Yavé es
proteger a Israel, dándole abundancia, fertilidad, triunfo contra sus enemigos
y todo lo necesario para vivir una vida histórica. Israel se preocupa de la
moral, y debe dejar a Yavé ocuparse de la historia (Is 22,9-12).
Cuando a Israel le amenaza el peligro de
las invasiones de los grandes imperios, los profetas insisten en que no hay que
enfrentarlos con las mismas armas que ellos usan. Lo único eficaz es poner en
marcha una renovación moral hacia adentro. Lo demás es cosa de Yavé, que es
siempre fiel a su compromiso. Cada problema histórico replantea a Israel su
infidelidad a la alianza establecido con Yavé.
Esta actitud se apoya en el cimiento de
una confianza absoluta en que Dios es capaz de cumplir la parte que le toca: la
conducción de la historia. Por eso se critica a quienes pretenden ser ellos
mismos providencia histórica. Oseas e Isaías atacan como idolátricos los
pactos políticos con los imperios (Os 7,9-11; 31, 1ss).
El verdadero trato con Dios en esta etapa
consiste, pues, en observar una moralidad de acuerdo con la alianza realizada
con Yavé, y dejarle a éste, según su providencia, la disposición de los
acontecimientos históricos.
En la primera etapa aparecía Dios con
los rasgos del misterio. Ahora aparece como una providencia histórica, que
dispone de los acontecimientos según la conducta moral de su pueblo. Con ello
lo divino se va acercando al centro de la existencia humana.
Así el pueblo va tomando conciencia de
que tiene una vocación histórica, aprobada y sostenida contra todos los obstáculos
por un poder divino. Israel descubrió que era colaborador de Dios en un
designio histórico. Lo cual le dio confianza para poder salir de la seguridad
anterior que le daba la religión ritual.
Este nuevo elemento, el de ser
colaborador de Dios en un designio histórico, pasará, purificado, a la
revelación cristiana como algo básico. Pero le faltaba aun purificarse del
elitismo de grupo, pasando a la siguiente etapa, que será ya de universalismo,
como veremos más adelante.
Las
primeras experiencias proféticas
Cuando aparecen los profetas ya estaba
avanzada una larga tradición oral acerca de Dios. De padres a hijos se habían
ido transmitiendo ricas experiencias. Y ya existían también unos primeros
escritos.
A
los patriarcas Dios se había manifestado eligiéndolos y prometiéndoles
familia y tierra. Durante la esclavitud de Egipto se manifiesta como el Dios que
libera. En el desierto es el Dios exigente que purifica. Durante las primeras épocas
en Canaán ellos se sienten acompañados
por su Dios en toda aquella tarea de llegar a conseguir tierra fraterna en la
que vivir dignamente como hijos de ese Dios que los quiere a todos ellos por
igual. Yavé no es como Baal, que tiene hijos predilectos, a quienes les entrega
toda su tierra, y a los demás, como secundones, les ordena vasallaje. El pueblo
del tiempo de los Jueces demuestra la fe en su Dios no admitiendo ningún tipo
de opresión: son todos hermanos por igual. Por eso no tienen reyes, ni ejército
permanente: Yavé es su único Señor.
Más
tarde, durante el reinado de Salomón, ante tanta magnificencia esplendorosa,
fruto de una opresión por primera vez organizada, los primeros escritos van a
insistir en que lo principal es la fe en Yavé, y no todo aquel orgullo
nacional.
Justamente
los profetas surgen a partir de un ambiente de creciente opresión durante la
monarquía. La fe en Yavé no les permitía vivir callados ante tanta mentira
organizada. La mayoría de los reyes y los "grandes" de Israel y de
Judá decían creer en Yavé, pero no eran sino unos farsantes, que influían
negativamente en el comportamiento y en la fe del pueblo...
8.
SAMUEL: El Dios de las personas honradas
Samuel, último juez (1Sam 7,15) y primer
profeta (3,20), (siglo XI a.C.) constituye una figura importante de transición,
pues vive en un momento decisivo para la historia de Israel.
Dios escuchó el clamor de su madre Ana,
que era estéril (1Sam 1). Ella representa a la mujer sencilla, confiada y
humillada, que se sincera totalmente delante de su Dios. Yavé le responde
fecundando con su amor la semilla de la vida, de donde brotó Samuel. Nació
como fruto de una profunda oración, fruto de la gracia y del amor de Dios; y
todavía tierno, lleno de inocencia, su madre lo presentó y consagró a Dios
(2,11).
Samuel experimentó a Yavé desde su niñez,
sintiéndolo como un Dios que escucha la voz de los oprimidos y desesperanzados
y rechaza todo tipo manipuleo de la religión para cometer injusticias.
Con Samuel se inaugura la figura de los profetas como transmisores de la palabra de
Dios a su pueblo. “La Palabra de Dios
era escasa en aquellos días” (3,1), pues no había quien la escuchara.
Siendo aun él jovencito, Dios le llama por su nombre repetidamente: (3,4-10).
Cuando él se da cuenta que Dios quiere hablarle y él se decide a escucharlo,
lo siente a su lado: “Yavé entró, se
paró a su lado y le llamó de nuevo” (3,10).
La actitud fundamental de Samuel es la de
escucha de la Palabra de Dios: “Habla,
Señor, que tu siervo escucha” (3,10). En esta primera ocasión Dios confía
una misión importante a este adolescente (1Sam 3,13). Lo elige y confía en él
(9,21; 16,11-13), porque tiene preferencia por los sencillos, los que no cuentan
para los poderosos. Elige al insignificante ante los hombres para transmitir su
mensaje a los poderosos.
Samuel era sirviente del anciano
sacerdote Helí que, casi ciego, no sabe ni controla los juegos sucios de sus
hijos que se aprovechan de la religiosidad del pueblo. Dios se presenta al
muchacho con toda sencillez, como un susurro íntimo en medio de la noche. Al
principio no le entiende, pero por fin aprende a escuchar lo que Yavé quiere
decirle (3,4-9). Y el encargo que recibe es sumamente grave: ha de avisar a su
amo que Dios está muy enojado con él: "Comunícale
que yo condeno a su familia para siempre por el pecado de saber que sus hijos se
están envileciendo y no habérselo impedido" (3,13). Helí es una
autoridad religiosa que ha cumplido mal su tarea: no ha sabido o no ha podido
educar a su familia. Y él lo reconoce, y acepta su castigo. Y admite también
el relevo generacional que ello conlleva en sí: el sacerdote anciano da paso al
joven profeta, viendo en ello la mano de Dios. Helí, a su modo, también tiene
una nueva experiencia de Dios; siente que su castigo está preñado de
esperanza.
A partir de entonces, “Samuel creció y Yavé estaba con él. Y todo lo que Yavé le decía
se cumplía” (3,19). Todo el pueblo lo reconoció como profeta de Yavé
(3,20), el hombre de la palabra de Dios.
Samuel aprende a llevar a la oración las
dificultades de cada momento, para poder escuchar así la respuesta de su Dios.
Sabe escuchar a Dios en la realidad de su pueblo; y sabe también escuchar las
palabras del pueblo para llevarlas al Dios de la vida (8,21) y pedir por ellos
(7,9; 12,23).
Samuel sabe que Yavé tiene un plan
liberador sobre su pueblo; quiere que Israel viva en fraternidad, en
solidaridad, en un sistema social en el que todos sean reconocidos en su
dignidad. Y su pueblo lleva ya casi doscientos años esforzándose por llevar a
la práctica el proyecto de ser un pueblo de hermanos, muy distinto al de los
pueblos vecinos. Por eso demuestra su desagrado cuando le piden que le nombre un
rey, así como tienen los demás pueblos.
Samuel les avisa con claridad que el
acaparamiento del poder en una sola persona, de forma permanente y hereditaria,
puede ser contrario a los planes de Dios: esos reyes se pueden convertir en
opresores, acaparadores no sólo de riquezas, sino de la misma dignidad de sus súbditos.
Habría prosperidad para ellos y sus allegados y miseria para el pueblo
(8,11-18).
Pero escucha el clamor de su pueblo y
respeta su decisión, concediéndole un rey, a pesar de que él no estaba de
acuerdo. "No te rechazan a ti",
le aclara a Samuel, "sino que es a mí
a quien han rechazado para que no reine sobre ellos" (8,7). A través
de Samuel hace conocer al pueblo sus deseos de fraternidad absoluta, pero
respeta la libertad y la decisión de su pueblo y le deja que experimenten: “Hazles
caso; dales un rey” (8,6-7). Pero aun así Samuel les advierte de las
consecuencias nefastas que les acarreará su decisión:
“Miren
lo que les va a exigir su rey: les tomará a sus hijos y los destinará a su
carro y a sus caballos, o también los hará correr delante de su propio carro;
los empleará como jefes de mil y como jefes de cincuenta; los hará labrar y
cosechar sus tierras; los hará fabricar sus armas y los aperos de sus caballos;
les tomará sus hijas para peluqueras, cocineras y panaderas; a ustedes les
tomará sus campos, sus viñas y sus mejores olivares y se los dará a sus
oficiales; les tomará la décima parte de sus sembrados y de sus viñas para
sus funcionarios y servidores; les tomará sus sirvientes, sus mejores bueyes y
burros y los hará trabajar para él, a ustedes les sacará la décima parte de
sus rebaños y ustedes mismos serán sus esclavos. Ese día se lamentarán del
rey que hayan elegido, pero Yavé ya no les responderá"
(8,11-18).
Pero "el
pueblo no quiso escuchar a Samuel y dijo: “¡No! Tendremos un rey y nosotros
seremos también como los demás pueblos" (8,19). Samuel respeta su
decisión, pero siempre estará dispuesto a criticar al poder cuando no ve
coherencia entre la fe en Yavé y la justicia que practican. Tanto, que llega a
hacer destituir a Saúl, el primer rey, a quien le echa en cara: “A
Yavé no le agradan los holocaustos y los sacrificios, sino que se escuche su
voz… La rebeldía es tan grave como el pecado de los adivinos; tener el corazón
porfiado es como guardar ídolos. Puesto que tú has descartado la orden de Yavé,
él te ha descartado como rey" (15,22-23).
Este Dios que experimenta Samuel es
sumamente exigente, y por ello juzga el culpable comportamiento de los miembros
de la familia de Helí, el sumo sacerdote (3,11-14) y la del rey Saúl. Es un
Dios celoso, que quiere que su pueblo se vuelva sólo a él (7,3-6). Dios fiel,
constante, justo y cercano, que exige de su pueblo confianza, obediencia,
convencimiento y fidelidad.
Personalmente, para Samuel es un Dios
cercano, un amigo, con quien dialoga. En todo momento acude a él y él lo
escucha y lo acompaña (17,36s). Es un Dios capaz de sacar vida de la muerte; de
la esterilidad hace surgir la vida. Dios fuerte, poderoso defensor de los
pobres, que los levanta del suelo para dignificarlos (1,8; 2,4-8).
Con Samuel se palpa una presencia
permanente de Dios en la historia de su pueblo; un Dios comprometido con la
realidad de la gente, que ama a los pequeños y escucha su clamor; un Dios
generoso en responder, lleno de misericordia, que pisa tierra al lado de su
pueblo; un Dios que nunca abandona, dador de vida; un Dios que elige, llama y se
mantiene siempre fiel a su alianza.
El testamento de Samuel, después de
probar la honradez de su vida, se limita a este magnífico consejo, resumen de
toda su vida: “No se alejen de Yavé y sírvanle
con todo su corazón” (12,20).
Texto
para dialogar y meditar: 1Sam 3 (vocación de Samuel)
1.
¿Cómo podemos resumir la experiencia de Dios que tiene Samuel?
2.
¿En qué medida estamos nosotros dispuestos a escuchar lo que como pueblo
quiere decirnos Dios?
Terminamos
rezando juntos el cántico de Ana, madre de Samuel: 1Sam 2,1-10.
9.
DAVID: Un gobernante que se humilla ante Dios
David, hijo de Jesé, nació en Belén
durante la segunda mitad del siglo XI a.C.
Su vocación transcurre a partir de las más
puras raíces bíblicas. Cuando Dios lo llama es aun un jovencito, despreciado
por sus hermanos y aun por su propio padre. El profeta Samuel, designado por
Dios para consagrarlo, se fija con avidez en la fortaleza y buena presencia de
los otros hijos de Jesé. Pero Yavé le advierte ante cada uno: “No mires su apariencia ni su gran estatura, porque lo he descartado.
Pues la mirada de Dios no es la del hombre; el hombre mira las apariencias, pero
Yavé mira el corazón” (1Sam 16,7). Ninguno de los que Samuel elegiría
es el elegido por Dios. El elegido es el hermano pequeño que está en el campo
guardando las ovejas de la familia. Parece que a Dios le gusta seleccionar a los
ausentes y pequeños.
Poco después entra al servicio del rey
Saúl como músico para aplacar su espíritu atormentado (1Sam 16,4-23;
17,1-11). Y se afianza su prestigio cuando, con su honda de pastor, puesta su
confianza en Dios, derrota al gigantesco filisteo Goliat, pertrechado a la
perfección (1Sam 17,12-51), con lo que fue alcanzando, poco a poco, una gran
popularidad (1Sam 18,12-16; 25 - 30), que le acarreó el odio y la persecución
a muerte por parte del rey. Así fue como se convirtió en jefe guerrillero
independiente, al servicio de quien mejor le pagara.
A la muerte de Saúl, después de muy
variadas intrigas, asesinatos y luchas, se convierte en rey de Judá primero,
después de Israel y de diversos otros reinos que va conquistando después.
Con gran habilidad política escogió
como residencia a la ciudad cananea de Jerusalén, recién conquistada, a la que
nombró capital de su amplio reino. Allá trasladó el arca de la alianza, con
lo que pasó a ser la capital religiosa también (2Sam 5,6).
El complejo Estado davídico sólo se
mantenía unido por la fuerte personalidad de David y su ejército personal. En
su organización se inspiró en el modelo de Egipto.
Se preocupó por mantener la fe yavista
de sus padres como elemento unificador de los diversos grupos que componían su
Estado.
Al final de su vida fomentó y sufrió
intrigas de toda clase, asesinatos, traiciones y guerras internas. Sus más de
veinte hijos lucharon entre sí y contra su padre, y él fue siempre flojo y
condescendiente con ellos. Su familia, convertida en signo de poder, es nido de
intrigas y sufrimientos. Sus hijos se ultrajan (2Sam 13), conspiran, se asesinan
y son asesinados (2Sam 18,9-15). En su vejez las malas noticias familiares le
torturaron sin cesar (2Sam 18,31).
La personalidad de David fue excepcional.
Fue un valiente e indómito guerrero, un conquistador afortunado, un astuto político,
un prudente organizador, un cruel perseguidor de sus enemigos, un sabio
administrador de la justicia... Por todo ello no es de extrañar los enfoques
contradictorios que siempre se dieron sobre él. Según las épocas posteriores,
se le juzgó de forma muy distinta. El Deuteronomista, por ejemplo, durante la
época monárquica (1Sam 16 - 1Re 2), subraya sus rasgos negativos. Pero después,
poco a poco se fueron olvidando sus defectos y llegó a convertirse en el ideal
de rey, profundamente humano y totalmente entregado a Dios. Crónicas pone de
relieve sus éxitos y sus virtudes (1Cró 11 - 29; 2Cró 1 - 9) y el Eclesiástico
aun más (Eclo 47,1-11).
Se puede poner a David como modelo de
gobernante eficiente, pero no tanto como de hombre honrado. ¿Y como creyente?
La verdad es que no es fácil hablar de la espiritualidad de David. Pero hay
varios hechos que nos muestran encuentros sinceros con Dios. A David se le
pueden echar en cara diversas faltas graves; pero no se le puede acusar de
hipocresía. Cuando se le hace ver sus errores, él se humilla y cambia de
actitud. Natán es un profeta clave en su vida, a propósito de varios errores
suyos, como el intento de construir un templo a Yavé y el asesinato de Urías.
Veámoslos más detalladamente.
David piensa que después de tantos
triunfos suyos ya es hora de construirle una templo a Yavé.
(2Sam 7,2). Natán, después de pensarlo ante Dios, se opone al proyecto:
"¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?"
(2Sam 1,5). Yavé es demasiado grande y libre como para encerrarse en una casa.
Quererle ofrecer una casa a Dios es como pretender manipularlo, como hacían los
reyes de otras religiones. Tan pronto como consolida su poder, David quiere
disponer de Dios. Pero la voz profética pone al rey ante su propia pequeñez,
haciéndole ver lo ridículo de su pretensión. Ante esta oposición del pueblo
yavista, David desiste de su pretensión. Ya había otros santuarios antiguos en
la región; y, además, Jerusalén era una ciudad de fuerte tradición pagana.
Natán le hace ver que es el mismo Yavé,
el que le sacó de detrás de su rebaño, el que toma la iniciativa, prometiéndole:
"Yavé te construirá a ti una
casa" (2Sam 1,12), o sea, una serie de sucesores que perpetuarían su
nombre. Dios invierte la postura de
David haciéndole ver que sólo él puede dar descanso. No es Dios quien
necesita una casa, sino David; no son los hombres quienes deben ayudar a Dios,
sino al contrario. Por eso Yavé ofrece con claridad su ayuda paterna para los
hijos de David: "Yo seré para él
un padre y él será para mí un hijo; si se tuerce, lo corregiré con
varas y golpes…, pero nunca le retiraré mi lealtad" (2Sam 7,14-15).
La renuncia de David a construir un santuario equivale a la renuncia a toda práctica
mágico religiosa, para pasar a fiarse de la decisión divina y de la gratuidad
libre de su don. Renuncia a sus astucias y violencias y da paso a la promesa
gratuita de Dios, sintiéndose dependiendo de él.
El episodio paralelo del arrepentimiento
después de su adulterio con Betsabé y el asesinato de su marido Urías muestra
a un David que sabe reconocer que su comportamiento fue realmente vergonzoso y
humillante. Aquel hombre, tan orgullosamente buen rey, sucumbe ante el adulterio
y el homicidio (2Sam 11). Pero aparece una nueva grandeza en él cuando reconoce
su pecado (2Sam 12,13). El hombre David no es grande cuando busca en sí mismo
las fuentes de su grandeza, sino cuando se vuelve en humildad al Señor que lo
eligió (2Sam 24,25). Este rey grande es hombre. Y su humanidad no está tanto
en su grandeza sino en su humillación. En el salmo 51 encontramos parte de sus
sentimientos ante Dios: "Contra ti,
contra ti sólo pequé, lo que es malo a tus ojos yo lo hice… Tú ves que malo
soy de nacimiento, pecador desde el seno de mi madre. Aparta tu semblante de mis faltas, borra en mí todo rastro de malicia.
Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un firme espíritu…
Líbrame, oh Dios, de la deuda de sangre, Dios de mi salvación, y aclamará mi
lengua tu justicia" (Sal 51,6-7.11-12.16).
Después de una juventud agresiva,
orientada sólo a la conquista del éxito, se siente fracasado y se pone en las
manos misericordiosas de Dios. Va tomando cuerpo la conciencia de que estaba
siendo guiado secretamente por Dios hacia horizontes que ni él mismo
sospechaba. Poco a poco va mirando a su oficio de rey no como una conquista
humana, sino como un servicio. Vive la tensión entre la confianza orgullosa en
sí mismo y el abandono confiado al proyecto de Dios. Tiene la honradez de
reconocer sus errores y pedir perdón por ellos, aun públicamente; y de cambiar
sus proyectos cuando se da cuenta que no son acertados.
David es el reflejo de su pueblo; en él
se condensan sus añoranzas y sus anhelos, sus sueños y sus esperanzas; su
elección, sus traiciones, su humildad y su vuelta a empezar... La vida de David
es la suma de nuestras vidas. En toda persona se halla un David, tentado y
pecador, victorioso y fracasado, lleno de arrogancias y de contradicciones, de
orgullos y de humildades. En David se entremezclan el bastón y la honda, el
arpa y la lanza, el cetro y las sandalias, el canto y el llanto, el triunfo y el
desprecio, todo ello aceptado y asumido ante Dios. Su búsqueda de Dios, a
tientas y tropiezos, es preámbulo de todas las búsquedas de la humanidad. Él
fue un hombre terriblemente humano, conocedor profundo del triunfo y del dolor,
que a la hora de la verdad supo poner su confianza en Dios.
Algunos salmos reales están inspirados
en la figura idealizada de David, como el 72 y el 2.
Y la esperanza del triunfo de un nuevo David está con frecuencia
presente en boca de los profetas (Jer 23,5-6; Miq 5,1-5; Zac 9,9-10). Pablo
insistirá en que Jesús "nació de
la descendencia de David" (Rm 1,3; 2Tim 2,8). Y los evangelios lo
presentan como "hijo de David"
(Mt 1,1; 9,27; 15,22; 21,9, etc.). Y se afirma que "el Señor Dios le dará el trono de su antepasado David"
(Lc 1,32). Todos tenían claro que el Mesías tenía que ser "un descendiente de David" (Jn 7, 42).
Para
dialogar y meditar: 2Sam 7,1-16 (profecía de Natán)
1.
¿Qué es lo que le agrada a Dios de David? ¿Por qué?
2.
¿En qué nos sentimos nosotros parecidos a David?
Podemos
rezar el cántico de acción de gracias de David: 2Sam 22.
10.
SALOMÓN: El joven sabio al que corrompe el poder
Salomón joven pide a Dios saber gobernar
"con santidad y justicia".
Pero pronto la acumulación de poder e intrigas que heredó de su padre corrompió
su corazón, de forma que su sabiduría la llegó a poner al servicio casi
exclusivo de su orgullo y su bienestar.
Ya muy al comienzo de su reinado empezó
a eliminar sistemáticamente a sus adversarios (1Re 2). De hecho, había sido
designado y ungido por medio de intrigas y favoritismos. Pero realiza una
peregrinación a Gabaón para implorar de Dios la sabiduría práctica necesaria
para poder regir a su pueblo con justicia. Ciertamente supo pedir lo esencial. Y
de hecho, al comienzo de su reinado, la sabiduría de aquel joven rey pasó a
ser objeto de leyendas y fábulas
curiosas como la de la discusión de dos madres por la posesión de un hijo (1Re
3).
Pero aquellas primeras experiencias se
van degenerando rápidamente. De hecho se convierte en el prototipo del hombre
que intenta manejar a Dios, acomodándolo a sus propios proyectos. Salomón
pretende poner a Yavé al servicio de su política centralizadora. Su padre
David había respetado en parte la libertad y la trascendencia de Dios. Pero el
hijo corrige y aumenta los defectos paternos, pasando a ser prototipo del
acomodo, la politiquería y el chantaje. Él parece que sólo cree en un Dios
"domesticado". No intenta descubrir y seguir los planes de Dios, sino
acomodar a Dios a sus planes. En su oración lo que más le interesa es que Yavé
le mantenga firme en su trono: "Cumple
la palabra que le dijiste a David, mi padre" (1Re 8,26), parece
exigirle a Dios. Con el apoyo divino, suficientemente propagandeado, podrá
hacer lo que quiera durante su gobierno...
Salomón acapara riquezas en cantidad
agobiante (1Re 10,14-29), gracias al monopolio de las industrias y del comercio,
a los elevados impuestos y a las propiedades de la corona adquiridas en los
muchos territorios conquistados por su padre. Y él hace ostentación de tanta
riqueza, como dones otorgados por Dios en cumplimiento de sus promesas, sin
tener para nada en cuenta la creciente pobreza campesina.
Acapara también mujeres, con la excusa
de que es una necesidad de Estado para favorecer su política de alianzas con
los reyes vecinos; eso, además, favorece la admiración envidiosa que le tiene
el pueblo: "Salomón amó, además de
la hija de Faraón, a muchas mujeres extranjeras... Tuvo 700 mujeres que eran
princesas y 300 concubinas" (1Re 11,1.3). Pero "sus
mujeres lo llevaron tras otros dioses y ya no fue sincero con Yavé, como lo había
sido su padre David" (1Re 11,4). Edificó cantidad de santuarios
dedicados a los dioses de sus mujeres (1Re 11,7).
Otro acaparamiento especial fue el de
caballos, signos de prestigio y de poder: "Salomón
tenía cuatro mil establos de caballos para sus carros, y doce mil caballos
(1Re 4,26).
El pueblo tenía que mantener a sus
costas estos gastos desproporcionados: "Cada
uno de los intendentes cuidaba, un mes por año, que nada le faltara al rey
Salomón y a todos los convidados a su mesa. Llevaban la cebada y la paja para
los caballos y mulos, al lugar donde el rey estaba, cada uno según su
turno" (1Re 4,27-28). "Los víveres
de Salomón eran treinta cargas de flor de harina y sesenta de harina cada día,
diez bueyes cebados y veinte bueyes de pasto, cien cabezas de ganado menor,
aparte de los ciervos, gacelas, gamos y aves cebadas" (1Re 4,22-23).
Salomón, al instalarse en Jerusalén,
ciudad típicamente cananea, se dejó conquistar por la mentalidad contra la que
su pueblo había luchado durante la época de los patriarcas y los jueces. Para
los cananeos, adoradores de Baal, la tierra y las riquezas podían acumularse
sin medida. Salomón se rodeó de funcionarios cananeos y asimiló sus ideales
absolutistas. Las ciudades pasaron a dominar la economía campesina. A parir de
Salomón se van dando pasos hacia un sistema de gobierno a base de prebendas. Ya
no se respetaba el patrimonio familiar; con el sistema cananeo, al que vuelve
Salomón, los funcionarios fieles del Estado son los que reciben tierras y
riquezas. Desde entonces comienza de nuevo el latifundismo: los propietarios,
que viven en la ciudad, hacen trabajar sus tierras a través de obreros agrícolas,
a los que se les regatea un salario mínimo. Ello es lo que critica Génesis 57,
retroyectando la historia al tiempo de José, pero describiendo la realidad que
estaba pasando entonces: los campesinos, llenos de deudas e impulsados por el
hambre, tienen que vender sus animales, sus tierras y a ellos mismos: "De
este modo José adquirió para Faraón toda la tierra de Egipto, pues los
egipcios tuvieron que vender sus campos, ya que el hambre los apretaba, y Faraón
(Salomón) se hizo dueño de todas las
tierras, y redujo también a todo el pueblo a la servidumbre" (Gn
47,20-21).
Salomón se convirtió en un personaje frío
y calculador hasta la crueldad, de una gran sagacidad administrativa. Supo
construir un gran progreso, pero al servicio de su corte y de Jerusalén, que
vivieron un esplendor que contrastaba con la situación de las tribus
empobrecidas y sometidas a duros tributos. Las leyes de la alianza eran ahora
sustituidas por un inmenso aparato burocrático defendido por el ejército
permanente.
En medio de este ambiente, floreció
también un renacimiento cultural de tipo humanista, abierto a los aportes de
otros países, sobre todo de Egipto. Se trata de una sabiduría elitista, con
consejos prácticos de vida para la nobleza, como puede verse en los capítulos
10 al 20 de los Proverbios, redactados básicamente en este tiempo.
La escuela yavista, ante el orgullo de
Salomón, que se presenta a sí mismo como modelo de hombre bendecido por Dios,
resalta la figura de Abrahán como el hombre verdaderamente bendecido. Más
tarde, el deuteronomista insistirá, en un esfuerzo concientizador antimonárquico,
en que Salomón "se portó mal con
Yavé" (1Re 11,6). "Yavé se
enojó contra Salomón porque se había apartado de él" (1Re 11,9).
Ante tanta corrupción, el profeta Ajías le anuncia con claridad: "Voy
a hacer jirones el reino de Salomón... porque me ha abandonado... y no ha
seguido mis caminos ni ha hecho lo que me parece justo ni ha observado mis leyes
y mis mandamientos" (1Re 11,31.33).
En David
hubo escándalos superados y una humanidad convertida y sinceramente
humillada; Salomón, en cambio, tapa con pompa y fastuosidad su orgulloso vacío.
David está siempre creando cosas nuevas; Salomón sólo sabe disfrutar de las
herencias de su padre. David acepta la inseguridad de no apoyarse en un templo
oficial; Salomón se apoya en la seguridad de un dios domesticado, al que le ha
construido una magnífica morada, con lo que pierde la capacidad de distinguirlo
de los ídolos. David no confundió a Dios con sus propios proyectos; Salomón
acaba creyendo que él mismo es dios…
Para
dialogar y meditar: 1Re 11,1-13 (infidelidades de Salomón)
1.
¿Por qué David acabó agradando a Dios y Salomón no?
2.
¿Conocemos casos en los que el poder corrompe a gente que de joven era
"sabia"?
3.
¿Corremos peligro también nosotros de que el poder nos corrompa?
11.
ELÍAS: ¿Yavé o Baal?
Elías actuó en Israel por los años 850
a.C., en tiempo del rey Ajab. Podemos leer su actuación al final del primer
libro de los Reyes hasta comienzos del segundo (1Re 17–19; 21; 2Re 2).
Elías es al mismo tiempo profundamente
hombre de Dios y hombre de su tiempo. Él sabe pasar largas temporadas retirado
en un desierto, en íntimo contacto con Dios, el Dios suave como la brisa (1 Re
19,12); y sabe también enfrentarse cara a cara con Ajab, el rey de las crueles
injusticias. Para Elías Yavé es íntimo y suave, y al mismo tiempo exigente
ante las injusticias y la hipocresía religiosa. Esa brisa suave que es Yavé se
convierte en huracán que barre con todo cuando se trata de vengar la sangre del
pobre (ver 1Re 21).
Yavé, Dios de Israel, es un Dios
diferente, y Elías, “hombre de Yavé”
(1 Re 17,18-24; 2 Re 1,9.11.13), también es diferente a los profetas de otros
dioses: tiene su propia experiencia de Dios y actúa de acuerdo a las exigencias
de ese Dios. Su lema es: “Vive Yavé,
Dios de Israel, en cuya presencia estoy” (1 Re 17,1; 18,15). Elías
permite que Dios tome toda su vida; él es el que lo compromete y empuja; lo
lleva donde quiere y le hace realizar las cosas más inesperadas.
Elías tiene una profunda actitud de
escucha a Dios, a pesar del momento tan difícil en que vive su pueblo y que él
se encuentra solo, con peligro de perder incluso la vida. Es un contemplativo
que vive sin descanso la búsqueda de Dios y comunica el fuego interior que le
consume: “Ardo de celo por Yavé”
(1 Re 19,14). Para su pueblo, Elías es el “hombre
de Dios que habla las palabras de Dios” (17,24).
Elías se siente arrasado al pasar el
desierto de la soledad, pero después de la fatiga y el desaliento, al final de
un largo y doloroso caminar, recibe la experiencia de intimidad de un Dios
cercano, personal, amigo y compañero, presente en los sufrimientos. En su huida
y soledad, Elías descubre la fidelidad de Dios (1 Re 19). Y al mismo tiempo se
da cuenta que Dios no necesita de sus servicios, sino de su presencia y su
fidelidad.
En su búsqueda de Dios, Elías piensa
encontrarlo según los criterios tradicionales: en la tormenta, un terremoto, o
el rayo, pero en ninguno de ellos lo encuentra; Dios se le hizo presente en el
murmullo de una suave brisa, en un trato de suave intimidad con él (19,12).
Experimenta a Dios en el silencio y la confidencia, para poder luego encontrarlo
también en la lucha por la justicia. Es un Dios personal, tierno y exigente a
la vez. Un Dios que acompaña y comparte su poder (19,14). Un Dios que da
esperanza en las dificultades; un Dios vivo, que orienta e instruye; Dios fiel,
presente en la crisis de su elegido, de quien se hace consolador y animador
(19,5s).
El Dios de Elías es compañero de
caminata en el trillar diario de la historia de su pueblo. Elías lo busca para
encarnar y encarar la vida. El supo sentir a su lado a un Dios misericordioso,
que escucha el clamor de su pueblo. Por eso se atreve a preguntar a Dios por la
causa del dolor del pueblo (17,20). Se da cuenta que su oración puede hacer
eficaz el poder de Dios a favor del pueblo. El Dios de Elías se deja conmover
por medio de la oración, como en el caso del hijo de la viuda (1 Re 17,22), el
de la sequía (1 Re 18,41-45) y el del fuego en el monte Carmelo (18,36-38). Él
es ejemplo vivo de oración encarnada en la vida y en la historia de su pueblo.
Se trata de un Dios que ve y se preocupa
de la realidad de su pueblo; el Dios del pueblo, siempre cercano a él, Dios
vivo y liberador, que se preocupa de las necesidades más fundamentales del
hombre: el agua, la comida, la tierra. Un Dios fuente de vida para el pueblo, no
sólo capaz de devolver la vida al hijo de la viuda (17,17-24), sino de
resucitar también la fe del pueblo.
Es un Dios que no abandona. Se puede
confiar en él. No deja morir de hambre a Elías cuando se secó el torrente
(17,2-6), ni a la viuda de Sarepta cuando se acabó su harina (17,13-16). Provee
de lo necesario en momentos de desesperación y angustia. Está presente donde
se comparte lo que se tiene, como en el caso de la harina y el aceite de la
viuda (17,13-16).
La equivocada concepción que a veces el
pueblo tiene de Dios le hace conformista, resignado en su miseria, permitiendo
así a unos pocos acaparar y malgastar riquezas, hasta el punto de que prefieren
la vida de sus animales antes que la del pueblo (18,5). Elías denuncia la
idolatría a las riquezas como causa estructural del hambre del pueblo.
El Dios de Elías es un Dios encarnado en
la vida y en la historia de su pueblo; un Dios subversivo, defensor de los pequeños
en contra de la prepotencia de los poderosos; acompaña al pueblo a luchar y
defender lo suyo. Es un Dios fraterno, justo, comprometido y solidario, que
llama al pueblo a comprometerse; invita al pobre a levantarse de su miseria, a
no ser pasivo y callado frente a la explotación del rey. Enfrenta a los
poderosos con coraje y valentía. Y busca con decisión el porvenir de su pueblo
(19,16). Por eso condena el acaparamiento de tierras (21,1-29).
Su Dios no es neutro: no quiere ser
confundido con los otros dioses (18,17); y toma posición ante los conflictos.
Es libre y soberano, en nada atado a los intereses de los poderosos y sus
dioses. Él se manifiesta cuando y como quiere. Es imposible poder aprisionarlo
en cualquier proyecto o pensamiento humano o encerrarlo en un templo (19,12).
Gracias a Elías, el pueblo empezó a ser
más crítico y a diferenciar a Yavé de Baal. El Dios vivo le mueve a Elías
para que perciba y desenmascare la falsa imagen de Dios divulgada por el rey
Ajab. Y obliga a los israelitas a que se definan a favor de uno o de otro.
Pero aunque castiga la idolatría (21,19)
y las injusticias, es sensible y misericordioso ante el arrepentimiento del
pecador (21,28).
Elías es el precursor de los
contemplativos. Él experimenta cómo Dios habla y se comunica en la intimidad
de los corazones. No se hizo un Dios a su medida, sino que dejó a Dios ser
Dios. Y se deja alimentar con su pan y su palabra para poder llegar a su destino
(1 Re 19,8).
Tan fuerte fue la experiencia de Dios que
tuvo Elías, que después de su partida el pueblo invocaba a Yavé como “el
Dios de Elías” (2 Re 2,14).
Elías defiende la vida del pueblo en
contra de la prepotencia del poder. Ningún gobernante es dueño de Dios, ni del
pueblo, ni de la tierra. Su poder no es ilimitado, ni puede ser usado sin
control. El único dueño de todo es Dios, que hizo la tierra para todos.
Ejemplo típico de la actuación de Elías
es la historia del campesino Nabot. La ya vieja lucha de Elías contra el rey
Ajab se radicalizó cuando éste acepta que sus subalternos juzguen
fraudulentamente y asesinen a Nabot, para poder así apoderarse de su tierra.
Aquel asesinato fue preparado minuciosamente, dándosele apariencia de legalidad
y aun de defensa de la religión.
Nabot era un campesino honrado, que
mantenía con fidelidad religiosa la parcela heredada de sus antepasados. El rey
Ajab le propuso comprarle su tierra para aumentar así sus posesiones. Pero el
campesino, conocedor de que aquel pedazo de tierra era un don de Dios para
mantener a su familia, se niega absolutamente a vender o cambiar: "Líbreme
Dios de que vaya yo a dar la herencia de mis padres"
(1 Re 21,3).
Ajab entonces queda "triste y enojado", pero su esposa Jezabel le incita a que
con trampas judiciales se apodere de aquella parcela de tierra que tanto
ambiciona. Para ello usa la intriga, la calumnia, un juicio fraudulento y,
finalmente, la muerte violenta del propietario. Todo ello envuelto en un falso
ambiente de justicia y religiosidad (1 Re 21,5-14).
Pero en el momento en que Ajab se
posesiona de su nueva propiedad Dios llama al profeta Elías. Su Palabra es
terrible (21,18-19). Elías se dirige inmediatamente hacia donde está el rey y
lo encuentra festejando su nueva conquista. El rey, que conocía la integridad
del profeta, se inquieta al verlo: "Me
has sorprendido, enemigo mío" (21,20). Es como sentirse descubierto con las manos en la
masa. A continuación el profeta le comunica un castigo de escarmiento radical
contra él y su esposa: Derramarán su sangre justamente sobre la misma tierra
sobre la que han derramado la sangre del campesino, pues a los ojos de Dios
tanto vale la vida y la dignidad del campesino, como la del rey.
Elías denuncia la injusticia asesina del
rey como algo íntimamente unido a la idolatría. Todo acaparador se inventa
dioses falsos, justificadores de sus acaparamientos. Por eso la lucha de Elías
tiene a la vez un carácter religioso y político.
En el relato de Nabot aparecen dos formas
opuestas de la fe en Dios: La de los poderosos (simbolizados en Jezabel) que, en
nombre de sus dioses, se sienten con derecho a poseerlo todo, manejando a su
antojo la ley y la religión, aun a costa de la vida del pobre. Y la del
creyente en el Dios de la Vida, para quien la tierra es un don divino, destinado
a que cada familia tenga lo suficiente para poder vivir dignamente.
Texto
para dialogar y meditar: 1Re 21,1-23 (la viña de Nabot)
1.
¿Cómo siente Elías a Dios frente al caso de Nabot?
2.
¿Qué diferencia existe entre la idea que Nabot tiene sobre Dios y la que tiene
Jezabel?
3.
¿Puede ser que Dios nos llame a ser profetas como Elías? ¿A qué nos
comprometería?
Terminamos
escuchando en forma orante el encuentro de Elías con Dios: 1Re 19,1-16.
12.
AMÓS: el Dios que exige justicia
A finales del reino del norte (Israel),
durante el siglo VIII, se presentó el profeta Amós, campesino oriundo del sur.
Predicó a las puertas del santuario nacional de Siquén, cerca de la capital,
Samaría.
El reinado de Jeroboán II fue próspero
económicamente para algunos sectores, pero funesto para los pobres. Los más
poderosos se adueñaban de las tierras de los pobres. Crecía el poder económico
de unos pocos a base de usura y corrupción administrativa y judicial. Resultado
de todo ello era el lujo descarado de algunos y la miseria creciente de la mayoría.
Y, para colmo, este status se apoyaba en un culto religioso esplendoroso,
desarrollado en el santuario nacional de Siquén.
Frente a tanto abuso social y religioso,
Amós levanta con energía su voz. Él siente en su corazón una fuerte rebeldía
contra las injusticias que ve y la manipulación justificadora que se realiza en
el culto del santuario.
El campesino Amós, puesto que no
pertenece a ninguna familia sacerdotal o profética, deja bien claro que habla
coaccionado por Dios mismo: “Yo no soy
profeta, ni hijo de profeta… Es Yavé quien me encargó hablar en nombre
suyo” (7,14). “Al oír el rugido
del león, ¿quién no teme?; así también, ¿quién se negará a profetizar
cuando escucha lo que habla Yavé?” (3,8).
Él había sentido la llamada de Dios
justamente cuando iba “arreando sus
vacas” (7,15). Era un campesino del sur que iba a vender a la capital del
norte los productos de su tierra: higos secos y queso. Los vendía por las casas
de la capital y a las puertas del santuario nacional de Siquén. Como era buen
observador, conocía bien las costumbres y la religiosidad de la clase alta de
Samaría. Entraría con frecuencia en las casas para vender sus productos y
observaría con admiración en la puerta del templo cómo sus lujosos clientes
presumían de piadosos. Era natural que él, campesino honradamente creyente, se
escandalizara y se enojara ante tamaña hipocresía. Y en su enojo sintió que
estaba presente Dios, que le obligaba a denunciar lo que veía.
Fue el lujo insultante de los grandes,
mirado a la luz de su fe yavista, lo que provocó en Amós su vocación profética.
Él experimenta a Dios como león que ruge frente a las injusticias y a los
lujos de los poderosos: “Yo aborrezco el
lujo insolente de Jacob y detesto sus palacios” (6,8). Sintió que su
propio enojo coincidía con el enojo de Dios. Aquella gente, aparentemente tan
religiosa, había destrozado el proyecto de vivir como Pueblo de Yavé.
Por eso rechaza con tanta fuerza los “lujos
insolentes” de unos pocos a costa de la miseria de la mayoría: “Tendidos
en camas de marfil… beben vino en grandes copas y se perfuman con aceite
exquisito, pero no se afligen por el desastre de mi pueblo” (6,4-6).
Las injusticias de aquella gente claman
al cielo. Dios no puede verlas y quedarse impasible, dice Amós. El ha elegido a
su pueblo (3,2) y le ha dado su tierra (2,9s). Cada familia debiera estar
gozando los frutos de sus campos. Pero hay un abismo entre las exigencias de la
fe en Yavé y la realidad existente.
El Dios de Amós quiere justicia y
honestidad para todos, pues justicia y fe en Dios son inseparables. “Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua y que la
honradez crezca como un torrente inagotable” (5,24). Por eso denuncia
duramente a los que transforman las leyes en algo tan amargo como el ajenjo
(6,13), y a todos los que oprimen a los débiles: “A ustedes me dirijo, explotadores del pueblo, que quisieran hacer
desaparecer a los humildes… Ustedes juegan con la vida del pobre y del
miserable por un poco de dinero…” (8,4-6). “Ustedes venden al inocente por dinero y al necesitado por un par de sandalias.
Pisotean a los pobres en el suelo y les impiden a los humildes conseguir lo que
desean” (2,6s; ver 4,1s).
Lo más grave es que viven así sin
preocuparles para nada la ruina del pueblo (6,6). Todo lo contrario: ellos son
la causa de la miseria del pueblo. La capital, Samaría, está llena de desórdenes
y de crímenes (3,9). "Yo sé que son
muchos sus crímenes y enormes sus pecados, opresores de la gente buena, que
exigen dinero anticipado y hacen perder su juicio al pobre en los
tribunales" (5,12). "Ustedes
sólo piensan en robarle al kilo o en cobrar de más, usando balanzas mal
calibradas. Ustedes juegan con la vida del pobre y del miserable por un poco de
dinero o por un par de sandalias"
(8,5s). "Pisotean a los pobres
en el suelo y les impiden a los humildes conseguir lo que desean" (2,7).
Los ricos de Samaría no dudan en oprimir
a sus hermanos hasta vilependiarlos (2,6s), porque están obsesionados por las
riquezas, hasta el punto de absolutizarlas y convertirlas prácticamente en sus
dioses. Desprecian la vida del prójimo con tal de saciar su afán de poseer.
Por eso Yavé se ve obligado a destruir las casas de veraneo, lujosamente
ataviadas, como si fueran dioses rivales (3,9-11.14s). Sólo en Yavé debe el
hombre depositar una confianza radical, y no en la acumulación de riquezas o
poder.
Amós descubre a un Dios que no admite
una estructura social injusta que favorezca la riqueza de unos pocos a costa del
empobrecimiento del resto del país. Su Dios no está encerrado en los templos,
ni está dispuesto a justificar ningún tipo de opresión. A él se le rinde
culto no en los templos sino en la vida. “Búsquenme
a mí, y vivirán” (5,4).
Aquella sociedad próspera, pero desigual
e injusta, celebraba un culto solemne y ostentoso en el templo de Siquén. Y el
profeta, a las puertas del templo, les manifiesta el desagrado de Dios: "No
me gustan sus ofrendas..., ni me llaman la atención sus sacrificios. Váyanse
lejos con el barullo de sus cantos..." (5,22s).
Y les aclara la condición para que el culto le sea grato a Dios: "Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que la
honradez crezca como un torrente inagotable" (5,24). No se deja sobornar por nadie (5,12), no admite ningún
tipo de manipulación. Ni se le puede engañar con bellas ceremonias religiosas.
Porque Dios es íntegro, siempre bueno,
pero no manipulable ni engañable, por ello él no acepta un culto que esté
fuera de la verdad y la sinceridad, ni mucho menos cuando se trata de justificar
desprecios o abusos de los demás. Él es el Dios que ama la luz y no las
tinieblas, el bien y no el mal. Por eso la causa de los pobres es su causa.
Aquella alta sociedad se creía perfecta
y estaba segura de sí misma. Pensaban que
ellos eran los bendecidos de Dios. Por eso anhelaban con ilusión que
llegase “el día del Señor”, en
el que ellos esperaban ser aun más bendecidos. Pero Amós les dice que Yavé no
está contento con ellos, ni le gusta el culto que le rinden (5,21-23; 4,45;
5,5). Por eso Dios se encara
con su pueblo: "Prepárate a enfrentarte con tu Dios" (4,12). El día del
Señor se acerca ciertamente, pero será día de obscuridad y amargura: "será
como un hombre que huye del león y se topa con un oso" (5,18-20). Huirán
los valientes (2,15s) y nadie podrá salvarse (9,1-6). Los que se acuestan en
lechos de marfil y comen exquisitamente "serán
los primeros en partir al destierro" (6,4-7), y con ellos irán sus
mujeres que no se cansaban de emplear en bebidas la plata de los pobres (4,1-3).
A pesar de todas estas amenazas, Amós
les invita a convertirse y cambiar de vida. Dios está siempre dispuesto a
perdonar con tal que se cambie de vida. "Busquen
el bien y no el mal, si es que quieren vivir" (5, 14s).
El Dios de Amós es justo, hiriente,
exigente, un Dios que no tolera injusticias ni hipocresías, pero al mismo
tiempo da siempre esperanzas de que llegarán tiempos mejores (9,11-15).
Pero nadie hace caso del mensaje de Amós.
Todos se molestan con sus palabras. Hasta que al final un sacerdote del
santuario de Betel lo denuncia ante el rey (7,10) y Amós acaba siendo expulsado
del país (7,12-15).
Texto
para dialogar y meditar: Am 5,1-24 (búsquenme a mí y vivirán)
1.
Intentemos hacer una lista de las denuncias que realiza Amós.
2.
¿Por qué fe y justicia están indisolublemente unidos?
3.
¿Por qué no le gusta a Dios el culto que le tributan los injustos?
Terminamos
escuchando las promesas de Dios: Am 5,4.14s; 9,8-15.