CAPÍTULO IV
LOS MISIONEROS
LA VOCACIÓN MISIONERA
23. Aunque a todo
discípulo de Cristo incumbe el deber de propagar la fe según su condición[62], Cristo
Señor de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere para que le acompañen y
para enviarlos a predicar a las gentes (cf. Mc., 3, 13 s.). Por lo cual, por medio del
Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad (cf. I
Cor., 12, 11), inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al
mismo tiempo en la Iglesia institutos[63] que reciben como misión propia el deber de la
evangelización, que pertenece a toda la Iglesia.
Son designados con una
vocación especial los que, dotados de un carácter natural conveniente, idóneos por sus
buenas dotes e ingenio, están dispuestos a emprender la obra misional[64], sean nativos
del lugar o extranjeros: sacerdotes, religiosos o seglares. Enviados por la autoridad
legítima, se dirigen con fe y obediencia a los que están lejos de Cristo, segregados
para la obra a que han sido llamados (cf. Hech., 13, 2) como ministros del Evangelio,
"para que la oblación de los gentiles le sea grata, santificada por el Espíritu
Santo" (Rom., 15, 16).
ESPIRITUALIDAD
MISIONERA
24. El hombre debe
responder al llamamiento de Dios de suerte que no asintiendo a la carne ni a la sangre
(cf. Gál., 1, 16) se entregue totalmente a la obra del Evangelio. Pero no puede dar esta
respuesta si no le inspira y alienta el Espíritu Santo. El enviado entra en la vida y en
la misión de Aquel que "se anonadó tomando la forma de siervo" (Fil., 2, 7).
Por eso debe estar dispuesto a permanecer durante toda su vida en la vocación, a
renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a "hacerse todo para
todos" (I Cor., 9, 22).
El que anuncia el
Evangelio entre los gentiles de a conocer con libertad el misterio de Cristo, cuyo legado
es, de suerte que se atreva a hablar de El como conviene (cf. Ef., 6, 19 s.; Hech., 4,
31), no avergonzándose del escándalo de la cruz. Siguiendo las huellas de su Maestro,
manso y humilde de corazón, manifieste que su yugo es suave y su carga ligera (cf. Mt.,
11, 29 s.). De testimonio de su Señor con su vida enteramente evangélica[65], con mucha
paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera (cf. 2 Cor., 6, 4-6), y si
es necesario, hasta con la propia sangre. Dios le concederá valor y fortaleza para que
vea la abundancia de gozo que se encierra en la experiencia intensa de la tribulación y
de la absoluta pobreza (cf. 2 Cor., 8, 2). Esté convencido de que la obediencia es la
virtud característica del ministro de Cristo, que redimió al mundo con su obediencia.
A fin de no descuidar
la gracia que poseen, los heraldos del Evangelio han de renovar su espíritu
constantemente (cf. I Tim., 4, 14; Ef., 4, 23; 2 Cor., 4, 16). Los ordinarios y superiores
reúnan en tiempos determinados a los misioneros para que se tonifiquen en la esperanza de
la vocación y se renueven en el ministerio apostólico, estableciendo incluso algunas
casas apropiadas para ello.
FORMACIÓN ESPIRITUAL Y
MORAL
25. El futuro misionero
ha de prepararse con una formación característica espiritual y moral para un empeño tan
elevado[66]. Debe ser capaz de iniciativas constantes para continuar hasta el fin,
perseverante en las dificultades, paciente y fuerte en sobrellevar la soledad, el
cansancio y el trabajo infructuoso. Se presentará a los hombres con apertura de alma y
grandeza de corazón, recibirá con gusto los cargos que se le confíen; se acomodará
generosamente a las costumbres ajenas y a las mudables condiciones de los pueblos,
ayudará con espíritu de concordia y de caridad mutua a sus hermanos y a todos los que se
dedican a la misma obra, de suerte que, imitando, juntamente con los fieles, la comunidad
apostólica, constituyan un solo corazón y un alma sola (cf. Hech., 2, 42; 4, 32).
Ejercítense,
cultívense, elévense y nútranse cuidadosamente de vida espiritual estas disposiciones
de alma ya desde el tiempo de la formación. Lleno de fe viva y de esperanza firme, el
misionero sea hombre de oración; inflámese en espíritu de fortaleza, de amor y de
templanza (cf. 2 Tim., 1, 7); aprenda a contentarse con lo que tiene (cf. Fil., 4, 11);
lleve en sí mismo con espíritu de sacrificio la muerte de Jesús, para que la vida de
Jesús obre en aquellos a los que es enviado (cf. 2 Cor., 4, 10 s.); consuma gozoso por el
celo de las almas, todo y sacrifíquese él mismo por ellas (cf. 2 Cor., 12, 15 s.), de
forma que crezca "en el amor de Dios y del prójimo, con el cumplimiento diario de su
ministerio"[67]. Cumpliendo así con Cristo la voluntad del Padre, continuará su
misión bajo la autoridad jerárquica de la Iglesia y cooperará al misterio de la
salvación.
FORMACIÓN DOCTRINAL Y
APOSTÓLICA
26. Los que hayan de
ser enviados a los diversos pueblos, como buenos ministros de Jesucristo estén nutridos
"con las palabras de la fe y de la buena doctrina" (I Tim., 4, 6), que tomarán
ante todo de la Sagrada Escritura, estudiando a fondo el Misterio de Cristo, cuyos
heraldos y testigos van a ser.
Por lo cual han de
prepararse y formarse todos los misioneros -sacerdotes, hermanos, hermanas seglares- cada
uno según su condición, para que no se vean incapaces ante las exigencia de su labor
futura[68]. Dispóngase ya desde el principio su formación doctrinal de suerte que
abarque la universalidad de la Iglesia y la diversidad de los pueblos. Esto se refiere a
todas las disciplinas, con las que se preparan para el cumplimiento de su ministerio, y a
las otras ciencias, que aprenden útilmente, para alcanzar los conocimientos ordinarios
sobre pueblos, culturas y religiones, con miras no sólo al pasado, sino también a las
realidades actuales. El que haya de ir a un pueblo extranjero aprecie debidamente su
patrimonio, sus lenguas y sus costumbres. Es necesario, sobre todo, al futuro misionero el
dedicarse a los estudios misiológicos; es decir, conocer la doctrina y las disposiciones
de la Iglesia sobre la actividad misional, saber qué caminos han recorrido los mensajeros
del Evangelio en el decurso de los siglos, la situación actual de las misiones y también
los métodos considerados hoy como más eficaces[69].
Pero aunque toda esta
formación ha de estar llena de solicitud pastoral, ha de darse, sin embargo, una especial
y ordenada formación apostólica teórica y práctica[70].
Aprendan bien y
prepárense en catequética el mayor número posible de hermanos y de hermanas para que
puedan colaborar mejor aún en el apostolado.
Es necesario también
que los que se dedican por un tiempo determinado a la actividad misionera adquieran una
formación apropiada a su condición.
Pero esta diversa
formación ha de completarse en la región a la que sean enviados, de suerte que los
misioneros conozcan ampliamente la historia, las estructuras sociales y las costumbres de
los pueblos, estén bien enterados del orden moral, de los preceptos religiosos y de su
mentalidad acerca de Dios, del mundo y del hombre, conforme a sus sagradas
tradiciones[71]. Aprendan las lenguas hasta el punto de poder usarlas con soltura y
elegancia, y encontrar con ello una más fácil penetración en las mentes y en los
corazones de los hombres[72]. Han de estar impuestos, además, como es debido, en las
necesidades pastorales características de cada pueblo.
Algunos han de
prepararse también de un modo más profundo en los Institutos misiológicos u otras
Facultades o Universidades para desempeñar más eficazmente cargos especiales[73] y poder
ayudar con sus conocimientos a los demás misioneros en la realización de su labor, que
presenta tantas dificultades y oportunidades, sobre todo en nuestro tiempo. Es muy de
desear, además, que las Conferencias regionales de los obispos tengan a su disposición
abundancia de estos peritos, y usen de su saber y experiencia en las necesidades de su
cargo. Y no falten tampoco quienes sepan usar perfectamente los instrumentos técnicos y
de comunicación social, cuya importancia han de apreciar todos.
INSTITUTOS QUE TRABAJAN
EN LAS MISIONES
27. Aunque todo esto es
enteramente necesario para cada uno de los misioneros, sin embargo es difícil que puedan
conseguirlo aisladamente. No pudiéndose satisfacer la obra misional individualmente, como
demuestra la experiencia, la vocación común congregó a los individuos en Institutos, en
los que, reunidas las fuerzas, se formasen convenientemente y cumpliesen esa obra en
nombre de la Iglesia y a disposición de la autoridad jerárquica. Estos Institutos
sobrellevaron desde hace muchos siglos el peso del día y del calor, entregados a la obra
misional ya enteramente, ya sólo en parte. Muchas veces la Santa Sede les confió la
evangelización de vastos territorios en que reunieron un pueblo nuevo para Dios, una
iglesia local unida a sus pastores. Fundadas las iglesias con su sudor y a veces con su
sangre, servirán con celo y experiencia, en fraterna cooperación, o ejerciendo la cura
de almas, o cumpliendo cargos especiales para el bien común.
A veces asumirán
algunos trabajos más urgentes en todo el ámbito de alguna región; por ejemplo, la
evangelización de grupos o de pueblos que quizá no recibieron el mensaje del Evangelio
por razones especiales, o lo rechazaron hasta el momento[74].
Si es necesario, estén
dispuestos a formar y ayudar con su experiencia a los que se ofrecen por tiempo
determinado a la labor misional.
Por estas causas y
porque aún hay que llevar muchas gentes a Cristo, continúan siendo muy necesarios los
Institutos.
62 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, n. 17.
63 En el nombre de
"Institutos" comprendemos: las Ordenes, Congregaciones, Institutos y
Asociaciones que trabajan en las Misiones.
64 Cf. Pío XI, Rerum
Ecclesiae: A.A.S. (1926), pp. 69-71; Pío XII, Saeculo exeunte: A.A.S. (1940), p. 256;
Evangelii Praecones: A.A.S. (1951), p. 506.
65 Cf. Benedicto XV,
Maximum illud: A.A.S. (1919), pp. 449-450.
66 Cf. Benedicto XV,
Maximum illud, ib. pp. 448-449; Pío XII, Evangelii Praecones: A.A.S. (1951), p. 507. En
la formación de los misioneros sacerdotes hay que tener en cuenta también lo que se
establece en el Decreto "sobre la formación sacerdotal", del Concilio Vaticano
II.
67 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. De Ecclesia, n. 41.
68 Cf. Benedicto XV,
Maximum illud, l. c. p. 448; Pío XII, Evangelii Praecones, l. c. p. 507.
69 Benedicto XV,
Maximumn illud, l. c. p. 448; Decreto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, del
20 de mayo de 1923: A.A.S. (1923), pp. 369-370; Pío XII, Saeculo exeunte: A.A.S. (1940),
p. 265; Evangelii Praecones, l. c. p. 507; Juan XXIII, Princeps Pastorum: A.A.S. (1959),
pp. 843-844.
70 Conc. Vat. II, Decr.
De Institutione sacerdotali, n. 19-21; Const. Apost. Sedes Sapientiae, con los Estatutos
generales.
71 Pío XII, Evangelii
Praecones: A.A.S. (1951), pp. 523-524.
72 Benedicto XV,
Maximum illud: A.A.S. (1919), p. 448; Pío XII, Evangelii Praecones, l. c. p. 507.
73 Pío XII, Fidei
donum: A.A.S. (1957), p. 234.
74 Cf. Conc. Vat. II,
Decr. De ministerio et vita Presbyterorum, n. 10, en que se habla de diócesis y
prelaturas personales y otros temas semejantes.
|