PAULO, OBISPO,
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
JUNTO CON LOS PADRES DEL SACROSANTO CONCILIO
PARA PERPETUA MEMORIA
INTRODUCCIÓN
PROEMIO
1. La Iglesia, enviada
por Dios a las gentes para ser "el sacramento universal de la salvación"[1],
obedeciendo al mandato de su Fundador (cf. Mc., 16, 16), por exigencias íntimas de su
catolicidad, se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres. Porque los
apóstoles mismos, en quienes está fundada la Iglesia, siguiendo las huellas de Cristo,
"predicaron la palabra de la verdad y engendraron las Iglesias"[2]. Obligación
de sus sucesores es el dar perennidad a esta obra para que "la palabra de Dios sea
difundida y glorificada" (2 Tes., 3, 1), y se anuncie y establezca el reino de Dios
en toda la tierra.
Mas en el presente
orden de cosas, del que surge una nueva condición de la humanidad, la Iglesia, sal de la
tierra y luz del mundo (cf. Mt., 5, 13-14), se siente llamada con más urgencia a salvar y
renovar a toda criatura para que todo se instaure en Cristo y todos los hombres
constituyan en El una familia y un Pueblo de Dios.
Por lo cual este Santo
Concilio, mientras da gracias a Dios por las obras realizadas por el generoso esfuerzo de
toda la Iglesia, desea delinear los principios de la actividad misional y reunir las
fuerzas de todos los fieles para que el Pueblo de Dios, caminando por la estrecha senda de
la cruz, difunda por todas partes el reino de Cristo, Señor y ordenador de los siglos
(cf. Eccli., 36, 19), y tenga preparados los caminos a su llegada.
CAPÍTULO I
PRINCIPIOS DOCTRINALES
DESIGNIO DEL PADRE
2. La Iglesia
peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y
de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre[3].
Pero este designio
dimana del "amor fontal" o de la caridad de Dios Padre, que, siendo principio
sin principio, que engendra al Hijo, y del que procede el Espíritu Santo por el Hijo, por
su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente y llamándonos además sin
interés alguno a participar con El en la vida y en la gloria, difundió libremente la
bondad divina y no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo se hace
por fin "todo en todas las cosas" (I Cor., 15, 28), procurando a un tiempo su
gloria y nuestra felicidad. Pero plugo a Dios no sólo llamar a la participación de su
vida a los hombres, individualmente, excluido cualquier género de conexión mutua, sino
constituirlos en Pueblo, en el que se congregasen formando unidad sus hijos, que estaban
dispersos (cf. Jn., 11, 52).
MISIÓN DEL HIJO
3. Este designio
universal de Dios en pro de la salvación del género humano se realiza no solamente de un
modo como secreto en la mente de los hombres, sino también por esfuerzos, incluso
religiosos, con los que ellos buscan de muchas maneras a Dios, por ver si a tientas lo
hallan o lo encuentran, aunque no está lejos de cada uno de nosotros (cf. 17, 27), porque
estos esfuerzos necesitan ser iluminados y sanados, aunque, por benigna determinación del
Dios providente, pueden tenerse alguna vez por pedagogía hacia el Dios verdadero o por
preparación evangélica[4]. Dios, para establecer la paz o comunión con El y armonizar
la sociedad fraterna entre los hombres, pecadores, decretó entrar en la historia de la
Humanidad de un modo nuevo y definitivo enviando a su Hijo en nuestra carne para arrancar
por su medio a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (cf. 1, 13; Hech., 10,
38) y reconciliar el mundo consigo en El (cf. 2 Cor., 5, 19). A El, pues, por quien
también hizo el mundo[5], lo constituyó heredero de todo, a fin de instaurarlo todo en
El (cf. Ef., 1, 10).
Cristo Jesús, pues,
fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios habita
en El corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col., 2, 9); según la
naturaleza humana, nuevo Adán, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn., 1, 14), es
constituido cabeza de la humanidad renovada. Así, pues, el Hijo de Dios siguió los
caminos de la Encarnación verdadera, para hacer a los hombres partícipes de la
naturaleza divina, se hizo pobre por nosotros, siendo rico, para que nosotros fuésemos
ricos por su pobreza (2 Cor., 8, 9). El Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a
servir y dar su vida para redención de muchos, es decir, de todos (cf. Mc., 10, 45). Los
Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por
Cristo[6]. Pero tomó la naturaleza humana íntegra, cual se encuentra en nosotros,
miserables y pobres, mas sin el pecado (cf. Hb., 4, 15; 9, 28). Pues de sí mismo dijo
Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (cf. Jn., 10, 36): "El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió, y me envió a evangelizar a los
pobres, a sanar a los contritos de corazón, a predicar a los cautivos la libertad y a los
ciegos la recuperación de la vista" (Lc., 4, 18), y de nuevo: "El Hijo del
Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19, 10).
Mas lo que el Señor ha
predicado una vez o lo que en El se ha obrado para la salvación del género humano hay
que proclamarlo y difundirlo hasta las extremidades de la tierra (cf. Hech., 1, 8),
comenzando por Jerusalén (cf. Lc., 24, 47), de suerte que lo que ha efectuado una vez
para la salvación de todos consiga su efecto en todos en la sucesión de los tiempos.
MISIÓN DEL ESPÍRITU
SANTO
4. Y para conseguir
esto envió Cristo el Espíritu Santo de parte del Padre, para que realizara interiormente
su obra salutífera e impulsara a la Iglesia hacia su propia dilatación. Sin género de
duda, el Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de Cristo[7].
Sin embargo, descendió sobre los discípulos en el día de Pentecostés, para permanecer
con ellos eternamente (cf. 14, 16), la Iglesia se manifestó públicamente delante de la
multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por
fin quedó presignificada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la
Iglesia de la Nueva Alianza, que habla en todas las lenguas, entiende y abarca todas las
lenguas en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel[8]. En Pentecostés
empezaron "los hechos de los apóstoles", como había sido concebido Cristo al
venir el Espíritu Santo sobre la Virgen María, y Cristo había sido impulsado a la obra
de su ministerio[9], bajando el mismo Espíritu Santo sobre El cuando oraba. Mas el mismo
Señor Jesús, antes de entregar libremente su vida por el mundo, ordenó el ministerio
apostólico y prometió que había de enviar el Espíritu Santo, de tal suerte que ambos
quedaron asociados en la realización de la obra de la salud en todas partes y para
siempre[10]. El Espíritu Santo "unifica en la comunión y en el servicio y provee de
diversos dones jerárquicos y carismáticos"[11] a toda la Iglesia a través de los
tiempos, vivificando[12] las instituciones eclesiásticas como alma de ellas e infundiendo
en los corazones de los fieles el mismo impulso de misión con que había sido llevado el
mismo Cristo. Alguna vez también se anticipa visiblemente a la acción apostólica[13],
lo mismo que la acompaña y dirige incesantemente de varios modos[14].
LA IGLESIA ENVIADA POR
CRISTO.
5. El Señor Jesús, ya
desde el principio "llamó a sí a los que El quiso, y designó a doce para que lo
acompañaran y para enviarlos a predicar" (cf. Mt., 10, 1-42). De esta forma los
apóstoles fueron los gérmenes del nuevo Israel y al mismo tiempo origen de la sagrada
Jerarquía. Después, cuando de una vez con su muerte y resurrección hubo completado en
sí mismo los misterios de nuestra salvación y de la renovación de todas las cosas, el
Señor, conseguido todo el poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt., 28, 18), antes de
subir al cielo (cf. Act., I, II), fundó su Iglesia como sacramento de salvación, y
envió a los apóstoles a todo el mundo, como El había sido enviado por el Padre (cf.
Jn., 20, 21), ordenándoles: "Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo
cuanto yo os he mandado" (Mt., 28, 19 s.). "Id por todo el mundo y predicad el
Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no
creyere se condenará" (Mc., 16, 15 s.). Por ello incumbe a la Iglesia el deber de
propagar la fe y la salvación de Cristo, así en virtud del mandato expreso, que heredó
de los apóstoles el Orden de los obispos, con la cooperación de los presbíteros,
juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida
que Cristo infundió en sus miembros "de quien todo el cuerpo, trabado y unido por
todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece
y se fortalece en la caridad" (Ef., 4, 16). La misión, pues, de la Iglesia se
realiza mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la
gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los
hombres y pueblos para conducirlos a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo por el
ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia,
de forma que se les descubra el camino libre y seguro para la plena participación del
misterio de Cristo.
Siendo así que esta
misión continúa, y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo, que
fue enviado a evangelizar a los pobres, la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu
Santo, por el mismo camino que Cristo llevó, es decir, por el camino de la pobreza, de la
obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que
salió victorioso por su resurrección. Pues así caminaron en la esperanza todos los
apóstoles, que con muchas tribulaciones y sufrimientos suplieron lo que falta a las
tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col., 1, 24). Semilla fue
también, muchas veces, la sangre de los cristianos[15].
ACTIVIDAD MISIONAL
6. Este deber que el
Orden de los obispos, presidido por el sucesor de Pedro, tiene que cumplir con la oración
y cooperación de toda la Iglesia, es único e idéntico en todas las partes y en todas
las condiciones, aunque no se realice del mismo modo según las circunstancias. Por
consiguiente, las diferencias que hay que reconocer en esta actividad de la Iglesia no
proceden de la naturaleza misma de la misión, sino de las circunstancias en que esta
misión se desarrolla.
Estas condiciones
dependen, a veces, de la Iglesia, y a veces también, de los pueblos, de los grupos o de
los hombres a los que la misión se dirige. Pues aunque la Iglesia contenga en sí la
totalidad o la plenitud de los medios de salvación, ni siempre ni en un momento obra ni
puede obrar con todos sus recursos, sino que, partiendo de modestos comienzos, avanza
gradualmente en su esforzada actividad por realizar el designio de Dios; más aún, en
ocasiones, después de haber incoado felizmente el avance, se ve obligada a deplorar de
nuevo una retirada, o a lo menos se detiene en un estadio de semiplenitud y de
insuficiencia. Pero en cuanto se refiere a los hombres, a los grupos y a los pueblos, tan
sólo gradualmente establece contacto y se adentra en ellos, y de esta forma los trae a la
plenitud católica.
Pero a cualquier
condición o situación deben corresponder acciones propias y recursos adecuados.
Las empresas peculiares
con que los heraldos del Evangelio, enviados por la Iglesia, yendo a todo el mundo,
realizan el cargo de predicar el Evangelio y de implantar la Iglesia misma entre los
pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo, comúnmente se llaman
"misiones", que se llevan a cabo por la actividad misional, y se desarrollan, de
ordinario, en ciertos territorios reconocidos por la Santa Sede. El fin propio de esta
actividad misional es la evangelización e implantación de la Iglesia en los pueblos o
grupos en que todavía no está enraizada[16]. De suerte que de la semilla de la palabra
de Dios crezcan las Iglesias autóctonas particulares en todo el mundo suficientemente
organizadas y dotadas de energías propias y de madurez, las cuales provistas
convenientemente de su propia Jerarquía unida al pueblo fiel y de medios connaturales al
pleno desarrollo de la vida cristiana, aporten su cooperación al bien de toda la Iglesia.
El medio principal de esta implantación es la predicación del Evangelio de Jesucristo,
para cuyo anuncio envió el Señor a sus discípulos a todo el mundo, para que los hombres
regenerados por el Verbo (cf. I Pedr., 1, 23) se agreguen por el Bautismo a la Iglesia,
que como Cuerpo del Verbo Encarnado se nutre y vive de la palabra de Dios y del pan
eucarístico (cf. Hech., 2, 42).
En esta actividad
misional de la Iglesia se entrecruzan, a veces, diversas condiciones: en primer lugar de
comienzo y de plantación, y luego de novedad o de juventud. La acción misional de la
Iglesia no cesa después de llenar esas etapas, sino que, constituidas ya las Iglesias
particulares, pesa sobre ella el deber de continuar y de predicar el Evangelio a cuantos
permanecen fuera.
Además, los grupos en
que vive la Iglesia se cambian completamente con frecuencia por varias causas, de forma
que pueden originarse condiciones enteramente nuevas. Entonces la Iglesia tiene que pensar
determinadamente si estas condiciones exigen de nuevo su actividad misional. Además, en
ocasiones, se dan tales circunstancias que no permiten, por algún tiempo, proponer
directa e inmediatamente la exposición del Evangelio: entonces los misioneros pueden y
deben dar testimonio al menos de la caridad y de la liberalidad de Cristo con paciencia,
prudencia y mucha confianza, y preparar así los caminos del Señor y hacerlo presente de
algún modo.
Así es manifiesto que
la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe
salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad
se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde
y promueve. Por ello la actividad misional entre las gentes se diferencia así de la
actividad pastoral que hay que desarrollar con los fieles, como de los medios que hay que
usar para conseguir la unidad de los cristianos. Ambas actividades, sin embargo, están
muy estrechamente relacionadas con la diligencia misional de la Iglesia[17]: ya que la
división de los cristianos perjudica a la causa santísima de la predicación del
Evangelio a toda criatura[18], y cierra a muchos la puerta de la fe. La necesidad de la
misión exige a todos los bautizados que se reúnan en una sola grey, para poder dar, de
esta forma, testimonio unánime de Cristo, su Señor, delante de todas las gentes. Pero si
todavía no pudieren dar plenamente testimonio de una sola fe, es necesario, por lo menos,
que se vean animados de mutuo aprecio y caridad.
CAUSAS Y NECESIDAD DE
LA ACTIVIDAD MISIONAL
7. La razón de esta
actividad misional se basa en la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres
sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el
mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo
para redención de todos" (I Tim., 2, 4-5), "y en ningún otro hay
salvación" (Hech., 4, 12). Es, pues, necesario que todos se conviertan a El, una vez
conocido por la predicación del Evangelio, y a El y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se
incorporen por el bautismo. Porque Cristo mismo, "inculcando la necesidad de la fe y
del bautismo con palabras expresas (cf. Mc., 16, 16; Jn., 3, 5), confirmó, al mismo
tiempo, la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por la puerta del
bautismo. Por lo cual no podrían salvarse aquellos que, no ignorando que Dios fundó, por
medio de Jesucristo, la Iglesia Católica como necesaria, con todo no hubieren querido
entrar o perseverar en ella"[19]. Pues aunque el Señor puede conducir por caminos
que El sabe a los hombres que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual
es imposible agradarle (cf. Hb., 11, 6), la Iglesia tiene el deber (cf. I Cor., 9, 16) a
la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva
íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad.
Por ella el Cuerpo
místico de Cristo reúne y ordena indefectiblemente sus energías para su propio
crecimiento (cf. Ef., 4, 11-16). Los miembros de la Iglesia se ven impulsados a su
consecución por la caridad con que aman a Dios, y por la que desean participar en común
con todos los hombres en los bienes espirituales propios, así de la vida presente como de
la venidera.
Y por fin, por esta
actividad misional se glorifica a Dios plenamente, al recibir los hombres, deliberada y
cumplidamente, la obra de salvación, que El completó en Cristo. Así se realiza por ella
el designio de Dios, al que sirvió Cristo con obediencia y amor para gloria del Padre que
lo envió[20], para que todo el género humano forme un solo Pueblo de Dios, se constituya
un solo Cuerpo de Cristo, se estructure en un solo templo del Espíritu Santo lo cual,
como expresión de la concordia fraterna, responde, ciertamente, al anhelo de todos los
hombres.
Y así, por fin, se
cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza,
cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el
Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre
nuestro"[21].
ACTIVIDAD MISIONAL EN
LA VIDA Y EN LA HISTORIA HUMANA
8. La actividad
misional tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y con sus
aspiraciones. Porque manifestando a Cristo, la Iglesia descubre a los hombres la verdad
genuina de su condición y de su vocación total, porque Cristo es el principio y el
modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu
pacífico, a la que todos aspiran. Cristo y la Iglesia, que da testimonio de El por la
proclamación evangélica, transcienden toda particularidad de raza y de nación, y por
ende por nadie y en ninguna parte pueden ser tenidos como extraños[22]. El mismo Cristo
es la verdad y el camino manifiesto a todos por la predicación evangélica, cuando hace
resonar en todos los oídos estas palabras del mismo Cristo: "Haced penitencia y
creed en el Evangelio" (Mc., 1, 15). Siendo así que el que no cree ya está juzgado
(cf. Jn., 3, 18), las palabras de Cristo son, a un tiempo, palabras de condenación y de
gracia, de muerte y de vida. Pues sólo podemos acercarnos a la novedad de la vida
exterminando todo lo antiguo: cosa que en primer lugar se aplica a las personas, pero
también puede decirse de los diversos bienes de este mundo, a los que también se
extienden el pecado del hombre y la bendición de Dios: "Pues todos pecaron y todos
están privados de la gloria de Dios" (Rom., 3, 23). Nadie por sí mismo y sus
propias fuerzas se libra del pecado, ni se eleva sobre sí mismo; nadie se ve enteramente
libre de su debilidad, de su soledad y de su servidumbre[23], sino que todos tienen
necesidad de Cristo modelo, maestro, libertador, salvador y vivificador. En realidad, el
Evangelio fue el fermento de la libertad y del progreso en la historia humana, incluso
temporal, y se presenta constantemente como germen de fraternidad, de unidad y de paz. No
carece, pues, de motivo el que los fieles celebren a Cristo como "esperanza de las
gentes y salvador de ellas"[24].
CARÁCTER ESCATOLÓGICO
DE LA ACTIVIDAD MISIONAL
9. El tiempo de la
actividad misional discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la
Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el Reino de Dios[25]. Es,
pues, necesario predicar el Evangelio a todas las gentes antes de que venga el Señor (cf.
Mc., 13, 10).
La actividad misional
es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su
cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la
misión, la historia de la salud. Por la palabra de la predicación y por la celebración
de los sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, hace presente a Cristo
autor de la salvación. Libra de contactos malignos todo cuanto de verdad y de gracia se
hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios y lo restituye a su Autor, Cristo,
que derroca el imperio del diablo y aleja la variada malicia de los crímenes. Así, pues,
todo lo bueno que se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, en los
propios ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no perece, sino que se sana,
se eleva y se completa para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del
hombre[26]. Así la actividad misional tiende a la plenitud escatológica[27]: pues por
ella se dilata el pueblo de Dios, hasta la medida y el tiempo que el Padre ha fijado en
virtud de su poder (cf. Hech., 1, 7), pueblo al que se ha dicho proféticamente:
"Amplía el lugar de tu tienda y extiende las pieles que te cubren. ¡No temas!"
(Is., 54, 2)[28], se aumenta el Cuerpo místico hasta la medida de la plenitud de Cristo
(cf. Ef., 4, 13), y el templo espiritual, en que se adora a Dios en espíritu y en verdad
(cf. Jn., 4, 23), se amplía y se edifica sobre el fundamento de los apóstoles y de los
profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús (cf. Ef., 2, 20).
1 CONC. VAT. II, const.
Dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium 48: AAS 57 (1965) 947-990.
2 SAN AGUSTÍN, Enarr.
in Ps. 44,23: PL 36,508; CChr 38,150.
3 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. De Ecclesia, I.
4 Cf. S. Ireneo, Adv.
Haer., III, 18, 1: PG, 7, 932: "El Verbo que vive en Dios, por quien todo fue hecho,
y que siempre estaba presente al género humano"... Idem, ib., IV, 6, 7; ib., 990:
"Pues estando el Hijo desde el principio junto a su obra, manifiesta a todos al
Padre, a quienes quiere, cuando quiere y como quiere el Padre". Cf. IV, 20, 6 y 7;
ib., 1.037; Demostración núm. 34 (Patr. Or., XII, 773; Sources Chrét., 62, París,
1958, página 87); Clemente Alejandrino, Protrept., 112, 1; (G. C. S. Clemens I, 79)
Strom., VI, 6, 44, 1; (G. C. S. Clemens II, 453) 13, 106, 3 y 4 (ib. 485) (W. Bierbaum,
Geschichte als Paidagogia Theou: die Heilsgeschichtslehre des Klemens von Alex.:
Muenchener Theol. Zeitschr., 5, 1954, 246-272); Christianity and history, London, 1949. En
cuanto a la doctrina misma, cf. Pío XII, Nuntium radioph., del 31 de diciembre de 1952;
Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 16.
5 Cf. Hb., 1, 2; Jn.,
1, 3 y 10; I Cor. 8, 6; Col., 1, 16.
6 Cf. S. Atanasio, Ep.
ad Epictetum, 7: PG, 26, 1.060; S. Cirilo de Jerusalén, Catech., 4, 9: PG., 33, 465;
Mario Victorino, Adv. Arium, 3, 3: PL., 8, 1.101; S. Basilio, Epist., 261, 2: PG., 32,
969; S. Gregorio Nacianceno, Epist., 101; PG., 37, 181; S. Gregorio Nis., Antirrheticus,
Adv. Apollin., 17: PG., 45, 1.156; S. Ambrosio, Epist., 48, 5: PL., 6, 1.153; S. Agustín,
in Joan. Ev., tr. XXIII, 6: PL., 35, 1.585; manifiesta, además, con esto que el Espíritu
Santo no nos redimió, porque no se encarnó: De Agon. Christ., 22, 24: PL., 40, 302; S.
Cirilo Alej., Adv. Nestor., I, 1: PG., 76, 20; S. Fulgencio, Epist., 17, 3, 5: PL., 65,
454; Ad Trasimundum, III, 21: PL., 65, 284: sobre la tristeza y el temor.
7 El Espíritu es el
que habló por los profetas: Symbol. Constantinop.: Denz.- Schoenmetzer, 150; S. León
Magno, Sermo, 76: PL., 54, 405-406 "Cuando el Espíritu llenó a los discípulos del
Señor el día de Pentecostés, no fue una incoación de su don, sino un acrecentamiento
de su largueza: porque los patriarcas, los profetas, los sacerdotes y todos los santos que
vivieron en los primeros tiempos también fueron sostenidos por la santificación del
mismo Espíritu..., aunque no fuera igual la medida de los dones". También el Sermo,
77, 1: PL., 54, 412; León XIII, Encícl. Divinum illud, A. A. S. (1897) 650-651. También
S. Juan Crisóstomo, In Eph., c. 4, Hom. 10, 1: PG., 62, 75.
8 De Babel y de
Pentecostés hablan muchas vecs los Santos Padres: Orígenes, In Genesim, c. 1: PG., 12,
3; S. Gregorio Nac., Oratio, 41, 16: PG., 36, 449; S. Juan Crisóstomo, Hom. 2 in Pentec.,
2: PG., 50, 467; In Act. Apost.: PG., 60, 44; S. Agustín, Enn. in Ps. 54, 11: PL., 36,
636; Sermo 271: PL., 38, 1.245; S. Cirilo Alej., Glaphyrum in Genesim, II: PG., 69, 79; S.
Gregorio Magno, Hom. in Evang., Lib. II, Hom. 30, 4: PL., 76, 1.222; S. Beda, In Hexaem.,
lib. III: PL., 91, 125. Véase, además, la imagen en el atrio de la Basílica de S.
Marcos, en Venecia. La Iglesia habla todas las lenguas, y así reúne a todos en la
catolicidad de la fe: S. Agustín, Sermones 266, 267, 268, 269: PL., 8, 1.225-1.237; Sermo
175, 3: PL., 38, 946; S. Juan Crisóstomo, In Ep. I ad Cor., Hom. 35: PG., 61, 296, S.
Cirilo de Alej., Fragm. in Act.: PG., 74, 758; S. Máximo de Turín, Sermo 60: PL., 57,
636-637; S. Fulgencio, Sermo 8, 2-3: PL., 65, 743-744. Sobre Pentecostés como
consagración de los Apóstoles para la misión, cf. J. A. Cramer, Catena in Acta SS.
Apostolorum, Oxford, 1838, p. 24 s.
9 Cf. Lc., 3, 22; 4, 1;
Act., 10, 38.
10 Cf. Jn., c. 14-17;
Pablo VI, Alloc., tenida en el Concilio el día 14 de setiembre de 1964: A.A.S. (1964), p.
807.
11 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, 4.
12 S. Agustín, Sermo
267, 4: PL., 38, 1.231: "El Espíritu Santo obra en toda la Iglesia lo que el alma en
todos los miembros de un solo cuerpo". Cf. Con. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium,
7, con la nota 8.
13 Cf. Act., 10, 44-47;
11, 15; 15, 8.
14 Cf. Act., 4, 8; 5,
32; 8, 26, 29, 39; 9, 31; 10; 11, 24, 28; 13, 2, 4, 9; 16, 6-7; 20, 22-23; 21, 11, etc.
15 Tertuliano,
Apologeticum, 50, 13: PL., 1, 534; ed. Rauschen, Bonn, 1906, 141.
16 Santo Tomás de
Aquino habla ya de la función apostólica de plantar la Iglesia; cf. Sent., lib. I dis.
16, q. 1, a. 2 ad 2 y ad 4; a. 3 sol; Summa Theol. I, q. 43, a. 7 ad 6; I, II, y. 106, a.
4 ad 4. Cf. Benedicto XV, Maximum illud, del 30 de noviembre de 1919: A.A.S. (1919), 445 y
453; Pío XI, Rerum Ecclesiae, del 28 de febrero de 1926; AA. (1926), p. 74; Pío XII, A
los directores de las Obras Pontificias Misionales, del 30 de abril de 1939; Idem, a los
mismos, del 24 de junio de 1944: A.A.S. (1944), p. 210, id. (1950), p. 727 (1951), p. 508;
ídem al clero indígena, A.A.S. (1948), p. 374; ídem Evangelii praecones, del 2 de junio
de 1951; A.A.S. (1951), p. 507; ídem, Fidei donum, del 15 de enero de 1957: A.A.S.
(1957), p. 236; Juan XXIII, Princeps Pastorum, del 28 de noviembre de 1959: A.A.S. (1959),
p. 835; Pablo VI, Hom. 18 de octubre de 1964: A.A.S. (1964), p. 911. Tanto los Sumos
Pontífices, como los Padres y los Escolásticos hablan muchas veces de la
"dilatación" de la Iglesia: S. Tomás de Aquino, Comm. in Matt., 16, 28; León
XIII, Encícl. Sancta Dei Civitas: A.A.S. (1880), p. 241; Bendicto XV, Encícl. Maximum
illud.: A.A.S. (1919), p. 442; Pío XI, Encícl. Rerum Ecclesiae: A.A.S. (1926), p. 65.
17 En este concepto de
la actividad misional se incluyen también, como es evidente, aquellas regiones de la
América Latina, en que no existe suficientemente la jerarquía propia, ni la madurez de
vida cristiana, ni la predicación del Evangelio. Que estos territorios sean tenidos por
la Santa Sede como lugares de misiones, no depende del Concilio. Por lo cual, en cuanto a
la conexión entre la noción de actividad misional y ciertos territorios, se dice
intencionadamente que esta actividad "de ordinario" se ejerce en ciertos
territorios conocidos por la Santa Sede.
18 Cf. Conc. Vat. II,
Decr. Unitatis redintegratio, núm. 1.
19 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, 16.
20 Cf. Jn., 7, 18; 8,
30 y 44; 8, 50; 18, 1.
21 Sobre esta idea
sintética en S. Ireneo, que se contiene en su teología sobre la Recapitulación, cf. A.
Nygren, Manniskan och Incarnationem enligt Irineus, Lund 1947 (Mann and Incarnation. A
Study on the Biblical Theol. of Irinaeus, Edinburgh; London, 1959). Cf. también
Hipólito, De Antichristo, 3: queriendo a todos y deseando salvar a todos, queriendo
ayudar a todos los hijos de Dios y amando a todos los santos hacia un hombre
perfecto...": PG., 10, 732; Benedictiones Jacob, 7: T. U., 38-1, p. 18, lín. 4 ss.;
Orígenes, In Joan., tom. I, n. 16: PG., 14, 49: "Pues entonces será única la
acción del conocimiento de Dios de quienes llegaren a El, llevándolos el Verbo que vive
en el Padre; para que de esta forma todos los hijos estén formados cuidadosamente en el
conocimiento del Padre, como ahora sólo el Hijo conoce al Padre"; S. Agustín, De
Sermone Domini in monte, I, 41: PL., 34, 1.250: "Amemos porque puede ser llevado con
nosotros a aquellos reinos, donde nadie dice: Padre mío, sino todos llaman a un solo
Dios: Padre nuestro"; S. Cirilo de Alej., In Joan., I: PG., 73, 161-164: "Pues
estamos todos en Cristo y para El revive la común persona de la humanidad. Y por eso es
llamado el nuevo Adán... Porque habitó entre nosotros, quien por naturaleza es Hijo de
Dios, y por eso clamamos en su Espíritu: ¡Abba, Padre! Pero habita el Verbo en medio de
todos en un solo templo, a saber, en el que tomó por nosotros, a fin de que teniendo a
todos en sí mismo, a todos los reconciliara con el Padre en un solo cuerpo, como dice
Pablo".
22 Benedicto XV,
Encícl. Maximum illud: A.A.S. (1919), p. 445: "Pues como la Iglesia de Dios es
católica, y no es extraña a ningún pueblo ni nación...". Cf. Juan XXIII, Encícl.
Mater et Magistra: A.A.S. (1961), p. 444: "Por derecho divino pertenece a todas las
gentes... La Iglesia, por el hecho de haber ingerido su energía como en las venas de un
pueblo, no es, ni se juzga una institución impuesta de fuera a aquel pueblo. Y por eso
todo lo que a ella le parece bueno y honesto lo aceptan y cumplen los que han renacido en
Cristo.
23 Cf. S. Ireneo, Adv.
Haer. III, 15, n. 3: PG., 7, 919: "Fueron predicadores de la verdad y apóstoles de
la libertad".
24 Antífona o, del
día 2 de diciembre.
25 Cf. Mt., 24, 31;
Didaché, 10, 5: FUNK, I, p. 32.
26 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, 17; S. Agustín, De Civitate Dei, 19, 17: PL., 41, 646; Ins-
trucción de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, Collectanea I, n. 135, p. 42.
27 Sobre la índole
escatológica de la Misión, según el apóstol S. Pablo, cf. Munck, Paulus und die
Heilsges- chichte, "Acta Jutlandica", XXVI, 1, Theol. ser. 6, Aarhus-Copenhague,
1954; O. Cullmann, Le caractere eschatologique du devoir missionaire et de la conscience
apostolique de S. Paul, "Rev. Hist. Phil. Relig., 1936, pp. 210-245; Otras ideas en
A. Seumois, Apostolat. Structure théologique, Roma, 1961, p. 206, n. 5. Según Orígenes,
el Evangelio debe predicarse antes del fin de este mundo: Hom. in Luc., XXI (C. G. S.,
Orig. Werke, IX, p. 136, 21 s.; In Matth. comm. ser., 39, Ibid., XI, p. 75, 25 ss.; p. 76,
ss.; Hom. in Jerem., III, 2, ibid., VIII, p. 308 s.; Santo Tomás, Summa Theol. I-II, q.
106, a. 4, ad 4. Para la Edad Media, cf. A. Spoerl, Das Alte und das Neue in MA,
"Histor. Jahrbuch", 1930, p. 316 ss. |