Francesc Torralba Roselló

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Francis Bacon en la mente de Ratzinger (III)

Bacon creía que con el desarrollo de la ciencia sería posible alcanzar una sociedad ideal; Ratzinger discute la ingenuidad de la fe en el progreso: el hombre no será redimido por la ciencia

El pensamiento del filósofo ingles Francis Bacon (1561-1626), autor del Novum organum (1620) y uno de los padres del empirismo anglosajón, es objeto de un fino análisis en la última encíclica de Benito XVI. Se refiere a él como a uno de los máximos representantes de la fe en el progreso científico y técnico.

Bacon creía, realmente, que con el desarrollo de la ciencia y de la tecnología sería posible alcanzar una sociedad ideal en la tierra, una especie de paraíso, donde el ser humano podría dedicarse a tareas creativas y al cultivo del pensamiento.

Imaginaba, como tantos pensadores ilustrados franceses y alemanes, que la historia experimentaría un progreso continuado e imparable en todos los ámbitos, no sólo en el científico y tecnológico, sino también en el moral, en el jurídico, en el social, en el político y religioso. Tenía, verdaderamente, fe en el progreso y creía en la posibilidad de hacer realidad la utopía en este mundo.

Esta confianza en el progreso de la humanidad también está presente en los textos de Condorcet, en la filosofía de la historia de Herder, pero luego reaparece en las obras de Auguste Comte y del mismo Karl Marx. La fe en el progreso, otra forma de fe, en el fondo, está en la entraña del pensamiento moderno.

Ratzinger no niega, de ningún modo, los alcances del progreso científico y técnico, ni niega el valor positivo que han tenido para mejorar la calidad de vida de las personas y de los pueblos, pero discute la ingenuidad de la fe en el progreso, la creencia de que el desarrollo científico y técnico pueda realmente colmar las aspiraciones trascendentes de la persona, el deseo de felicidad eterna que anida en ella.

Como tantos pensadores del siglo XX han afirmado, inclusive en un mundo técnicamente perfecto, el ser humano no sería plenamente feliz, porque en él habita una inquietud que nada, ni nadie del plano inmanente, puede colmar.

“En Bacon -afirma Ratzinger- la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso. En efecto, para Bacon está claro que los descubrimientos y las invenciones apenas iniciadas son sólo un comienzo, que gracias a la sinergia entre ciencia y praxis se seguirán descubrimientos totalmente nuevos, surgirá un mundo totalmente nuevo, el reino del hombre.

Según esto, él mismo trazó un esbozo de las invenciones previsibles, incluyendo el aeroplano y el submarino. Durante el desarrollo ulterior de la ideología del progreso, la alegría por los visibles adelantos de las potencialidades humanas es una confirmación constante de la fe en el progreso como tal” (& 17).

Como otros autores renacentistas, Pico della Mirandola, entre ellos, Bacon cree en las posibilidades del ser humano para forjar, solitariamente, un futuro bello, armonioso y pacífico. Al leer sus obras, uno tiene la impresión que el ser humano es omnipotente y que es capaz de superar cualquier obstáculo que se interfiera en su desarrollo.

Leído después de las barbaridades acaecida en el siglo XX y cometidas, en parte, gracias al desarrollo científico y tecnológico exponencial que tuvo lugar en él, uno no puede hacer otra cosa que tachar a Francis Bacon de ingenuo desde un punto de vista antropológico.

Dice Benito XVI: “Francis Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por medio de la ciencia. Con semejante expectativa se pide demasiado a la ciencia; esta especie de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma” (& 25).

Ratzinger no es, de ningún modo, un espíritu decadentista, ni participa de una visión negativa de la historia como muchos pensadores postmodernos que releen la historia de siglo XX como una suma de calamidades y atrocidades que insultan la dignidad de la persona humana. El ser humano es, a su juicio, un ser con posibilidades, pero también con límites. No puede dejar de ser hombre, a pesar de todos los desarrollos científicos y tecnológicos. La ambigüedad y el límite son elementos constitutivos del ente humano.

Benito XVI parte, en Spes salvi, de la filosofía de la historia de san Agustín, autor que conoce profundamente, puesto que fue objeto de una de sus tesis doctorales y, además, está latente y explícitamente citado en toda la encíclica.

Según el pensamiento agustiniano, expresado en La ciudad de Dios, la paz y la felicidad total del ser humano están fuera del alcance de la historia, porque la persona está creada para otro mundo, con una vocación eterna. No niega, pues, el valor del progreso, pero muestra como la tendencia al mal y a la destrucción, la huella del pecado original, sigue presente en el espíritu humano y que, con la complicidad de la ciencia y de la tecnología, puede derivar hacia una maldad infinitamente más grave que en otros tiempos.

La salvación del ser humano no pasa, pues, por la ciencia, ni por la técnica. No morimos de lo mismo, pero seguimos muriendo. Seguimos sufriendo y necesitamos, como siempre hemos necesitado, de la consolatio.

El progreso no garantiza la felicidad humana. Ningún artefacto tecnológico puede colmar la sed del corazón humano. Sólo la esperanza en un Dios-Amor puede dar plenitud a las aspiraciones del ser humano.

VER Kant en la mente de Ratzinger (I)

VER Marx en la mente de Ratzinger (II)