CAPITULO
V
EL
FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCION DE LA
COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS
Introducción
77. En
estos últimos años, en los que aún perduran entre los hombres la aflicción y las
angustias nacidas de la realidad o de la amenaza de una guerra, la universal familia
humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento de suprema crisis.
Unificada
paulatinamente y ya más consciente en todo lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la
tarea que tiene ante sí, es decir, construir un mundo más humano para todos los hombres
en toda la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a
la verdad de la paz.
De
aquí proviene que el mensaje evangélico, coincidente con los más profundos anhelos y
deseos del género humano, luzca en nuestros días con nuevo resplandor al proclamar
bienaventurados a los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt
5,9).
Por
esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y auténtica noción de la paz, después de
condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos
para que con el auxilio de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a
cimentar la paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la paz.
Naturaleza
de la paz
78. La
paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas
adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y
propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7).
Es el
fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres,
sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del
género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas,
durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz
jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer.
Dada la
fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de
cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.
Esto,
sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien
de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden
intelectual y espiritual.
Es
absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos,
así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la
paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia
puede realizar.
La paz
sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que
procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha
reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un
solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su
propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de
amor en el corazón de los hombres.
Por lo
cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con
sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para
implorar y establecer la paz.
Movidos
por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la
violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra
parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin
lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.
En la
medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el
retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen
del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización
de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones
no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is
2,4).
SECCION
I
Obligación de evitar la guerra
Hay que
frenar la crueldad de las guerras
79. A
pesar de que las guerras recientes han traído a nuestro mundo daños gravísimos
materiales y morales, todavía a diario en algunas zonas del mundo la guerra continúa sus
devastaciones.
Es
más, al emplear en la guerra armas científicas de todo género, su crueldad intrínseca
amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos
pasados. La complejidad de la situación actual y el laberinto de las relaciones
internaciones permiten prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y
subversivos. En muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos
del terrorismo.
Teniendo
presente esta postración de la humanidad el Concilio pretende recordar ante todo la
vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios universales. La
misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos principios.
Los
actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y las órdenes que mandan
tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan.
Entre estos actos hay que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se
extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales
actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de
los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.
Existen
sobre la guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por muchas
naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas;
tales son los que tratan del destino de los combatientes heridos o prisioneros y otros por
el estilo.
Hay que
cumplir estos tratados; es más, están obligados todos, especialmente las autoridades
públicas y los técnicos en estas materias, a procurar cuanto puedan su
perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad
de las guerras.
También
parece razonable que las leyes tengan en cuanta, con sentido humano, el caso de los que se
niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la
comunidad humana de otra forma.
Desde
luego, la guerra no ha sido desarraigada de la humanidad. Mientras exista el riesgo de
guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una
vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho
de legítima defensa a los gobiernos.
A los
jefes de Estado y a cuantos participan en los cargos de gobierno les incumbe el deber de
proteger la seguridad de los pueblos a ellos confiados, actuando con suma responsabilidad
en asunto tan grave.
Pero
una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta
querer someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o
político de ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es
lícito entre los beligerantes.
Los
que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio, considérense instrumentos de la
seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen
realmente a estabilizar la paz.
La
guerra total
80. El
horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas
científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones
enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de
la legítima defensa.
Es
más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en los depósitos de
armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca
de parte a parte enemiga, sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el
mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo
esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Sepan los hombres de
hoy que habrán de dar muy seria cuanta de sus acciones bélicas. Pues de sus
determinaciones presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo
esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra mundial
expresadas por los últimos Sumos Pontífices, declara:
Toda
acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de
extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que
hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.
El
riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da ocasión a los que
poseen las recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta inexorable
conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles.
Para
que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la tierra reunidos aquí piden
con insistencia a todos, principalmente a los jefes de Estado y a los altos jefes del
ejército, que consideren incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la
humanidad.
La
carrera de armamentos
81. Las
armas científicas no se acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que la
seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de rechazar al
adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años, sirve de manera insólita
para aterrar a posibles adversarios. Muchos la consideran como el más eficaz de todos los
medios para asentar firmemente la paz entre las naciones.
Sea lo
que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse los hombres de que la carrera de
armamentos, a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente
la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica.
De ahí
que no sólo no se eliminan las causas de conflicto, sino que más bien se corre el riesgo
de agravarlas poco a poco. Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas
armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo entero.
En vez
de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, otras zonas del
mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir nuevas rutas que partan de una
renovación de la mentalidad para eliminar este escándalo y poder restablecer la
verdadera paz, quedando el mundo liberado de la ansiedad que le oprime.
Por
tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de armamentos es la plaga más grave de la
humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable. Hay que temer seriamente que, si
perdura, engendre todos los estragos funestos cuyos medios ya prepara.
Advertidos
de las calamidades que el género humano ha hecho posibles, empleemos la pausa de que
gozamos, concedida de lo Alto, para, con mayor conciencia de la propia responsabilidad,
encontrar caminos que solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del hombre.
La
Providencia divina nos pide insistentemente que nos liberemos de la antigua esclavitud de
la guerra. Si renunciáramos a este intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal
camino por el que hemos entrado.
Prohibición
absoluta de la guerra.
La
acción internacional para evitar la guerra
82.
Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un
época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier
guerra.
Esto
requiere el establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con
poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de
los derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada autoridad es necesario que
las actuales asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar los
medios más aptos para la seguridad común.
La paz
ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por
el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos
cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de armamentos, no
unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y eficaces garantías.
No hay
que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se llevan a cabo para
alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad de muchísimos
que, aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el
gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la guerra, que aborrecen,
aunque no pueden prescindir de la complejidad inevitable de las cosas.
Hay que
pedir con insistencia a Dios que les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a
cabo con fortaleza esta tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye
virilmente la paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más
allá de las fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la
ambición de dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la
humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.
Acerca
de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones diligente e
ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que han tratado de este
asunto deben ser considerados como los primeros pasos para solventar temas tan espinosos y
serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el futuro para obtener resultados
prácticos.
Sin
embargo, hay que evitar el confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse
de la reforma en la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son
garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de
todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las
multitudes.
Nada
les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de
hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías
obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder
a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la
opinión pública.
Los que
se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la
opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las
mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros
corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que toso juntos
podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore.
Que no
nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro tratados firmes y
honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la
humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea
arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz horrenda de
la muerte.
Pero,
mientras dice todo esto, la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no
cesa de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente,
quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que cambien los
corazones, este es el día de la salvación.
SECCION
2
Edificar la comunidad internacional
Causas
y remedios de las discordias
83.
Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraigen las causas de discordia
entre los hombres, que son las que alimentan las guerras. Entre esas causas deben
desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de éstas provienen de las excesivas
desigualdades económicas y de la lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias.
Otras
nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas, y, si ahondamos en los
motivos más profundos, brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás
pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden,
éstas hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de luchas y
violencias entre los hombres.
Como,
además, existen los mismos males en las relaciones internacionales, es totalmente
necesario que, para vencer y prevenir semejantes males y para reprimir las violencias
desenfrenadas, las instituciones internacionales cooperen y se coordinen mejor y más
firmemente y se estimule sin descanso la creación de organismos que promuevan la paz.
La
comunidad de las naciones y las instituciones internacionales
84.
Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua dependencia que hoy se dan entre todos
los ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la búsqueda certera y la
realización eficaz del bien común universal exigen que la comunidad de las naciones se
dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo
particularmente en cuanta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en estado de
miseria intolerable.
Para
lograr estos fines, las instituciones de la comunidad internacional deben, cada una por su
parte, proveer a las diversas necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida
social, alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples circunstancias
particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad general que las naciones
en vías de desarrollo sienten de fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la
triste situación de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.
Las
instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes son beneméritas del
género humano. SOn los primeros conatos de echar los cimientos internaciones de toda la
comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para
promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formar.
En
todos estos campos, la Iglesia se goza del espíritu de auténtica fraternidad que
actualmente florece entre los cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza por
intensificar continuamente los intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes
calamidades.
La
cooperación internacional en el orden económico
85. La
actual unión del género humano exige que se establezca también una mayor cooperación
internacional en el orden económico. Pues la realidad es que, aunque casi todos los
pueblos han alcanzado la independencia, distan mucho de verse libres de excesivas
desigualdades y de toda suerte de inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el
peligro de las dificultades internas.
El
progreso de un país depende de los medios humanos y financieros de que dispone. Los
ciudadanos deben prepararse, pro medio de la educación y de la formación profesional, al
ejercicio de las diversas funciones de la vida económica y social.
Para
esto se requiere la colaboración de expertos extranjeros que en su actuación se
comporten no como dominadores, sino como auxiliares y cooperadores. La ayuda material a
los paises en vías de desarrollo no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en
las estructuras actuales del comercio mundial.
Los
paises desarrollados deberán prestar otros tipos de ayuda, en forma de donativos,
préstamos o inversión de capitales; todo lo cual ha de hacerse con generosidad y sin
ambición por parte del que ayuda y con absoluta honradez por parte del que recibe tal
ayuda.
Para
establecer un auténtico orden económico universal hay que acabar con las pretensiones de
lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política, los
cálculos de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las
ideologías.
Son
muchos los sistemas económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear que los
expertos sepan encontrar en ellos los principios básicos comunes de un sano comercio
mundial. Ello será fácil si todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran
dispuestos a un diálogo sincero.
Algunas
normas oportunas
86.
Para esta cooperación parecen oportunas las normas siguientes:
a) Los
pueblos que están en vías de desarrollo entiendan bien que han de buscar expresa y
firmemente, como fin propio del progreso, la plena perfección humana de sus ciudadanos.
Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta principalmente por medio del trabajo
y la preparación de los propios pueblos, progreso que debe ser impulsado no sólo con las
ayudas exteriores, sino ante todo con el desenvolvimiento de las propias fuerzas y el
cultivo de las dotes y tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen
mayor influjo sobre sus conciudadanos.
b) Por
su parte, los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los
paises en vías de desarrollo a cumplir tales cometidos. Por lo cual han de someterse a
las reformas psicológicas y materiales que se requieren para crear esta cooperación
internacional.
Busquen
así, con sumo cuidado en las relaciones comerciales con los paises más débiles y
pobres, el bien de estos últimos, porque tales pueblos necesitan para su propia
sustentación los beneficios que logran con la venta de sus mercancías.
c) Es
deber de la comunidad internacional regular y estimular el desarrollo de forma que los
bienes a este fin destinados sean invertidos con la mayor eficacia y equidad. Pertenece
también a dicha comunidad, salvado el principio de la acción subsidiaria, ordenar las
relaciones económicas en todo el mundo para que se ajusten a la justicia.
Fúndense
instituciones capaces de promover y de ordenar el comercio internacional, en particular
con las naciones menos desarrolladas, y de compensar los desequilibrios que proceden de la
excesiva desigualdad de poder entre las naciones.
Esta
ordenación, unida a otras ayudas de tipo técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los
recursos necesarios a los paises que caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr
convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d) En
muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras económicas y sociales; pero
hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que
ofrecen al hombre ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al
perfeccionamiento espiritual del hombre.
Pues no
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4).
Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como en sus mejores
tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual confiado por Dios a la humanidad,
aunque muchos desconocen su origen.
Cooperación
internacional en lo tocante al crecimiento demográfico
87. Es
sobremanera necesaria la cooperación internacional en favor de aquellos pueblos que
actualmente con harta frecuencia, aparte de otras muchas dificultades, se ven agobiados
por la que proviene del rápido aumento de su población. Urge la necesidad de que, por
medio de una plena e intensa cooperación de todos los paises, pero especialmente de los
más ricos, se halle el modo de disponer y de facilitar a toda la comunidad humana
aquellos bienes que son necesarios para el sustento y para la conveniente educación del
hombre.
Son
varios los paises que podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados
de la conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de las nuevas
técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares una vez
que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido más equitativamente
la propiedad de las tierras.
Los
gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones, en lo que toca a los problemas de su
propia población, dentro de los límites de su específica competencia. Tales son, por
ejemplo, la legislación social y la familiar, la emigración del campo a la ciudad, la
información sobre la situación y necesidades del país.
Como
hoy la agitación que en torno a este problema sucede a los espíritus es tan intensa, es
de desear que los católicos expertos en todas estas materias, particularmente en las
universidades, continúen con intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada
vez más.
Dado
que muchos afirman que el crecimiento de la población mundial, o al menos el de algunos
paises, debe frenarse por todos los medios y con cualquier tipo de intervención de la
autoridad pública, el Concilio exhorta a todos a que se prevenga frente a las soluciones,
propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que contradicen a la moral.
Porque,
conforme al inalienable derecho del hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión
sobre el número de hijos depende del recto juicio de los padres, y de ningún modo puede
someterse al criterio de la autoridad pública.
Y como
el juicio de los padres requiere como presupuesto una conciencia rectamente formada, es de
gran importancia que todos puedan cultivar una recta y auténticamente humana
responsabilidad que tenga en cuanta la ley divina, consideradas las circunstancias de la
realidad y de la época.
Pero
esto exige que se mejoren en todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y sobre
todo que se dé una formación religiosa o, al menos, una íntegra educación moral. Dése
al hombre también conocimiento sabiamente cierto de los progresos científicos con el
estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en la determinación del número
de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien comprobada y cuya concordancia con el
orden moral esté demostrada.
Misión
de los cristianos en la cooperación internacional
88.
Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en la edificación del orden
internacional con la observancia auténtica de las legítimas libertades y la amistosa
fraternidad con todos, tanto más cuanto que la mayor parte de la humanidad sufre todavía
tan grandes necesidades, que con razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los
pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos.
Que no
sirva de escándalo a la humanidad el que algunos paises, generalmente los que tienen una
población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros
se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las
enfermedades y toda clase de miserias.
Es
espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial jóvenes, que se ofrecen
voluntariamente para auxiliar a los demás hombres y pueblos. Más aún, es deber del
Pueblo de Dios, y los primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la
medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era ante costumbre
en la Iglesia, no sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios.
El modo
concreto de las colectas y de los repartos, sin que tenga que ser regulado de manera
rígida y uniforme, ha de establecerse, sin embargo, de modo conveniente en los niveles
diocesano, nacional y mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los
católicos con la de los demás hermanos cristianos.
Porque
el espíritu de caridad en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y organizado de la
acción social caritativa, sino que lo impone obligatoriamente. Por eso es necesario que
quienes quieren consagrarse al servicio de los pueblos en vías de desarrollo se formen en
instituciones adecuadas.
Presencia
eficaz de la Iglesia en la comunidad internacional
89. La
Iglesia, cuando predica, basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y
ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la paz en todas partes
y al establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna entre los hombres y los
pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y natural.
Es
éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la Iglesia en la comunidad de
los pueblos para fomentar e incrementar la cooperación de todos, y ello tanto por sus
instituciones públicas como por la plena y sincera colaboración de los cristianos,
inspirada pura y exclusivamente por el deseo de servir a todos.
Este
objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si los fieles, conscientes de su
responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar en su ámbito personal de
vida la pronta voluntad de cooperar con la comunidad internacional. En esta materia
préstese especial cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación religiosa
como en la civil.
Participación
del cristiano en las instituciones internacionales
90.
Forma excelente de la actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la
colaboración que individual o colectivamente prestan en las instituciones fundadas o por
fundar para fomentar la cooperación entre las naciones.
A la
creación pacífica y fraterna de la comunidad de los pueblos pueden servir también de
múltiples maneras las varias asociaciones católicas internacionales, que hay que
consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados, los medios que necesitan y
la adecuada coordinación de energías.
La
eficacia en la acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de
equipo. Estas asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del sentido
universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a la formación de una conciencia
de la genuina solidaridad y responsabilidad universales.
Es de
desear, finalmente, que los católicos, para ejercer como es debido su función en la
comunidad internacional, procuren cooperar activa y positivamente con los hermanos
separados que juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y también con todos
los hombres que tienen sed de auténtica paz.
El
Concilio, considerando las inmensas calamidades que oprimen todavía a la mayoría de la
humanidad, para fomentar en todas partes la obra de la justicia y el amor de Cristo a los
pobres juzga muy oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como
función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo a los paises
pobres y la justicia social internacional.
CONCLUSION
Tarea
de cada fiel y de las Iglesias particulares
91.
Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la Iglesia, ha propuesto el Concilio,
pretende ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios y a los que
no creen en El de forma explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su
entera vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre, tiendan a una
fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor, con
esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de nuestra edad.
Ante la
inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen hoy en el mundo, esta
exposición, en la mayoría de sus partes, presenta deliberadamente una forma genérica;
más aún, aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata
de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el
futuro.
Confiamos,
sin embargo, que muchas de las cosas que hemos dicho, apoyados en la palabra de Dios y en
el espíritu del Evangelio, podrán prestar a todos valiosa ayuda, sobre todo una vez que
la adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad haya sido llevada a cabo por los
cristianos bajo la dirección de los pastores.
El
diálogo entre todos los hombres
92. La
Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje
evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación,
raza o cultura, se convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el
diálogo sincero.
Lo cual
requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la Iglesia la mutua estima,
respeto y concordia, reconociendo todas las legítimas diversidades, para abrir, con
fecundidad siempre creciente, el diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de
Dios, tanto los pastores como los demás fieles.
Los
lazos de unión de los fieles son mucho más fuertes que los motivos de división entre
ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.
Nuestro
espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en
la plenitud de comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos
unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y por el vínculo de
la caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es objeto de esperanzas y de
deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo.
Los
avances que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y la
paz para el universo mundo. Por ello, con unión de energías y en formas cada vez más
adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que,
ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la
familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos
dirigimos también por la misma razón a todos los que creen en Dios y conservan en el
legado de sus tradiciones preciados elementos religiosos y humanos, deseando que el
coloquio abierto nos mueva a todos a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a
ejecutarlos con ánimo álacre.
El
deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la
caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni
siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no
reconocen todavía al Autor de todos ellos.
Ni
tampoco excluye a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras.
Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser
hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos
cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo.
Edificación
del mundo y orientación de éste a Dios
93. Los
cristianos recordando la palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io 13,35), no pueden tener otro anhelo
mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy.
Por
consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de
éste, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea
ingente que han de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que
juzgará a todos en el último día.
No
todos los que dicen: "¡Señor, Señor!", entrarán en el reino de los cielos,
sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen manos a la obra.
Quiere
el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los
hombres, con la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que
comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial.
Por
esta vía, en todo el mundo los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que
es don del Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y
en la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor.
Al que
es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en
virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo
Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén. (Eph 3,20-21).
Todas y
cada una de las cosas que en esta Constitución pastoral se incluyen han obtenido el
beneplácito de los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad
apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo
aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y establecemos, y ordenamos que se promulgue,
para gloria de Dios, todo los aprobado conciliarmente.
Roma,
en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo,
PABLO, Obispo de la Iglesia católica |