CAPITULO
IV
MISION
DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORANEO
Relación
mutua entre la Iglesia y el mundo
40.
Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana,
sobre el sentido profundo de la actividad del hombre, constituye el fundamento de la
relación entre la Iglesia y el mundo, y también la base para el mutuo diálogo.
Por
tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el
misterio de la Iglesia, va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en cuanto que
existe en este mundo y vive y actúa con él.
Nacida
del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el
Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo
en el mundo futuro podrá alcanzar plenamente.
Está
presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad
terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la
familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del
Señor.
Unida
ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha
sido "constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo" y está
dotada de "los medios adecuados propios de una unión visible y social".
De esta
forma, la Iglesia, "entidad social visible y comunidad espiritual", avanza
juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de
ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y
transformarse en familia de Dios.
Esta
compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la
fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el
pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios.
Al
buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre,
sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz,
sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la
sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una
significación mucho más profundos.
Cree la
Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad,
puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre a su historia.
La
Iglesia católica de buen grado estima mucho todo lo que en este orden han hecho y hacen
las demás Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con su obra de colaboración.
Tienen
asimismo la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de
toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de
múltiples maneras en la preparación del Evangelio.
Expónense
a continuación algunos principios generales para promover acertadamente este mutuo
intercambio y esta mutua ayuda en todo aquello que en cierta manera es común a la Iglesia
y al mundo.
Ayuda
que la Iglesia procura prestar a cada hombre
41. El
hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el
descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado
la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia
descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más
profunda acerca del ser humano.
Bien
sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más
profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos
terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca
jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como los prueban no sólo la
experiencia de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época.
Siempre
deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de
su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es
sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar
respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se
hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su
propia dignidad de hombre.
Apoyada
en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones
que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo
humano.
No hay
ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la
seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia
y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan,
en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su
libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de
Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos.
Esto
corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios
es Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la
historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa
autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se
restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.
La
Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del
hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está
promoviendo por todas partes tales derechos.
Debe,
sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y
garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la
tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su
plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad humano
no se salva; por el contrario, perece.
Ayuda
que la Iglesia procura dar a la sociedad humana
42. La
unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en
Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios.
La
misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o
social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma
misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y
consolidar la comunidad humana según la ley divina.
Más
aún, donde sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de
la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos,
particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u
otras semejantes.
La
Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre
todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y
económica.
La
promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es
"en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y
de la unidad de todo el género humano".
Enseña
así al mundo que la genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus
y de los corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento
indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo.
Las
energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y
en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior
ejercido con medios puramente humanos.
Como,
por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma
particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico y social, la
Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las
diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y
reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión.
Por
esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este
familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas
y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.
El
Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se
encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en
la humanidad.
Declara,
además, que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella
dependa y puede conciliarse con su misión propia.
Nada
desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen
político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los
imperativos del bien común.
Ayuda
que la Iglesia, a través de sus hijos, procura prestar al dinamismo humano
43. El
Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna,
a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu
evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad
permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas
temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto
cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.
Pero no
es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse
totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos
actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales.
El
divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más
graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con
vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo
personalmente conminaba graves penas contra él.
No se
creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y
sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus
obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus
obligaciones para con dios y pone en peligro su eterna salvación.
Siguiendo
el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder
ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano,
familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya
altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.
Compete
a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares.
Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben
cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir
verdadera competencia en todos los campos.
Conscientes
de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando
sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien
formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena.
De los
sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen
que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución
concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen
más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la
observancia atenta de la doctrina del Magisterio.
Muchas
veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos
casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente
y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del
mismo asunto de distinta manera.
En
estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes,
muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan
todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su
parecer la autoridad de la Iglesia.
Procuren
siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la
solicitud primordial pro el bien común.
Los
laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están
obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser
testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.
Los
Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de DIos, prediquen,
juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad
temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio.
Recuerden
todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral
diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para
juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano.
Con su
vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la
Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de
las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán
para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de
cualquier opinión.
Tengan
sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio: "Como el mundo entero tiende
cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los
sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo
Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la
unidad de la familia de Dios".
Aunque
la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su
Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy
bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros,
clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios.
Sabe
también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que
ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el
Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos,
sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no
dañen a la difusión del Evangelio.
De
igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de
siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo,
la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la
renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la
Iglesia".
Ayuda
que la Iglesia recibe del mundo moderno
44.
Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia.
De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la
evolución histórica del género humano.
La
experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas
culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la
verdad y aprovechan también a la Iglesia.
Esta,
desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los
conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber
filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a
las exigencias de los sabios en cuanto era posible.
Esta
aceptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la
evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje
cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo
intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas.
Para
aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan
rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar
la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las
diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas
ellas.
Es
propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos,
auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces
de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad
revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.
La
Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo,
puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social,
no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para
conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más
perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos.
La
Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de
sus hijos recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase o condición. Porque
todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la
vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional,
proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya
que ésta depende asimismo de las realidades externas.
Más
aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de
provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios.
Cristo,
alfa y omega
45. La
Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende
una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad.
Todo el
bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en
la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de
salvación", que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al
hombre.
El
Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a
todos y recapitulara todas las cosas.
El
Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los
deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón
humano y plenitud total de sus aspiraciones.
EL es
aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de
vivos y de muertos.
Vivificados
y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia
humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Restaurar en Cristo todo lo
que hay en el cielo y en la tierra (Eph 1,10).
He
aquí que dice el Señor: Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno
según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el
fin (Apoc 22,12-13). |