CAPITULO
III
LA
ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento
del problema
33.
Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida;
pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue
dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el
aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la
familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo.
De lo
que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de
las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo.
Ante
este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres
muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay
que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y
colectividades?.
La
Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el
orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada
cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino
recientemente emprendido por la humanidad. Valor de la actividad humana
34. Una
cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el
conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para
lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de
Dios.
Creado
el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y
santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la
propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que
con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el
mundo.
Esta
enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y
mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que
con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.
Los
cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder
de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el
contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de DIos y
consecuencia de su inefable designio.
Cuanto
más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y
colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la
edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al
contrario, les impone como deber el hacerlo.
Ordenación
de la actividad humana
35. La
actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues
éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona
a sí mismo.
Aprende
mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente
entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre
vale más por lo que es que por lo que tiene.
Asimismo,
cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más
humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos.
Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción
humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por
tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y
voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre,
como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena
vocación.
La
justa autonomía de la realidad terrena
36.
Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha
vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del
hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si por
autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan
de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco,
es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía.
No es
sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además
responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas
las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden
regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular
de cada ciencia o arte.
Por
ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una
forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un
mismo Dios.
Más
aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la
realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo
todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas
actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia,
se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias
polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si
autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y
que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se
le oculte la falsedad envuelta en tales palabras.
La
criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere
su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la
creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.
Deformación
de la actividad humana por el pecado
37. La
Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la
familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin
embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la
jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo,
olvidando lo ajeno.
Lo que
hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder
acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.
A
través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta
el día final.
Enzarzado
en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa
de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad
en sí mismo, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad
humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir
conforme a este mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de
malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio
de Dios y de los hombres.
A la
hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que
hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de
perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el
egoísmo, corren diario peligro.
El
hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe
amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos
salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando
de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del
mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo,
y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23).
Perfección
de la actividad humana en el misterio pascual
38. El
Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando
en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y
recapitulándola en sí mismo.
El es
quien nos revela que Dios es amor (I 10 4,8), a la vez que nos enseña que la ley
fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los
que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los
caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas
inútiles.
Al
mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los
acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la
muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la
carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia.
Constituido
Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en
la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo
despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo
también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana
intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin.
Mas los
dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el
anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama
para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del
reino de los cielos.
Pero a
todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías
terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia
humanidad se convertirán en oblación acepta a dios.
El
Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel
sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se
convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la
degustación del banquete celestial.
Tierra-nueva
y cielo-nuevo
39.
Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad.
Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo,
afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una
nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar
todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano.
Entonces,
vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el
signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y,
permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad
todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.
Se nos
advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo.
No
obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la
preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia
humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo.
Por
ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino
de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad
humana, interesa en gran medida al reino de Dios.
Pues
los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos
los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos
propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos
a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue
al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y
gracia; reino de justicia, de amor y de paz".
El
reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se
consumará su perfección. |