CAPITULO
II
LA
COMUNIDAD HUMANA
Propósito
del Concilio
23.
Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las
relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno
progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese
progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, la
cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual.
La
Revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al
mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida
social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
Como el
Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto ampliamente la doctrina
cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo algunas
verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación. A
continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen
extraordinaria importancia en nuestros días.
Indole
comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios
24.
Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una
sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a
imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la
haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es,
Dios mismo.
Por lo
cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada
Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo:
cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a tí
mismo. El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. I 10 4,20). Esta doctrina
posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia
mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.
Más
aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos
uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la
verdad y en la caridad.
Esta
semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por
sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí
mismo a los demás.
Interdependencia
entre la persona humana y la sociedad
25. La
índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el
crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el principio, el
sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la
cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social.
La vida
social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato
con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida
social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su
vocación.
De los
vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y
la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros,
proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se
multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen
diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de derecho privado.
Este
fenómeno, que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros,
ofrece, sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la
persona humana y para garantizar sus derechos.
Mas si
la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa,
recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las
circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con
frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal.
Es
cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en
parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero
proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el
ambiente social.
Y
cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre,
inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los
cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.
La
promoción del bien común
26. La
interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el
bien común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las
asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones
que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades
y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el
bien común de toda la familia humana.
Crece
al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su
superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables.
Es,
pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida
verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la
libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena
fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su
conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia
religiosa.
El
orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien
de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario.
El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre,
y no el hombre para el sábado.
El
orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la
justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada
día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de
los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.
El
Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva
la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución. Y, por su parte, el fermento
evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable
exigencia de la dignidad.
El
respeto a la persona humana
27.
Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el
respeto al hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al
prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para
vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del
pobre Lázaro.
En
nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con
eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese
trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo
ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento
que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis
eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No
sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios,
aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la
persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los
conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana,
como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las
condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de
lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas
prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al
honor debido al Creador.
Respeto
y amor a los adversarios
28.
Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso
religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y
caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la
facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta
caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad
y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad
saludable.
Pero es
necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que
yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas
falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del
corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La
doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El precepto del amor se
extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley: Habéis oído que se
dijo : Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo : Amad a
vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo que os persiguen y
calumnian (Mt 5,43-44).
La
igualdad esencial entre los hombres y la justicia social
29. La
igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor.
Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma
naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma
vocación y de idéntico destino.
Es
evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a
las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los
derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza,
color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser
contraria al plan divino.
En
verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía
protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la
mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera
o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden
al hombres.
Más
aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual
dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más
justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales
que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a
la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e
internacional.
Las
instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la
dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o
política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del
hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las
realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía
largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.
Hay que
superar la ética individualista
30. La
profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie
que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una
ética meramente individualista.
El
deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común
según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las
instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de
vida del hombre.
Hay
quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si
nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios paises
son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales.
No
pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los impuestos
justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida
social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin
preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del prójimo.
La
aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos
como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se
unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos
particulares y se extiende poco a poco al universo entero.
Ello es
imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en
la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en
hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina
gracia.
Responsabilidad
y participación
31.
Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto
respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que
procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de
los extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día.
Particularmente
la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse
de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también
de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero no
puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre
condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a
su vocación, entregándose a DIos ya los demás.
La
libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de
la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado
fácil, se encierra como en una dorada soledad.
Por el
contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de
la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se
obliga al servicio de la comunidad en que vive.
Es
necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes.
Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los
ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública.
Debe
tenerse en cuanta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de
la autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en
la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que encuentren
en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los
demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de
quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.
El
Verbo encarnado y la solidaridad humana
32.
Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma
manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en
verdad y le sirviera santamente".
Desde
el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en
cuanto individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que
eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el que
además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta
índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio Verbo
encarnado quiso participar de la vida social humana.
Asistió
a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores.
Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más
comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria
corriente.
Sometiéndose
voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los
de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su
tiempo y de su tierra.
En su
predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió
en su oración que todos sus discípulos fuesen uno.
Más
todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor
amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles
predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia
de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.
Primogénito
entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad
fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y
resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los
unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan
conferido.
Esta
solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en
que los hombres, salvador por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano,
darán a Dios gloria perfecta. |