PRIMERA
PARTE
LA
IGLESIA Y LA VOCACION DEL HOMBRE
Hay que
responder a las mociones del Espíritu
11. El
Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el
Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos,
exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los
signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva
luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la
menta hacia soluciones plenamente humanas.
El
Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la
máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por
proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria;
pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones
contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación.
¿Qué
piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para
levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana
en el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad
que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo
servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo,
plenamente humana.
CAPITULO
I
LA
DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
El
hombre, imagen de Dios
12.
Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de
la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero,
¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí
mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o
hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia.
La
Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la Revelación divina,
puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación
a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la
vocación propias del hombre.
La
Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con
capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de
la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el
hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él?
Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo
pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por tí debajo de sus pies (Ps 8,
5-7).
Pero
Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (gen
l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de
personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no
puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Dios,
pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen
1,31).
El
pecado
13.
Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en
el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y
pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le
glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la
criatura, no al Creador.
Lo que
la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando
examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos
males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a
reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin
último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a
las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
Es esto
lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la
colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre
la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia
por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre
cadenas.
Pero el
Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y
expulsando al príncipe de este mundo (cf. 10 12,31), que le retenía en la esclavitud del
pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la
luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre
experimenta hallan simultáneamente su última explicación.
Constitución
del hombre
14. En
la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis
del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la
voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal,
sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como
criatura de Dios que ha de resucitar en el último día.
Herido
por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad
humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las
inclinaciones depravadas de su corazón.
No se
equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse
no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por
su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad
retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los
corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino.
Al
afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el
hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y
sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la
realidad.
Dignidad
de la inteligencia, verdad y sabiduría
15.
Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma
que por virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con el ejercicio
infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes
avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes
liberales.
Pero en
nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y en el dominio
del mundo material. Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más
profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para
alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia del pecado
esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente,
la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por
medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al
amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible
hacia lo invisible.
Nuestra
época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los
nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no
forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que
muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a
las demás una extraordinaria aportación.
Con el
don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del
plan divino.
Dignidad
de la conciencia moral
16. En
lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no
se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien
y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita
por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual
será juzgado personalmente.
La
conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente
a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la
conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el
amor de Dios y del prójimo.
La
fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la
verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al
individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto
mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y
para someterse a las normas objetivas de la moralidad.
No rara
vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello
suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se
despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente
entenebreciendo por el hábito del pecado.
Grandeza
de la libertad
17. La
orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual
posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón.
Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia
para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala.
La
verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido
dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su
Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada
perfección.
La
dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre
elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la
presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta
dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con
la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y
esfuerzo crecientes.
La
libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a
Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta
de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.
El
misterio de la muerte
18. El
máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la
desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la
perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo.
La
semilla de eternidad que en sí lleva, por se irreductible a la sola materia, se levanta
contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no
pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona
la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del
corazón humano.
Mientras
toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación
divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más
allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte
corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el
omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el
pecado.
Dios ha
llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua
comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta
victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte.
Para
todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde
satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al
mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos
arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida
verdadera.
Formas
y raíces del ateísmo
19. La
razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con
Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y
simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva.
Y sólo
se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y
se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se
desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma
explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe
ser examinado con toda atención.
La
palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios
expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la
cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio
planteamiento de la cuestión.
Muchos,
rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el
contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al
hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece,
la afirmación del hombre que la negación de Dios.
Hay
quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del
Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al
parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por
el hecho religiosos.
Además,
el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o
como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son
considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en
sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado
notable el acceso del hombre a Dios.
Quienes
voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones
religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin
embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el
ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un
fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción
crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo
contra la religión cristiana.
Por lo
cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes,
en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada
de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han
velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.
El
ateísmo sistemático
20. Con
frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la forma sistemática, la cual, dejando
ahora otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del
hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la
libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador
de su propia historia.
Lo cual
no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo,
o por lo menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder que
el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina.
Entre
las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre
principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la
religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al
orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del
esfuerzo por levantar la ciudad temporal.
Por
eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del
Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en
materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el
poder público.
Actitud
de la Iglesia ante el ateísmo
21. La
Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con
firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son
contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata
grandeza.
Quiere,
sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la mente del
hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el ateísmo y
movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del
ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.
La
Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad
humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios
creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el
hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad.
Enseña
además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas
temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio.
Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna,
la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los
enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar,
llevando no raramente al hombre a la desesperación.
Todo
hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad.
Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la vida,
puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios da respuesta
plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a una
búsqueda más humilde de la verdad.
El
remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la
integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y
como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y
purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo.
Esto se
logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder
percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan
preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la
vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor,
sobre todo respecto del necesitado.
Mucho
contribuye, finalmente, a esta afirmación de la presencia de Dios el amor fraterno de los
fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo
de unidad.
La
Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los
hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el
que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo.
Lamenta,
pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades
políticas, negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen
injustamente. Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este
mundo también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que consideren sin
prejuicios el Evangelio de Cristo.
La
Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más profundos
del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo
la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos de
empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único
que puede llenar el corazón del hombre es aquello que "nos hiciste, Señor, para
tí, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en tí".
Cristo,
el Hombre nuevo
22. En
realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo
nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad
de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas
encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que
es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a
la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad
sin igual.
El Hijo
de DIos con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con
manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con
corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero
inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos
reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado,
por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y
se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).
Padeciendo
por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo
seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El
hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos
hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para
cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia
(Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del
cuerpo (Rom 8,23).
Si el
Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que
resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos
mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11).
Urgen
al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el
demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado
con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto
vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena
voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la
vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que,
en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.
Este es
el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por
Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio
nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y
nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!. |