PARTE SEGUNDA
EL CULTO EUCARISTICO.
I. Naturaleza del Sacrificio
Eucarístico
A) MOTIVO DE TRATAR ESTE TEMA
84. El Misterio de la Santísima
Eucaristía, instituida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y renovada
constantemente por sus ministros, por obra de su voluntad, es como el compendio
y el centro de la religión cristiana. Tratándose de lo más alto de la Sagrada
Liturgia, creemos oportuno, Venerables Hermanos, detenernos un poco y atraer
Vuestra atención a este gravísimo argumento.
B) EL SACRIFICIO EUCARISTICO
1.°
Institución.
85. Cristo, Nuestro Señor, «Sacerdote
eterno según el orden de Melchisedec»[1],
que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo»[2],
«en la última cena, en la noche en que era traicionado, para dejar a la
Iglesia, su Esposa amada, un sacrificio visible ‑como lo exige la
naturaleza de los hombres‑, que representase el sacrificio cruento que había
de llevarse a efecto en la Cruz, y para que su recuerdo permaneciese hasta el
fin de los siglos y fuese aplicada su virtud salvadora a la remisión de
nuestros pecados cotidianos... ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre, bajo
las especies del pan y del vino, y las dió a los Apóstoles, entonces
constituidos en Sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que bajo estas mismas
especies lo recibiesen, mientras les mandaba a ellos y a sus sucesores en el
Sacerdocio, el ofrecerlo»[3].
2.°
Naturaleza.
a) No
es simple conmemoración.
86. El Augusto Sacrificio del Altar no es;
pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo,
sino que es un Sacrificio propio
y verdadero, en el cual, inmolándose incruentamente el Sumo Sacerdote, hace lo
que hizo una vez en la Cruz, ofreciéndose todo El al Padre, Víctima gratísima.
«Una... y la misma, es la Víctima; lo mismo que ahora se ofrece por
ministerio de los Sacerdotes, se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto
el modo de hacer el ofrecimiento»[4].
b) Comparación
con el de la Cruz.
1) Idéntico
Sacerdote.
87. Idéntico, pues, es el
Sacerdote, Jesucristo, cuya Sagrada Persona está representada por su ministro.
Este, en virtud de la consagración sacerdotal recibida, se asimila al Sumo
Sacerdote y tiene el poder de obrar en virtud y en la persona del mismo Cristo[5];
por esto, con su acción sacerdotal, en cierto modo; «presta a Cristo su
lengua; le ofrece su mano»[6].
2) Idéntica
Víctima.
88. Igualmente idéntica es la Víctima;
esto es, el Divino Redentor; según su humana Naturaleza y en la realidad de
su Cuerpo y de su Sangre.
3)
Distinto modo.
89. Diferente, en cambio, es el
modo en que Cristo es ofrecido. En efecto, en la Cruz, El se ofreció a Dios
todo entero, y le ofreció sus sufrimientos y la inmolación de la Víctima fue
llevada a cabo por medio de una muerte cruenta voluntariamente sufrida; sobre el
Altar, en cambio, a causa del estado glorioso de su humana Naturaleza, «la muerte no tiene ya dominio sobre El»[7]
y, por tanto, no es posible la efusión de la sangre; pero la divina Sabiduría
han encontrado el medio admirable de hacer manifiesto el Sacrificio de Nuestro
Redentor con signos exteriores, que son símbolos de muerte. Ya que por medio de
la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo,
como se tiene realmente presente su Cuerpo, así se tiene su Sangre; así, pues,
las especies eucarísticas, bajo las cuales está presente, simbolizan la
cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. De este modo, la conmemoración
de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de
los sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa y
se muestra Jesucristo en estado de víctima.
4) Idénticos
fines.
a') Primer
fin: Glorificación de Dios.
90. Idénticos, finalmente, son
los fines, de los que el primero es la glorificación de Dios. Desde su
Nacimiento hasta su Muerte, Jesucristo estuvo encendido por el celo de la Gloria
divina y, desde la Cruz, el ofrecimiento de su Sangre, llegó al cielo en olor
de suavidad. Y para que el himno no tenga que acabar jamás en el Sacrificio
Eucarístico, los miembros se unen a su Cabeza divina, y con El, con los Ángeles
y los Arcángeles, cantan a Dios perennes alabanzas, dando al Padre Omnipotente
todo honor y gloria[8].
b') Segundo
fin: Acción de gracias a DIOS.
91. El segundo fin es la Acción de gracias a
Dios. Sólo el divino Redentor, como Hijo predilecto del Padre Eterno, de quien
conocía el inmenso amor, pudo alzarle un digno himno de acción de gracias. A
esto miró y esto quiso «dando gracias»[9]
en la última Cena, y no cesó de hacerlo en la Cruz ni cesa de hacerlo en el
augusto Sacrificio del Altar, cuyo significado es precisamente la acción de
gracias o eucarística; y esto, porque es «cosa verdaderamente digna,
justa, equitativa y saludable»[10].
c')
Tercer fin: Expiación y propiciación.
92. El tercer fin es la Expiación y la
Propiciación. Ciertamente nadie, excepto Cristo, podía dar a Dios Omnipotente
satisfacción adecuada por las culpas del género humano. Por esto, El quiso
inmolarse en la Cruz como «propiciación por nuestros pecados, y no sólo
por los nuestros, sino por los de todo el mundo»[11].
En los altares se ofrece igualmente todos los días por nuestra Redención, a
fin de que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos en la grey de los
elegidos. Y esto no sólo para nosotros, los que estamos en esta vida mortal,
sino también «para todos aquellos que descansan en Cristo, los que nos
han precedido por el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz»[12]
«porque lo mismo vivos que muertos, no nos separamos del único
Cristo»[13].
d') Cuarto
fin: Impetración.
93. El cuarto fin es la Impetración. Hijo pródigo,
el hombre ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre
celestial, y por esto se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero desde
la Cruz, Cristo «habiendo ofrecido oraciones y súplicas con poderosos
clamores y lágrimas, fue escuchado por su reverencial temor»[14],
y en los altares sagrados ejercita la misma eficaz mediación, a fin de que
seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones.
c)
Aplicación de la virtud salvadora de la Cruz.
1)
Afirmación de Trento.
94. Por tanto, se comprende fácilmente la
razón por qué el Sacrosanto Concilio de Trento afirma que con el Sacrificio
Eucarístico nos es aplicada la virtud salvadora de la Cruz, para la remisión
de nuestros pecados cotidianos[15].
2) Única
oblación: La Cruz.
95. El Apóstol de los Gentiles,
proclamando la superabundante plenitud y perfección del Sacrificio de la Cruz,
ha declarado que Cristo, con una sola oblación, perfeccionó perpetuamente a
los santificados[16]. En efecto, los méritos
de este Sacrificio, infinitos e inmensos, no tienen límites, y se extiendan a
la universalidad de los hombres en todo lugar y tiempo porque en El el Sacerdote
y la Víctima es el Dios Hombre; porque su inmolación, lo mismo que su
obediencia a la voluntad del Padre eterno, fue perfectísima y porque quiso
morir como Cabeza del género humano: «Mira cómo ha sido tratado
Nuestro Salvador: Cristo pende de la Cruz; mira a qué precio compró..., vertió
su Sangre. Compró con su Sangre, con la Sangre del Cordero Inmaculado, con la
Sangre del único Hijo de Dios... Quien compra es Cristo; el precio es la
Sangre; la posesión todo el mundo»[17].
3) La
aplicación.
96. Este rescate, sin embargo, no
tuvo inmediatamente su pleno efecto; es necesario que Cristo, después de
haber rescatado al mundo con el preciosísimo precio de Sí mismo, entre en la
posesión real y efectiva de las almas. De aquí que para que con el agrado de
Dios se lleve a cabo la redención y salvación de todos los individuos y las
generaciones venideras hasta el fin de los siglos, es absolutamente necesario
que todos establezcan contacto vital con el Sacrificio de la Cruz, y de esta
forma, los méritos que de él se derivan les serán transmitidos y aplicados.
Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario un estanque de purificación
y salvación que llenó con la Sangre vertida por El; pero si los hombres no se
bañan en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no pueden
ciertamente ser purificados y salvados.
97. Por lo tanto, para que cada
uno de los pecadores se lave con la Sangre del Cordero, es necesaria la
colaboración de los fieles. Aunque Cristo, hablando en términos generales,
haya reconciliado con el Padre, por medio de su Muerte cruenta, a todo el género
humano, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen conducidos a la Cruz
por medio de los Sacramentos y por medio del Sacrificio de la Eucaristía, para
poder conseguir los frutos de salvación, ganados por El en la Cruz. Con esta
participación actual y personal, de la misma manera que los miembros se
configuran cada día más a la Cabeza divina, así afluye a los miembros, de
forma que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí»[18].
Como en otras ocasiones hemos dicho de propósito y concisamente, Jesucristo «al morir en la Cruz, dio a su Iglesia, sin ninguna cooperación por
parte de Ella, el inmenso tesoro de la Redención; pero, en cambio, cuando se
trata de distribuir este tesoro, no sólo participa con su Inmaculada Esposa de
esta obra de santificación, sino que quiere que esta actividad proceda también,
de cualquier forma, de las acciones de Ella»[19].
98. El augusto Sacramento del Altar es un
insigne instrumento para la distribución a los creyentes de los méritos
derivados de la Cruz del Divino Redentor: «Cada vez que se ofrece este
Sacrificio, se renueva la obra de nuestra Redención»[20].
Y esto, antes que disminuir la dignidad del Sacrificio cruento, hace resaltar,
como afirma el Concilio de Trento[21],
su grandeza y proclama su necesidad. Renovado cada día, nos advierte que no hay
salvación fuera de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo[22],
que Dios quiere la continuación de este Sacrificio «desde la salida del
sol hasta el ocaso»[23],
para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que
los hombres deben al Creador desde el momento que tienen necesidad de su
continua ayuda y de la Sangre del Redentor para compensar los pecados que
ofenden a su Justicia.
II. Participación de los fieles en el
Sacrificio Eucarístico
A) RESUMEN DE LA DOCTRINA
1.° La verdad.
99. Es necesario, pues, Venerables Hermanos,
que todos los fieles consideren como el principal deber y mayor dignidad
participar en el Sacrificio Eucarístico, no con una asistencia negligente,
pasiva y distraída, sino con tal empeño y fervor que entren en íntimo
contacto con el Sumo Sacerdote, como dice el Apóstol: «Tened los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús»[24],
ofreciendo con El y por El, santificándose con El.
100. Es muy cierto que Jesucristo
es Sacerdote, pero no para Sí mismo, sino para nosotros, presentando al Padre
Eterno los votos y los sentimientos religiosos de todo el género humano. Jesús
es Víctima, pero para nosotros, sustituyendo al hombre pecador.
101. Por esto aquello del Apóstol:
«Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús», exige de
todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, cuanto lo permite la
naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el mismo Redentor cuando
hacia el Sacrificio de Sí mismo: la humilde sumisión del espíritu, la adoración,
el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la divina Majestad de Dios;
exige además que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la
abnegación de sí mismos, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y
espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los propios
pecados. Exige, en una palabra, nuestra muerte mística en la Cruz con Cristo,
de tal forma que podamos decir con San Pablo: «Estoy crucificado con
Cristo»[25].
2 ° El
error.
102. Es necesario, Venerables Hermanos,
explicar claramente a vuestro rebaño cómo el hecho de que los fieles tomen
parte en el Sacrificio Eucarístico no significa, sin embargo, que gocen de
poderes sacerdotales.
103. Hay en efecto, en nuestros días,
algunos que, acercándose a errores ya condenados[26]
el, enseñan que en el Nuevo Testamento, con el nombre de Sacerdocio, se
entiende solamente algo común a todos los que han sido purificados en la fuente
sagrada del Bautismo; y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la
última Cena de que hiciesen lo que El había hecho, se refiere directamente a
toda la Iglesia de fieles; y que el Sacerdocio jerárquico no se introdujo hasta
más tarde. Sostienen por esto que el pueblo goza de una verdadera potestad
sacerdotal, mientras que el Sacerdote actúa únicamente por oficio delegado de
la comunidad. Creen, en consecuencia, que el Sacrificio Eucarístico es una
verdadera y propia «concelebración», y que es mejor que los
sacerdotes «concelebren» juntamente con el pueblo presente, que el
que ofrezcan privadamente el Sacrificio en ausencia de éstos.
104. Inútil es explicar hasta qué
punto estos capciosos errores estén en contradicción con las verdades antes
demostradas, cuando hemos hablado del puesto que corresponde al Sacerdote en e1
Cuerpo Místico de Jesús. Recordemos solamente que el Sacerdote hace las veces
del pueblo, porque representa a la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, en
cuanto El es Cabeza de todos los miembros y se ofreció a Sí mismo por ellos:
por esto va al altar, como Ministro de Cristo, siendo inferior a El, pero
superior al pueblo[27].
El pueblo, en cambio, no representando por ningún motivo a la Persona del
Divino Redentor, y no siendo mediador entre sí mismo y Dios, no puede en ningún
modo gozar de poderes sacerdotales.
B) LOS DOS PUNTOS DE ESTA PARTICIPACION
1.°
Ofrecen con el Sacerdote.
105. Todo esto consta de fe
cierta, pero hay que afirmar, además, que los fieles ofrecen la Víctima
divina, aunque bajo un distinto aspecto.
a) Los argumentos.
106. Lo declararon ya abiertamente algunos de
Nuestros Predecesores y Doctores de la Iglesia. «No sólo ‑dice
Inocencio III, de inmortal memoria‑, ofrecen los Sacerdotes, sino también
todos los fieles; porque lo que en particular se cumple por ministerio del
Sacerdote, se cumple universalmente por voto de los fieles»[28].
Y nos place citar, por lo menos, uno de los muchos textos de S. Roberto
Belarmino a este propósito: «El Sacrificio ‑dice‑ es
ofrecido principalmente en la persona de Cristo. Por eso la oblación que sigue
a la Consagración atestigua que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha
de Cristo y ofrece conjuntamente con El»[29].
107. Con no menor claridad, los ritos y las
oraciones del Sacrificio Eucarístico significan y demuestran que la oblación
de la Víctima es hecha por los Sacerdotes en unión del pueblo. En efecto, no sólo
el sagrado Ministro, después del ofrecimiento del pan y del vino, dice explícitamente
vuelto al pueblo: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y
vuestro sea aceptado cerca de Dios Omnipotente»[30],
sino que las oraciones con que es ofrecida la Víctima divina, son dichas en
plural, y en ellas se indica repetidas veces que e1 pueblo toma también parte
como oferente en este augusto Sacrificio. Se dice, por ejemplo: «Por los
cuales te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen... por eso Te rogamos, Señor, que
aceptes aplacado esta oferta de tus siervos y de toda tu familia... Nosotros,
siervos tuyos, y también tu pueblo santo, ofrecemos a tu Divina Majestad las
cosas que Tú mismo nos has dado, esta Hostia pura, Hostia santa, Hostia
inmaculada...»[31].
b) El carácter
bautismal.
108. No es de maravillarse el que
los fieles sean elevados a semejante dignidad. En efecto, con el lavado del
Bautismo los fieles se convierten, a título común, en miembros del Cuerpo Místico
de Cristo Sacerdote, y por medio del «carácter» que se imprime en
sus almas, son delegados al culto divino, participando así, de acuerdo con su
estado, en el Sacerdocio de Cristo.
c)
Sentido en que ofrecen.
1.
Introducción.
109. En la Iglesia católica, la
razón humana, iluminada por la Fe, se ha esforzado siempre por tener el mayor
conocimiento posible de las cosas divinas; por eso es natural que también el
pueblo cristiano pregunte piadosamente en qué sentido se dice en el Canon del
Sacrificio que él mismo lo ofrece también. Para satisfacer este piadoso deseo,
Nos place tratar aquí el tema con concisión y claridad.
2.
Razones.
110. Hay, ante todo, razones más
bien remotas: A veces, por ejemplo, sucede que los fieles que asisten a los
ritos sagrados unen alternativamente sus plegarias a las oraciones sacerdotales;
otras veces sucede de manera semejante ‑en la antigüedad esto ocurría
con mayor frecuencia‑, que ofrecen al ministro del Altar pan y vino para
que se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y, finalmente, otras veces,
con limosnas, hacen que el Sacerdote ofrezca por ellos la Víctima divina.
111. Pero hay también una razón,
más profunda, para que se pueda decir que todos los cristianos, y especialmente
aquellos que asisten al Altar, participan en la oferta.
Para no hacer nacer errores
peligrosos en este importantísimo argumento, es necesario precisar con
exactitud el significado del término oferta.
112. La inmolación incruenta, por medio de la
cual, una vez pronunciadas las palabras de la Consagración, Cristo está
presente en el Altar en estado de Víctima, es realizada solamente por el
Sacerdote, en cuanto representa a la Persona de Cristo, y no en cuanto
representa a las personas de los fieles.
113. Pero al poner sobre el Altar
la Víctima divina, el Sacerdote la presenta al Padre como oblación a gloria de
la Santísima Trinidad y para el bien de todas las almas. En esta oblación
propiamente dicha, los fieles participan en la forma que les está consentida y
por un doble motivo: porque ofrecen el sacrificio, no sólo por las manos del
Sacerdote, sino también, en cierto modo, conjuntamente con él y porque con
esta participación también la oferta hecha por el pueblo cae dentro del culto
litúrgico.
114. Que los fieles ofrecen el
Sacrificio por medio del Sacerdote es claro, por el hecho de que el Ministro del
Altar obra en persona de Cristo en cuanto Cabeza, que ofrece en nombre de todos
los miembros; por lo que con justo derecho se dice que toda la Iglesia, por
medio de Cristo, realiza la oblación de la Víctima.
115. Cuando se dice que el pueblo
ofrece conjuntamente con el Sacerdote, no se afirma que los miembros de la
Iglesia, a semejanza del propio Sacerdote, realicen el rito litúrgico, visible
‑el cual pertenece solamente al Ministro de Dios, para ello
designado‑, sino que unen sus votos de alabanza, de impetración y de
expiación, así como su acción de gracias a la intención del Sacerdote, ante
el mismo Sumo Sacerdote, a fin de que sean presentadas a Dios Padre en la misma
oblación de la Víctima, y con el rito externo del Sacerdote. Es necesario, en
efecto, que el rito externo del Sacrificio manifieste por su naturaleza el culto
interno; ahora bien, el Sacrificio de la Nueva Ley significa aquel obsequio
supremo con el que el principal oferente, que es Cristo, y con El y por El todos
sus miembros místicos, honran debidamente a Dios.
3.
Conocimiento y exageraciones de esta doctrina.
116. Con gran alegría de Nuestro
ánimo hemos sido informados de que esta doctrina, principalmente en los últimos
tiempos, por él intenso estudio de la disciplina Litúrgica por parte de
muchos, ha sido puesta en su justo lugar. Pero no podemos por menos de deplorar
vivamente las exageraciones y las desviaciones de la verdad, que no concuerdan
con los genuinos preceptos de la Iglesia.
117. Algunos, en efecto, reprueban por
completo las Misas que se celebran en privado y sin la asistencia del pueblo,
como si se desviasen de la forma primitiva del Sacrificio; no falta tampoco
quien afirma que los Sacerdotes no pueden
ofrecer la Víctima divina al mismo tiempo en varios altares, porque de
esta forma disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; asimismo, tampoco
faltan quienes llegan hasta el punto de creer necesaria la confirmación y
ratificación del Sacrificio por parte del pueblo, para que pueda tener su
fuerza y eficacia.
118. Erróneamente se apela en
este caso a la índole social del Sacrificio Eucarístico. En efecto, cada vez
que el Sacerdote repite lo que hizo el Divino Redentor en la última Cena, el
Sacrificio es realmente consumado y tiene siempre y en cualquier lugar,
necesariamente y por su intrínseca naturaleza, una función pública y social
en cuanto el oferente obra en nombre de Cristo y de los cristianos, de los
cuales el Divino Redentor es la Cabeza, y lo ofrece a Dios por la Santa Iglesia
Católica, por los vivos y por los difuntos[32].
Y esto se verifica ciertamente lo mismo si asisten los fieles ‑que Nos
deseamos y recomendamos que estén presentes, numerosísimos y fervorosísimos-
como si no asisten, no siendo en forma alguna necesario que el pueblo ratifique
lo que hace el Sagrado Ministro.
119. Si bien de lo que hemos
dicho resulta claramente que el Santo Sacrificio de la Misa es ofrecido válidamente
en nombre de Cristo y de la Iglesia, no está privado de sus frutos sociales,
aun cuando se celebre sin asistencia dé ningún acólito, no obstante, y por la
dignidad de este Ministerio, queremos é insistimos ‑como por otra parte
siempre lo mandó la Santa Madre Iglesia‑ en que ningún Sacerdote se
acerque al Altar si no hay quien le asista y le responda, como prescribe el
canon 813.
2 ° Se
ofrecen a sí mismos como víctimas.
120. Para que la oblación, con
la que en este Sacrificio ofrecen la Víctima divina al Padre celestial, tenga
su pleno efecto, es necesaria todavía otra cosa, a saber: Que se inmolen a sí
mismos como víctimas.
121. Esta inmolación no se
limita solamente al Sacrificio litúrgico. Quiere, en efecto, el Príncipe de
los Apóstoles, que por el mismo hecho de que hemos sido edificados como piedras
vivas sobre Cristo, podamos como «Sacerdocio santo ofrecer sacrificios
espirituales aceptos a Dios por Jesucristo»[33],
y San Pablo Apóstol, sin ninguna distinción de tiempo, exhorta a los
cristianos con las siguientes palabras: «Yo os ruego, hermanos, que
ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es
vuestro culto racional»[34].
122. Pero sobre todo cuando los fieles
participan en la acción litúrgica con tanta piedad y atención, que se puede
verdaderamente decir de ellos: «cuya fe y devoción Te son bien
conocidas»[35],
no puede ser por menos de que la fe de cada uno actúe más ardientemente por
medio de la caridad, se revigorice e inflamé la piedad y se consagren todos a
procurar la gloria divina, deseando con ardor hacerse íntimamente semejantes a
Cristo, que padeció acerbos dolores, ofreciéndose con el mismo Sumo Sacerdote
y por medio de El, como víctima espiritual.
123. Esto enseñan también las exhortaciones
que el Obispo dirige en nombre de la Iglesia a los Sagrados Ministros en el día
de su Consagración: «Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que tratáis
cuando celebréis el Misterio de la Muerte del Señor, procurad bajo todos los
aspectos mortificar vuestros miembros de los vicios y de las
concupiscencias»[36].
Y casi del mismo modo en los libros litúrgicos son exhortados los cristianos
que se acercan al Altar para que participen en los Sagrados Misterios: «Esté... sobre este Altar el culto de la inocencia, inmólese en él la
soberbia, aniquílese la ira, mortifíquese la lujuria y todas las pasiones, ofrézcanse
en lugar de las tórtolas el sacrificio de la castidad y en lugar de las palomas
el sacrificio de la inocencia»[37].
Al asistir al Altar debemos, pues, transformar nuestra alma de forma, que se
extinga radicalmente todo pecado que hoya
en ella, que todo lo que por Cristo da la vida sobrenatural sea restaurado y
reforzado con todo diligencia, y así nos convirtamos juntamente con la Hostia
inmaculada, en una víctima agradable a Dios Padre.
124. La Iglesia se esfueza con los preceptos
de la Sagrada Liturgia en llevar a efecto de la manera más apropiada este santísimo
precepto. A esto tienden no sólo las lecturas, las homilías y las otras
exhortaciones de los ministros sagrados y todo el ciclo de los misterios que nos
son recordados durante el año, sino también las vestiduras, los ritos sagrados
y su aparato externo, que tienen la misión de «hacer pensar en la
majestad de tan grande sacrificio, excitar las mentes de los fieles por medio de
los signos visibles de piedad y de religión, a la contemplación de las altísimas
cosas ocultas en este Sacrificio»[38].
125. Todos los elementos de la
Liturgia tienden, pues, a reproducir en nuestras almas la imagen del Divino
Redentor, a través del misterio de la Cruz, según el dicho del Apóstol de
los, Gentiles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí»[39].
Por cuyo medio nos convertirnos en víctima juntamente con Cristo, para la mayor
gloria del Padre.
126. A esto, pues, deben dirigir
y elevar su alma los fieles que ofrecen la Víctima divina en el sacrificio
eucarístico. Si, en efecto, como escribe San Agustín, en la mesa del Señor
está puesto nuestro Misterio, esto es, el mismo Cristo. Nuestro Señor[40],
en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión, en virtud de la cual nosotros
somos el Cuerpo de Cristo[41]
y miembros de su Cuerpo[42];
si San Roberto Belarmino enseña, según el pensamiento del Doctor de Nipona,
que en el Sacrificio del Altar está significado el sacrificio general con que
todo el Cuerpo Místico de Cristo, esto es, toda la ciudad redimida es ofrecida
a Dios por medio de Cristo Sumo Sacerdote[43],
nada se puede encontrar más recto y más justo que el inmolarnos todos nosotros
con Nuestra Cabeza, que por nosotros ha sufrido, al Padre Eterno. En el
Sacramento del Altar, según el misma San Agustín, se demuestra a la Iglesia
que en el Sacrificio que ofrece es ofrecida también Ella[44].
3 °
Recapitulación.
127. Consideren, pues, los fieles
a qué dignidad los eleva el Sagrado Bautismo y no se contenten con participar
en el Sacrificio Eucarístico con la intención general que conviene a los
miembros de Cristo e hijos de la Iglesia, sino que libremente e íntimamente
unidos al Sumo Sacerdote y a su Ministro en la tierra, según el espíritu de la
Sagrada Liturgia, únanse a él de modo particular en el momento de la
Consagración de la Hostia Divina y ofrézcanla conjuntamente con él cuando son
pronunciadas aquellas solemnes palabras: «Por El, en El y con El a Ti,
Dios Padre Omnipotente, sea dado todo honor y gloria por los siglos de los
siglos»[45],
a las que el pueblo responde: «Amén». Ni se olviden los
cristianos de ofrecerse a sí mismos con la Divina Cabeza Crucificada, así como
sus preocupaciones, dolores, angustias, miserias y necesidades.
C) MEDIOS PARA PROMOVER ESTA PARTICIPACION
1.°
Varios medios y maneras de participar.
128. Son, pues, dignos de
alabanza aquellos que, a fin de hacer más factible y fructuosa para el pueblo
cristiano la participación en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner
oportunamente entre las manos del pueblo el «Misal Romano», de
forma que los fieles, unidos con el Sacerdote, rueguen con él, con sus mismas
palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia, y aquellos que tienden a
hacer de la Liturgia, aun externamente, una acción sagrada en la que comuniquen
de hecho todos los asistentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber:
cuando todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde
disciplinadamente a las palabras del Sacerdote, o sigue los cantos
correspondientes a las distintas partes del Sacrificio, o hace las dos cosas, o,
finalmente, cuando en las Misas solemnes responde alternativamente a las
oraciones del Ministro de Jesucristo y se asocia al canto litúrgico.
2.°
Sus condiciones e intención.
129. Estas maneras
de participar en el Sacrificio son dignas de alabanza y aconsejables cuando
obedecen escrupulosamente a los
preceptos de la Iglesia. Están ordenadas sobre todo a alimentar y fomentar la
piedad de los cristianos y a su íntima unión con Cristo y con su Ministro
visible, y a estimular aquellos sentimientos y aquellas disposiciones de ánimo
con las que es preciso que nuestra alma se configure al Sumo Sacerdote del Nuevo
Testamento.
3.°
Excesos.
130. Pero si bien demuestran de modo exterior que el
Sacrificio, por su naturaleza, en cuanto es realizado por el Mediador entré
Dios y los hombres[46],
ha de considerarse obra de todo el Cuerpo Místico de Cristo, no son necesarias
para constituir su carácter público y común.
131. Además la Misa «dialogada» no puede sustituir a la Misa solemne, la cual, aun
cuando sea celebrada con la sola presencia de los Ministros, goza de una
particular dignidad por la majestad de los ritos y el aparato de las ceremonias,
aunque su esplendor y su solemnidad aumenten en grado máximo, si, como la
Iglesia desea, asiste un pueblo numeroso y devoto.
132.
Hay que advertir también. que están fuera de la verdad y del camino de la
recta razón aquellos que, arrastrados por falsas opiniones, atribuyen a todas
estas circunstancias tanto valor que no dudan en afirmar que, al omitirlas, la
acción sagrada no puede alcanzar el fin prefijado.
133. No pocos
fieles, en efecto, son incapaces
de usar el «Misal Romano», aun cuando esté escrito en lengua
vulgar, y no todos están en condiciones de comprender rectamente, como
conviene, los ritos y las ceremonias litúrgicas. El ingenio, el carácter y la
índole de los hombres son tan variados y diferentes, que no todos pueden ser
igualmente impresionados y guiados por las oraciones, los cantos o las acciones
sagradas realizadas en común. Además, las necesidades y las disposiciones de
las almas no son iguales en todos ni son siempre las mismas en cada, persona. ¿Quién,
pues, podrá decir, movido de tal prejuicio, que todos estos cristianos no
pueden participar en el Sacrificio Eucarístico y gozar sus beneficios? Pueden
ciertamente hacerlo de otras maneras, que a algunos les resultan fáciles, como
por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo o realizando
ejercicios de piedad y rezando otras oraciones, que, aunque diferentes en la
forma de los sagrados ritos, corresponden a ellos por su naturaleza.
4.°
Normas y exhortaciones.
134. Por cuya razón, os exhortamos, Venerables
Hermanos, a que en Vuestra Diócesis o jurisdicción eclesiástica reguléis y
ordenéis la manera más apropiada en que el pueblo pueda participar en la acción
litúrgica, según las normas establecidas por el «Misal Romano» y
según los preceptos de la Sagrada Congregación de Ritos y del Código de
Derecho Canónico; de forma que todo se lleve a cabo con el necesario decoro y
no se consienta a nadie, aun cuando sea Sacerdote, que emplee los Sagrados
Sacrificios para arbitrarios experimentos.
135. A tal propósito, deseamos también que en las
distintas Diócesis, lo mismo que ya existe una Comisión para el Arte y la Música
Sagrada, se constituya también una Comisión para promover el Apostolado litúrgico,
a fin de que bajo vuestro vigilante cuidado todo se realice diligentemente, según
las prescripciones de la Sede Apostólica.
136. En las Comunidades religiosas también debe
observarse exactamente todo lo que sus propias Constituciones han establecido en
esta materia, y no deben introducirse novedades que no hayan sido previamente
aprobadas por los Superiores.
137. En realidad, por varias que
puedan ser las formas y las circunstancias externas de la participación del
pueblo en el Sacrificio Eucarístico y en las otras acciones litúrgicas, se
debe siempre procurar con todo cuidado que las almas de los asistentes se unan
al Divino Redentor con los más estrechos vínculos posibles y que su vida se
enriquezca con una santidad cada vez mayor y crezca cada día más la gloria del
Padre celestial.
III. La Comunión Eucarística
A) LA COMUNION. SUS RELACIONES CON EL SACRIFICIO
1.°
Resumen de la Doctrina.
138. El augusto
Sacrificio del Altar se completa con la Comunión del divino Convite. Pero, como
todos saben, para obtener la integridad del mismo Sacrificio, sólo es necesario
que el Sacerdote se nutra del alimento celestial, pero no que el pueblo (aunque esto sea por demás
sumamente deseable) se acerque a la Santa Comunión.
2.° No
es necesaria la de los fieles.
139. Nos place, a este propósito,
recordar las consideraciones de Nuestro Predecesor Benedicto XIV sobre las
definiciones del Concilio de Trento: «En primer lugar, debemos decir que
a ningún fiel se le puede ocurrir que las Misas privadas, en las que sólo el
Sacerdote toma la Eucaristía, pierdan por esto su valor de verdadero, perfecto
e íntegro Sacrificio, instituido por Cristo Nuestro Señor, y hayan por ello de
considerarse ilícitas. Tampoco ignoran los fieles (o al menos pueden ser fácilmente
instruidos de ello) que el Sacrosanto Concilio de Trento, fundándose en la
doctrina custodiada en la ininterrumpida Tradición de la Iglesia, condenó la
nueva y falsa doctrina de Lutero, contraria a ella»[47].
«Quien diga que las Misas en las que sólo el Sacerdote comulga
sacramentalmente son ilícitas y deben por ello derogarse, sean anatema»[48].
140. Se alejan, pues, del camino
de la verdad aquellos que se niegan a celebrar si el pueblo cristiano no se
acerca a la Mesa divina; y todavía más se alejan aquellos que, por sotener la
absoluta necesidad de que los fieles se nutran del alimento eucarístico
juntamente con el Sacerdote, afirman capciosamente que no se trata tan sólo de
un Sacrificio, sino de un Sacrificio y de un convite de fraterna comunión y
hacen de la santa Comunión, realizada en común casi el punto supremo de toda
la celebración.
141. Hay que afirmar una vez más
que el Sacrificio Eucarístico consiste esencialmente en la inmolación cruenta
de la Víctima divina, inmolación que es místicamente manifestada por la
separación de las sagradas Especies y por la oblación de las mismas hecha al
Eterno Padre. La santa Comunión pertenece a la integridad del Sacrificio y a la
participación en él por medio de la Comunión del augusto Sacramento, y aunque
es absolutamente necesaria al Ministro sacrificante, en lo que toca a los fieles
sólo es evidentemente recomendable.
3.° Pero
es de consejo.
1. La
Comunión.
142. Y así como la Iglesia, en cuanto Maestra de
verdad, se esfuerza con todo cuidado en tutelar la integridad de la Fe católica,
así, en cuanto Madre solicita de sus hijos, les exhorta a participar con
frecuencia e interés en este máximo beneficio de nuestra Religión.
143. Desea ante todo que los
cristianos (especialmente cuando no pueden con facilidad recibir de hecho el
alimento eucarístico) lo reciban al menos con el deseo, de forma que, con viva
fe, con ánimo reverentemente humilde y confiado en la voluntad del Redentor
divino, con el amor más ardiente se unan a El.
144. Pero no basta. Puesto que,
como hemos dicha más arriba, podemos participar en el Sacrificio también con
la Comunión Sacramental, por medio del Convite de los Ángeles, la Madre
Iglesia, para que más eficazmente «apodamos sentir en nosotros de
continuo el fruto de la Redención»[49],
repite a todos sus hijos la invitación de Cristo Nuestro Señor: «Tomad
y comed... Haced esto en mi memoria»[50].
145. A cuyo propósito, el Concilio de
Trento, haciéndose eco del deseo de Jesucristo y de su Esposa inmaculada, nos
exhorta ardientemente «para que en todas las Misas los fieles presentes
participen no sólo espiritualmente, sino también recibiendo sacramentalmente
la Eucaristía, a fin de que reciban más abundantemente el fruto de este
Sacrificio»[51].
146. También Nuestro inmortal
predecesor Benedicto XIV, para que quedase mejor y más claramente manifiesta la
participación de los fieles en el mismo Sacrificio divino por medio de la
Comunión Eucarística, alaba la devoción de aquellos que no sólo desean
nutrirse del alimento celestial, durante la asistencia al Sacrificio, sino que
prefieren alimentarse de las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, si
bien, como él declara, se participa real y verdaderamente en el Sacrificio, aun
cuando se trate de Pan eucarístico debidamente consagrado con anterioridad. Así
escribe, en efecto: «Y aunque participen en el mismo sacrificio además
de aquellos a quienes el Sacerdote celebrante da parte de la Víctima por él
ofrecida en la Santa Misa, otras personas a las que el Sacerdote da la Eucaristía
que se suele conservar, no por esto la Iglesia ha prohibido en el pasado ni prohíbe
ahora que el Sacerdote satisfaga la devoción y la justa petición de aquellos
que asisten a la Misa y solicitan participar en el mismo Sacrificio que ellos
también ofrecen a la manera que les está asignada; antes bien, aprueba y desea
que esto se haga y reprobaría a aquellos Sacerdotes por cuya culpa o
negligencia se negase a los fieles esta participación»[52].
147. Quiera, pues, Dios que todos, espontánea
y libremente, correspondan a esta solícita invitación de la Iglesia; quiera
Dios que los fieles, incluso todos los días, participen no sólo espiritualmente
en el Sacrificio divino, sino también con la Comunión del Augusto Sacramento,
recibiendo el Cuerpo de Jesucristo, ofrecido por todos al Eterno Padre.
Estimulad, Venerables Hermanos, en las almas confiadas a Vuestro cuidado el
hambre apasionada e insaciable de Jesucristo; que Vuestra enseñanza llene los
Altares de niños y de jóvenes que ofrezcan al Redentor divino su inocencia y
su entusiasmo; que los cónyuges se acerquen al Altar a menudo, para que
puedan educar la prole que les ha sido confiada en el sentido y en la caridad de
Jesucristo; sean invitados los obreros para que puedan tomar el alimento eficaz
e indefectible que restaura sus fuerzas y les prepara para sus fatigas la
eterna misericordia en el cielo; reuníos, en fin, los hombres de todas las
clases y «apresuraos a entrar»[53],
porque éste es el Pan de la vida del que todos tienen necesidad. La Iglesia de
Jesucristo sólo tiene este Pan para saciar las aspiraciones y los deseos de
nuestras almas, para unirlas íntimamente a Jesucristo y, en fin, para que por
su virtud se conviertan en «un solo Cuerpo»[54]
y sean como hermanos todos los que se sientan a una misma Mesa para
tomar el remedio de la inmortalidad[55]
con la fracción de un único Pan.
2. Las
circunstancias de la Comunión.
148. Es bastante oportuno también (lo que,
por otra parte, está establecido por la Liturgia) que el pueblo acuda a la
Santa Comunión después que el Sacerdote haya tomado del Altar el alimento
divino; y, como más arriba hemos dicho, son de alabar aquellos que, asistiendo
a la Misa, reciben las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, de forma que
se cumpla en verdad que «todos los que participando de este Altar hayamos
recibido el Sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda la
gracia y bendición celestial»[56].
149. Sin embargo, no faltan a
veces las causas, ni son raras las ocasiones en que el Pan Eucarístico es
distribuido antes o después del mismo Sacrificio y también que se comulgue,
aunque la Comunión se distribuya inmediatamente después de la del Sacerdote,
con Hostias consagradas anteriormente. También en esos casos, como por otra
parte ya hemos advertido, el pueblo participa en verdad en el Sacrificio Eucarístico
y puede, a veces con mayor facilidad, acercarse a la Mesa de la Vida eterna.
150. Sin embargo, si la Iglesia,
con maternal condescendencia, se esfuerza en salir al encuentro de las
necesidades espirituales de sus hijos, éstos, por su parte, no deben desdeñar
aquello que aconseja la Sagrada Liturgia, y siempre que no haya un motivo
plausible para lo contrario, deben hacer todo aquello que más claramente
manifiesta en el Altar la unidad viva del Cuerpo místico.
B) ACCION DE GRACIAS DESPUES
DE LA COMUNION
1.° Su
conveniencia.
151. La acción sagrada, que está
regulada por particulares normas litúrgicas, no dispensa, después de haber
sido realizada, de la acción de gracias, a aquel que ha gustado del alimento
celestial; antes bien, es muy conveniente que, después de haber recibido el
alimento eucarístico, y terminados los ritos públicos, se recoja íntimamente
unido al Divino Maestro, se entretenga con El en dulcísimo y saludable coloquio
durante el tiempo que las circunstancias le permitan.
2.° El
error.
152. Se alejan, por tanto, del
recto camino de la verdad, aquellos que, aferrándose a las palabras más
que al espíritu, afirman y enseñan que acabada la Misa no se debe prolongar la
acción de gracias, no sólo porque el Sacrificio del Altar es ya por su
naturaleza una Acción de Gracias, sino también porque esto es gestión de la
piedad privada y personal y no del bien de la comunidad.
3.°
Razones que la exigen.
153. Antes al contrario, la misma naturaleza del
Sacramento exige que el cristiano que lo reciba obtenga de él abundantes frutos
de santidad. Ciertamente, ya se ha disuelto la pública congregación de la
comunidad, pero es necesario que cada uno, unido con Cristo, no interrumpa en su
alma el cántico de alabanzas, «dando siempre gracias por todo a Dios
Padre, en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo»[57].
154. A lo que también nos exhorta la Sagrada
Liturgia del Sacrificio Eucarístico cuando nos manda rezar con estas palabras: «Señor... Te rogamos que siempre perseveremos en acción de gracias...[58]
y que jamás cesemos de alabarte»[59].
Por tanto, si siempre se debe dar gracias a Dios y jamás se debe dejar de
alabarlo, ¿quién se atrevería a reprender y desaprobar a la Iglesia, que
aconseja a sus Sacerdotes[60]
y a los fieles que se mantengan, al menos por un poco de tiempo, después de la
Comunión, en coloquio con el Divino Redentor, y que han insertado en los libros
litúrgicos las oportunas plegarias, enriquecidas con indulgencias, con las cuáles
los Sagrados Ministros se pueden preparar convenientemente antes de celebrar y
de comulgar y, acabada la Santa Misa, manifestar a Dios su agradecimiento?
155. La Sagrada Liturgia, lejos
de sofocar los sentimientos íntimos de cada cristiano, los capacita y los
estimula para que se asimilen a Jesucristo y, por medio de El, sean dirigidos al
Padre; de aquí que exija que quien se haya acercado a la Mesa Eucarística, dé
gracias a Dios como es debido. Al divino Redentor le agrada escuchar nuestras
plegarias, hablar con nosotros con el Corazón abierto y ofrecernos refugio en
su Corazón inflamado de Amor.
156. Además, estos actos,
propios de cada individuo, son absolutamente necesarios para gozar más
abundantemente de todos los tesoros sobrenaturales de que tan rica es la
Eucaristía y para transmitirlos a los otros, según nuestras posibilidades, a
fin de que Cristo Nuestro Señor consiga en todas las almas la plenitud de su
virtud.
4.°
Alabanzas a quienes la hacen.
157. ¿Por qué, pues, Venerables
Hermanos, no hemos de alabar a aquellos que, aun después de haberse disuelto
oficialmente la Asamblea cristiana, se mantienen en íntima familiaridad con el
Redentor Divino, no sólo para entretenerse en dulce coloquio con El, sino también
para darle gracias y alabarle y especialmente para pedirle ayuda, a fin de
quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y hacer
de su parte todo lo que pueda favorecer la acción presente de Jesús? Les
exhortamos también a hacerlo de forma particular, bien llevando a la práctica
los propósitos concebidos y ejercitando las virtudes cristianas, bien adaptando
a sus propias necesidades cuanto han recibido con munificencia.
5.° Palabras
de "La Imitación de Cristo".
158. Verdaderamente hablaba según los
preceptos y el espíritu de la Liturgia, el autor del áureo librito de «La Imitación de Cristo», cuando aconsejaba a los que habían
comulgado: «Recógete en secreto y goza a tu Dios, para poseer aquello
que el mundo entero no podrá quitarte»[61].
6.°
Unirnos a Cristo.
159. Todos nosotros, pues, íntimamente
unidos a Cristo, debemos tratar de sumergirnos en su Alma Santísima y de
unirnos con El para participar así en los actos de Adoración con los que El
ofrece a la Trinidad Augusta el homenaje más grato y aceptable; en los actos de
Alabanza y de Acción de gracias que El ofrece al Padre Eterno y de que se hace
unánime eco el cántico del cielo y la tierra, como está dicho: «Bendecid al Señor en todas sus criaturas»[62]
; en los actos, finalmente, con los que, unidos, imploramos la ayuda celestial
en el momento más oportuno para pedir y obtener socorro en nombre de Cristo[63],
y sobre todo en aquellos con los que nos ofrecemos e inmolamos como víctimas,
diciendo: «Haz de nosotros mismos un homenaje en tu honor»[64].
7.°
Permanecer en Cristo.
160. El Divino Redentor repite incesantemente
su apremiante invitación: «Permaneced en Mí»[65].
Por medio del Sacramento de la Eucaristía, Cristo habita en nosotros y nosotros
habitamos en Cristo; y de la misma manera que Cristo, permaneciendo en nosotros,
vive y obra, así es necesario que nosotros, permaneciendo en Cristo, por El
vivamos y obremos.
[1] Ps. CIX, 4.
[2] in. XIII, 1.
[3] Conc. Trid. Ses. XXII, cap. I.
[4] Ibid., cap. II.
[5] St. Th. Sum. Theol. III, 22, 4.
[6] S. J. Crisost. In Joann. Hom. 86, 4.
[7] Rom. VI, 9.
[8]
Misal Rom. Praefatio.
Ib. Canon.
[9] Me. XIV, 23.
[10] Miss. Rom., Praefatio.
[11] 1 Jn. II, 2.
[12] Miss. Rom. Canon.
[13] S. Aug. «De Trinitate», lib. XIII, cap. 19.
[14] Hebr. V, 7.
[15] Ses. XXI, cap. I.
[16] Hebr. X, 14.
[17] S. Aug. Enarr. in Ps. CXLVII, n. 16.
[18] Gal. 11, 19‑20.
[19]Ene. «Mystici Corporis», 29 junio 1943.
[20] Miss. Rom. Secreta Dom. IX post Pent.
[21]
Ses. XXII, cap. II y can. 4.
[22]
Gal. VI, 14.
[23] Mal. I, 11.
[24] Phil. II, 5.81.
[25] Gal. II,19.
[26] Conc. Trid. Ses. XXIII, cap. IV.
[27] S. Rob. Belarm. «De Missa», II, cap. 4.
[28]
«De sacro Altaris Myst.», II, 6.
[29] «De Missa», I, cap. 27.
[30]
Miss. Rom. Ordo
Missae.
[31] Ibid. Canon Missae.
[32] Ibid. Canon Missae.
[33] 1 Pet. 11, 5.
[34] Rom. XII, 1.
[35] Miss. Rom. Canon Missae.
[36]
Pont. Rom. De
Ordinatione Presbyt.
[37]
Ib. De Altaris consecr. Praefatio.
[38] Conc. Trid. Ses. XXII, cap. V.
[39] Gal. 11 19‑20.
[40]
Serm. 272.
[41] I Cor. XII, 27.
[42] Eph. V, 30.
[43]
S. Rob. Belarm. «De Missa», II, cap. 8.
[44] Ciudad de Dios, lib. X, cap. 6.
[45] Miss. Rom. Can. Missae.
[46]
I Tim. II, 5.
[47] Ene. «Certiores effecti», 13 noviembre, 1742, pár. 1.
[48] Conc. Trid. Ses. XXII, cap. 8.
[49]
Miss. Rom. Colecta
del Corpus.
[50] I Cor. XI, 24.
[51] Ses. XXII, cap. 6.
[52] Carta Ene. «Certiores effecti», pár.
3.
[53] Le. XIV, 23.
[54] I Cor. X, 17.
[55] S. Ign. Mart., Ad Ephesios, XX.
[56] Mis. Rom. Canon Missae.
[57] Ephes. V, 20.
[58] Miss. Rom. Postcom. Dom. infra Octav. Ascens.
[59] Ibid. Postcom. Dom. I post Pent.
[60] C.I.C., can. 810.
[61]
Lib. IV, cap. 12.
[62] Dan. III, 57.
[63] Jn. XVI, 23.
[64] Miss. Rom. Secreta Missae SSmae. Trin.
[65] Jn. XV, 4.