CARTA
ENCÍCLICA
REDEMPTORIS MATER
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA
EN LA VIDA DE LA IGLESIA PEREGRINA
II Parte
LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO
DE LA IGLESIA PEREGRINA
1. La Iglesia, Pueblo
de Dios radicado en todas las naciones de la tierra
25. «La Iglesia, «va
peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»«, (52)
anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Co 11, 26)». (53)
«Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado
alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esd 13, 1; Nm 20, 4; Dt 23, 1 ss.), así el nuevo
Israel... se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 18), porque El la adquirió con su sangre
(cf. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión
visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de
la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida
por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada
uno». (54)
El Concilio Vaticano II
habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con el Israel de la Antigua
Alianza en camino a través del desierto. El camino posee un carácter incluso exterior,
visible en el tiempo y en el espacio, en el que se desarrolla históricamente. La Iglesia,
en efecto, debe «extenderse por toda la tierra», y por esto «entra en la historia
humana rebasando todos los límites de tiempo y de lugares». (55) Sin embargo, el
carácter esencial de su camino es interior. Se trata de una peregrinación a través de
la fe, por «la fuerza del Señor Resucitado», (56) de una peregrinación en el Espíritu
Santo, dado a la Iglesia como invisible Consolador (parákletos) (cf. Jn 14, 26; 15, 26;
16, 7): «Caminando, pues, la Iglesia a través de los peligros y de tribulaciones, de tal
forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió ... y
no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz
llegue a la luz sin ocaso». (57)
Precisamente en este
camino -peregrinación eclesial- a través del espacio y del tiempo, y más aún a través
de la historia de las almas, María está presente, como la que es «feliz porque ha
creído», como la que avanzaba «en la peregrinación de la fe», participando como
ninguna otra criatura en el misterio de Cristo. Añade el Concilio que «María ...
habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une
y refleja las más grandes exigencias de la fe». (58) Entre todos los creyentes es como
un «espejo», donde se reflejan del modo más profundo y claro «las maravillas de Dios»
(Hch 2, 11).
26. La Iglesia,
edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente consciente de estas grandes
obras de Dios el día de Pentecostés, cuando los reunidos en el cenáculo «quedaron
todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el
Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2, 4). Desde aquel momento inicia también aquel
camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de
los pueblos. Se sabe que al comienzo de este camino está presente María, que vemos en
medio de los apóstoles en el cenáculo «implorando con sus ruegos el don del
Espíritu». (59)
Su camino de fe es, en
cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a ella, que se ha convertido
en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando «el
homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación
hecha por El», más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de «la obediencia
de la fe», (60) por la que respondió al ángel: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra». El camino de fe de María, a la que vemos orando en el
cenáculo, es por lo tanto «más largo» que el de los demás reunidos allí: María les
«precede», «marcha delante de» ellos. (61) El momento de Pentecostés en Jerusalén ha
sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la Anunciación en Nazaret. En el
cenáculo el itinerario de María se encuentra con el camino de la fe de la Iglesia ¿De
qué manera?
Entre los que en el
cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose para ir «por todo el mundo»
después de haber recibido el Espíritu Santo, algunos habían sido llamados por Jesús
sucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos habían sido
constituidos apóstoles, y a ellos Jesús había transmitido la misión que él mismo
había recibido del Padreá: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,
21), había dicho a los apóstoles después de la resurrección. Y cuarenta días más
tarde, antes de volver al Padre, había añadido: cuando «el Espíritu Santo vendrá
sobre vosotros ... seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra» (cf. Hch 1,
8). Esta misión de los apóstoles comienza en el momento de su salida del cenáculo de
Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los
demás apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf. Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4,
10-12; 5, 30-32).
María no ha recibido
directamente esta misión apostólica. No se encontraba entre los que Jesús envió «por
todo el mundo para enseñar a todas las gentes» (cf. Mt 28, 19), cuando les confirió
esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo, donde los apóstoles se preparaban a
asumir esta misión con la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio
de ellos María «perseveraba en la oración» como «madre de Jesús» (Hch 1, 13-14), o
sea de Cristo crucificado y resucitado. Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban
«a Jesús como autor de la salvación», (62) era consciente de que Jesús era el Hijo de
María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el momento de la concepción y del
nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante sus
ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por
tanto, desde el primer momento, «miró» a María, a través de Jesús, como «miró» a
Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo
singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando
«conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2, 19; cf. Lc 2, 51).
Pero en la Iglesia de
entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es «feliz porque ha
creído»: ha sido la primera en creer. Desde el momento de la anunciación y de la
concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso
tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años
de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación
externa, cuando él comenzó a «hacer y enseñar» (cf. Hch 1, 1 ) en Israel; lo siguió
sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los
apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su
fe, nacida de las palabras de la anunciación. El ángel le había dicho entonces: «Vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El
será grande.. reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin»
(Lc 1, 32-33). Los recientes acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas
aquella promesa; y ni siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella
también, como Abraham, había sido la que «esperando contra toda esperanza, creyó» (Rm
4, 18). Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto su
verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad. En efecto,
Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los apóstoles: «Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes ... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19.20). Así había hablado el que, con su resurrección,
se reveló como el triunfador de la muerte, como el señor del reino que «no tendrá
fin», conforme al anuncio del ángel.
27. Ya en los albores
de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio de la fe que comenzaba con
Pentecostés en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían el germen del
«nuevo Israel». Estaba presente en medio de ellos como un testigo excepcional del
misterio de Cristo. Y la Iglesia perseveraba constante en la oración junto a ella y, al
mismo tiempo, «la contemplaba a la luz del Verbo hecho hombre». Así sería siempre. En
efecto, cuando la Iglesia «entra más profundamente en el sumo misterio de la
Encarnación», piensa en la Madre de Cristo con profunda veneración y piedad. (63)
María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y pertenece además al misterio de
la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento. En la base de lo que la
Iglesia es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a través de las
generaciones, en medio de todas las naciones de la tierra, se encuentra la que «ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,
45). Precisamente esta fe de María, que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza
de Dios con la humanidad en Jesucristo, esta heroica fe suya «precede» el testimonio
apostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un
especial patrimonio de la revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las
generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella
misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María.
Las palabras de Isabel
«feliz la que ha creído» siguen acompañando a María incluso en Pentecostés, la
siguen a través de las generaciones, allí donde se extiende, por medio del testimonio
apostólico y del servicio de la Iglesia, el conocimiento del misterio salvífico de
Cristo. De este modo se cumple la profecía del Magníficat: «Me felicitarán todas las
generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo» (Lc
1, 48-49). En efecto, al conocimiento del misterio de Cristo sigue la bendición de su
Madre bajo forma de especial veneración para la Theotókos. Pero en esa veneración está
incluida siempre la bendición de su fe. Porque la Virgen de Nazaret ha llegado a ser
bienaventurada por medio de esta fe, de acuerdo con las palabras de Isabel. Los que a
través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con
fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con
veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el
sostén para la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María
decide su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios
en la tierra.
28. Como afirma el
Concilio: «María ... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación ...
mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y
hacia el amor del Padre». (64) Por lo tanto, en cierto modo la fe de María, sobre la
base del testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en la fe del pueblo
de Dios en camino: de las personas y comunidades, de los ambientes y asambleas, y
finalmente de los diversos grupos existentes en la Iglesia. Es una fe que se transmite al
mismo tiempo mediante el conocimiento y el corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir
constantemente mediante la oración. Por tanto «también en su obra apostólica con
razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu
Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también
en los corazones de los fieles». (65)
Ahora, cuando en esta
peregrinación de la fe nos acercamos al final del segundo Milenio cristiano, la Iglesia,
mediante el magisterio del Concilio Vaticano II, llama la atención sobre lo que ve en sí
misma. como un «único Pueblo de Dios ... radicado en todas las naciones de la tierra»,
y sobre la verdad según la cual todos los fieles, aunque a esparcidos por el haz de la
tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás», (66) de suerte que se puede decir
que en esta unión se realiza constantemente el misterio de Pentecostés. Al mismo tiempo,
los apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones de la tierra
«perseveran en la oración en compañía de María, la madre de Jesús» (cf. Hch 1, 14).
Constituyendo a través de las generaciones «el signo del Reino» que no es de este
mundo, (67) ellos son asimismo conscientes de que en medio de este mundo tienen que
reunirse con aquel Rey, al que han sido dados en herencia los pueblos (Sal 2, 8), al que
el Padre ha dado «el trono de David su padre», por lo cual «reina sobre la casa de
Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin».
En este tiempo de vela
María, por medio de la misma fe que la hizo bienaventurada especialmente desde el momento
de la anunciación, está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce
en el mundo el Reino de su Hijo. (68) Esta presencia de María encuentra múltiples medios
de expresión en nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia.
Posee también un amplio radio de acción; por medio de la fe y la piedad de los fieles,
por medio de las tradiciones de las familias cristianas o «iglesias domésticas», de las
comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos religiosos, de las diócesis, por
medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo
los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el
encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído; es la
primera entre los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel. Este es el
mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos, al ser
patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de tantos templos que en
Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo de los siglos. Este es
el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en
las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna
Gora. Tal vez se podría hablar de una específica a «geografía» de la fe y de la
piedad mariana, que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de
Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la
materna presencia de «la que ha creído», la consolidación de la propia fe. En efecto,
en la fe de María, ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto
a abrir por parte del hombre aquel espacio interior en el cual el eterno Padre puede
colmarnos «con toda clase de bendiciones espirituales»: el espacio «de la nueva y
eterna Alianza». (69) Este espacio subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como «un
sacramento ... de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano».
(70)
En la fe, que María
profesó en la Anunciación como «esclava del Señor» y en la que sin cesar «precede»
al «Pueblo de Dios» en camino por toda la tierra, la Iglesia «tiende eficaz y
constantemente a recapitular la Humanidad entera ... bajo Cristo como Cabeza, en la unidad
de su Espíritu». (71)
2. El camino de la
Iglesia y la unidad de todos los cristianos
29. «El Espíritu
promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se
unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó». (72) El camino
de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del
ecumenismo; los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo
invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: «para que todos sean
uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que
el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Por consiguiente, la unidad de los
discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su
división constituye un escándalo. (73)
El movimiento
ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida y difundida de la urgencia de
llegar a la unidad de todos los cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia
católica su expresión culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que los
cristianos profundicen en sí mismos y en cada una de sus comunidades aquella «obediencia
de la fe», de la que María es el primer y más claro ejemplo. Y dado que «antecede con
su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y consuelo», ofrece
gran gozo y consuelo para este sacrosanto Concilio el hecho de que tampoco falten entre
los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador,
especialmente entre los Orientales». (74)
30. Los cristianos
saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe.
Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de
la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación.
(75) Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las Iglesias y las
Comunidades eclesiales de Occidente, (76) convergen cada vez más sobre estos dos aspectos
inseparables del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos
permite vislumbrar el misterio de la maternidad divina y si, a su vez, la contemplación
de la Madre de Dios nos introduce en una comprensión más profunda del misterio de la
Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio de la Iglesia y de la función de María
en la obra de la salvación. Profundizando en uno y otro, iluminando el uno por medio del
otro, los cristianos deseosos de hacer -como les recomienda su Madre- lo que Jesús les
diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos en aquella «peregrinación de la fe», de la
que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su único
Señor y tan deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que hoy «el
Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7. 11. 17).
Entre tanto es un buen
auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales concuerden con la Iglesia católica
en puntos fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María.
En efecto, la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte de nuestra
fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que, a
los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez la recibe
como madre.
¿Por qué, pues, no
mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la
familia de Dios y que «precede» a todos al frente del largo séquito de los testigos de
la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del
Espíritu Santo?
31. Por otra parte,
deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia
ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos.
No sólo «los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo
encarnado en María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos celebrados en
Oriente», (77) sino también en su culto litúrgico «los Orientales ensalzan con himnos
espléndidos a María siempre Virgen ... y Madre Santísima de Dios». (78)
Los hermanos de estas
Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero su historia siempre ha transcurrido con
un vivo deseo de compromiso cristiano y de irradiación apostólica, aunque a menudo haya
estado marcada por persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al Señor,
una auténtica «peregrinación de la fe» a través de lugares y tiempos durante los
cuales los cristianos orientales han mirado siempre con confianza ilimitada a la Madre del
Señor, la han celebrado con encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los
momentos difíciles de la probada existencia cristiana «ellos se refugiaron bajo su
protección», (79) conscientes de tener en ella una ayuda poderosa. Las Iglesias que
profesan la doctrina de Efeso proclaman a la Virgen «verdadera Madre de Dios», ya que a
nuestro Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad, en
los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por María
Virgen Madre de Dios según la carne». (80) Los Padres griegos y la tradición bizantina,
contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la
profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la
Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión del misterio
salvífico.
Las tradiciones coptas
y etiópicas han sido introducidas en esta contemplación del misterio de María por san
Cirilo de Alejandría y, a su vez, la han celebrado con abundante producción poética.
(81) El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado «la cítara del Espíritu Santo»,
ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la
tradición de la Iglesia siríaca. (82) En su panegírico sobre la Theotókos, san
Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte inspiración
poética, profundiza en los diversos aspectos del misterio de la Encarnación, y cada uno
de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la dignidad extraordinaria y la
magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado. (83)
No sorprende, pues, que
María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias orientales con una
abundancia incomparable de fiestas y de himnos.
32. En la liturgia
bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza a la Madre está unida a la
alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo.
En la anáfora o plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la epíclesis,
la comunidad reunida canta así a la Madre de Dios: «Es verdaderamente justo proclamarte
bienaventurada, oh Madre de Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura y Madre de
nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines e
incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú, que sin perder tu virginidad, has
dado al mundo el Verbo de Dios. Tú, que eres verdaderamente la Madre de Dios».
Estas alabanzas, que en
cada celebración de la liturgia eucarística se elevan a María, han forjado la fe, la
piedad y la oración de los fieles. A lo largo de los siglos han conformado todo el
comportamiento espiritual de los fieles, suscitando en ellos una devoción profunda hacia
la «Toda Santa Madre de Dios».
33. Se conmemora este
año el XII centenario del II Concilio ecuménico de Nicea (a. 787), en el que, al final
de la conocida controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, fue definido que,
según la enseñanza de los santos Padres y la tradición universal de la Iglesia, se
podían proponer a la veneración de los fieles, junto con la Cruz, también las imágenes
de la Madre de Dios, de los Angeles y de los Santos, tanto en las iglesias como en las
casas y en los caminos. (84) Esta costumbre se ha mantenido en todo el Oriente y también
en Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen un lugar de honor en las iglesias y en las
casas. María está representada o como trono de Dios, que lleva al Señor y lo entrega a
los hombres (Theotókos), o como camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria), o
bien como orante en actitud de intercesión y signo de la presencia divina en el camino de
los fieles hasta el día del Señor (Deisis), o como protectora que extiende su manto
sobre los pueblos (Pokrov), o como misericordiosa Virgen de la ternura (Eleousa). La
Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos: es
la relación con el Hijo la que glorifica a la Madre. A veces lo abraza con ternura
(Glykofilousa); otras veces, hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que
es Señor de la historia (cf. Ap 5, 9-14). (85)
Conviene recordar
también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado constantemente la
peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rus'. Se acerca el primer milenio de
la conversión al cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de personas humildes,
de pensadores y de santos. Los Iconos son venerados todavía en Ucrania, en Bielorrusia y
en Rusia con diversos títulos; son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de
oración de aquel pueblo, el cual advierte la presencia y la protección de la Madre de
Dios. En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la divina belleza, morada de
la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la contemplación, icono de la
gloria: aquella que, desde su vida terrena, poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a
los razonamientos humanos, con la fe ha alcanzado el conocimiento más sublime. Recuerdo,
también, el Icono de la Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera
del Espíritu. ¿No podría ser ésta como un signo de esperanza para todos aquellos que,
en el diálogo fraterno, quieren profundizar su obediencia de la fe?
34. Tanta riqueza de
alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia,
podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus «dos pulmones»,
Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario que nunca.
Sería una ayuda valiosa para hacer progresar el diálogo actual entre la Iglesia
católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente. (86) Sería también, para
la Iglesia en camino, la vía para cantar y vivir de manera más perfecta su Magníficat.
3. El Magníficat de la
Iglesia en camino
35. La Iglesia, pues,
en la presente fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en
Cristo para manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por
esta unidad. La Iglesia «va peregrinando ..., anunciando la cruz del Señor hasta que
venga». (87) «Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve
confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no
desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes al contrario,
persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese
de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso». (88)
La Virgen Madre está
constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra
de modo especial el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la
visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo
prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de
devoción tanto personal como comunitaria.
«Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque ha mirado la
humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el
Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación.
El hace proezas con su
brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a
los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a
nuestros padres- en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (/Lc/01/46-55).
36. Cuando Isabel
saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el Magníficat.
En el saludo Isabel había llamado antes a María «bendita» por «el fruto de su
vientre», y luego «feliz» por su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos bendiciones se
referían directamente al momento de la anunciación. Después, en la visitación, cuando
el saludo de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María adquiere
una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el momento de la anunciación
permanecía oculto en la profundidad de la «obediencia de la fe», se diría que ahora se
manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por
María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión le su fe, en
la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual
y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo
muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel, (89)
se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en
ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que,
como un don irrevocable, entra en la historia del hombre.
María es la primera en
participar de esta nueva revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva
«autodonación» de Dios. Por esto proclama: «ha hecho obras grandes por mí; su nombre
es santo». Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: «se alegra
mi espíritu en Dios mi salvador». Porque «la verdad profunda de Dios y de la salvación
del hombre ... resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación». (90)
En su arrebatamiento María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta
plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a los padres
y, ante todo, «en favor de Abraham y su descendencia por siempre»; que en ella, como
madre de Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que, «de generación en
generación», se manifiesta aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda «de la
misericordia».
37. La Iglesia, que
desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola
repite constantemente las palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de la
Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios
de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace «obras grandes» al hombre: «su
nombre es santo». En el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del
comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o
de la «poca fe» en Dios. Contra la «sospecha» que el «padre de la mentira» ha hecho
surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele
llamar «nueva Eva»á (91) y verdadera «madre de los vivientes»á (92), proclama con
fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde el
comienzo es la fuente de todo don, aquel que «ha hecho obras grandes». Al crear, Dios da
la existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y
semejanza con él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no
deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado del hombre, Dios se da en
el Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). María
es el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se realizará plenamente mediante
lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch 1, 1) y, definitiva mente, mediante su Cruz y
resurrección.
La Iglesia, que aun
«en medio de tentaciones y tribulaciones» no cesa de repetir con María las palabras del
Magníficat, «se ve confortada» con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada
entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios
desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los
hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano, implica
un renovado empeño en su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo:
«(Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (cf. Lc 4, 18), a
través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.
Su amor preferencial
por los pobres está inscrito admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la
Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el
que «derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los
colma de bienes y a los ricos los despide vacíos, ... dispersa a los soberbios ... y
conserva su misericordia para los que le temen». María está profundamente impregnada
del espíritu de los «pobres de Yahvé», que en la oración de los Salmos esperaban de
Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55). En cambio,
ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del «Mesías de los
pobres» (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la
profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en
sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios
que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y
los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras
y obras de Jesús.
La Iglesia, por tanto,
es consciente -y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular- de que
no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el Magníficat,
sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que «los pobres» y
«la opción en favor de los pobres» tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de
temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de
la liberación. «Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por el
empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y
de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y
Modelo para comprender en su integridad el sentido de su misión». (93)
52. S. Agustín, De
Civitate Dei, XVIII, 51: CCL 48, 650.
53. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.
54. Ibid., 9.
55. Ibid., 9.
56. Ibid., 8.
57. Ibid., 9.
58. Ibid., 65.
59. Ibid., 59.
60. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum,5.
61. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.
62. Cf. ibid., 9.
63. Cf. ibid., 65.
64. Ibid., 65.
65. Ibid., 65.
66. Cf. ibid., 13.
67. Cf. ibid., 13.
68. Cf. ibid., 13.
69. Cfr. Misal Romano,
fórmula de la consagración del cáliz en las Plegarias Eucrísticas.
70. Conc. Ecum. Vat.
II. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.
71. Ibid., 13.
72. Ibid., 15.
73. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 1.
74. Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium, 68, 69. Sobre la Santísima Virgen María, promotora de la
unidad de los cristianos y sobre el culto de María en Oriente, cf. León XIII, Carta Enc.
Adiutricem populi (5 de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV, 300-312.
75. Cf. Conc Ecum. Vat.
II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 20.
76. Ibid., 19.
77. Ibid., 14.
78. Ibid., 15.
79. Conc. Ecum. Vat II,
Const. dogm., sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.
80. Conc. Ecum.
Calced., Definitio fidei: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973,3, 86 (DS 301)
81. Cf. el Weddâsê
Mâryâm (Alabanzas de María), que está a continuación del Salterio etíope y contiene
himnos y plegarias a María para cada día de la semana. Cf. también el Matshafa Kidâna
Mehrat (Libro del Pacto de Misericordia); es de destacar la importancia reservada a María
en los Himnos así como en la liturgia etíope.
82. Cf. S. Efrén,
Hymn. de Nativitate: Scriptores Syri, 82: CSCO, 186.
83. Cf.. S. Gregorio De
Narek, Le livre des priÞres: S. Ch. 78, 160-163; 428-432.
84. Conc. Ecum. Niceno
II: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 19733, 135-138 (DS 600-609).
85. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.
86. Cf Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 19.
87. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.
88. Ibid., 9.
89. Como es sabido, las
palabras del Magníficat contienen o evocan numerosos pasajes del Antiguo Testamento.
90. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 2.
91. Cf. por ejemplo S.
Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 100: Otto II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses
III, 22, 4: S. Ch. 211, 439-449; Tertuliano, De carne Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904 s.
92. Cf. S. Epifanio,
Panarion, III, 2;Haer. 78, 18: PG 42, 727-730
93. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (22 de marzo de
1986), 97. |