REDEMPTOR
HOMINIS
II
EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
7. EN EL MISTERIO DE CRISTO
8. REDENCIÓN: CREACIÓN RENOVADA
9. DIMENSIÓN DIVINA DEL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
10. DIMENSIÓN HUMANA DEL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
11. EL MISTERIO DE CRISTO EN LA BASE DE LA MISIÓN
DE LA IGLESIA
Y DEL CRISTIANISMO
12. MISIÓN DE LA IGLESIA Y LIBERTAD DEL HOMBRE
7. EN EL MISTERIO DE CRISTO
Si las vías por las
que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia --vías indicadas en su
primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI-- permanecen por largo tiempo las vías
que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente
preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que
este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a
Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi?[21] Esta
es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu
de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una
vez a Pedro: «Apacienta mis corderos»,22 que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y
después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos».[23]
Es precisamente aquí,
carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial,
es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de
la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre;
hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo
de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos?
Tú tienes palabras de vida eterna».[24]
A través de la
conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta
conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se
expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la
cabeza»,[25] a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros +,[26] a Aquel
que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» [27] y «la resurrección y la vida»,[28]
a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre,[29] a Aquel que debía irse de nosotros [30]
--se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo-- para que el Abogado
viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad.[31] En Él
están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»,[32] y la Iglesia
es su Cuerpo.[33] La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de
la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»[34] y de esto es Él
la fuente. íEl mismo! íEl, el Redentor!
La Iglesia no cesa de
escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima
devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por
los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están
aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo».[35] Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma
vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos.
Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de
su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección,
que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato
del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía,
encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad»,[36] el signo eficaz de la
gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su
misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar
este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a
las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese
siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado».[37] La Iglesia permanece en la esfera
del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental
de su vida y de su misión.
8. REDENCIÓN:
CREACIÓN RENOVADA
¡Redentor del mundo!
En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la
creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: «Y vio Dios
ser bueno».[38] El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el
mundo visible, creado por Dios para el hombre [39] --el mundo que, entrando el pecado
está sujeto a la vanidad--[40] adquiere nuevamente el vínculo original con la misma
fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, «amó Dios tanto al mundo, que le
dio su unigénito Hijo».[41] Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así
en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo.[42] ¿Es posible que no nos convenzan, a
nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con
arrebatadora elocuencia, acerca de «la creación entera que hasta ahora gime y siente
dolores de parto»[43] y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»,[44]
acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás
conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de
dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás
en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste
recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural
en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que
explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del
uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a
la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos,
el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no
es al mismo tiempo que «gime y sufre» 45 y «está esperando la manifestación de los
hijos de Dios +?[46]
El Concilio Vaticano
II, en su análisis penetrante «del mundo contemporáneo», llegaba al punto más
importante del mundo visible: el hombre bajando --como Cristo-- a lo profundo de las
conciencias humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico,
y no bíblico también, se expresa con la palabra «corazón». Cristo, Redentor del
mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre
y ha entrado en su «corazón». Justamente pues enseña el Concilio Vaticano II: «En
realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir,
Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de
su vocación». Y más adelante: «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es
también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza
divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no absorbida,
ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su
encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre,
pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto
en el pecado +.[47] íEl, el Redentor del hombre!
9. DIMENSIÓN DIVINA
DEL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
Al reflexionar
nuevamente sobre este texto maravilloso del Magisterio conciliar, no olvidamos ni por un
momento que Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación
ante el Padre.[48] Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno
del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo,
en la donación al hombre de toda la riqueza de la creación, en hacerlo «poco menor que
Dios»,[49] en cuanto creado «a imagen y semejanza de Dios»;[50] e igualmente ha dado
satisfacción a la paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre
con la ruptura de la primera Alianza [51] y de las posteriores que Dios «ha ofrecido en
diversas ocasiones a los hombres»,[52] La redención del mundo --ese misterio tremendo
del amor, en el que la creación es renovada [53]-- es en su raíz más profunda «la
plenitud de la justicia en un Corazón humano: en el Corazón del Hijo Primogénito, para
que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en
el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios [54] y
llamados a la gracia, llamados al amor. La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual
Jesucristo --Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret-- «deja»
este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios,
el cual se acerca de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces
santo «Espíritu de verdad».[55]
Con esta revelación
del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el
misterio de la Redención, se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El
Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí
mismo,[56] fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El
suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y por
esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros para que en Él
fuéramos justicia de Dios».[57] Si «trató como pecado» a Aquel que estaba
absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande
que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque «Dios es amor».[58] Y sobre todo el
amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la
creación»,[59] más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a
perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo,[60] siempre a la
búsqueda de la «manifestación de los hijos de Dios»,61 que están llamados a la
gloria.[62] Esta revelación del amor es definida también misericordia,[63] y tal
revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un
nombre: se llama Jesucristo.
10. DIMENSIÓN HUMANA
DEL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
El hombre no puede
vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada
de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente,
Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo
hombre. Tal es --si se puede expresar así-- la dimensión humana del misterio de la
Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el
valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado +
y en cierto modo es nuevamente creado. íEl es creado de nuevo! «Ya no es judío ni
griego: ya no es esclavo ni libre; no es ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús».[64] El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo
--no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces
superficiales e incluso aparentes-- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su
debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por
decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la
realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa
en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino
también de profunda maravilla de sí mismo. íQué valor debe tener el hombre a los ojos
del Creador, si ha «merecido tener tan grande Redentor»,[65] si «Dios ha dado a su
Hijo», a fin de que él, el hombre, «no muera sino que tenga la vida eterna»![66]
En realidad, ese
profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es
decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de
la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, «en el mundo contemporáneo +. Este
estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de
la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo
auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo. Él determina también su puesto, su
--por así decirlo-- particular derecho de ciudadanía en la historia del hombre y de la
humanidad. La Iglesia que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe
con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha
vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el
mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Por esta razón la
Redención se ha cumplido en el misterio pascual que a través de la cruz y la muerte
conduce a la resurrección.
El cometido fundamental
de la Iglesia en todas las épocas y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada
del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio
de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la
Redención, que se realiza en Cristo Jesús. Contemporáneamente, se toca también la más
profunda obra del hombre, la esfera --queremos decir-- de los corazones humanos, de las
conciencias humanas y de las vicisitudes humanas.
11. EL MISTERIO DE
CRISTO EN LA BASE DE LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y DEL CRISTIANISMO
El Concilio Vaticano II
ha llevado a cabo un trabajo inmenso para formar la conciencia plena y universal de la
Iglesia, a la que se refería el Papa Pablo VI en su primera Encíclica. Tal conciencia
--o más bien, autoconciencia de la Iglesia-- se forma «en el diálogo», el cual, antes
de hacerse coloquio, debe dirigir la propia atención al «otro», es decir, a aquél con
el cual queremos hablar. El Concilio ecuménico ha dado un impulso fundamental para formar
la autoconciencia de la Iglesia, dándonos, de manera tan adecuada y competente, la
visión del orbe terrestre como de un «mapa» de varias religiones. Además, ha
demostrado cómo a este mapa de las religiones del mundo se sobrepone en estratos --antes
nunca conocidos y característicos de nuestro tiempo-- el fenómeno del ateísmo en sus
diversas formas, comenzando por el ateísmo programado, organizado y estructurado en un
sistema político.
Por lo que se refiere a
la religión, se trata ante todo de la religión como fenómeno universal, unido a la
historia del hombre desde el principio; seguidamente de las diversas religiones no
cristianas y finalmente del mismo cristianismo. El documento conciliar dedicado a las
religiones no cristianas está particularmente lleno de profunda estima por los grandes
valores espirituales, es más, por la primacía de lo que es espiritual y que en la vida
de la humanidad encuentra su expresión en la religión y después en la moralidad que
refleja en toda la cultura. Justamente los Padres de la Iglesia veían en las distintas
religiones como otros tantos reflejos de una única verdad «como gérmenes del
Verbo»,[67] los cuales testimonian que, aunque por diversos caminos, está dirigida sin
embargo en una única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano, tal
como se expresa en la búsqueda de Dios y al mismo tiempo en la búsqueda, mediante la
tensión hacia Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno sentido
de la vida humana. El Concilio ha dedicado una atención especial a la religión judía,
recordando el gran patrimonio espiritual y común a los cristianos y a los judíos, y ha
expresado su estima hacia los creyentes del Islam, cuya fe se refiere también a Abrahám.
Es sabido por otra parte que la religión de Israel tiene un pasado en común con la
historia del cristianismo: el pasado relativo a la Antigua Alianza.[68]
Con la apertura
realizada por el Concilio Vaticano II, la Iglesia y todos los cristianos han podido
alcanzar una conciencia más completa del misterio de Cristo, «misterio escondido desde
los siglos» [69] en Dios, para ser revelado en el tiempo: en el Hombre Jesucristo, y para
revelarse continuamente, en todos los tiempos. En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado
plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en
Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su
elevación, del valor transcendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia.
Es necesario por tanto
que todos nosotros, cuantos somos seguidores de Cristo, nos encontremos y nos unamos en
torno a Él mismo. Esta unión, en los diversos sectores de la vida, de la tradición, de
las estructuras y disciplinas de cada una de las Iglesias y Comunidades eclesiales, no
puede actuarse sin un valioso trabajo que tienda al conocimiento recíproco y a la
remoción de los obstáculos en el camino de una perfecta unidad. No obstante podemos y
debemos, ya desde ahora, alcanzar y manifestar al mundo nuestra unidad: en el anuncio del
misterio de Cristo, en la revelación de la dimensión divina y humana también de la
Redención, en la lucha con perseverancia incansable en favor de esta dignidad que todo
hombre ha alcanzado y puede alcanzar continuamente en Cristo, que es la dignidad de la
gracia de adopción divina y también dignidad de la verdad interior de la humanidad, la
cual --si ha alcanzado en la conciencia común del mundo contemporáneo un relieve tan
fundamental-- sobresale aún más para nosotros a la luz de la realidad que es él: Cristo
Jesús.
Jesucristo es principio
estable y centro permanente de la misión que Dios mismo ha confiado al hombre. En esta
misión debemos participar todos, en ella debemos concentrar todas nuestras fuerzas,
siendo ella necesaria más que nunca al hombre de nuestro tiempo. Y si tal misión parece
encontrar en nuestra época oposiciones más grandes que en cualquier otro tiempo, tal
circunstancia demuestra también que es en nuestra época aún más necesaria y --no
obstante las oposiciones-- es más esperada que nunca. Aquí tocamos indirectamente el
misterio de la economía divina que ha unido la salvación y la gracia con la Cruz. No en
vano Jesucristo dijo que el «reino de los cielos está en tensión, y los esforzados lo
arrebatan»;[70] y además que «los hijos de este siglo son más avisados... que los
hijos de la luz».[71] Aceptamos gustosamente este reproche para ser como aquellos
«violentos de Dios» que hemos visto tantas veces en la historia de la Iglesia y que
descubrimos todavía hoy para unirnos conscientemente a la gran misión, es decir: revelar
a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en él, ayudar a
las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones,
estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en
definitiva, a conocer las «insondables riquezas de Cristo»,[72] porque éstas son para
todo hombre y constituyen el bien de cada uno.
12. MISIÓN DE LA
IGLESIA Y LIBERTAD DEL HOMBRE
En esta unión la
misión, de la que decide sobre todo Cristo mismo, todos los cristianos deben descubrir lo
que les une, incluso antes de que se realice su plena comunión. Esta es la unión
apostólica y misionera, misionera y apostólica. Gracias a esta unión podemos acercarnos
juntos al magnífico patrimonio del espíritu humano, que se ha manifestado en todas las
religiones, como dice la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate.[73] Gracias
a ella, nos acercamos igualmente a todas las culturas, a todas las concepciones
ideológicas, a todos los hombres de buena voluntad. Nos aproximamos con aquella estima,
respeto y discernimiento que, desde los tiempos de los Apóstoles, distinguía la actitud
misionera y del misionero. Basta recordar a San Pablo y, por ejemplo, su discurso en el
Areópago de Atenas.[74] La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de
profunda estima frente a lo que «en el hombre había»,[75] por lo que él mismo, en lo
íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e
importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que
«sopla donde quiere +.[76] La misión no es nunca una destrucción, sino una
purificación y una nueva construcción por más que en la práctica no siempre haya
habido una plena correspondencia con un ideal tan elevado. La conversión que de ella ha
de tomar comienzo, sabemos bien que es obra de la gracia, en la que el hombre debe
hallarse plenamente a sí mismo.
Por esto la Iglesia de
nuestro tiempo da gran importancia a todo lo que el Concilio Vaticano II ha expuesto en la
Declaración sobre la libertad religiosa, tanto en la primera como en la segunda parte del
documento.[77] Sentimos profundamente el carácter empeñativo de la verdad que Dios nos
ha revelado. Advertimos en particular el gran sentido de responsabilidad ante esta verdad.
La Iglesia, por institución de Cristo, es su custodia y maestra, estando precisamente
dotada de una singular asistencia del Espíritu Santo para que pueda custodiarla fielmente
y enseñarla en su más exacta integridad.[78] Cumpliendo esta misión, miramos a Cristo
mismo, que es el primer evangelizador [79] y miramos también a los Apóstoles, Mártires
y Confesores. La Declaración sobre la libertad religiosa nos muestra de manera
convincente cómo Cristo y, después sus Apóstoles, al anunciar la verdad que no proviene
de los hombres sino de Dios («mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado»,[80]
esto es, del Padre), incluso actuando con toda la fuerza del espíritu, conservan una
profunda estima por el hombre, por su entendimiento, su voluntad, su conciencia y su
libertad.[81] De este modo, la misma dignidad de la persona humana se hace contenido de
aquel anuncio, incluso sin palabras, a través del comportamiento respecto de ella. Tal
comportamiento parece corresponder a las necesidades particulares de nuestro tiempo. Dado
que no en todo aquello que los diversos sistemas, y también los hombres en particular,
ven y propagan como libertad está la verdadera libertad del hombre, tanto más la
Iglesia, en virtud de su misión divina, se hace custodia de esta libertad que es
condición y base de la verdadera dignidad de la persona humana.
Jesucristo sale al
encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras:
«Conoceréis la verdad y la verdad os librará».[82] Estas palabras encierran una
exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación
honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la
advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad
superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el
hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a
nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que
libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas
raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan
estupenda de lo que han dado y no cesan de dar aquellos que, gracias a Cristo y en Cristo,
han alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en condiciones de
constricción exterior!
Jesucristo mismo,
cuando compareció como prisionero ante el tribunal de Pilatos y fue preguntado por él
acerca de la acusación hecha contra él por los representantes del Sanedrín, ¿no
respondió acaso: «Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad»?
[83] Con estas palabras pronunciadas ante el juez, en el momento decisivo, era como si
confirmase, una vez más, la frase ya dicha anteriormente: «Conoced la verdad y la verdad
os hará libres». En el curso de tantos siglos y de tantas generaciones, comenzando por
los tiempos de los Apóstoles, ¿no es acaso Jesucristo mismo el que tantas veces ha
comparecido junto a hombres juzgados a causa de la verdad y no ha ido quizá a la muerte
con hombres condenados a causa de la verdad? ¿Acaso cesa él de ser continuamente
portavoz y abogado del hombre que vive «en espíritu y en verdad»? [84] Del mismo modo
que no cesa de serlo ante el Padre, así lo es también con respecto a la historia del
hombre. La Iglesia a su vez, no obstante todas las debilidades que forman parte de la
historia humana, no cesa de seguir a Aquel que dijo: «ya llega la hora y es ésta, cuando
los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los
adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en
espíritu y en verdad».[85]
21 Is 9, 6.
22 Jn 21, 15.
23 Lc 22, 32.
24 Jn 6, 68; cfr Heb 4,
8-12.
25 Cfr. Ef 1, 10.22; 4,
25; Col 1, 18.
26 1 Cor 8, 6; cfr. Col
1, 17.
27 Jn 14, 6.
28 Jn 11, 25.
29 Cfr. Jn 14, 9.
30 Cfr. Jn 16, 7.
31 Cfr. Jn 16, 7.13.
32 Col 2, 3.
33 Cfr. Rom 12, 5; 1
Cor 6, 15; 10, 17; 12, 12.27; Ef 1, 23; 2, 16; 4, 4; Col 1, 24; 3, 15.
34 Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
35 Mt 16, 16.
36 Cfr. Letanías del
Sagrado Corazón.
37 1 Cor 2, 2.
38 Cfr. Gén 1.
39 Cfr. Gén 1, 26-30.
40 Rom 8, 20; cfr.
ibid. 8, 19-22; Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 2; 13: AAS 58 (1966)
1026;1034s.
41 Jn 3, 16.
42 Cfr. Rom 5, 12-21.
43 Rom 8, 22.
44 Rom 8, 19.
45 Rom 8, 22.
46 Rom 8, 19.
47 Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, 22: AAS 58 (1966) 1042 s.
48 Cfr. Rom 5, 11; Col
1, 20.
49 Sal 8, 6.
50 Cfr. Gén 1, 26.
51 Cfr. Gén 3, 6-13.
52 Cfr. IV Plegaria
Eucarística.
53 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Past. Gaudium et Spes, 37: AAS 58 (1966) 1054s.; Const. dogm. Lumen Gentium, 48:
AAS 57 (1965) 53 s.
54 Cfr. Rom 8, 29 s.;
Ef 1, 8.
55 Cfr. Jn 16, 13.
56 Cfr. 1 Tes 5, 24.
57 2 Cor 5, 21; Cfr.
Gál 3, 13.
58 1 Jn 4, 8.16.
59 Cfr. Rom 8, 20.
60 Cfr. Lc 15, 11-32.
61 Rom 8, 19.
62 Cfr. Rom 8, 18.
63 Cfr. S. Tomás,
Summa Theol. III, q. 46, a. 1, ad 3.
64 Gál 3, 28.
65 Misal Romano, Himno
Exsultet de la Vigilia pascual.
66 Cfr. Jn 3, 16.
67 Cfr. S. Justino, I
Apologia, 46, 1-4; II Apologia, 7 (8), 1-4; 10, 1-3; 13, 3-4: Florilegium Patristicum II,
Bonn 1911 (2), pp. 81, 125, 129, 133; Clemente Alejandrino, Stromata I, 19, 91.94: S.C.
30, pp. 117 s.; 119 s.; Conc Vat. II, Decr. Ad Gentes, 11: AAS 58 (1966) 960; Const. dogm.
Lumen Gentium, 17: AAS 57 (1965) 21.
68 Cfr. Conc. Vat. II,
Decl. Nostra aetate, 3-4: AAS 58 (1966) 741-743.
69 Col 1, 26.
70 Mt 11, 12.
71 Lc 16, 8.
72 Ef 3, 8.
73 Cfr. Conc. Vat. II,
Decl. Nostra aetate, 1 s.: AAS 58 (1966) 740 s.
74 Heb 17, 22-31.
75 Jn 2, 25.
76 Jn 3, 8.
77 Cfr. AAS 58 (1966)
929-946.
78 Cfr. Jn 14, 26.
79 Pablo VI, Exhort.
apost. Evangelii nuntiandi, 6: AAS 68 (1976) 9.
80 Jn 7, 16.
81 Cfr. AAS 58 (1966)
936 ss.
82 Jn 8, 32.
83 Jn 18, 37.
84 Cfr. Jn 4, 23.
85 Jn 4, 23 s. |