CULTURA

I. Definición

La palabra c. viene del latín colere (= cultivar, cuidar, ennoblecer o mejorar), que se emplea exclusivamente en procesos de la naturaleza. En sentido traslaticio, el término c. significa una determinada manera de ser del mundo circundante que el hombre ha cambiado y configurado, y a la vez designa la correspondiente conducta activa del hombre que conduce a este cambio y configuración. En los países de lengua alemana se suele distinguir entre c. y civilización; y se entiende por civilización el campo cultural configurado por la técnica, que está al servicio de las necesidades externas de la vida y de los fines utilitarios. En este sentido, se entiende por civilización, encontraste con la c. originariamente creadora, una constitución de la sociedad determinada preferentemente por una actitud racional de cara a un conjunto de fines. Esta concepción no es compartida por los pueblos románicos o latinos, que ven precisamente en la civilización el núcleo de toda c.; según ellos la civilización es un conjunto de fenómenos sociales de forma variable. Este conjunto ostenta carácter religioso, moral, estético, técnico o científico y es propio de todos los grupos de la sociedad humana. Por eso se habla de las civilizaciones o culturas más distintas, histórica o geográficamente limitadas; y consiguientemente aquí el concepto de civilización coincide con el de cultura. Aquél pone más de relieve el aspecto subjetivo, éste el objetivo. Como la c. no existe bajo la forma de un estado del mundo, de los individuos o de la sociedad humana perfecto en todos los aspectos, sino únicamente bajo formas relativamente limitadas, sólo puede hablarse de una cultura históricamente dada o que acontece históricamente.

Esta manera de encontrarse el hombre con el mundo para crear una c, lo distingue del animal, que vive estrechamente ligado a su medio y en virtud de sus instintos permanece prisionero . dentro de un espacio de juego de su mundo firmamente perfilado, cuyos límites no puede nunca rebasar. El hombre, inseguro en sus instintos a diferencia del animal, puede, por estar dotado de razón, traspasar el horizonte de su mundo natural, aun cuando de hecho esté también ligado a los límites de este mundo y permanezca prisionero de su finitud. Esta posibilidad metafísica, caracterizada como trascendencia, del pensamiento y de la voluntad humanos, que en principio no tienen límites, culmina en la libertad del hombre, la cual es el resorte secreto de toda creación cultural. La solicitud por el bienestar corporal, por el alojamiento, por una buena convivencia y una configuración del ambiente digna de la naturaleza humana, empuja al hombre a salir de la ordenación meramente finalista de este mundo e imprimirle su aspiración hacia lo infinito, su inquietud que lo atormenta y hace a la vez feliz, la cual se explica por la insuficiencia de sus experiencias finitas; con lo cual el mundo cultural se convierte en un espejo de toda la vida del hombre. La c. aparece así como un destello de esta aspiración superior del hombre en sus obras y en su propia creación.

II. Aspectos de la cultura

La c. tiene un aspecto llamado objetivo, en el sentido de una obra lograda que procede de la creación humana y que los hombres encuentran en medio de la historia como algo objetivamente configurado. Pero, como quiera que la c. en este sentido objetivo sólo puede resultar eficazmente viva en relación con el hombre, el aspecto subjetivo de la c. como tal jamás puede aislarse del aspecto objetivo, bien sea en cuanto acto creador, bien en cuanto acto de continuación y recepción. Ambos aspectos pertenecen a la cultura viva. La formación como c, subjetiva no es posible sin la presencia histórica de los valores formativos o de los bienes objetivos de la c. Ni la c. objetiva como suma de los valores culturales, ni la c. subjetiva como formación de individuos o grupos es algo que descanse en sí mismo o que exista para sí mismo. Ambos aspectos de la c. están insertos en la corriente de tradiciones históricas (-> tradición), cuya vida y muerte dependen del logro o fracaso en esta relación recíproca entre c. objetiva y subjetiva. También los usos y costumbres son factores de la creación de la c., y su tendencia ascendente o descendente puede medirse por la altura de una c. determinada, a condición, sin embargo, de que se tenga presente la viveza de la mentada relación reciproca. Porque es innegable que hay fenómenos de decadencia moral dentro de c. objetivamente altas, que no son ya, sin embargo, subjetivamente realizadas.

El crecimiento y progreso de la c. humana tiene sus limites en la condición histórica de la vida del hombre. La meta infinita de la aspiración humana siempre se manifiesta solamente en una situación histórica, cuyas posibilidades culturales son limitadas en todo momento. Cada generación se comporta frente al conjunto de la tradición cultural de tal manera que realiza una selección de lo transmitido. Esta selección se hace por regla general polémicamente. En efecto, una generación empieza por rechazar lo que la generación precedente tenía por valioso, pues partiendo de su nueva posición descubre posibilidades que todavía no ha dominado, y sólo despliega sus fuerzas para la ulterior evolución si excluye u olvida lo anterior (--> revolución). Por este curso de la evolución cultural podemos comprender que a lo largo de los siglos se den repeticiones y que el curso de la c. no sea ni mucho menos rectilíneamente progresivo (--> renacimiento, restauración).

La c. es por su naturaleza un fenómeno social, aun cuando su actualización sólo sea posible a través del individuo, a través del encuentro espiritual con el otro. Naturalmente este encuentro supone ya un mundo cultural objetivo, que se halla en las más varias tradiciones, p. ej., un lenguaje ya muy desarrollado, en general un medio cultural objetivo, cierto estado de c. humana de carácter personal y objetivo. Este proceso histórico de encuentro cultural se pone siempre en movimiento por iniciativa de individuos, que constituyen una minoría selecta y crean un espacio espiritual, dentro del cual se entusiasman una y otra vez otros individuos y dentro del cual los pueblos hallan su patria espiritual. El que una minoría selecta logre actuar su aspiración, supone que su mundo circundante le deja el espacio que necesita para asegurar la duración y consistencia de la cultura.

La solidaridad, llena a la vez de tensiones, entre c. y poder hace comprensible que todos los guías políticos hayan intentado una y otra vez lograr la unidad cultural de sus pueblos o de los pueblos en general, imponiéndola incluso por la fuerza. Más o menos todas las guerras fueron llevadas a cabo como cruzadas culturales contra la «barbarie». Pero precisamente el intento de imponer la c. por la mera fuerza aparece como una contradicción interna con la esencia de la c., pues ésta, a pesar de la disposición y del esfuerzo espirituales que exige, propiamente no puede imponerse. La c. necesita un espacio de libertad espiritual, que el Estado tiene el deber fundamental de conceder y mantener; y sólo dentro de ese espacio el eros espiritual es capaz de acción igualmente espiritual. Si se toma la c. como expresión de la vida espiritual de un pueblo, se ve en seguida que en la c. siempre se refleja solamente un estado relativo de este movimiento, y esto tanto bajo el aspecto objetivo - en el caudal fijo de determinados bienes culturales-, como bajo el aspecto subjetivo, en el grado de vitalidad del respectivo estado de formación de un pueblo. Sin la correspondencia viva de ambos elementos una c. amenaza con caer o morir, como a la inversa el mantenimiento de la altura de una determinada c. y sobre todo su crecimiento van de la mano con la formación de un pueblo. El individuo encuentra este proceso bajo la forma de tradiciones, por las que se siente llamado a tomar él mismo posición con relación a los bienes culturales, apropiándoselos personalmente. Según la amplitud y la densidad de esta apropiación el hombre conocerá y podrá interpretar la historia de sus antepasados. La historia como conocimiento del propio pasado y la c. están en una relación recíproca.

La llamada c. objetiva, tal como se expresa en las distintas tradiciones históricas, suele cristalizar institucionalmente. Es como el lecho fluvial que se ha formado la corriente viva de la c. en una fluencia secular. Pero así como el lecho sólo tiene sentido juntamente con la corriente viva, igualmente la c. institucionalizada sólo lo tiene junto con la corriente viva de los sujetos culturales que crean libremente. La c. no es solamente obra de la inteligencia y de la voluntad, sino que lleva también originariamente la marca de otros impulsos de naturaleza totalmente distinta, como el --> juego. El juego no es sólo un asunto de la edad infantil, sino que permanece el alma de todo crear consciente, en la ciencia, en la técnica y sobre todo en el arte, en la filosofía y en la religión. Donde sólo impera la finalidad como parece acontecer cada vez más en la actual forma de vida racionalizada, allí se le quita a la voluntad literalmente el espacio de juego, y 'también, por ese mismo hecho, se sustrae toda posibilidad al elemento creador que es esencial a la cultura.

Con ello queda también expresado que la c. sólo tiene lugar donde existe todavía el ocio. Aquí hay que entender por ocio, a diferencia del mero tiempo libre, el acto de aquella libertad interior que debe cultivar y mantener en sí mismo el hombre para que sus aspiraciones no queden subyugadas por los fines inmediatos, y él mantenga libre su mirada para lo que está por encima del provecho inmediato y del éxito práctico. Este ocio es el fruto del recogimiento del espíritu, es el espacio interior de la libertad, que permanece cerrado e ineficaz siempre que el hombre se deja arrastrar por las cosas inmediatas de la vida sin entrar nunca en sí mismo.

Este esfuerzo por mantener los presupuestos de la c. no puede ser cuestión únicamente del individuo, hoy tanto menos cuanto que el individuo, mirado exteriormente, está inserto en un «proceso» de creación, que tal vez aún le deja libertad exterior, pero lo incapacita cada vez más para hacer uso creador de esta libertad.

Así como el ocio está en relación esencial con la c., del mismo modo el -->culto religioso como forma de expresión de la comunidad está en la cuna de toda evolución cultural. Ya muy tempranamente se encuentran a este propósito testimonios en la historia de la humanidad. Es de notar en la referencia espiritual entre culto y c. que, aun en las formas de expresión del hombre con fuerza creadora, que ponen de manifiesto su condición de criatura respecto del creador, entran en juego muchas más cosas que meras fuerzas racionales. Aquí tropezamos con el poder simbólico de la creación y convivencia humanas, que son tan decisivas, más allá de lo actual, no sólo para el mundo del arte, sino también para el mundo de los usos y costumbres. La fuente de estas formas de intuición sensible está en la libertad del hombre, que es imagen de la libertad creadora de Dios.

Así, no puede caber duda de que en la religión, en que el hombre se pone a disposición de Dios, se encuentra uno de los hontanares más esenciales de la cultura. La afirmación de que la religión y la c. se obstaculizan, se debe a una falsa concepción de ambas. El hombre que en su actitud religiosa deja puesto en su vida sobre todo para Dios, el que consiguientemente se esfuerza por mantener la actitud de libertad, con ello también deja puesto para la configuración espiritual de su mundo y posibilita así el libre encuentro, no sólo de los mundos culturales, sino también de los hombres y de los pueblos. La religión, eso sí, desemnascara una determinada representación de la c., a saber, la idea de que la recta referencia del hombre a la c. radica para él en consumir la mayor suma posible de bienes culturales, idea a la que hoy día fácilmente le induce la técnica, pues ésta ofrece sin dificultad al hombre actual un número inmenso de tales bienes. Mas lo decisivo para la vida efectiva de una c. es, no la suma existente de valores culturales objetivos, por muy altos que sean estos valores, sino lo que el hombre hace con ellos para sí mismo y para sus semejantes.

III. Unidad y variedad de las culturas

Hoy día se habla mucho de la necesidad del encuentro de las culturas en interés de la pacífica comunidad de los pueblos. No raras veces, detrás de esta intención de suyo buena, se esconde la ilusión o la secreta ambición de unir o forzar a la humanidad bajo el signo de una c. mundial. Esta aspiración se basa en la idea errónea de que la c. puede hacerse u organizarse, idea que puede despertar en el político la tentación de clasificar y subordinar a los hombres según un esquema disponible. La unidad y la paz de los pueblos en el sentido de la c. suponen, empero, precisamente la conservación de la variedad y diversidad de los mundos espirituales. La unidad y la libertad se cumplen cuando cada pueblo se esfuerza por respetar y entender la diversidad del otro. Esta necesidad de respetar la riqueza creadora de lo individual en el espíritu de los pueblos y personas particulares es también ley de la propaganda cultural entre grupos particulares. No es lícito confundir el espacio de acción del poder en su lucha contra la incultura con el trabajo cultural propiamente dicho. Tampoco es lícito identificar la simplemente organización del trabajo cultural con este mismo. Por muy buena que sea la organización permanecerá infecunda en relación con la conservación y fomento de la c., si no está animada por el respeto a la auténtica libertad personal, que es el hontanar primero de la vida creadora.

En este contexto hay que hablar de la relación entre c. y técnica, tema en que deben considerarse dos puntos de vista. En cuanto la técnica ofrece al hombre un espacio mayor de libertad y quiere contribuir a la pacífica convivencia entre los hombres, pasa ella misma a ser factor cultural. En este aspecto no se distingue de cualesquiera otras actuaciones humanas, que pueden estar informadas por la cultura. Pero la técnica en el sentido de una organización más racional de la comunicación humana puede también ser reclamada para el servicio de la transmisión de la c. En tal caso se forma frecuentemente la ilusión de que con ayuda de una difusión más rápida y perfeccionada de los bienes culturales, se le presta a la c. misma el máximo servicio. Se trata de un sofisma tanto más peligroso cuanto que parejo procedimiento puede cabalmente tener efecto destructor de la c. misma. Sólo cuando se hace a la vez algo en favor de la disposición y apertura originarias de los hombres para los auténticos valores culturales, puede ayudar algo al hombre la transmisión técnica de estos valores. Si no se ha creado este presupuesto, daña más que aprovecha inundar sectores enteros del pueblo con valores culturales objetivos. Pero precisamente la creación del presupuesto correspondiente es la que menos puede lograrse técnicamente. Este misterioso proceso de maduración humana y de apertura cultural siempre se realiza tan sólo en el más íntimo espacio del encuentro humano. Si este espacio creador se destruye o se restringe, como acontece una y otra vez en todos los sistemas totalitarios, se ciega la fuente de toda creación y recepción cultural.

IV. Crisis culturales y sus razones

Tales procesos de crisis tienen frecuentemente lugar en la sucesión de pueblos o generaciones que, por razón de cambios y desplazamientos en el mundo de las experiencias íntimas, condicionados por trastornos políticos o sociales, no llegan ya a entenderse; la imagen del mundo y del hombre hasta entonces vigente es puesta en tela de juicio, y la expectación de lo venidero se vuelve con apasionamiento a las ideas nuevas. Lo mismo acontece después de luchas violentas entre pueblos de diversas culturas. En este caso, o se logra una síntesis entre lo viejo y lo nuevo, o la c. superior de un pueblo desplaza la del otro y entonces la c. que sale victoriosa no siempre es la del vencedor. También el encuentro entre religión y c. raras veces se realiza sin crisis.

La historia de la c., que versa sobre el curso histórico y las crisis de las distintas c., estudia las leyes del crecimiento y del cambio de las c. en las distintas formas sociales, y considera cada vez más el cambio de las estructuras sociales de los sujetos de la c. El hecho de que la libertad sea la fuente de toda c., significa históricamente que esta libertad sólo se torna concreta en el supuesto de que los hombres gocen de cierta medida de libertad política y económica. Originariamente sólo los ciudadanos libres eran sujetos de la c., mientras los esclavos estaban prácticamente excluidos de ella. La historia hace ver una y otra vez cómo los pueblos o las capas populares oprimidos y esclavizados se conquistan por las revoluciones derechos iguales a entrar también ellos activamente en la historia de la c.; cómo estos pueblos derriban sistemas políticos o económicos porque están persuadidos de que ellos les cierran el camino de la libertad y, por ende, el de la c. En la era industrial y democrática (-> industrialismo) en que vivimos, se ha hecho ley universalmente reconocida que todos los valores culturales deben hacerse accesibles a todos, y que todos tienen teóricamente los mismos derechos políticos y económicos. Pero este mundo organizado en forma igualitaria no puede conocer ni estimar el distinto grado de prestación, y menos todavía el orden espiritual de rangos en que debería reflejarse la diferencia en el grado de libertad interior como fuente primera de toda c. En este hecho inextinguible de la diferencia de prestación y jerarquía espiritual se expresa el --> orden de la libertad, que debe ser mantenido, protegido y favorecido por el orden político y económico. Este orden interior de la libertad es cabalmente el alma de la cultura. Donde se viola este orden, estallan crisis.

La c. es un todo que no puede situarse como algo objetivo junto a otro o dividirse en sus partes. Así como la presencia del alma o de la vida en un organismo se reconoce por el hecho de que esta complicadísima estructura funciona armónicamente como un todo, así también la ausencia de cualquier función dentro del complejísimo organismo total de la historia de la humanidad significa siempre un riesgo para la c.

La evolución de la c. se realiza en la .historia parte orgánicamente, parte por erupción revolucionaria, según la manera como se produce el encuentro entre los grupos humanos y entre los pueblos particulares. Aquí pueden distinguirse numerosos estadios, algunos de los cuales se aproximan a las etapas culturales primitivas, y otros a las llamadas culturas superiores. Nunca ha habido un estado puramente natural del hombre. Ya respecto de la primera fabricación de instrumentos por obra del hombre, se ve que en los estadios iniciales de la humanidad el espacio de juego del impulso creador del hombre va más allá de lo puramente utilitario. Todas las teorías culturales que pasan por alto este hecho fundamental, se pierden en especulaciones unilaterales y abandonan el terreno de la realidad. Para la relación entre Iglesia y c., cf. --> Iglesia y mundo.

Robert Scherer