TEÓLOGO
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Se puede pensar en el teólogo como en aquel que, por vocación, se entrega al estudio de un acontecimiento que hunde sus raíces en el pasado, pero como hijo de su tiempo, cargado de las provocaciones y tensiones del presente, teniendo que producir instrumentos para que ese acontecimiento sea comprensible y significativo también para el día de hoy. Como creyente, se ve llevado en su investigación por la certeza de la fe, pero como científico está sujeto a las reglas del saber crítico.

El primer milenio está caracterizado por la inseparabilidad entre el saber teológico y el ministerio pastoral del obispo. Los teólogos son los grandes doctores de la Iglesia. Y éstos, con algunas excepciones, son obispos. El magisterio del obispo se desarrollaba siendo teólogo y viceversa; se nota una circularidad que pone de manifiesto la unidad y la complementariedad de las dos funciones. No es de extrañar, si se piensa que la teología era considerada como sacra pagina o sacra doctrina, es decir, como comentario y esfuerzo de penetración en la Palabra de Dios para poderla vivir concretamente.

La aparición de las primeras universidades en el siglo XII y el comienzo de la distinción en los estudios escolásticos llevará a la teología a separarse progresivamente de su cualidad de sacra pagina para convertirse en sententia y quaestio, y a reconocerse cada vez más como «ciencia». Se convierte así en una forma de conocimiento racional y científico del dato revelado. Lo que la fe acoge como don, la teología lo explica utilizando las leves de la comprensión racional. Los teólogos se identifican con los grandes maestros de las universidades y las órdenes monásticas se convierten en la cuna privilegiada para su formación. La identificación entre obispo y teólogos es ya sólo una excepción. sí la doctrina crece en la comprensión gracias a la ayuda de la razón, a lo que se asiste, sin embargo, es a la primera gran división entre las escuelas teológicas.

Se percibe una acepción particular de la palabra «teólogo» a partir del siglo XIX. La teología, comprendida casi exclusivamente como justificación de la doctrina del Magisterio, identifica al teólogo como a aquel que apoya esta doctrina tanto a la luz de los principios teóricos de la philosophia perennis como en el plano de la investigación histórica. El elemento apologético que caracteriza a esta teología convierte muchas veces al teólogo más bien en un arquitecto de argumentaciones polémicas que en un intérprete experto de los datos; de todas formas, su función se ve reducida a la de comentador. En el magisterio de Pío XII, por ejemplo, el título de teólogo estaba reservado para los profesores de las universidades pontificias.

El Vaticano II, desde el punto de vista de los contenidos, se contenta con hacer sólo unas alusiones rápidas e implícitas al papel del teólogo (cf GS 44. 62); pero en la praxis recuperó un primer dato extraordinario: la plena y mutua colaboración entre obispos y teólogos con el compromiso renovado de una complementariedad al servicio de la construcción de la Iglesia. Pablo VI lo interpreta preferentemente en el horizonte de aquel que media entre el Magisterio, como intérprete infalible de la revelación, y el pueblo de Dios. Juan Pablo II cualifica ulteriormente la identidad del teólogo a la luz de la autonomía de la investigación y profundiza en lo que el concilio había insinuado tímidamente en GS 36.

Las 12 tesis que la Comisión Teológica Internacional elaboró en 1976 sobre el tema de la relación mutua entre el Magisterio y los teólogos pueden ayudarnos a una comprensión ulterior.

Un último documento sobre el tema ha sido la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, publicado por la Congregación para la Doctrina de la fe el 24 de mayo de 1990.

El teólogo es ante todo un creyente.

Su investigación está ya puesta en el horizonte de la revelación. El acto con que Dios se revela a la humanidad y la economía de su designio de salvación no son de suyo objeto demostrativo de su trabajo teológico. Él acepta esta verdad tal como se la ha transmitido la tradición eclesial. Esto es lo que constituye el objeto de su fe. El teólogo, por tanto, no duda de los fundamentos de su saber teológico ni establece ideas nuevas. Su trabajo no es el de producir la verdad, sino el de buscar la inteligibilidad de aquella verdad que él acepta y que sabe que es tal por la fe. El hecho de que sea un saber de la fe no lo humilla en lo más mínimo desde el punto de vista «científico», ya que está dispuesto a mostrar que el saber crítico que procede de la fe es humano y que por tanto pertenece a la estructura global del sujeto. Su tarea como científico será la de inventar lenguajes y formas de comunicación que permitan reconocer cómo el acontecimiento histórico Jesús de Nazaret es de forma definitiva e insuperable la revelación del amor trinitario de Dios. Esta verdad es la que tiene que destacar con toda su plenitud de sentido, respetando la lógica de la revelación. Para desempeñar esta tarea el teólogo necesita plena libertad de investigación. Pero se trata de una libertad -conviene recordarlo- que no le llega ni de la ciencia ni de una concesión que se le haya hecho, sino que se arraiga en aquella profunda verdad que es el acontecimiento de la revelación. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32) indica que, en la medida en que el teólogo sea plenamente fiel al objeto de su investigación, será también un «experto» cabal en aquel objeto y, por consiguiente, libre para poder comunicarlo en las diferentes formas del saber sin poder traicionarlo. Así pues, el referente de la libertad del teólogo habrá de seguir siendo la Palabra de Dios.

La Palabra de Dios, objeto de estudio del teólogo, le viene en la Iglesia y a través de la Iglesia. La inteligibilidad de esta palabra, ya eclesialmente mediada, se dedica primariamente a la comunidad creyente, para que sepa dar razón de su fe (1 Pe 3,15). En este horizonte es donde se pone otra característica del teólogo: la eclesialidad.

Ésta no es solamente una disposición personal que el teólogo tenga para con la comunidad creyente como bautizado: es ante todo una connotación de la propia teología. El ministerio del teólogo se hace más visible cuando, en virtud de su competencia, fruto de la investigación y del estudio personal, enseña a los demás. Pero al ser un ministerio en la Iglesia y de la Iglesia, que la relaciona de una manera totalmente peculiar con la revelación, la enseñanza del teólogo nunca se le da a título personal. En cuanto teólogo, es siempre una persona «pública», ya que expresa la inteligencia de la fe eclesial. El teólogo como sujeto epistémico necesita claramente competencia y preparación científica, pero como sujeto eclesial se le exige obediencia y fidelidad para su ense6anza (oral y escrita) (1 Cor 4,1). La missio catolica, antes de ser un acto jurídico, es una señal de la comunión eclesial que hace al teólogo «responsable» de su ministerio. Por consiguiente, el teólogo tendrá que tender, como objetivo permanente, a pasar constantemente de una intelligentia a una sapientia.

R. Fisichella

Bibl.: w Beinert. Teólogos, en DTD. 700702: Congregación para la Doctrina de la fe, La vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), PPC, Madrid 1991: Comisión episcopal española para la Doctrina de la fe. El teólogo y su función en la Iglesia (20 de octubre de 1989), en Vida Nueva 1709 (1989) 35-41: L. Boff, La misión del teólogo en la Iglesia, Verbo Divino, Estella 1991.