DIABLO 
VocTEO
 

La existencia del diablo es un dato, de importancia relativa, que la intervención salvífica de Dios en favor del hombre pecador presupone como real.

Así lo interpretó ya el kerigma de Jesús, la predicación apostólica y la doctrina eclesial hasta hoy En efecto, el estado de pecado en que se encuentra el hombre no puede comprenderse como de responsabilidad exclusiva del mismo, sino que procede también de otro sujeto creado: el diablo. El ser personal y malvado que la Biblia y la tradición llaman Satanás y/o Diablo no se puede interpretar como una herencia del pensamiento mítico prefilosófico de la humanidad, sino como un dato de la revelación. En la Biblia la existencia del diablo es un dato de origen experiencial natural del hombre, que asume la revelación, desmitificándolo de toda referencia dualista. La soteriología supone al diablo, con la afirmación de que la salvación del hombre, fruto de la gracia divina concedida en Jesucristo, es también, y de forma propedéutica, liberación del hombre del poder del diablo. El Vaticano II interpreta la Pascua de Cristo como aquello que destruvó el poder de Satanás sobre el hombre"(SC 9; GS 2; 13; 22: LG 5;  48; AG 9).

 En el Antiguo Testamento las alusiones al diablo son escasas y sobrias. Es miembro de la corte divina, pero con  una función de acusador (Satán = acusador) del hombre en la presencia de Dios (Job 1-3). Se manifiesta ya una dimensión misantrópica del diablo, pero también de despecho contra Dios. Más explícita es la identificación del diablo como adversario de Dios en los escritos proféticos (Zac 3,lss). Gn 3,1 ss interpreta a la serpiente como la única criatura dotada de astucia y de capacidad lógica de persuasión (Gn 3,13) mediante la mentira, es decir, una visión falsa de la realidad vendida como buena, que le consiente provocar la adhesión del hombre y su caída en desgracia ante Dios. Así pues, la serpiente asume aquellos rasgos de enemistad/envidia contra la naturaleza humana creada y buena, que Sab 2,24 interpretará como características del diablo. El Nuevo Testamento interpreta los datos del Antiguo Testamento y del hebraísmo sobre el diablo, llevando a cabo una seña desmitificación cuantitativa y cualitativa de la copiosa demonología de la apocalíptica del judaísmo tardío, y especificando mejor la identidad del diablo sobre una base cristológica. Las designaciones totalmente negativas del diablo iluminan su condición: es el enemigo de Dios y del hombre (Lc 10,19); el maligno (Mt 13,19); el dominador o príncipe de este mundo (Jn 12,31); el dios del eón presente (2 Cor 4,4); el padre de la mentira (Jn 8,44); etc. El Mesías emprende una dura lucha en palabras y en obras contra el diablo durante su ministerio público. Esto supone un reconocimiento de la existencia del diablo por parte de Jesús. Jesús vivió este dato como pars destruens de su misión salvífica, que es ciertamente antisatánica. Las tentaciones que sufre Jesús y en las que sale victorioso (Mt 4,11 y par.) y los exorcismos realizados contra el diablo o los demonios son, por tanto, una prolepsis del choque victorioso final, pero también una entrada anticipada del Reino de Dios en la tierra como destronamiento del diablo. Esta lucha culmina en la pasión de Cristo (Lc 22,3.31; Jn 13,27. 1 Cor 2,8). El Nuevo Testamento interpreta en los hechos pascuales de Cristo la verdadera derrota del diablo (Jn 12,31; Ap 12,7), pero al mismo tiempo ve esta lucha escatológica contra el diablo prolongada en la Iglesia (Hch 13,10), lugar de reunión en la tierra de los que se ven liberados del diablo y que lo resisten y combaten (1 Cor 7,5; 2 Cor 2,11), colaborando con la gracia divina y mereciendo la bienaventuranza, hasta su derrota final (Ap 20).

El dogma eclesial ha producido una doctrina muy sobria sobre el diablo.

Tiene su propio valor, pero pertenece indirectamente a la fides ecclesiae, en el sentido de que no es un dato de primera importancia y como tal, no ha entrado nunca en las profesiones solemnes de fe. Para el dogma el diablo se ha hecho tal por su propia culpa; en sus orígenes, fue una criatura buena de Dios (DS 800), que degeneró luego con un acto libre (DS 797. 286., 325; 800), Esta culpa lo cristalizó en una forma de condenación eterna (DS 411), que no anula en nada una bondad substancial del diablo, en cuanto que debe su naturaleza creada a Dios (DS 286; 797).

Es superior al hombre y tiene cierto poder sobre él (DS 800; 1511. lS2l~ 1668), pero no una disponibilidad (DS 736; 2192). Cristo anuló el poder del diablo sobre el hombre (DS 291; 13471349; 1523., 1668). No se dice nada sobre la existencia del pecado del diablo, en continuidad con el silencio de la Escritura sobre este punto. Por el contrario, los teólogos, desde el siglo II hasta el XVll, han indagado a fondo sobre el diablo, proponiendo diversas soluciones, muchas de las cuales han caído en el olvido, mientras que otras, de mayor relieve, se han sintetizado en una serie de teologúmenos, probables pero no vinculantes, sobre la naturaleza, el numero de los demonios aerarquías demonológicas), la esencia y el motivo del pecado del diablo, su estado actual, etc. De todas formas, la doctrina sobre el diablo tiene que entenderse en el orden de las afirmaciones que hace la Iglesia para promover un mayor conocimiento y una obtención más fácil del fin último de Dios sobre el hombre, y no ya como fin en sí misma.

La teología moderna, influida por el ciencismo ilustrado, a partir del siglo XVIII, en el ámbito de la teología liberal, tiende a reducir el tema demonológico y a presentarlo como una creencia mitológica e infantil de la que es preciso purificar a la reflexión teológico-bíblica. Esta tendencia culmina en la desmitificación radical de los datos sobre el diablo presente en la escuela exegética bultmanniana: la demonología es sólo el marco literario fuertemenle pospascual y redaccional de las afirmaciones puramente teológicas y antropológicas del Nuevo Testamento.

También en el terreno católico comenzó una especie de marginación del diablo por obra de no pocos teólogos que afirman la dimensión exclusivamente simbólica, no real y personal, de las afirmaciones bíblicas sobre el diablo. De él sólo se puede hablar en el ámbito de la antropología cultural o en el estudio de los fenómenos psíquicos del hombre. Pero este rechazo radical no puede aceptarse en el plano de una reflexión teológico-dogmática que tome en serio la revelación y la tradición doctrinal, sin refugiarse en un a priori escéptico. Por otra parte, es sostenible que puede no ser necesaria una referencia explícita e inmediata al diablo, sometido de todas formas a una moderada desmitificación, en la fase inicial del anuncio del Evangelio y en la reflexión teológica, si la situación cultural del hombre es de tal naturaleza que puede derivarse de allí un impedimento para el conocimiento del misterio de la salvación. Pero es ineludible la referencia al diablo en la profundización sucesiva catequética de la soteriología y de la cristología. La existencia del diablo sigue siendo, de todos modos, un dato cierto, en cuanto que proviene directamente de la revelación divina, acogida e interpretada en la Iglesia.

T Stancati

 

Bibl.: D. Zahringer, Los demonios, en MS 1112, 1097-1119; K. Rahner Diablo, en SM. 1, 248-254; F. J. Schierse - J Michl, Satán, en CFT 1V 207-224; A. Marranzini, Ángeles y demonios, en DTI, 1, 413-430; H. Haag, El diablo; su existencia como problema, Herder, Barcelona 1978; cf, el n. 103 de la revista Concilium (1975), dedicado a este tema.