CULTURA
VocTEO
 

El concilio Vaticano II ha señalado un giro real de la Iglesia en lo que se refiere a la cultura. Durante siglos se pudo verificar una clara división entre la cultura y la Iglesia, marcada por mutuas incomprensiones y  sospechas.

Después de la gran síntesis medieval, que había visto la presencia de los valores cristianos encarnados plenamente en la vida personal y social, estableciéndose una ósmosis equilibrada entre el Evangelio y la cultura, los siglos posteriores no fueron capaces de conservar este patrimonio. La cultura cristianamente inspirada se fue interpretando progresivamente como conservadora, y no como garantía del progreso científico, al que se asignó el único encargo de producir cultura. La separación entre el Evangelio y la cultura, que Pablo VI definía como uno de los dramas de nuestra época (Evangelii nuntiandi, 20), tiene que superarse para trazar a la humanidad un camino rico en esperanza por un futuro mejor.

No es simple definir la cultura, porque su definición supone va una inserción dentro de una expresión cultural particular. En el horizonte teológico se piensa en la cultura a la luz de la descripción dada por el concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes, es decir: «todo aquello con que el hombre afina o desarrolla las diversas facultades de su espíritu y de su cuerpo, pretende someter a su dominio, con el conocimiento y el trabajo, incluso el orbe de la tierra; logra hacer más humana, mediante el progreso de costumbres e instituciones, la vida social, tanto en lo familiar como en todo el mecanismo civil; y, finalmente, consigue expresar, comunicar y conservar profundas experiencias y ambiciones espirituales en sus obras a lo largo de los tiempos, que puedan servir al beneficio de los demás, mejor dicho, de todo el género humano» (GS 53).

La cultura, en esta acepción, se convierte en sinónimo de civilización y consiste en alcanzar formas de vida que sean cada vez más personales. En la descripción del Vaticano II se advierte que el concepto de cultura no puede limitarse sólo a la esfera de aumento material de los recursos de la humanidad, sino que comporta prioritariamente un progreso real de formas de existencia marcadas por el bien común y por los principios éticos fundamentales. Mediante la cultura, todos participan del progreso de la historia y de la sociedad, ya que imprime con su trabajo personal y con la explicitación de sus dotes espirituales y humanas una orientación que engendra desarrollo.

La cultura se conjuga con diversos  aspectos de la fe cristiana: en primer lugar, con la fe misma, que es por su naturaleza una praxis de vida, que repercute en la vida de los individuos y de las comunidades, determinando su sentido; y en segundo lugar con la teología, ya que permite la relación con los diversos sistemas filosóficos, fruto de la reflexión de la época que han marcado a las diversas ideologías y con las cuales se han ido relacionando diversamente las sociedades. La fe quiere participar en la dinámica de la cultura, introduciendo en ella los principios fundamentales que constituven un humanismo verdadero y global; por eso mismo se hablará de inculturación del Evangelio. Por su parte, la fe recibe de las diversas culturas los actos reales mediante los cuales alcanza un conocimiento cada vez más profundo de la humanidad, de sus exigencias y de sus orientaciones; al mismo tiempo, se le ofrecen las provocaciones y los instrumentos capaces de comunicar plenamente al hombre de todas las épocas y de diversas culturas el verdadero sentido del Evangelio.

Puesto que las culturas están fuertemente marcadas por la técnica y por el progreso científico, la fe, por su parte, no deberá fallar en el momento de indicar el sentido más amplio del verdadero progreso, que no puede limitarse solamente a las formas inmanentistas. De todas formas, un principio fundamental que el concilio ha confiado a los creyentes de hoy es el de la autonomía de la ciencia y de la cultura, entendiendo por autonomía no el desinterés mutuo sino el reconocimiento de la complementariedad y de la diferencia de las metodologías que cada uno tiene que producir según sus propias competencias. De todas formas, la cultura y la fe, cuando tienden al fin último Y verdadero del hombre, no pueden éntrar en conflicto; tienen que reconocerse mutuamente al menos sobre la base de esta aspiración común, que los pone al servicio del auténtico progreso duradero de la humanidad.

 R. Fisichella

 

 Bibl.: R. Maurer, Cultura, en CFF 1, 465 476; E. Chiavacci, Cultura, en DTI,' 11, 230240; R. Benedict, El hombre y la cultura, Madrid 1971; B. Caballero, Bases de la nueva evangelización, San Pablo, Madrid 1993; P Poupard, Iglesia y culturas, EDICEP, Valencia 1988; H. Cahier, Diccionario de la cultura, Verbo Divino. Estella 1994,